El visitante de medianoche
By
César Mallorquí
Horas
antes de que un extraño irrumpiera en su hogar amparado en la oscuridad de la
noche, Matías Folch había pasado la Nochebuena cenando solo en la quietud de su
pisito de soltero.
Sin
pareja ni familia, a sus cuarenta y dos años, Matías, funcionario del
Ministerio de Fomento, llevaba una vida tranquila y ordenada; quizá demasiado
solitaria, aunque eso a él no le preocupaba lo más mínimo. Aquella Nochebuena
había preparado crema de marisco y solomillo ibérico al jerez, y a las nueve en
punto, como todas las noches, se sentó a la mesa del salón para cenar frente al
televisor. Los únicos adornos que delataban la Navidad eran un pequeño
nacimiento sobre una cómoda y, en un rincón, un árbol de plástico con la mitad
de las luces fundidas.
Tras
dar buena cuenta de la cena, que concluyó con unos trocitos de turrón, recogió
la mesa, se lavó los dientes, se puso el pijama y a las once en punto, según su
costumbre, ya estaba en la cama. No tardó ni cinco minutos en quedarse dormido.
Hasta que, poco después de la medianoche, un ruido le despertó.
Súbitamente
espabilado, Matías se incorporó en la cama. ¿Había oído algo o se lo había
imaginado? Contuvo el aliento y al poco escuchó otro ruidito procedente del salón.
Alarmado, saltó de la cama, se puso las zapatillas y un batín, y sacó del fondo
del armario un bate de béisbol.
Cuando,
años atrás, alquiló el piso, encontró el bate en ese mismo armario,
probablemente olvidado por el anterior inquilino. Aunque no lo quería para
nada, decidió guardarlo por si alguien venía a reclamarlo, pero nadie lo hizo y
Matías acabó olvidándose de él. Ahora, de repente, ese objeto adquiría una
inesperada relevancia como factor disuasorio.
Armado
con el bate, Matías abrió cuidadosamente la puerta de su dormitorio y,
procurando no hacer ruido, se dirigió al salón. Al llegar, recortada contra una
ventana, distinguió en la oscuridad la silueta de un desconocido. Tendió la
mano hacia el interruptor que estaba fijado a la pared y encendió las luces.
Había
un hombre en el centro del salón; iba vestido de Santa Claus y sostenía entre
las manos el televisor de Matías. A sus pies, un saco bastante lleno descansaba
sobre el suelo. Al fondo, una de las ventanas estaba abierta. El desconocido
puso cara de sorpresa y guiño los ojos varias veces a causa del súbito
resplandor.
—¿Quién
es usted y qué hace en mi casa? –dijo Matías, enarbolando amenazadoramente el
bate.
Tras
una breve pausa, el desconocido depositó cuidadosamente el televisor sobre una
mesa y exclamó:
—¡Ho,
ho, ho!
Matías
frunció el ceño.
—¿De
qué se ríe? –dijo-. ¿Se está riendo de mí? Porque yo no le veo la gracia.
—No
me río de usted, caballero; dios me libre –respondió el desconocido-. Es mi
risa característica; mi sello personal, por así decirlo. Soy Santa Claus.
Matías
arrugó aún más el entrecejo.
—No
diga sandeces. Santa Claus no existe.
—Sí
que existo –replicó el hombre, girando sobre sí mismo como una modelo de alta
costura-. Míreme.
—Le
miro y veo a un tipo malencarado disfrazado de Santa Claus.
—Pero
no es un disfraz, se lo juro. Soy el verdadero Santa Claus.
—¿Ah,
sí? –Matías le miró arqueando una escéptica ceja-. Pero si se ve a una legua de
distancia que esa barba es postiza y la tiene sujeta a las orejas mediante unas
gomas.
El
Santa Claus bizqueó durante unos instantes, desconcertado.
—Padecí
un salpullido en la cara y no me quedó más remedio que afeitarme –dijo,
recuperando la compostura-. Pero, claro, la barba forma parte de mi imagen, así
que tengo que utilizar una falsa.
—¿Y
dónde están las botas rojas? –replicó Matías, señalándole las mugrientas
deportivas que el extraño llevaba en los pies.
—Eran
nuevas y me estaban matando. Imagínese lo que es visitar miles de hogares con
unas botas que te aprietan. ¡Un martirio! Afortunadamente, llevaba otro calzado
en el trineo y pude cambiarme. No vea qué alivio.
Matías
resopló.
—Santa
Claus es gordo –dijo-, pero usted, así a simple vista, ofrece una estampa
atlética.
—Me
he hecho vegano –respondió imperturbable Santa Claus.
Matías
volvió a resoplar.
—Mire,
esto es ridículo. Creo que voy a golpearle con el bate y luego llamaré a la
policía.
