El
cerebro del profesor Vázquez
By
César Mallorquí
El
día en que la muerte vino a visitarle, Julián Vázquez estaba paseando por su
antiguo barrio; no el de su infancia, sino el barrio donde estaba el instituto
en el que había impartido clases durante más de cuarenta años. Solía hacerlo,
al menos una vez a la semana, desde que se jubiló; se levantaba temprano, se
despedía de su mujer con un beso, cogía el autobús y se dirigía al viejo
barrio. Una vez allí, desayunaba en el bar de Braulio, el establecimiento en el
que había desayunado durante cuarenta y un años, café con leche y porras, las
mejores de la ciudad. Braulio ya no estaba, se había jubilado, como él; ahora
el establecimiento lo llevaba un sobrino suyo, pero las porras seguían siendo
las mismas. Esa era una de las pocas cosas que aún perduraban en un mundo cada
vez más cambiante, pensaba Julián.
Durante
esos paseos, Julián nunca visitaba su antiguo instituto, el Barnés Salinas; ya
nada se le había perdido en aquel lugar, salvo los recuerdos. En vez de ello,
paseaba despacio por los alrededores camino del parque. Al llegar allí, se
sentaba en un banco y contemplaba a la gente que deambulaba a su alrededor.
Julián buscaba rostros; pero no cualquier rostro, sino dos mil cuatrocientos
sesenta en concreto.
2460.
Ése era el número de alumnos a los que Julián, según sus cálculos, había dado
clase a lo largo de su vida. Era una cifra aproximada, claro, pero por ahí le
andaría. Dos, cuatro, seis, cero. Casi dos millares y medio de chicos y chicas.
La obra de su vida. O, quizá, el fracaso.
¿Los
reconocería? Esa era la gran pregunta: si por casualidad algún día se cruzara
con uno de ellos, ¿podría distinguirle entre la multitud? Con el tiempo, las
caras de todos aquellos muchachos tendían a difuminarse, a fundirse en un único
rostro de facciones cambiantes e imprecisas. Además, sus antiguos alumnos ya no
eran niños, ni adolescentes, sino adultos, algunos incluso cincuentones. ¿Cómo
iba a reconocerlos? Era imposible.
No
obstante, si algún día alguno de sus exalumnos se cruzara con él, ¿reconocería
a su antiguo profesor? Y aún más importante: Si uno de sus antiguos alumnos le
reconociera, ¿se detendría para saludarlo? Julián oía hablar de esos encuentros
a sus compañeros, incluso había sido testigo de algunos. Un joven adulto se
acerca al viejo profesor y le da las gracias por la inspiración que habían
supuesto para él sus enseñanzas. Un bonito gesto, una anécdota alentadora.
Pero
a Julián nunca le había sucedido nada semejante, jamás se había reencontrado
con ninguno de sus exalumnos. Y eso no tenía sentido, porque la mayor parte de
los estudiantes del Barnés Salinas vivían por los alrededores. Vale, puede que
muchos se hubiesen mudado a otro barrio, puede que sus horarios no
coincidiesen; pero a lo largo de cuarenta y un años forzosamente tenía que
haberse cruzado con alguno de ellos. Y ninguno se había tomado la molestia de
saludarlo. ¿Tan mal profesor había sido?
Cuando
era joven, Julián amaba dos cosas por encima de todo: la ciencia y la
enseñanza. No pudo ser científico –se le daban mal las matemáticas-, así que se
volcó en su segunda vocación y estudió Pedagogía. Aún recordaba con nitidez la
pasión y la entrega de sus primeros años como profesor de Ciencias Naturales.
Quería conmover a sus alumnos, quería abrirles los ojos a las maravillas del
universo, quería inspirarles, ser una mano tendida, un báculo, un guía. Quería
ser como Gérard Jugnot en Los chicos del
coro, como Fernán Gómez en La lengua
de las mariposas, como Robin Williams en El club de los poetas muertos. Quería ser esa persona que en algún
momento nos marcó y cuyo recuerdo guardamos como un tesoro en la memoria.
