12.24.2020

Cuento de Navidad: "El poni"




            El poni

            By César Mallorquí 

            Como buen Santa Claus que era, a Germán le encantaban los niños y la Navidad. Por eso cada año, cuando la ciudad se vestía de luces de colores y el aire se llenaba de villancicos, Germán se ponía un traje rojo con ribetes blancos y acudía a distintos centros comerciales para atender pacientemente las peticiones de los niños.

            Lo hacía por ellos, por los niños, pero también por el dinero que le pagaban, una cantidad que le venía muy bien para complementar su magra pensión. Y, justo es reconocerlo, Germán era un excelente Santa Claus. No necesitaba barba postiza, pues la suya era blanca, larga y algodonosa, y tampoco requería un traje acolchado, pues era de natural entrado en carnes. Además, tenía la edad adecuada: setenta y dos años. La verdad es que, incluso con traje de calle, Germán parecía Santa Claus. Eso por no mencionar su carácter, tranquilo, cariñoso, bonachón y apacible.

            Esa Navidad le había contratado un gran almacén situado en el centro de la ciudad. Era el establecimiento más prestigioso del país, así que Germán lo consideró el punto culminante de su carrera, un logro que sin duda sería motivo de envidia entre los demás Santa Claus. Además, le pagaban muy generosamente.

            Aquella tarde de mediados de diciembre, como todas las tardes, Germán se dirigió al gran almacén, se puso el traje rojo y blanco en el vestuario y se contempló en un espejo.

            —¡Jo, jo, jo! –dijo, practicando su cri de bataille.

            Satisfecho con su aspecto y entonación, Germán se dirigió al puesto que tenía asignado, un stand cercano a la entrada adornado con motivos navideños. Se acomodó en el sillón y se dispuso a esperar. Aún era temprano y no había mucha gente, pero tan solo una hora más tarde ya se había formado una cola de niños, acompañados por sus padres, esperando el turno para hablar con Santa Claus.

            A Germán le encantaba aquello, las caras embelesadas de los niños, su inocencia, sus voces temblorosas mientras desgranaban la lista de regalos, su mirada limpia y maravillada. En esas ocasiones, Germán se sentía como un abuelo que tuviera cientos de nietecitos.

            A media tarde, después de que Germán despachara con un gracioso pelirrojo, una madre le puso sobre las rodillas a una niña. Era preciosa, rubia, con coletas y ojos azules; una muñequita encantadora, aunque quizá demasiado seria.

            —¡Jo, jo, jo! –dijo Germán, sonriente-. ¿Cómo te llamas, pequeña?

            —Ya te lo dije el año pasado –respondió la niña con el ceño fruncido.

            —Claro, claro. Pero, verás, hablo con muchos niños y mi memoria ya no es lo que era...

            La niña vaciló durante un instante y luego, como a regañadientes, dijo:

            —Me llamo Adela.

            —¡Adela! Qué nombre más bonito. ¿Cuántos añitos tienes?

            —Pues si el año pasado tenía siete, este año tendré ocho, ¿no crees?

            Germán se quedó cortado. Estaba acostumbrado a niños tímidos, o extrovertidos, o asustadizos, pero aquella niña era... hosca.

            —Ocho añitos, qué mayor –dijo Germán sonriente-; ya eres toda una señorita. Y dime, Adela, ¿has sido buena este año?

            La niña clavó en él una mirada preñada de resentimiento.

            —Yo sí –respondió-. Pero tú no.

            Germán parpadeó, sorprendido.

            —¿Por qué dices eso, querida?

            Adela respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló de golpe.

            —Porque me engañaste –repuso en tono acusador-. El año pasado te pedí un poni y no me lo trajiste.

            —¿Un poni? Pero no se puede pedir eso.

            —Te lo pedí y me dijiste que sí, que me lo traerías. Y luego nada.

            Germán suspiró. Evidentemente, esa niña había hablado con otro Santa Claus. Con uno muy poco profesional, porque todo Santa Claus sabe que no se deben aceptar peticiones de regalos imposibles. Pero, claro, eso no podía decírselo.

            —Debí de equivocarme, pequeña –replicó en tono bonachón-. Yo nunca regalo animales vivos.

            —Ya estás mintiendo otra vez. A una amiga del colegio le trajiste un poni.

            Pues será que tu amiga es rica, nena, pensó Germán. Pero en vez de eso dijo:

            —A lo mejor tu amiga tiene un sito bonito donde un poni pueda estar bien. ¿Tú vives en un piso?

            —Sí.

            —Pues no se puede tener un poni en un piso, compréndelo.

            El ceño de Adela se frunció hasta límites insospechados para una niña tan pequeña.

            —Eso no es asunto tuyo –le espetó-. Quiero mi poni.

            —Pero no puede ser, nenita. ¿Qué te parece si te traigo un poni de peluche? Así podrías jugar con...

            —¿Y para qué voy a querer una mierda de peluche? –le interrumpió Adela con acritud-. Quiero un poni de verdad.

            Germán arqueó las cejas y buscó con la mirada a la madre de aquella niña, pero la mujer se había alejado unos pasos y estaba absorta en la pantalla de su móvil. En los altavoces del gran almacén sonaba Noche de paz: Germán se concentró en las notas de aquella dulce melodía, haciendo acopio de espíritu navideño.

            —Es imposible, querida –dijo en tono paternal-; no puedo traerte un poni. Pídeme otra cosa.

            —No quiero otra cosa. Quiero mi poni.

            —Pero...

            —Quiero mi poni.

            —Es que...

            —Quiero mi poni.

            —Sé razonable, pe...

            —Quiero mi poni.

            Durante diez eternos minutos, la conversación siguió similares derroteros: Germán intentando razonar con Adela, y Adela insistiendo obstinadamente en que le trajera lo que un Santa Claus irresponsable le había prometido la anterior Navidad.

            Aunque, internamente, Germán empezaba a comprender a aquel anónimo Santa Claus. Si esa niña era tan tozuda pidiendo regalos como exigiéndolos, cualquiera habría aceptado regalarle incluso un AK-47. Alzó la mirada y contempló la cada vez más larga fila de niños que aguardaban para encontrarse con él.

            —Escucha, pequeña –dijo en tono paciente-: Hay otros niños que quieren hablar conmigo. Tenemos que ir acabando...

            —Quiero mi poni –replicó Adela. Su mirada dejaba claro que no tenía la menor intención de levantarse de sus rodillas hasta haber conseguido lo que exigía.

            —Pero Adela, por favor...

            —Quiero mi poni.

            Uno de los niños que aguardaban se echó a llorar. Germán advirtió que el encargado del departamento contemplaba con el ceño fruncido la larga cola que se había formado. No era de extrañar; Germán tenía asignado un tiempo máximo de cinco minutos por niño, y ya llevaba casi veinte con aquella mocosa.

            —Adela...

            —Quiero mi poni.

            Otro niño se echó a llorar. Germán buscó con la mirada a la madre de Adela, que ahora le daba la espalda mientras hablaba por el móvil. El encargado clavó en él unos ojos que relampagueaban de reprobación. Germán contuvo el aliento y lo exhaló de golpe.

            —Vale –dijo.

