12.24.2021

Cuento de Navidad: El cerebro del profesor Vázquez


 

         El cerebro del profesor Vázquez

          By César Mallorquí

           

            El día en que la muerte vino a visitarle, Julián Vázquez estaba paseando por su antiguo barrio; no el de su infancia, sino el barrio donde estaba el instituto en el que había impartido clases durante más de cuarenta años. Solía hacerlo, al menos una vez a la semana, desde que se jubiló; se levantaba temprano, se despedía de su mujer con un beso, cogía el autobús y se dirigía al viejo barrio. Una vez allí, desayunaba en el bar de Braulio, el establecimiento en el que había desayunado durante cuarenta y un años, café con leche y porras, las mejores de la ciudad. Braulio ya no estaba, se había jubilado, como él; ahora el establecimiento lo llevaba un sobrino suyo, pero las porras seguían siendo las mismas. Esa era una de las pocas cosas que aún perduraban en un mundo cada vez más cambiante, pensaba Julián.

            Durante esos paseos, Julián nunca visitaba su antiguo instituto, el Barnés Salinas; ya nada se le había perdido en aquel lugar, salvo los recuerdos. En vez de ello, paseaba despacio por los alrededores camino del parque. Al llegar allí, se sentaba en un banco y contemplaba a la gente que deambulaba a su alrededor. Julián buscaba rostros; pero no cualquier rostro, sino dos mil cuatrocientos sesenta en concreto.

            2460. Ése era el número de alumnos a los que Julián, según sus cálculos, había dado clase a lo largo de su vida. Era una cifra aproximada, claro, pero por ahí le andaría. Dos, cuatro, seis, cero. Casi dos millares y medio de chicos y chicas. La obra de su vida. O, quizá, el fracaso.

            ¿Los reconocería? Esa era la gran pregunta: si por casualidad algún día se cruzara con uno de ellos, ¿podría distinguirle entre la multitud? Con el tiempo, las caras de todos aquellos muchachos tendían a difuminarse, a fundirse en un único rostro de facciones cambiantes e imprecisas. Además, sus antiguos alumnos ya no eran niños, ni adolescentes, sino adultos, algunos incluso cincuentones. ¿Cómo iba a reconocerlos? Era imposible.

            No obstante, si algún día alguno de sus exalumnos se cruzara con él, ¿reconocería a su antiguo profesor? Y aún más importante: Si uno de sus antiguos alumnos le reconociera, ¿se detendría para saludarlo? Julián oía hablar de esos encuentros a sus compañeros, incluso había sido testigo de algunos. Un joven adulto se acerca al viejo profesor y le da las gracias por la inspiración que habían supuesto para él sus enseñanzas. Un bonito gesto, una anécdota alentadora.

            Pero a Julián nunca le había sucedido nada semejante, jamás se había reencontrado con ninguno de sus exalumnos. Y eso no tenía sentido, porque la mayor parte de los estudiantes del Barnés Salinas vivían por los alrededores. Vale, puede que muchos se hubiesen mudado a otro barrio, puede que sus horarios no coincidiesen; pero a lo largo de cuarenta y un años forzosamente tenía que haberse cruzado con alguno de ellos. Y ninguno se había tomado la molestia de saludarlo. ¿Tan mal profesor había sido?

            Cuando era joven, Julián amaba dos cosas por encima de todo: la ciencia y la enseñanza. No pudo ser científico –se le daban mal las matemáticas-, así que se volcó en su segunda vocación y estudió Pedagogía. Aún recordaba con nitidez la pasión y la entrega de sus primeros años como profesor de Ciencias Naturales. Quería conmover a sus alumnos, quería abrirles los ojos a las maravillas del universo, quería inspirarles, ser una mano tendida, un báculo, un guía. Quería ser como Gérard Jugnot en Los chicos del coro, como Fernán Gómez en La lengua de las mariposas, como Robin Williams en El club de los poetas muertos. Quería ser esa persona que en algún momento nos marcó y cuyo recuerdo guardamos como un tesoro en la memoria.

            Luego, andando los años, la llama comenzó a apagarse. Poco a poco, sin darse cuenta, la pasión fue transformándose en rutina, y la rutina a veces en hastío. Cada año igual que el anterior e idéntico al siguiente. Julián solía contarles algo a sus alumnos: Si cogemos una rana y la echamos a una olla de agua hirviendo, la rana pataleará y saltará de la olla. Pero si cogemos una rana, la metemos en una olla de agua fría y la ponemos al fuego para que se vaya calentando gradualmente, entonces la rana se quedará quieta hasta cocerse. Pues bien, así acabó sintiéndose él: como una rana cocida.