Luego,
andando los años, la llama comenzó a apagarse. Poco a poco, sin darse cuenta,
la pasión fue transformándose en rutina, y la rutina a veces en hastío. Cada
año igual que el anterior e idéntico al siguiente. Julián solía contarles algo
a sus alumnos: Si cogemos una rana y la echamos a una olla de agua hirviendo,
la rana pataleará y saltará de la olla. Pero si cogemos una rana, la metemos en
una olla de agua fría y la ponemos al fuego para que se vaya calentando
gradualmente, entonces la rana se quedará quieta hasta cocerse. Pues bien, así
acabó sintiéndose él: como una rana cocida.
Finalmente,
cuando llegó el día de la jubilación, Julián no pudo evitar formularse una
pregunta: ¿Todo aquello había servido para algo? ¿Sus cuarenta y un años
dedicados a la enseñanza habían dado algún fruto? A veces, en sus momentos de
negrura, pensaba que no, que todo había sido inútil.
Aunque
quizá eso era demasiado melodramático. Su vida era buena, nunca había pasado
penalidades, gozaba de buena salud, se había casado con la mujer que amaba,
tenía dos hijos maravillosos que ya habían formado sus propias familias y le
habían dado nietos. Tenía amigos, aficiones, sueños y esperanzas. ¿Cómo podía
quejarse? Era un hombre afortunado. Sin embargo, aquellos dos mil cuatrocientos
chicos y chicas seguían siendo un enigma sin respuesta. ¿Había significado algo
para ellos, aparte de darles clase y corregir sus exámenes? No saberlo
provocaba en él una sensación de vacío.
Aquella
mañana de finales de noviembre, la mañana en que el hilo de su vida se quebró,
Julián recorrió las viejas calles, llegó al parque y se sentó en un banco. No
había mucha gente; un par de madres jóvenes con carritos de bebé, tres o cuatro
ancianos, unos operarios fumando... En lo alto colgaban las luces de Navidad,
aunque aún faltaban unos días para su encendido. Una chica veinteañera se
aproximaba por el sendero de tierra haciendo footing. Llevaba el pelo recogido
en una coleta -que se bamboleaba a un lado y a otro siguiendo el ritmo de su
carrera- y tenía una bonita figura. A Julián sus rasgos le resultaron vagamente
familiares. ¿Habría sido alumna suya? Entrecerró los ojos y se inclinó un poco
hacia delante para verla mejor.
Entonces
sucedió.
De
pronto, un intenso dolor le estalló en la cabeza. Era como si le perforaran el
cerebro con una taladradora. Veía doble y un zumbido resonaba en sus oídos.
Soltó un gemido. El dolor era insoportable. Se llevó una mano a la frente,
aferró con la otra el reposabrazos del banco e intentó levantarse.
Pero
el mundo giró a su alrededor y su mente se sumió en la negrura. Cuando se
derrumbó en el suelo ya estaba inconsciente.
¿Cuánto
tiempo transcurrió? No lo sabía. Fue como un sueño sin sueños, como yacer en un
limbo en el que no había nada, ni siquiera tiempo. Luego, en algún momento
indeterminado, comenzó a percibir el mundo exterior. Primero escuchó un pitido
intermitente.
Bip... Bip... Bip...
Luego,
sonidos húmedos, el roce de una sábanas, conversaciones lejanas. Abrió los
ojos, pero tardó unos segundos en poder enfocar la mirada. Se encontraba en una
habitación blanca, tumbado en un cama. Intentó incorporarse, pero estaba
demasiado débil. Una mujer apareció en su campo visual y se inclinó sobre él.
Parecía una enfermera. Julián intentó hablar, preguntar qué estaba pasando,
pero las palabras brotaron confusas de sus labios.