            —Quiero mi... ¿qué?

            —Que vale, que te traeré un poni.

            La niña lo miró con desconfianza.

            —¿Cuándo? –preguntó.

            —Pues cuándo va a ser, pequeña: el día de Navidad.

            Adela negó con la cabeza.

            —De eso nada –dijo-. En Navidad son los regalos de este año, pero el poni era mi regalo del año pasado. Lo quiero ahora.

            —Pero pequeña, no tengo ponis aquí...

            —Quiero mi poni ya.

            Germán notó que la cabeza empezaba a darle vueltas. Tenía la sensación de haberse introducido en un bucle infinito del que jamás podría salir. Por primera vez en su vida sintió ganas de gritarle a un niño.

            —Mira, Adela –dijo, reprimiendo a duras penas la exasperación-: No. Tengo. Ponis. No llevo ponis en el bolsillo, ni en el saco; ni siquiera hay ponis en mi trineo, sino renos. Si quisieras un reno, te regalaría los nueve, incluyendo a Rudolph. Pero quieres un poni, y yo los ponis los tengo en mi casa del Polo Norte. Así que, cuando acabe, iré allí y volveré esta noche para traerte tu poni. ¿De acuerdo?

            De nuevo la mirada de Adela se tiñó de recelo.

            —¿Esta noche? –preguntó.

            —Esta noche –asintió Germán.

            —¿Lo prometes?

            —Te lo juro.

            La niña se quedó pensativa.

            —Vale –dijo.

            Acto seguido, saltó de las rodillas de Germán, se acercó a su madre –que seguía hablando por el móvil-, la cogió de una mano y ambas se alejaron hasta perderse entre la clientela. Germán experimentó un alivio casi físico, como si en vez de una niña se hubiera quitado de encima un bulldozer. Pero también sintió un puntito de remordimiento; a fin de cuentas, le había mentido a una niña pequeña. Aunque, se dijo, en ese caso se trataba de una mentira en defensa propia.

            Fuera como fuese, cualquier rastro de culpabilidad se esfumó de su mente cuando una madre puso sobre sus rodillas a un niño... normal. Un niño que, entre extasiado y nervioso, se limitaba a enumerar los regalos que quería recibir esa Navidad. Y así, charlando con niños encantadores, fue como Germán se olvidó por completo de la pequeña y obcecada Adela.

            Hasta el día siguiente. Por la tarde, como siempre, Germán se dirigió al gran almacén, se vistió de Santa Claus, ensayó su “jo-jo-jo” y ocupó su lugar en el stand. Los niños llegaban, pedían sus regalos y se iban, con toda normalidad, sin sobresaltos. Pero a las seis y treinta y cinco de la tarde, en un momento en que él estaba distraído, alguien puso sobre sus rodillas un cuerpo menudo y liviano.

            —¡Jo, jo, jo! –comenzó a decir-. ¿Cómo te llamas pe...?

            Las palabras y la sonrisa se le congelaron en los labios al descubrir la identidad del niño que tenía encima. Era Adela, y la expresión de su rostro no auguraba nada bueno. El corazón le dio un vuelco a Germán, como si, en vez de un tierno infante, lo que acababan de depositar sobre su regazo fuera un crótalo. Durante unos segundos se quedaron inmóviles mirándose el uno al otro; él con abierta inquietud y ella con un odio impropio de su corta edad.

            —Me has vuelto a mentir –dijo finalmente Adela en tono gélido.

            Germán intentó hablar, pero se le escapó un gallito. Carraspeó y, fingiendo una sonrisa que le salió insegura, dijo:

            —Oh, no, no, pequeña. Verás, es que ayer fui a mi casa del Polo Norte para buscar tu poni, pero resulta no había ninguno en el almacén, así que tuve que pedirlo y tardarán unos días en traérmelo...

            —No digas tonterías –le interrumpió Adela con acritud-; eres Santa Claus, puedes hacer magia. Quiero mi poni.

            Tras experimentar un estremecido déjà vu, Germán volvió la mirada en busca de la madre de aquel pequeño monstruo, pero la mujer se había alejado unos metros y paseaba de un lado a otro mientras hablaba por teléfono. Haciendo de tripas corazón, Germán le dedicó a la niña la sonrisa más bondadosa que pudo componer.

            —Me han asegurado que me lo enviarán antes del veinticinco –dijo-, así que el día de Navidad tendrás tu poni. Te lo prometo.

            Adela soltó una carcajada sarcástica.

            —¡Ja! Como si tus promesas valieran algo. Quiero mi poni ahora.

            —Ya te dije ayer que no tengo ponis aquí –repuso Germán con cansancio.

            —Quiero mi poni.

            —Por favor, Adela, sé razonable...

            —Quiero mi poni.

            —Pero...

            —Quiero mi poni.

            Germán perdió la mirada en el infinito; aquello era una pesadilla. De pronto, su abatimiento se transformó en frialdad. Los diques de su paciencia cedieron y una oleada de determinación lo inundó. Por los altavoces sonaba El pequeño tamborilero, pero aquel repique de tambor, más que un villancico, se le antojó una marcha guerrera. Ya está bien, pensó. La sonrisa huyó de su rostro y fue sustituida por una expresión severa. Alzó un admonitorio dedo.

            —Basta ya, niña –dijo con sequedad-. Santa Claus no regala ponis, ¿entiendes? Y si a tu amiga le trajeron un poni, a lo mejor es que se lo regalaron sus papás, porque yo, desde luego, no. Así que basta de tonterías; si no tienes nada más que pedirme, será mejor que te vayas y le dejes el sito a algún niño más razonable. ¿He sido claro?

            Adela le lanzó una mirada capaz de perforar el cemento y dijo:

            —Quiero –hizo una pausa- mi –otra pausa- poni. ¿He sido clara?

            —Como si quieres la Luna –replicó Germán-. No hay poni. Lárgate.

            La niña apretó los puños y encajó la mandíbula.

            —Voy a contar hasta tres –dijo en un tono que, de haber un termómetro cerca, congelaría el mercurio-. Y antes de que acabe quiero mi poni.

            —Cuenta hasta mil si te apetece. Seguirá sin haber poni.

            —Uno...

            —Mira, guapa, te voy a bajar al suelo, ¿vale?

            —Dos...

            Germán tendió las manos y sujetó a la niña por la cintura. En ese momento, Adela susurró:

            —Y tres.

            Acto seguido, lanzó un aullido, saltó de las piernas de Germán y comenzó a gritar.

            —¡Me ha tocado! –berreó, señalando a Germán-. ¡Santa Claus me ha tocado!

            Las miradas de cuantos los rodeaban convergieron simultáneamente en la niña y luego, como si fuera un partido de tenis, en Germán.

            —Pero qué dices... –musitó este, incorporándose.

            —¡Me ha tocado! –insistió Adela entre lagrimones. Y añadió, señalándose la entrepierna-: ¡Santa Claus me ha tocado aquí!

            —¡Eso es mentira! –exclamó Germán-. ¡Yo nunca...!