            Finalmente, cuando llegó el día de la jubilación, Julián no pudo evitar formularse una pregunta: ¿Todo aquello había servido para algo? ¿Sus cuarenta y un años dedicados a la enseñanza habían dado algún fruto? A veces, en sus momentos de negrura, pensaba que no, que todo había sido inútil.

            Aunque quizá eso era demasiado melodramático. Su vida era buena, nunca había pasado penalidades, gozaba de buena salud, se había casado con la mujer que amaba, tenía dos hijos maravillosos que ya habían formado sus propias familias y le habían dado nietos. Tenía amigos, aficiones, sueños y esperanzas. ¿Cómo podía quejarse? Era un hombre afortunado. Sin embargo, aquellos dos mil cuatrocientos chicos y chicas seguían siendo un enigma sin respuesta. ¿Había significado algo para ellos, aparte de darles clase y corregir sus exámenes? No saberlo provocaba en él una sensación de vacío.

            Aquella mañana de finales de noviembre, la mañana en que el hilo de su vida se quebró, Julián recorrió las viejas calles, llegó al parque y se sentó en un banco. No había mucha gente; un par de madres jóvenes con carritos de bebé, tres o cuatro ancianos, unos operarios fumando... En lo alto colgaban las luces de Navidad, aunque aún faltaban unos días para su encendido. Una chica veinteañera se aproximaba por el sendero de tierra haciendo footing. Llevaba el pelo recogido en una coleta -que se bamboleaba a un lado y a otro siguiendo el ritmo de su carrera- y tenía una bonita figura. A Julián sus rasgos le resultaron vagamente familiares. ¿Habría sido alumna suya? Entrecerró los ojos y se inclinó un poco hacia delante para verla mejor.

            Entonces sucedió.

            De pronto, un intenso dolor le estalló en la cabeza. Era como si le perforaran el cerebro con una taladradora. Veía doble y un zumbido resonaba en sus oídos. Soltó un gemido. El dolor era insoportable. Se llevó una mano a la frente, aferró con la otra el reposabrazos del banco e intentó levantarse.

            Pero el mundo giró a su alrededor y su mente se sumió en la negrura. Cuando se derrumbó en el suelo ya estaba inconsciente.

            ¿Cuánto tiempo transcurrió? No lo sabía. Fue como un sueño sin sueños, como yacer en un limbo en el que no había nada, ni siquiera tiempo. Luego, en algún momento indeterminado, comenzó a percibir el mundo exterior. Primero escuchó un pitido intermitente.

            Bip... Bip... Bip...

            Luego, sonidos húmedos, el roce de una sábanas, conversaciones lejanas. Abrió los ojos, pero tardó unos segundos en poder enfocar la mirada. Se encontraba en una habitación blanca, tumbado en un cama. Intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil. Una mujer apareció en su campo visual y se inclinó sobre él. Parecía una enfermera. Julián intentó hablar, preguntar qué estaba pasando, pero las palabras brotaron confusas de sus labios.

            —No haga esfuerzos, señor Vázquez –le contuvo la mujer con una sonrisa amable-. Se encuentra usted en una UVI del Hospital Universitario. Supongo que no recuerda lo que ha sucedido. Esta mañana sufrió un derrame cerebral en la calle y perdió el conocimiento. Le trajeron aquí y ha sido operado de urgencia. Todo ha ido bien, no se preocupe. Ahora iré en busca de su médico, el doctor Ortega, para que le examine y aclare sus dudas. Por favor, no intente moverse.

            La enfermera abandonó la habitación. Julián intentó hacer memoria, pero estaba muy aturdido; lo único que recordaba era a una chica joven y bonita corriendo. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta por primera vez de que tenía la cabeza vendada, una vía conectada a un gotero en la mano izquierda y una especie de pinza con un cable presionándole el dedo anular de la mano derecha. No sentía ningún dolor, pero sí una intensa sensación de entumecimiento y turbiedad, como si estuviera sumergido en agua.

            Al poco, llegó el doctor Ortega, un médico cuarentón de rostro afable y actitud competente.

            —Buenas tardes, señor Vázquez –dijo-. Creo que la enfermera ya le ha puesto al tanto de lo ocurrido. Esta mañana sufrió usted una hemorragia subaracnoidea causada por un aneurisma sacciforme. –Sonrió-. Demasiadas palabras raras, ¿verdad? Se lo explicaré: un aneurisma se produce cuando la pared de una arteria se debilita y se abomba. A veces se rompe, causando una hemorragia en el cerebro. Eso es lo que le ha pasado a usted. Perdió el conocimiento y le trajeron aquí. Le ha operado el doctor Sebastián Torres, nuestro mejor neurocirujano. La intervención ha ido perfectamente y el hecho de que haya recuperado usted la consciencia tan pronto es una señal muy positiva. Ahora voy a realizarle un breve examen físico.