—No
haga esfuerzos, señor Vázquez –le contuvo la mujer con una sonrisa amable-. Se
encuentra usted en una UVI del Hospital Universitario. Supongo que no recuerda
lo que ha sucedido. Esta mañana sufrió un derrame cerebral en la calle y perdió
el conocimiento. Le trajeron aquí y ha sido operado de urgencia. Todo ha ido
bien, no se preocupe. Ahora iré en busca de su médico, el doctor Ortega, para
que le examine y aclare sus dudas. Por favor, no intente moverse.
La
enfermera abandonó la habitación. Julián intentó hacer memoria, pero estaba muy
aturdido; lo único que recordaba era a una chica joven y bonita corriendo. Al
cabo de unos segundos, se dio cuenta por primera vez de que tenía la cabeza
vendada, una vía conectada a un gotero en la mano izquierda y una especie de
pinza con un cable presionándole el dedo anular de la mano derecha. No sentía
ningún dolor, pero sí una intensa sensación de entumecimiento y turbiedad, como
si estuviera sumergido en agua.
Al
poco, llegó el doctor Ortega, un médico cuarentón de rostro afable y actitud
competente.
—Buenas
tardes, señor Vázquez –dijo-. Creo que la enfermera ya le ha puesto al tanto de
lo ocurrido. Esta mañana sufrió usted una hemorragia subaracnoidea causada por
un aneurisma sacciforme. –Sonrió-. Demasiadas palabras raras, ¿verdad? Se lo
explicaré: un aneurisma se produce cuando la pared de una arteria se debilita y
se abomba. A veces se rompe, causando una hemorragia en el cerebro. Eso es lo
que le ha pasado a usted. Perdió el conocimiento y le trajeron aquí. Le ha
operado el doctor Sebastián Torres, nuestro mejor neurocirujano. La
intervención ha ido perfectamente y el hecho de que haya recuperado usted la
consciencia tan pronto es una señal muy positiva. Ahora voy a realizarle un
breve examen físico.
El
médico le revisó las pupilas con ayuda de una pequeña linterna, comprobó sus
reflejos, le pinchó suavemente en varios puntos del cuerpo para asegurarse de
que no había perdido sensibilidad, extendió unos dedos frente a sus ojos y le
preguntó cuántos veía (tres), le pidió que moviera las manos y los pies...
Cuando acabó la revisión, apuntó algo en un cuaderno y esbozó una sonrisa
tranquilizadora.
—Todo
marcha bien, señor Vázquez –dijo-. ¿Quiere preguntarme algo?
—¿Gloría?...
–musitó Julián.
—¿Su
esposa? Está ahí fuera, con sus hijos. De momento no puede usted recibir
visitas, pero le comunicaré a sus familiares que ya ha recuperado el
conocimiento y se encuentra bien. Ahora descanse. Si necesita algo, pídaselo a
las enfermeras.
Cuando
desapareció el médico, Julián se sumió en un estado de duermevela. La verdad es
que apenas se había enterado de nada de lo que le había contado el doctor
Ortega, salvo que había sufrido un derrame, que le habían operado y que ahora
estaba convaleciente; pero se sentía demasiado somnoliento para reflexionar
sobre ello. Al cabo de un rato, un hombre entró en la habitación. Tendría
treinta y tantos años, era alto, con el pelo rubio y corto, y los ojos
intensamente azules. Entre brumas, Julián vio que el desconocido revisaba su
historial médico y luego, tras dedicarle una sonrisa, salía en silencio de la
habitación.
Al
día siguiente, el doctor Ortega le visitó acompañado de otro médico, el doctor
Alonso, un neurólogo que le sometió a una nueva batería de pruebas. Al acabar,
le dijo:
—Aparentemente
todo está bien, señor Vázquez. Y créame, ha tenido usted mucha suerte, porque
gran parte de quienes sufren un derrame cerebral acaban padeciendo algún tipo
de secuelas, en ocasiones muy severas. Pero no ha sido así en su caso,
felicidades.