            No pudo completar la frase, porque la madre de Adela se abalanzó sobre él y comenzó a darle bolsazos. Poco después, aparecieron dos vigilantes de seguridad, que tras lograr apartar a la furiosa mujer del maltrecho Santa Claus, se llevaron retenido a este último. Mientras lo sacaban de allí sujeto por los brazos, Germán volvió la cabeza y vio a Adela mirándole con una sonrisa que le heló la sangre en las venas.

            Más tarde llegaron unos policías y se llevaron detenido al bueno de Germán. Meses después hubo un juicio y Germán fue condenado al pago de una multa y un año de cárcel. Afortunadamente, como carecía de antecedentes penales, Germán no tuvo que cumplir la pena; pero su nombre pasó a engrosar las listas de los pedófilos.

            Como es lógico, jamás volvió a ejercer de Santa Claus; porque sus antecedentes penales se lo impedían, pero también porque desarrolló un temor patológico hacia los niños. Y también –aunque nadie se explicaba por qué- una extraña fobia hacia los caballos de pequeño tamaño.



4.01.2020

Materia Oscura


                
Materia oscura
 
By César Mallorquí
 

            Pchapcharimé. Diez de Junio.

            Hace tiempo me contaron una historia: Cierto individuo que paseaba por un parque se detuvo frente a una zarza erizada de espinas. La miró durante unos segundos y, acto seguido, saltó sobre ella. Cuando consiguieron rescatarlo, lleno de heridas y cubierto de sangre, le preguntaron: "¿Por qué se arrojó a la zarza?". El hombre contestó: "No sé; al principio me pareció buena idea".

            Pues exactamente lo mismo me pasó a mí cuando el profesor Salgado sugirió que realizase mi primer trabajo de campo en la selva brasileña, estudiando a la tribu Pchapchá: al principio me pareció buena idea.

            (Un momento, un momento. No estoy escribiendo un informe técnico, pero eso no significa que deba renunciar al más mínimo rigor).

            Esto es el diario de Pablo Vasla, antropólogo, y morador desde hace tres meses en Pchapcharimé, el poblado de los pchapchá. Soy el único occidental que hay aquí. Vivo en una pequeña cabaña en la cima de un árbol, y dispongo de todo lo que un antropólogo pueda desear: grabadora, máquina fotográfica, cuadernos de apuntes y una tribu casi desconocida a la que estudiar. El único problema es que, después de tres meses de vivir aquí, lo único que he grabado han sido conversaciones sin interés (charlas banales sobre el tiempo o las mujeres), las únicas fotos que he tomado son de índole turística y en mis cuadernos de apuntes no he apuntado nada. Por eso he comenzado a escribir este diario: porque me estoy volviendo loco.

            Y la causa son los pchapchá, el mayor atajo de vagos, e incultos que me he echado a la cara. En serio, comparado con ellos, el pueblo más primitivo del planeta parecería un república de sabios. Si no he escrito ni una nota, ni un comentario, sobre los pchapchá es porque no hay nada que decir. No puedo estudiarles porque no existe materia que estudiar. Es desesperante.

            "¿Ha pensado en los pchapchá?", me dijo el profesor Salgado, mi tutor en los cursos de doctorado. "Ya sabe, esa tribu que descubrieron hace unos años en la Amazonia. Sería un buen trabajo de campo. El doctor Castelo-Silva los estudió sobre el terreno, pero su labor fue muy decepcionante...".

            ¿Decepcionante? Oh, vamos. Castelo-Silva fue un héroe. El pobre tipo bastante hizo con descifrar su idioma.

            Desde la ventana de mi choza veo al Rey-Sol sentado sobre su atalaya, por encima de la selva, contemplando impasible el sol a través de un cristal oscuro. Está hasta arriba de gupta, drogado como un yonqui. Así permanecerá todo el día, y todos los días de su vida, hasta que el sol le deje ciego. ¿Por qué lo hace? Ah, quién sabe. Desde luego los pchapchá no hablan de ello. Cuando les preguntas sobre lo que hace el Rey-Sol, responden: "El Rey-Sol mira al sol y hace que el sol haga". Y cuando les interrogas sobre el significado de eso, los pchapchá se echan a reír tontamente y se van.

            Odio este lugar, odio las moscas, odio las serpientes, odio el calor y la humedad, odio la quinina que tengo que tomar contra la malaria, odio las lluvias tropicales, odio la selva, odio a los parásitos intestinales, pero sobre todo odio a los pchapchá. Si pudiera irme me iría ahora mismo. No obstante, aun deberé pasar otros tres meses aquí (me pongo enfermo tan solo de pensarlo).

            Estoy harto. Creo que usaré el Stolichnaya.

            Vaya si lo haré.

 

            Pchapcharimé. Once de Junio.

            Ayer estaba algo deprimido. Perdí los estribos, lo siento. Se supone que soy un científico, y que debo afrontar los hechos desde un punto de vista frío y lógico. Intentaré pues, en lo sucesivo, seguir esa línea de comportamiento.

            En muchas ocasiones perdemos de vista lo evidente: lo más sencillo es lo más difícil de encontrar. De modo que empezaré por el principio.

            Pchapcharimé fue descubierto hace cinco años. Una avioneta que viajaba de Río Branco a Roraima perdió altura sobre la jungla y vio las construcciones pchapchá sobre los árboles. Al llegar a su destino, el piloto comunicó el hallazgo a la delegación local del Instituto Etnológico Brasileño. Meses después, una expedición financiada por la Universidad de Paraíba, a cuyo frente marchaba el doctor Castelo-Silva, se internó en la selva y encontró el poblado Pchapcharimé.

            Al principio, los descubrimientos de Castelo-Silva fueron apasionantes. Los pchapchá, indígenas de raza amerindia amazónica, son recolectores y cazadores (más lo primero que lo segundo, aunque de vez en cuando atrapen algún pájaro o serpiente). Viven, y esta es su primera peculiaridad, en las copas de los árboles. Han construido una complicada serie de estructuras y plataformas de madera, y sobre ellas han edificado su poblado. ¿Por qué? Los pchapchá dicen que estando arriba, "pueden ver"; y que abajo "no pueden ver". Por eso viven arriba. ¿Qué es lo que quieren ver? No contestan, se ríen.

            Más peculiaridades: los pchapchá no tienen organización social; no hay jefes ni castas. Carecen de cualquier tipo de estamento, incluso de especilización; todos hacen de todo (aunque en definitiva tampoco hagan gran cosa). Entre los pchapchá no hay discriminación sexual; hombres y mujeres son iguales. Ni siquiera existe el matrimonio, son absolutamente polígamos, aunque esto no debe sugerir la idea de un grupo de salvajes entregados al desenfreno sexual. Por el contrario, los pchapchá parecen inusitadamente castos. Diría que copulan lo imprescindible para mantener estable la población. Esto puede deberse a algún efecto colateral de la droga.