            El médico le revisó las pupilas con ayuda de una pequeña linterna, comprobó sus reflejos, le pinchó suavemente en varios puntos del cuerpo para asegurarse de que no había perdido sensibilidad, extendió unos dedos frente a sus ojos y le preguntó cuántos veía (tres), le pidió que moviera las manos y los pies... Cuando acabó la revisión, apuntó algo en un cuaderno y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

            —Todo marcha bien, señor Vázquez –dijo-. ¿Quiere preguntarme algo?

            —¿Gloría?... –musitó Julián.

            —¿Su esposa? Está ahí fuera, con sus hijos. De momento no puede usted recibir visitas, pero le comunicaré a sus familiares que ya ha recuperado el conocimiento y se encuentra bien. Ahora descanse. Si necesita algo, pídaselo a las enfermeras.

            Cuando desapareció el médico, Julián se sumió en un estado de duermevela. La verdad es que apenas se había enterado de nada de lo que le había contado el doctor Ortega, salvo que había sufrido un derrame, que le habían operado y que ahora estaba convaleciente; pero se sentía demasiado somnoliento para reflexionar sobre ello. Al cabo de un rato, un hombre entró en la habitación. Tendría treinta y tantos años, era alto, con el pelo rubio y corto, y los ojos intensamente azules. Entre brumas, Julián vio que el desconocido revisaba su historial médico y luego, tras dedicarle una sonrisa, salía en silencio de la habitación.

            Al día siguiente, el doctor Ortega le visitó acompañado de otro médico, el doctor Alonso, un neurólogo que le sometió a una nueva batería de pruebas. Al acabar, le dijo:

            —Aparentemente todo está bien, señor Vázquez. Y créame, ha tenido usted mucha suerte, porque gran parte de quienes sufren un derrame cerebral acaban padeciendo algún tipo de secuelas, en ocasiones muy severas. Pero no ha sido así en su caso, felicidades.

            Dos días después, le sacaron de la UVI, le condujeron a una de las habitaciones del hospital y Julián, por fin, pudo reunirse con Gloria y con Carmen y Luis, sus hijos.

            La muerte había llamado a su puerta, pero al parecer fue una visita de cortesía. Sólo quería saludarte, le había dicho la Segadora; ya volveré otro día. Aun así, Julián tuvo que permanecer ingresado durante tres eternas semanas.

            Y finalmente, el 24 de diciembre le dieron el alta. Aquella mañana, Gloria llegó temprano, le ayudó a hacer el equipaje y a vestirse, y luego fue a las oficinas del hospital para firmar unos papeles. Julián se quedó esperándola en la habitación, sentado en el borde de la cama. Frente a él había un espejo; Julián examinó su imagen con detenimiento. Había adelgazado mucho, pero eso estaba bien, pensó; a fin de cuentas, antes del derrame le sobraban unos cuantos kilos. Ya no llevaba ningún vendaje, pero la cicatriz del cráneo era tan pequeña que no se distinguía a simple vista; lo malo era que, para operarle, le habían afeitado la cabeza. Julián estaba secretamente orgulloso de conservar, a sus setenta y un años, casi toda la cabellera, aunque ahora del color de la nieve. El pelo volvía a crecerle, claro, pero aún estaba muy corto. Ladeó la cabeza, evaluando su imagen en el espejo y decidió que, con ese aspecto, pálido, delgado y medio calvo, parecía un judío recién liberado de Auschwitz. Y en cierto modo eso era él: un víctima rescatada del holocausto. Un pequeño milagro.

            Sobre una  mesita descansaba una flor de pascua, como una infiltración de la Navidad en la asepsia de aquella habitación de hospital. Al menos, pensó Vázquez, pasaría las fiestas en su casa. Eso era otro milagro.

            Unos suaves golpes en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento.

            —Adelante –dijo Julián.

            Un hombre alto, rubio y de ojos azules, vestido con traje y corbata, entró en la habitación. Aparentaba treinta y cinco o treinta y seis años. A Julián le resultaba familiar; era el médico que había entrado en su habitación durante el posoperatorio.

            —Buenos días, señor Vázquez –le saludó el desconocido, estrechándole la mano-. Me he enterado de que hoy le daban el alta y quería saludarle. Pero disculpe, no me he presentado: soy Sebastián Torres, el cirujano que le operó.

            —Ah... Vaya, pues me alegro de conocerlo. Aunque creo que le vi cuando estaba ingresado en la UVI...

            —Sí, fui a visitarle un par de veces, pero estaba usted muy sedado. Luego, no he querido molestarlo, pero he seguido atentamente su evolución. El doctor Ortega me ha informado en todo momento de sus progresos y, según me ha dicho, la recuperación ha sido completa. Le felicito.

            —Bueno, gracias a usted y a sus colegas. Sobre todo gracias a usted, doctor; me ha salvado la vida.