Esgrimiendo
el bate con ambas manos, Matías avanzó un paso y Santa Claus retrocedió otro,
al tiempo que hacía un gesto apaciguador.
—No
ser ponga así, caballero –dijo-. Recuerde que estamos en Navidad. Podemos
hablar de esto sin recurrir a la violencia.
—¿Hablar?
–Matías le miró de hito en hito-. De acuerdo, hablemos. Cuando he entrado en el
salón, usted tenía mi televisor en las manos. A ver, explíqueme eso.
Santa
Claus demoró unos segundos la respuesta.
—Estaba
dejando sitio –dijo.
—¿Sitio?
¿Para qué?
—Para
su regalo.
—¿Mi
regalo?
El
rostro de Santa Claus se distendió con una beatífica sonrisa.
—A
ver, dígame –dijo en tono melifluo-: ¿Ha sido usted bueno este año?
—¿Qué?...
—Que
si se ha portado bien.
Matías
le miró con desconfianza.
—En
fin –dijo-, no viene al caso, pero supongo que sí.
—¡Claro
que sí! Y mi trabajo consiste en traer obsequios a quienes se portan bien, de
modo que tengo un regalo para usted. Quería que fuese una sorpresa, pero dada
esta lamentable confusión… ¿Me permite coger algo de mi saco?
Matías
asintió con un cauteloso cabeceo. Santa Claus se aproximó al saco, extrajo de
su interior una rutilante televisión y la puso en la mesita donde había estado
el viejo aparato de Matías.
—Un
Sony Bravia de cuarenta y tres pulgadas –proclamó triunfal-. Con Hi-Fi, 4K y sonido
Acoustic Surface. ¡Una maravilla! Mucho mejor, sin duda, que esa antigualla
suya.
—¿Es
para mí? –preguntó Matías con la mirada fija en el televisor.
—Claro.
Por haber sido bueno.
Por
primera vez, Matías bajó un poco el bate y se rascó la cabeza, pensativo.
—No
lo veo claro –murmuró-. Si es usted Santa Claus, ¿por qué nunca antes he tenido
noticias suyas?
Una
bondadosa sonrisa se dibujó en el rostro de Santa Claus.
—Vamos
a ver, hijo; ¿a quién le pedía usted los regalos cuando era pequeño?
—A
los Reyes Magos.
—¿Ve?
A los Reyes Magos, no a mí. Pero ya no cree en los Reyes Magos, ¿verdad?
—Son
los padres.
—¿Y
dónde están sus padres?
—En
el cementerio.
—Ajá.
Por eso ahora es mi turno de obsequiarle.
Sin
dejar de rascársela, Matías movió la cabeza de un lado a otro.
—Sigo
sin verlo claro –dijo-. Creo que voy a llamar a la policía…
—¡No,
no, no! No hagamos nada de lo que más tarde podamos arrepentirnos, caballero.
Recuerde que es usted muy bueno. Buenísimo.
—Tampoco
hay que pasarse…
—Un
pedazo de pan. Y por eso tengo más regalos para usted. –Santa Claus extrajo del
saco una minicadena y la depositó sobre la mesa-. Un equipo de sonido Bang
& Olufsen con altavoces inalámbricos. ¿Qué me dice?
—Vaya…
—Y
eso no es todo. –Santa Claus sacó un ordenador portátil y lo depositó junto a
la minicadena-. ¡Un MacBook Pro de 15 pulgadas y 512 GB! –exclamó-. Mucho
mejor, si me permite la opinión, que ese porquería de Lenovo que tiene usted
por ahí.
Con
las cejas arqueadas, Matías se quedó mirando los objetos que el extraño había
sacado del saco. El extremo grueso del bate descendió hasta besar el suelo.
—¿Todo
eso es para mí? –murmuró, perplejo.
—Claro
–respondió Santa Claus-. Porque ha sido usted muy bueno.
—Vaya…
Pues gracias.
—No
hay por qué darlas, hijo –repuso Santa con el rostro arrebolado de alegría-. Es
mi trabajo, premiar a quienes han sido bondadosos; como usted, que es un ángel.
Matías
se sonrojó.
—Vamos,
vamos –musitó-. No exagere…
—No
exagero ni un pelo. Un ángel. Un santo. Y ahora, caballero, tendrá que excusarme,
pero debo proseguir con mi labor. Como comprenderá, aún me quedan muchos
hogares que visitar.
—Claro,
claro –asintió Matías en tono comprensivo-. No le entretengo más; le acompañaré
a la salida.
—No
hace falta; saldré por la ventana.
Matías
parpadeó, sorprendido.
—¿Por
la ventana?...
—Claro;
es por donde he entrado.
—Pero…
¿por qué hace eso?