            Ah, sí, la droga. Los pchapchá consumen a diario un alucinógeno al que llaman gupta. Se trata de un zumo maloliente elaborado a base de hongos y raíces. Yo no lo he probado (tampoco ellos me lo han ofrecido), pero resulta evidente que les deja el cerebro hecho polvo. Lo toman al atardecer, toda la tribu, hombres, mujeres y niños. Y eso es muy extraño, porque generalmente las drogas psicotrópicas son atributo exclusivo de determinadas castas: sacerdotes, guerreros, o sencillamente los miembros masculinos del grupo (como ocurre con los yanomomo). Pero no, los pchapchá son diferentes. Desde que un niño se desteta empieza a consumir gupta. No hay rito de iniciación, ni ceremonia alguna. A los dos o tres años cada rapaz tiene derecho a su ración de droga. Así de sencillo. La importancia de este alucinógeno en la vida de la tribu queda reflejada por su propio idioma: en lengua pchapchá, "mirar" se dice guptí. O sea, "ver a través de la gupta". ¿Supone esta especie de culto a la droga algún tipo de actitud mística o religiosa? De ninguna manera. Los pchapchá son absolutamente agnósticos. ¿No es increíble? ¡El único pueblo de la Tierra que carece de cualquier forma de religión o magia! Pero ya hablaré de eso más adelante.

            Estas peculiaridades (y otras muchas) hacen de los pchapchá un bocado en teoría exquisito para cualquier antropólogo. Hasta que se empieza a escarbar un poco. Entonces uno se da cuenta de que esas singularidades reflejan carencias, no sustituciones. Los pchapchá son como decorados: meras apariencias sin contenido alguno. No tienen ritos, no tienen mitología (ni siquiera leyendas), no tienen estructura social, no tienen arte, no tienen cultura alguna... Pero eso es imposible, va contra todo el saber antropológico, los seres humanos nunca se han comportado así...

            Hoy al atardecer he comenzado a poner en práctica mi plan. Los pchapchá estaban reunidos en la plataforma principal, preparando la gupta; me acerqué a ellos y, como de pasada, comenté: "En mi país tenemos un tipo de gupta que se llama vodka". Nadie pareció hacerme el menor caso, todos siguieron a lo suyo. Salvo una anciana desdentada que irguió la cabeza y me miró con ansiedad perruna. Continuó observándome durante la siguiente media hora, hasta que por fin se acercó disimuladamente y me dijo:

            -- P'bbo -los pchapchá no saben pronunciar mi nombre, me llaman P'bbo-, ¿Tú tienes tosnaya?

            Al principio no entendí lo que decía. Luego caí: se refería al vodka, claro. Le pregunté su nombre.

            -- Mi nombre hace que yo sea Mara -¡premio, era ella!-. ¿Tienes tosnaya, P'bbo?

            Asentí. Ella abrió los ojos, como un niño el día de Reyes, y comenzó a mascullar: "¡Dame, dame, dame...!".

            -- Te daré vodka, Mara -dije-. Pero a cambio tu tienes que hablar conmigo. Esta noche, en mi choza. Quiero que contestes unas preguntas.

            Mara enmudeció y frunció el ceño; parecía debatirse en medio de un tormentoso conflicto interior.

            -- Mara hará que tu hables con ella -dijo finalmente-. Pero esta noche no se hará conversación. Mañana por la mañana haremos que se haga la charla. Y tu harás que se haga el tosnaya. No olvides hacer que se haga, P'bbo.

            Ah, demonios, me siento exaltado. Por fin un contacto, por fin un pchapchá me hace algo de caso.

            Debí haber mencionado el vodka mucho antes.

 

            Pchapcharimé. Doce de Junio.

            Cuando decidí seguir la recomendación del profesor Salgado y realizar mi primer trabajo de campo en Brasil, escribí al doctor Castelo-Silva solicitando su consejo (a fin de cuentas, era el único antropólogo que había sacado algo en claro de los pchapchá). Su respuesta me llegó a los pocos días. Decía así:

            "Querido colega: mi único consejo es que no pierda su tiempo con esa tribu degenerada. Los pchapchá son peculiares, si. Tanto como un huevo vacío, engendrado sin clara ni yema. Créame cuando le digo que no hay nada de interés en ellos. Pero supongo que no me hará caso, ya que es usted joven y, por tanto, vehemente. Mi única recomendación es que lleve con usted unas cuantas botellas de vodka. Si logré descifrar el lenguaje pchapchá fue a base de sobornar con vodka a una mujer de la tribu llamada Mara. De no ser por el alcohol, ella nunca habría colaborado conmigo. Reciba un cordial saludo.

            "Post Scriptum: La marca favorita de Mara es Stolichnaya".

            Debo admitir que, en aquel momento, la carta de Castelo-Silva me indignó. Sin duda, pensé, obedecía a esa típica actitud irracional que mueve a ciertos antropólogos a consideren de su propiedad las tribus que han estudiado. Además, estaba esa invitación manifiesta a establecer comercio alcohólico con los indígenas. ¡Dios mío! ¿Es que ese hombre no conocía la ética profesional? El primer deber de un antropólogo es respetar la cultura, las costumbres que está investigando, no inmiscuirse. Y, sin duda, introducir tóxicos extraños en la dieta de los nativos puede considerarse una intromisión. Qué execrable comportamiento, pensé entonces. Castelo-Silva era un farsante.

            Sin embargo, quizá movido por algún vago presentimiento, minutos antes de que mi avión partiera hacia Recife fui a la tienda Duty Free del aeropuerto y compré dos botellas de vodka Stolichnaya (ahora doy gracias a Dios por ese impulso que al principio se me antojó irracional).

            Y arrastré aquellas dos botellas, junto con el resto de mi equipaje, mientras cruzaba medio subcontinente en un vuelo local a Manaos, donde me esperaba el guía. Y seguí llevándolas cuando navegaba por el Amazonas, y más tarde por otro río, el Juruá, afluente del primero, que me llevó hasta el poblado de Säo Romäo. Y las dos botellas de Stolichnaya fueron un bulto más en mi mochila mientras cruzaba la selva amazónica, internándome en una zona que suele aparecer en los mapas como una superficie lisa, dado que nadie ha estado allí para describir los detalles. Y, finalmente, las dos botellas fueron mudos testigos de mi soledad cuando el guía me estrechó la mano, allí, rodeados por una muralla de vegetación, diciéndome:

            -- Aquí le dejo, señor Vasla. Siga el sendero siempre hacia el este y, a un día de marcha, encontrará a los pchapchá.

            -- Pero, oiga -protesté-, ¿qué sendero? No veo ningún sendero...

            -- Tranquilo. Coja la brújula y siga hacia el este. Es sencillo. Y recuerde mirar siempre hacia arriba. Esos salvajes viven en los árboles, como los monos -aquello pareció hacerle mucha gracia, porque se puso a reír como un loco-. Bueno, me voy señor Vasla -añadió, secándose las risueñas lágrimas con el dorso de la mano-. Volveré a buscarle dentro de seis meses. En septiembre u octubre, según las lluvias -comenzó a alejarse; antes de perderse de vista gritó (prorrumpiendo de nuevo en grandes risotadas)-: ¡Recuerde que los monos viven arriba!

            Caminé hacia el este (con dolor de cuello a causa de tanto mirar hacia lo alto) y acabé encontrando a los pchapchá. Me recibieron con indiferencia. Oh, bueno, fueron amables, sí: me dieron alojamiento (una cabaña algo apartada del poblado) y comida. Pero no me hacían caso, me ignoraban. Contestaban lacónicamente a mis preguntas; o no contestaban, escudandose tras una risa boba. Pasaban el día haraganeando y dormitando. Luego, al caer la noche, tomaban la gupta y todos se iban a sus cabañas, de las que no podían salir hasta el amanecer.