Dos
días después, le sacaron de la UVI, le condujeron a una de las habitaciones del
hospital y Julián, por fin, pudo reunirse con Gloria y con Carmen y Luis, sus
hijos.
La
muerte había llamado a su puerta, pero al parecer fue una visita de cortesía. Sólo quería saludarte, le había dicho la
Segadora; ya volveré otro día. Aun
así, Julián tuvo que permanecer ingresado durante tres eternas semanas.
Y
finalmente, el 24 de diciembre le dieron el alta. Aquella mañana, Gloria llegó
temprano, le ayudó a hacer el equipaje y a vestirse, y luego fue a las oficinas
del hospital para firmar unos papeles. Julián se quedó esperándola en la
habitación, sentado en el borde de la cama. Frente a él había un espejo; Julián
examinó su imagen con detenimiento. Había adelgazado mucho, pero eso estaba
bien, pensó; a fin de cuentas, antes del derrame le sobraban unos cuantos
kilos. Ya no llevaba ningún vendaje, pero la cicatriz del cráneo era tan
pequeña que no se distinguía a simple vista; lo malo era que, para operarle, le
habían afeitado la cabeza. Julián estaba secretamente orgulloso de conservar, a
sus setenta y un años, casi toda la cabellera, aunque ahora del color de la
nieve. El pelo volvía a crecerle, claro, pero aún estaba muy corto. Ladeó la
cabeza, evaluando su imagen en el espejo y decidió que, con ese aspecto,
pálido, delgado y medio calvo, parecía un judío recién liberado de Auschwitz. Y
en cierto modo eso era él: un víctima rescatada del holocausto. Un pequeño
milagro.
Sobre
una mesita descansaba una flor de
pascua, como una infiltración de la Navidad en la asepsia de aquella habitación
de hospital. Al menos, pensó Vázquez, pasaría las fiestas en su casa. Eso era
otro milagro.
Unos
suaves golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento.
—Adelante
–dijo Julián.
Un
hombre alto, rubio y de ojos azules, vestido con traje y corbata, entró en la
habitación. Aparentaba treinta y cinco o treinta y seis años. A Julián le
resultaba familiar; era el médico que había entrado en su habitación durante el
posoperatorio.
—Buenos
días, señor Vázquez –le saludó el desconocido, estrechándole la mano-. Me he
enterado de que hoy le daban el alta y quería saludarle. Pero disculpe, no me
he presentado: soy Sebastián Torres, el cirujano que le operó.
—Ah...
Vaya, pues me alegro de conocerlo. Aunque creo que le vi cuando estaba
ingresado en la UVI...
—Sí,
fui a visitarle un par de veces, pero estaba usted muy sedado. Luego, no he
querido molestarlo, pero he seguido atentamente su evolución. El doctor Ortega
me ha informado en todo momento de sus progresos y, según me ha dicho, la
recuperación ha sido completa. Le felicito.
—Bueno,
gracias a usted y a sus colegas. Sobre todo gracias a usted, doctor; me ha
salvado la vida.
—Sólo
hemos hecho nuestro trabajo lo mejor posible.
Hubo
un silencio. Torres se lo quedó mirando sin decir nada, fijamente, con una
extraña sonrisa instalada en los labios. Cuando al cabo de unos segundos la
situación empezaba a ser incómoda, el medico preguntó:
—¿No
se acuerda de mí, señor Vázquez?
—Eh...
sí, ya le he dicho que me pareció verlo en la UVI.
—No,
me refiero a antes de eso, hace mucho tiempo.
Julián
parpadeó, confuso.
—¿Nos
conocemos? –preguntó.
Torres
asintió con un cabeceo.
—Fui
alumno suyo en el Barnés Salinas. De eso hará, no sé, veintitantos años. Por
entonces usted era don Julián, el profe de naturales, y a mí me llamaban Sebas.
—Vaya,
qué casualidad. Lo siento, no le recuerdo. He tenido tantos alumnos a lo largo
de mi vida...