—Bueno,
está claro: usted no tiene chimenea.
Aunque
no lo era en absoluto, a Matías le pareció una explicación razonable. Santa
Claus recogió su saco y se aproximaron a la ventana.
—Estamos
en un segundo piso –le advirtió Matías-. Tenga cuidado, no vaya a romperse la
crisma.
—Descuide,
soy como un gato. Me despido de usted, caballero; espero que le hayan gustado
los regalos.
—Muchísimo.
—Me
alegro, me alegro. Me habría gustado empaquetárselos, pero como usted me ha
sorprendido… -Le guiñó un ojo-. Qué picarón; no muchos me han pillado.
—En
fin –repuso Matías con mal reprimido orgullo-, siempre he sido bastante
avispado…
—Y
que lo diga. Pero recuerde: no puede jugar con sus regalos hasta mañana, ¿eh?
Ahora me voy; que tenga usted una feliz Navidad.
Santa
Claus dijo “Ho, ho, ho” en voz baja. Pasó
una pierna por el vano de la ventana, luego la otra, y descendió ágilmente por
un canalón. Al pisar la calle, miró a un lado y a otro, y echó a andar con paso
rápido hasta desaparecer en la oscuridad de la noche.
Asomado
a la ventana, Matías se quedó mirando el lugar por donde se había esfumado el
desconocido. Así que Santa Claus existe,
pensó. Qué sorpresas te da la vida…
Una gélida ráfaga de viento le sacó de su ensoñación. Cerró la ventana, se
encaminó a la puerta del salón y, antes de apagar la luz, le echó una última mirada
a los regalos. Luego, se dirigió a su dormitorio, se metió en la cama, cerró
los ojos y, a los pocos minutos, comenzó a roncar suavemente.
A
la mañana siguiente, al despertar, lo primero que le vino a la mente fue el
recuerdo de su encuentro con Santa Claus. ¿Había ocurrido de verdad o era un
sueño? Saltó de la cama, se calzó las zapatillas y, sin tan siquiera ponerse el
batín, se dirigió al salón. Al llegar, exhaló un suspiro de alivio: ahí
estaban, el televisor, el equipo de sonido y el portátil.
Silbando
entre dientes una alegre tonada, Matías regresó a su dormitorio, se duchó, se
vistió y fue a la cocina, donde dio buena cuenta de un café con leche y unas tostadas. Cuando
acabo de desayunar, se dirigió al salón y contempló satisfecho sus regalos.
¿Por cuál empezar? Optó por el televisor, pues ya estaba colocado en su lugar.
Lo enchufó, conectó la antena y se sentó frente a la pantalla con el mando a
distancia en una mano. Y se disponía a encender el aparato cuando sonó el
timbre de la entrada.
Matías
frunció el ceño, dejó el mando sobre la mesa y echó a andar hacia el vestíbulo.
¿Quién podía ser?, pensó malhumorado.
Abrió la puerta; al otro lado del umbral estaba Carlos, su vecino de enfrente,
un hombre de treinta y tantos años y aspecto agradable.
—Hola
Matías. Perdona que te moleste el día de Navidad; ¿tienes un momento?
—Claro.
—Verás,
es que anoche fuimos a cenar a casa de mis suegros y, al regresar, descubrimos
que nos habían robado.
—Qué
me dices…
—Lo
que oyes. Mientras estábamos fuera entraron por la ventana y nos desvalijaron.
Se han llevado el televisor, un Sony Bravia nuevecito, recién comprado. Y el
equipo de sonido. ¡Un Bang & Olufsen! ¿Sabes lo caro que es? Y para colmo,
también mi portátil.
—Vaya…
—La
policía dice que hay un ladrón de pisos actuando por la zona; lo llaman Papá
Noel.
—¿Papá
Noel?...
—Sí,
porque va disfrazado de Santa Claus. ¿Te lo imaginas? –Carlos suspiró con
resignación-. Perdona, no quiero amargarte el día con mis desgracias. Sólo
quería saber si anoche viste u oíste algo extraño.
Matías
ladeó la mirada y reflexionó durante unos segundos. Luego, movió lentamente la
cabeza de un lado a otro y dijo:
—No,
no vi ni oí nada raro.
Carlos
puso cara de circunstancias.
—Vale,
gracias; ya no te entretengo más –dijo-. Ah, y feliz Navidad.
—Igualmente.
Matías
cerró la puerta, regresó al salón y se quedó unos segundos de pie, mirando los
regalos. Luego, se acomodó frente al televisor y lo conectó. En el canal que
estaba seleccionado emitían un documental sobre naturaleza. Matías contempló
los bichos que iban y venían en la pantalla.
Qué calidad de imagen, qué pureza de sonido…,
pensó.