            Y ya que hablamos de eso, entre los pchapchá sólo hay dos tabús: uno el que acabo de mencionar, la prohibición de salir al exterior de noche; y otro que impide la entrada a una pequeña montaña cercana al poblado, un cerro llamado Pchaguptirimé ("el lugar donde la mirada pone orden").

            ¿En qué tradición se apoyan estos dos tabús? En ninguna. ¿Por qué no se puede salir de noche, o pisar el cerro Pchaguptirimé? Sencillamente, porque no.

            Esta mañana, poco después del amanecer, vino a mi cabaña Mara. Tenía ojeras y parecía cansada, como si no hubiese dormido.

            -- ¿Has hecho que se haga el tosnaya, P'bbo? -preguntó nada más entrar- ¿Harás que se haga ya? La sed es en mi boca...

            Saqué la botella de vodka y se la mostré. Se le iluminaron los ojos e intentó cogerla, pero la aparté de su alcance. Luego le expliqué las condiciones del trato: un vaso de vodka por cada pregunta contestada. Torció el gesto, pero asintió. Conecté el magnetófono.

            -- Bien, Mara, esta es la primera pregunta: ¿qué es y qué hace el Rey-Sol?

            Era lógico empezar por ahí. El Rey-Sol es un misterio. Si no hay religión ni ritos entre los pchapchá, ¿qué hace ese personaje subido a una atalaya y mirando el sol, todo el día, a través de un cristal ahumado? Desde luego, se trata de una institución clave dentro de la tribu. A fin de cuentas, actualmente hay en la aldea tres ex reyes-sol ciegos (el cristal no debe  de protegerles mucho los ojos).

            En realidad, todo lo relacionado con el Rey-Sol tiene un tufo tremendo a culto solar. Pero no es así. En cierta ocasión, al poco de llegar al poblado, le dije a un pchapchá:

            -- El poderoso Hacedor brilla en el cielo -extendí el brazo y señalé al sol-. Grande es su fuerza y su luz, ¿eh?

            El pchapchá me miró inexpresivo, y luego, con el mismo tono que emplearía un terapeuta comprensivo para dirigirse a un subnormal, contestó:

            -- ¿Te ha afectado el calor, P'bbo? El sol no es el Hacedor. El sol es un globo de gas caliente. ¿Lo entiendes, P'bbo?

            Pero estoy divagando. Hablaba de mi entrevista con Mara. Le había preguntado por el Rey-Sol. Ella frunció el ceño.

            -- El Rey-Sol hace que el sol haga -sonrió expectante-. ¿Tosnaya, P'bbo?

            -- No -repuse enérgico-. Eso no es respuesta y no te daré vodka. ¿Por qué el Rey-Sol se pasa el día observando al sol?

            Mara movió la cabeza de un lado a otro, mirándome con una mezcla de enfado y suficiencia. Parecía una maestra ante un alumno poco aventajado.

            -- El Rey-Sol mira el sol y hace que las cosas sean ordenadas en el sol. Mira y mira si funciona bien, cuenta los segundos y hace que el sol haga. El Rey-Sol hace que las cosas sean para que el sol salga por el este y se ponga por el oeste -Mara se encogió de hombros y frunció los ojos, como buscando las palabras adecuadas-: El Rey-Sol se ocupa del sol, igual que yo soy la Reina-Luna y me ocupo de la Luna, o Tama es el Rey-Tierra y se ocupa de la Tierra... Sencillo, ¿eh? ¿Harás ahora tosnaya?

            Asombrado, serví una generosa ración de vodka en un vaso. Mara se lo bebió de un trago. Yo intenté ordenar las ideas: esa vieja estaba hablándome de una especie de culto celeste... Increíble: no sólo había un Rey-Sol, sino también una Reina-Luna y un Rey-Tierra (Tama, un adulto que siempre caminaba mirando el suelo, sin levantar la vista). ¿Cuál era el alcance de esa religión astronómica?

            -- ¿Y el resto de la tribu...? -pregunté con un hilo de voz.

            -- Oh, bueno -Mara se relamió-; Kumé es el que hace que los pchapchá se ordenen para hacer. Tsué, Sato, Kina, Duma, y otros cuatro, se ocupan de que los planetas hagan (son difíciles los planetas, tienen muchas lunas). Los demás pchapchá miran las estrellas y hacen que las estrellas hagan, y hacen que hagan los cometas y los asteroides. Los niños pequeñitos, que todavía no miran bien, procuran que el polvo del cielo haga. A veces hacen que las estrellas fugaces hagan.

            -- Pero, ¿cuándo miran los pchapchá, y cómo? -pregunté.

            -- No -Mara chasqueó la lengua-. Tu preguntas, yo contesto, yo tosnaya. Haz que el tosnaya se haga, P'bbo. Luego pregunta.

            Serví el vodka. La anciana sólo lo hizo durar un segundo en el vaso. Chasqueó la lengua y dijo:

            -- El Rey-Sol mira durante el día, porque de día pasea el sol por el cielo. Yo, a veces, también tengo que mirar de día, porque la Luna es inconstante, y también quiere caminar de día. El resto de los pchapchá se reúnen en secreto por la noche, miran el firmamento y hacen que el universo haga. ¿Cómo lo hacen? -la risa de la anciana fue como el graznido de un cuervo-. Miramos con la gupta, P'bbo. Y con la gupta hacemos que se haga. Trazamos senderos en el cielo, P'bbo. Trazamos senderos.

            Mara enmudeció y miró expectante la botella. Mientras le servía su líquida recompensa, intenté serenarme. En definitiva, los pchapchá poseían una religión y un ritual. Se trataba de algo tabú, ya que lo mantenían celosamente oculto. Incluso celebraban ceremonias secretas.

            -- ¿Cuándo se reúnen los pchapchá para mirar el firmamento, Mara? -pregunté.

            -- ¡Todas las noches, P'bbo! -exclamó la vieja, mirándome como si yo fuera idiota-. Las estrellas aparecen por la noche, ¿no?

            -- Pero está prohibido salir de noche...

            -- Oh, vamos P'bbo. Eres tú quien no puede salir de noche, porque no sabes mirar, ni sabes hacer que se haga, y lo único que harías es preguntar tonterías y molestar -Mara profirió una risotada despectiva-. Los monos blancos sois ciegos, P'bbo. Y estúpidos: no entendéis nada, no sabéis nada.

            Tanto por la insolencia de sus palabras, como por el tono pastoso que iba adquiriendo su voz, resultaba claro que Mara se estaba agarrando una buena curda. Contribuí a ello con un nuevo vaso de vodka.

            -- ¿Dónde os reunís, Mara?

            -- ¿Ves como eres tonto? ¿Dónde se ve bien el cielo? Desde lo alto, P'bbo, desde lo alto. Y, ¿qué lugar alto hay por aquí?

            -- ¡Pchaguptirimé!

            Mara asintió con expresión risueña. Le serví otro trago.