—Claro,
no se preocupe. Además, supongo que he cambiado mucho.
Se
quedaron mirándose sonrientes.
—Pero
qué casualidad... –repitió Julián sin saber muy bien qué decir.
—Sí
que lo ha sido. Cuando supe quién era usted y que iba a operarle, en fin, no me
lo podía creer. –Hizo una pausa-. Aunque, más que una casualidad, ha sido algo
así como un círculo que se cierra.
—No
le entiendo...
Torres
desvió la mirada y luego volvió a fijarla en Julián.
—¿Sabe
algo, señor Vázquez? –dijo-; estudié medicina gracias a usted.
—¿A
mí?
—Sí.
Por aquel entonces, en el instituto, yo no era muy buen estudiante que digamos,
pero me encantaban sus clases. Eran muy amenas y... no sé, mostraban el mundo
como si fuese una caja de sorpresas. Aún recuerdo su anécdota de la rana que se
cuece lentamente, y de vez en cuando se la cuento a alguien. –Sonrió con un
punto de nostalgia-. Un día, usted nos habló del cerebro y del sistema nervioso
y... bueno, me cautivó. Creo que en ese mismo momento, allí, sentado en la
clase, mientras le escuchaba, decidí que quería dedicarme a estudiar aquel
órgano fabuloso, el cerebro, la mente. Cuando acabé el instituto ingresé en la
facultad de medicina y me especialicé en neurocirugía... –Se encogió de
hombros-. Y aquí estamos otra vez usted y yo, después de tantos años. Por eso
he dicho que era como un círculo que se cierra.
Julián
se lo quedó mirando con la boca entreabierta. De repente, se había quedado en
blanco.
—Vaya...
–musitó-. No sé qué decir...
—No
diga nada, profesor –sonrió Torres-. Sólo quería saludarle y agradecerle lo que
hizo usted por mí. Ahora no le entretengo más; seguro que está deseando volver
a casa. –Le estrechó la mano-. Adiós, don Julián; ha sido un placer volver a
encontrarme con usted. Cuídese mucho. Ah, y feliz Navidad.
El
médico abandonó la habitación y Julián se quedó de pie, contemplando la puerta
por donde había salido su antiguo alumno.
—Gracias...
–murmuró al cabo de unos segundos.
Luego,
se sentó en la cama y perdió la mirada. Poco a poco, una luminosa sonrisa fue
formándose en sus labios.
Al
cabo de unos minutos regresó su mujer.
—Ya
nos podemos marchar –dijo-. ¿Estás listo, Julián?
El
viejo profesor asintió mientras se incorporaba e intentó coger la bolsa de
viaje donde estaban sus cosas, pero Gloria se lo impidió adelantándose y
cogiéndola ella.
—No
debes hacer esfuerzos –le advirtió-. Venga, vámonos; Carmen nos está esperando
en el coche.
Se
dirigieron a los ascensores. Mientras bajaban, Gloria miró con curiosidad a su
marido y comentó:
—Te
veo muy sonriente.
Julián
contempló su rostro en el espejo del ascensor.
—Es
verdad –dijo-. Tengo cara de tonto.
—No,
estás muy guapo. Me gusta verte sonreír.
Llegaron
a la planta baja. En un rincón del vestíbulo había un Belén y, un poco más
allá, un árbol de Navidad en el que titilaba una guirnalda de luces. Julián se
detuvo, cerró los ojos y aspiró el aire por la nariz. Olía a corcho, a musgo y
a pino, el aroma de la Navidad. Así olía el vestíbulo del instituto al llegar
las fiestas. Un pensamiento llevó a otro, y recordó al doctor Torres, su
exalumno, el hombre que le había salvado la vida. Un círculo que se cierra.
Sonrió. Luego, rodeó con un brazo los hombros de su mujer y la besó suavemente
en los labios.
—¿Sabes,
Gloria? –le susurró al oído-: Creo que hoy es el mejor día de toda mi vida.
Y volvió a besarla.
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