            —Sólo hemos hecho nuestro trabajo lo mejor posible.

            Hubo un silencio. Torres se lo quedó mirando sin decir nada, fijamente, con una extraña sonrisa instalada en los labios. Cuando al cabo de unos segundos la situación empezaba a ser incómoda, el medico preguntó:

            —¿No se acuerda de mí, señor Vázquez?

            —Eh... sí, ya le he dicho que me pareció verlo en la UVI.

            —No, me refiero a antes de eso, hace mucho tiempo.

            Julián parpadeó, confuso.

            —¿Nos conocemos? –preguntó.

            Torres asintió con un cabeceo.

            —Fui alumno suyo en el Barnés Salinas. De eso hará, no sé, veintitantos años. Por entonces usted era don Julián, el profe de naturales, y a mí me llamaban Sebas.

            —Vaya, qué casualidad. Lo siento, no le recuerdo. He tenido tantos alumnos a lo largo de mi vida...

            —Claro, no se preocupe. Además, supongo que he cambiado mucho.

            Se quedaron mirándose sonrientes.

            —Pero qué casualidad... –repitió Julián sin saber muy bien qué decir.

            —Sí que lo ha sido. Cuando supe quién era usted y que iba a operarle, en fin, no me lo podía creer. –Hizo una pausa-. Aunque, más que una casualidad, ha sido algo así como un círculo que se cierra.

            —No le entiendo...

            Torres desvió la mirada y luego volvió a fijarla en Julián.

            —¿Sabe algo, señor Vázquez? –dijo-; estudié medicina gracias a usted.

            —¿A mí?

            —Sí. Por aquel entonces, en el instituto, yo no era muy buen estudiante que digamos, pero me encantaban sus clases. Eran muy amenas y... no sé, mostraban el mundo como si fuese una caja de sorpresas. Aún recuerdo su anécdota de la rana que se cuece lentamente, y de vez en cuando se la cuento a alguien. –Sonrió con un punto de nostalgia-. Un día, usted nos habló del cerebro y del sistema nervioso y... bueno, me cautivó. Creo que en ese mismo momento, allí, sentado en la clase, mientras le escuchaba, decidí que quería dedicarme a estudiar aquel órgano fabuloso, el cerebro, la mente. Cuando acabé el instituto ingresé en la facultad de medicina y me especialicé en neurocirugía... –Se encogió de hombros-. Y aquí estamos otra vez usted y yo, después de tantos años. Por eso he dicho que era como un círculo que se cierra.

            Julián se lo quedó mirando con la boca entreabierta. De repente, se había quedado en blanco.

            —Vaya... –musitó-. No sé qué decir...

            —No diga nada, profesor –sonrió Torres-. Sólo quería saludarle y agradecerle lo que hizo usted por mí. Ahora no le entretengo más; seguro que está deseando volver a casa. –Le estrechó la mano-. Adiós, don Julián; ha sido un placer volver a encontrarme con usted. Cuídese mucho. Ah, y feliz Navidad.

            El médico abandonó la habitación y Julián se quedó de pie, contemplando la puerta por donde había salido su antiguo alumno.

            —Gracias... –murmuró al cabo de unos segundos.

            Luego, se sentó en la cama y perdió la mirada. Poco a poco, una luminosa sonrisa fue formándose en sus labios.

            Al cabo de unos minutos regresó su mujer.

            —Ya nos podemos marchar –dijo-. ¿Estás listo, Julián?

            El viejo profesor asintió mientras se incorporaba e intentó coger la bolsa de viaje donde estaban sus cosas, pero Gloria se lo impidió adelantándose y cogiéndola ella.

            —No debes hacer esfuerzos –le advirtió-. Venga, vámonos; Carmen nos está esperando en el coche.

            Se dirigieron a los ascensores. Mientras bajaban, Gloria miró con curiosidad a su marido y comentó:

            —Te veo muy sonriente.

            Julián contempló su rostro en el espejo del ascensor.

            —Es verdad –dijo-. Tengo cara de tonto.

            —No, estás muy guapo. Me gusta verte sonreír.

            Llegaron a la planta baja. En un rincón del vestíbulo había un Belén y, un poco más allá, un árbol de Navidad en el que titilaba una guirnalda de luces. Julián se detuvo, cerró los ojos y aspiró el aire por la nariz. Olía a corcho, a musgo y a pino, el aroma de la Navidad. Así olía el vestíbulo del instituto al llegar las fiestas. Un pensamiento llevó a otro, y recordó al doctor Torres, su exalumno, el hombre que le había salvado la vida. Un círculo que se cierra. Sonrió. Luego, rodeó con un brazo los hombros de su mujer y la besó suavemente en los labios.

            —¿Sabes, Gloria? –le susurró al oído-: Creo que hoy es el mejor día de toda mi vida.

            Y volvió a besarla.

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