            De modo que los pchapchá se reunían secretamente en el cerro prohibido. Y lo hacían todas las noches (lo cual explicaba su constante dormitar diurno).

            -- ¿Por qué lo hacéis, Mara? -pregunté, tras un grave carraspeo doctoral (mi profesor de Religiones Comparadas siempre carraspeaba cuando llegaba a una cuestión importante)-. ¿Por qué miráis al cielo?

            Mara entrecerró los ojos y permaneció muda e inmóvil largo rato. Comenzaba a pensar que se había dormido, cuando dijo:

            -- ¿Quieres saber por qué lo hacemos, P'bbo? Te lo contaré. Pero te costará lo que queda de tosnaya. Yo te digo el secreto de los pchapchá y tú me das todo el tosnaya que queda, ¿sí?

            La botella estaba aún medio llena. Podía haber regateado con Mara, pero me sentía demasiado ansioso por obtener respuestas, de modo que asentí. Entonces la anciana me arrebató la botella de un manotazo y, antes de que yo pudiese reaccionar, la vació de un trago. Pensé que aquello iba a matarla, pero lejos de ello, Mara se relamió y con voz muy turbia comenzó su relato:

            -- Al principio no había Pchapcharimé, ni selva, ni cielo; no había nada, y nada se hacía. Entonces llegó el Tutí...

            -- ¿El Tutí?

            -- El Tutí, sí -Mara me dirigió una mirada llena de tedio-. Tutí, al que tu llamas Hacedor, el Creador... -se refería a una divinidad; pero Tutí, en lenguaje pchapchá, significa "torpe", lo que no deja de ser un extraño nombre para un dios. La anciana prosiguió-: El Tutí vio la nada y decidió hacer que la nada hiciese. Y torció la nada hasta que la nada hizo buuum, y así creó el universo. Pero el Tutí fue un manazas, no realizó un buen trabajo. Al principio el universo hizo bien, sí; pero al poco comenzó a hacer mal. Y las cosas no funcionaban en el cielo, porque el Tutí había hecho el universo con poco material. Entonces el Tutí habló a los pchapchá y les dijo: "Lo siento, pero metí la pata. El universo no funciona, hay demasiado poco de todo. Así que me voy. Aquí os dejo la gupta. Vigilad el cielo. Adiós-adiós". Y así fue como los pchapchá recibieron la carga de mirar el cielo y hacer que el cielo hiciese.

            La voz de Mara se fue apagando, hasta enmudecer. Me disponía a formular una nueva pregunta, pero los ronquidos de la anciana me hicieron desistir. Apagué el magnetófono y permanecí allí unos minutos, pensativo, como velando en silencio el sueño de aquella vieja borracha.

            ¿El Tutí, eh? De modo que "el Torpe"...

            Vaya historia.

 

            Pchapcharimé. Catorce de Junio.

            Con todo, el mayor misterio de Pchacharimé siempre ha sido el lenguaje de los pchapchá: no se parece a ningún idioma amerindio. De hecho no se parece a ninguna otra lengua del mundo.

            El pchapché es un lenguaje muy tosco (como ocurre con casi todo lo relacionado con los pchapchá). Las frases se forman acumulando palabras y partículas sin orden predeterminado. Sólo hay tres tiempos verbales, y se expresan mediante entonaciones distintas de la misma palabra. Algo realmente simple. No obstante, es una lengua muy precisa en lo tocante a los números. Al parecer, a los pchapchá les gusta contar (su sistema de numeración se basa en el once; una vez le pregunté a un pchapchá: "¿Por qué el once?". Se llevó las manos a la cara y, riendo tontamente, dijo: "Porque tenemos diez dedos y la punta de la nariz").

            Otra peculiaridad de su lenguaje es la desquiciante retórica con que se refieren a sí mismos y a lo que hacen. Por ejemplo: si ven que una papaya se desprende de su rama, dicen que la papaya cae. Pero si es un pchapchá quien tira la papaya, el pchapchá "estará haciendo que la papaya haga su caída". O si, pongamos, un pchapchá mira una nube, dirá que está "haciendo que la nube haga". Parece una extraña forma de solipsismo lingüístico, como si los pchapchá creyesen que ellos son el ombligo del mundo.

            Bueno, finalmente había pillado a esos cabrones: tenían una religión (animista, por cierto), tenían rituales, tenían leyendas... en definitiva, tenían casi todo lo que hay que tener. Y yo lo había descubierto. Estaba pensando en como aparecería mi nombre en el Scientific American, y en Nature, y en Anthropos... cuando me di cuenta de que la única prueba con que contaba era el testimonio de una anciana dipsómana.

            Muy poca cosa, la verdad.

            Fui a buscar a Mara, pero ya no estaba en mi cabaña. Intenté localizarla por el poblado. En vano, se había esfumado. Busqué y busqué, sin encontrarla.

            Finalmente, fue ella la que me encontró a mí.

            -- ¿Tosnaya, P'bbo? -me dijo nada más entrar en mi choza-. ¿Tú preguntas y yo tosnaya?

            -- Todavía no -dije con severidad académica-. Mara, ¿te acuerdas del profesor Castelo-Silva? ¿Por qué no le contaste a él lo mismo que me has contado a mí?

            -- ¿C'telo'ilvá...? -Mara frunció el ceño haciendo memoria. De pronto sus ojos se iluminaron-. ¡Ah, doctor-loco! ¡Sí! C'telo'ilvá me dio tosnaya para que yo le hiciera conocer la lengua pchapché. Y yo le enseñé pchapché. ¡Fue como amaestrar a un mono blanco! Pero luego a doctor-loco se le acabó el tosnaya. Y si él no hacía que se hiciese el tosnaya, yo no haría que se hicieran las respuestas.

            Vaya, de modo que Castelo-Silva había estado muy cerca. Pero al muy pirata se le acabó la moneda de cambio. Bueno, por mi perfecto: todavía me quedaba una botella.

            Y ahora necesitaba pruebas.

            -- Mara -dije en tono amable (aunque enérgico)-: necesito ver como miráis los pchapchá por la noche. Tengo que ir a Pchaguptirimé y comprobar cómo hacéis que el cielo haga.

            -- ¡No, no! -Mara parecía asustada-. ¡No puedes ir a Pchaguptirimé! ¡Kumé me mataría!

            -- Me esconderé, Mara. Nadie me verá.

            -- ¡No, no, no! Yo respondo a tus preguntas y tu haces que se haga el tosnaya. Eso, sí. Pchaguptirimé, no.

            Saqué la botella de vodka y se la mostré. La anciana tragó saliva y se mordió los labios.

            -- Si no me ayudas a ir al cerro sagrado, no te daré más vodka -resulta increíble la alegría con que me estaba entregando al soborno y la ingerencia cultural.

            -- ¿Me darás toda la tosnaya si te llevo a Pchaguptirimé? -preguntó vacilante. Asentí. Mara chasqueó la lengua-. Te llevaré a Pchaguptirimé, P'bbo. Pero no ahora. Dentro de una semana vuelve a comenzar el ciclo del cielo y hay que comprobar las cosas. Todo el mundo estará muy ocupado y, quizá, no te verán. Dentro de una semana te diré como hacer que seas de noche en la cima del Pchaguptirimé. Y tú me darás toda tosnaya.

            Y dicho esto, la anciana se deslizó fuera de la choza.

            "Dentro de una semana se reinicia el ciclo del cielo".

            ¡Claro que sí! Veintiuno de Junio: el solsticio de verano.

 

            Pchaguptirimé. Veintiuno-veintidós de Junio.

            Debo escribir deprisa, porque no se cuándo volverán. Y también porque ignoro lo que harán conmigo. Todo parece confuso: jamás hubiese creído a los pchapchá capaces de emplear la violencia. Ahora no se que creer. Tampoco se que pensar acerca de lo que vi, o creí ver, anoche en el cerro. Pero soy un científico, así que intentaré relatar objetivamente los hechos.

            El día veintiuno (ayer) al atardecer, poco antes de que los pchapchá tomaran su dosis diaria de gupta, Mara vino a verme a la cabaña. Parecía nerviosa.

            -- Todo listo, P'bbo. Escucha: no podrás ir a Pchaguptirimé por los árboles, te verían. Tendrás que ir por el suelo, ¿sí? Cuando llegues al pie del cerro, busca una escala de cuerda. Yo la puse allí. Úsala y sube en silencio. Llegarás al lugar donde los pchapchá miramos. ¡Con cuidado de hacer que no te vean! Por eso, no hagas que se haga nada hasta el anochecer, ¿eh? -tragó saliva-. Ahora dame tosnaya, P'bbo. Dámela ya.

            Le entregué la botella de vodka. La anciana ocultó el alcohol dentro del atado de hojas y raíces que colgaba de su hombro. Luego me dirigió una nueva advertencia, "Haz que se haga que no te vean, P'bbo, se cuidadoso", y se fue a toda prisa.

            En fin, cayó la noche y aguardé a que el silencio reinase en el poblado; cogí la cámara de video y el magnetófono, y salí al exterior. No había nadie en Pchapcharimé, ni tampoco en el interior de las cabañas (salvo en una, donde dormía a pierna suelta el Rey-Sol). Aún así actué con sigilo y, sin hacer el menor ruido, descendí al suelo de la selva. Con ayuda de la linterna me orienté hasta llegar al pie del Pchaguptirimé. Tardé un buen rato en encontrar la escala de cuerda, y aún más tiempo me llevó alcanzar la cima del cerro. Pero una vez arriba, el espectáculo que contemplé compensó con creces mis esfuerzos.

            Todos los pchapchá estaban allí: hombres, mujeres y niños, sentados sobre una gran plataforma rocosa, contemplando el cielo inmóviles y silenciosos. Tan sólo Kumé, que parecía actuar como director de la ceremonia, se movía de un lado a otro, mirando las estrellas como si comprobase algo. De vez en cuando se dirigía a algún pchapchá, diciéndole por ejemplo: "Corrige Aldebarán dos centésimas de arco", o "Incrementa 0,3 la magnitud de Mizar".

            Yo estaba demasiado alejado, lo que me impedía apreciar con detalle el ritual. De modo que me fui acercando despacio, ocultándome en las sombras, hasta alcanzar el abrigo de unos matorrales, a poco mas de diez metros de los pchapchá. Conecté la cámara y puse en marcha el magnetófono. Luego contemplé asombrado la extraña ceremonia que estaba teniendo lugar.

            Alrededor de la gran losa de piedra donde se encontraban los indígenas había una estructura de palos entrecruzados, cañas y cuerdas. Al principio no comprendí cual era su función, pero al poco me di cuenta de que aquello servía como sistema de referencia para la observación del firmamento. Además, las paredes rocosas que se alzaban en la cima del cerro estaban cubiertas de pinturas estilizadas. En realidad eran diagramas. ¡Se trataba de órbitas planetarias y mapas celestes! ¡Dios santo, aquello era un observatorio astronómico, una especie de Stonehenge amazónico!

            Levanté la vista. El cielo estrellado parecía un mar de candelas sobre la selva oscura. De repente, dos estrellas fugaces describieron brillantes arcos gemelos hasta desvanecerse justo sobre la línea vegetal del horizonte. Dos niños pchapchá se rieron, como si hubieran hecho una travesura. Su madre les dio un par de cachetes y los riñó:

            -- ¡Malos-malos! Tenéis que hacer que el polvo del cielo haga bien, no que el polvo del cielo haga su caída. ¿Habéis entendido?

            Pasaron varios minutos. Kumé seguía caminando de un lado a otro, absorto en sus observaciones y dictando breves órdenes. De pronto se detuvo y preguntó:

            -- ¿Donde está Mara? Tiene que hacer que la Luna haga.

            En efecto, ¿donde se había metido Mara? Desde que la di el vodka no había vuelto a verla.

            Fue entonces cuando las cosas comenzaron a precipitarse. A nuestros oídos llegó un canturreo estridente. Era la voz turbia de Mara. La anciana venía dando traspiés por el puente de madera que unía el cerro con el poblado. Estaba completamente borracha (y, para horror mío, traía la delatora botella de vodka, casi vacía, en la mano).

            -- ¡Mara! -gritó Kumé-. ¿Qué te pasa? ¡Hay que hacer que la Luna haga, vieja loca!

            -- ¿Hacer que la Luna haga? -la anciana rió-. ¡Mira lo que hago yo con la puta Luna!

            Se que lo que ahora voy a contar parecerá increíble. Yo mismo no lo creo, pero esto es lo que vi: Mara levantó un brazo al cielo y, entonces, la Luna llena apareció por el horizonte. Pero no lo hizo como siempre, lentamente, sino cruzando el cielo muy deprisa, como las imágenes aceleradas de una filmación.

            -- ¿Quieres que haga que la Luna haga, Kumé? -Mara apuró el vodka y tiró la botella a un lado-. ¡Pues haré que haga!

            Y entonces, juro por lo mas sagrado que eso es lo que vi, la Luna se agitó en el cielo oscuro, ¡y comenzó a cambiar de fases a velocidad progresivamente acelerada! Luna llena, menguante, nueva, creciente y llena de nuevo. Así sucesivamente, cada vez más rápido. Me incorporé, abandonando la protección que me brindaban los matorrales, y contemplé aturdido aquel increible prodigio.

            Entonces oí un grito. Bajé la vista y vi como Mara se tambaleaba al borde del puente de madera. Estaba muy borracha; supongo que no tuvo ninguna oportunidad de mantener el equilibrio. Dio un traspiés y su enjuto cuerpo se precipitó al vacío. Al cabo de un par de interminables segundos, todos pudimos escuchar el ruido que hacía al estrellarse contra el suelo.

            No se por qué, pero yo me sentía indiferente, ajeno a todo, como si estuviese contemplando un espectáculo teatral. Alcé la mirada, buscando la Luna enloquecida, mas la Luna había desaparecido (e ignoro la razón, pero aquello me llenó de inquietud).

            Entonces me dí cuenta de que todos los pchapchá me miraban en silencio, con el reproche brillando en sus ojos, y que Kumé se acercaba al lugar por donde había caído Mara y recogía algo del suelo: la botella de vodka vacía.

            Luego, Kumé me observó largo rato, moviendo la cabeza de un lado a otro, como un juez a punto de dictar sentencia.

            -- ¿Qué has hecho, P'bbo? -dijo finalmente, con cierta dosis de tristeza en su voz. Luego se volvió a los pchapchá y les ordenó que me prendieran.

            Y los pchapchá, como un solo hombre, se lanzaron sobre mí y me inmovilizaron. Luego me llevaron a mi cabaña y me encerraron en ella.

            Y aquí me encuentro, esperando a que vuelvan, escribiendo este diario para intentar mantener la serenidad y el juicio justo, pues no debo olvidar que, pese a todo, soy un científico.

            Estoy oyendo voces fuera, junto a la puerta, creo que...

 

            (...)

 

            Hace media hora entraron tres pchapchá en mi habitación. Uno de ellos era Kumé. Se sentó a mi lado y me dijo gravemente:

            -- Voy a intentar hablarte con claridad, P'bbo, porque los monos blancos sois limitados. ¿Mara te contó acerca del Tutí? -asentí con la cabeza. Kumé prosiguió-: Entonces ya sabes cual es el problema; el universo está mal hecho, falta materia en él. El sol, las estrellas, los planetas, los satélites... nada tiene la masa que debería tener para funcionar correctamente. El nuestro es un universo chapucero. Por eso el Tutí dio la gupta a los pchapchá y les pidió que miraran el cielo e hicieran que el cielo hiciera -Kumé frunció el ceño-. ¿Me entiendes, P'bbo? Los pchapchá tomamos la gupta y adquirimos poder. Poder para hacer que los planetas sigan los caminos correctos, que las estrellas brillen con la luz adecuada, que las lunas giren y giren como debe ser. Nosotros cuidamos del cosmos, porque no es un cosmos automático, sino que debe ser mirado, corregido y controlado.

            ¡Así que aquellos salvajes creían realmente poder mover las estrellas con sólo mirarlas! Kumé debió advertir mi expresión de incredulidad, porque señaló:

            -- No me crees, P'bbo. Entonces, ¿qué hizo la Luna anoche? ¿Por qué bailó en el cielo y cambió la forma de su cara una y otra vez? ¿No te das cuenta de que fue Mara quien la movía?

            Carecía de respuesta para ese asunto. Salvo que se tratara de una especie de alucinación colectiva (aunque esa era una respuesta claramente insuficiente). De modo que eludí la cuestión y me mostré muy científico:

            -- Kumé, dices que el universo no funciona y que tenéis que controlarlo. Por eso vais de noche al cerro y miráis las estrellas. Y de día dormís. Pero, escucha, las estrellas siguen ahí de día, aunque no las veáis. ¿Quién las controla entonces?

            -- Otros pchapchá -Kumé sonrió paternalmente-. En las estrellas hay planetas, y en algunos planetas hay también pchapchá. Hablamos con ellos mediante guiños de estrellas. Y nos repartimos el trabajo. En otros lugares de la Tierra hay también pchapchá, y vigilan el sol cuando aquí es de noche, y la Luna cuando no la vemos. Todos los pchapchá del cosmos compartimos la labor. Y hacemos que el universo haga.

            -- Pero eso es absurdo...

            -- Como quieras -zanjó la cuestión Kumé-. Pero el caso es que por tu culpa ha muerto Mara. Y los pchapchá tenemos que hacer algo -puso delante de mí un pequeño cuenco lleno de un líquido marrón-. P'bbo, deberás beber la gupta.

            Me negué a hacerlo, claro. Y fui tan tajante en mi negativa que Kumé y los otros dos indígenas se tuvieron que emplear a fondo para obligarme a tragar aquel líquido maloliente.

            Sabía a rayos.

            Y aquí estoy, esperando...

 

            (...)

 

            Hace un momento, una fila de ángeles y arcángeles ha desfilado por mi choza. No me he preocupado, porque se que son alucinaciones provocadas por la droga. Ahora estoy viendo columnas de llamas alzándose por las paredes, y diablos y salamandras bailando en el fuego. Pero no son reales. Mi mente racional los refuta.

            Aunque, la verdad, estoy muerto de miedo...

 

            (...)

 

            ...ya no veo cosas, pero las siento... ¡Es todo tan enorme! Soy una batería humana... estoy lleno de fuerza... ¡Mi mente crepita de energía como una dínamo! (...) Soy-siento-miro-hago... Siento cosas. Voy hacia la puerta: la abro.

            Nonono-hayhayhay-nadienadienadie...

            ¡El cielo...! Siento el cielo ¡Puedo sentirlo! Cada estrella del firmamento es un nervio de mi carne y sus órbitas cosquillean en mi piel y me baño en un mar de plasma y buceo entre cometas y asteroides y me ahogo de luz y nado hacia una superficie de terciopelo negro y me abro al cosmos, igual que un comulgante acoge la sagrada forma de manos del sacerdote...

            ¡Dios, veo de verdad, y veo que todo es imperfecto!

 

            Pchapcharimé. No importa la fecha.

            He quemado mis cuadernos de trabajo, y las cintas magnéticas. Me he desecho de todo, ya no lo necesito. No obstante, me he resistido a destruir este diario, e incluso ahora mismo me veo completándolo. Quizá sea porque en el aparecen descritos los hechos que condujeron a las nuevas circunstancias de mi vida. También es posible que sólo se trate de sentimentalismo. A lo mejor las mariposas quieren conservar la seda de sus capullos, para así nunca olvidar que fueron gusanos.

            Poco importa. El caso es que Kumé y el resto de los pchapchá tenían razón: ellos hacen que el universo funcione, porque el universo está mal hecho.

            Eso me recuerda lo que dicen los científicos acerca de la existencia de una materia a la que llaman Materia Oscura. Por lo visto, para que el universo se comporte como lo hace, es necesario que contenga una determinada cantidad de masa. Se trata de un fenómeno que tiene que ver con algo denominado constante cosmológica (no se muy bien de que se trata).

            Pero, según dicen, la masa necesaria para estabilizar el universo no se encuentra por ningún lado. Sólo se ha detectado un dos por ciento de ella. Al restante noventa y ocho por ciento lo llaman Materia Oscura, porque no brilla ni emite radiación alguna. Porque no puede verse.

            Los físicos y astrónomos saben que debe estar ahí, aunque ignoran qué es y dónde se encuentra.

            Pero yo lo sé.

            La Materia Oscura son los pchapchá. Ellos, gracias a la gupta, mantienen unido al cosmos, aportándole la masa que falta y haciendo que el universo funcione, que las órbitas sean precisas, que las estrellas brillen y que las lunas sigan atadas a los planetas con lazos de gravedad.

            Oh, bueno, continuo hablando en tercera persona, sigo sin incluirme. Y no debería hacerlo, porque yo también soy un pchapchá, y tomo gupta, y miro al cielo, y hablo con los otros pchapchá del cosmos mediante códigos secretos de titileo de estrellas.

            Y a veces, como un niño travieso, me divierto moviendo el polvo del cielo, haciendo caer lluvias de estrellas fugaces sobre la selva esmeralda.

            Pero no debo olvidar quien soy.

            Porque yo soy P'bbo, el Rey-Luna.

            Y hago que la Luna haga.
 
 
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