12.24.2019

El nuevo y adorable cuento navideño de Babel



            Las sonrisas de los niños
            By César Mallorquí

 
            Si quisiéramos precisar cuándo y dónde comenzaron los insólitos sucesos de la Navidad de 2019, deberíamos retroceder seis meses en el tiempo, al diez de junio de ese mismo año, y trasladarnos a la sala de juntas de la compañía Wonderful Toys Ltd, con sede en Nueva York.

            La reunión extraordinaria del consejo de administración de la empresa había sido fijada para las siete y media de la tarde, cuando todos los empleados se habían marchado ya y las oficinas estaban desiertas. En la sala de juntas había una larga mesa rectangular; la cabecera estaba ocupada por John Roberts Jr, presidente de la compañía, y a ambos lados, tres a tres, se sentaban los seis consejeros. En el otro extremo de la mesa había un sillón vacío. Tras un carraspeo, Roberts tomó la palabra:

            --Señoras, señores, acabamos de recibir el informe de resultados del último semestre. -Hizo una pausa y añadió-: Para resumirles la situación: estamos al borde de la ruina.

            Los consejeros se agitaron, nerviosos. Algunos murmuraron, otros carraspearon, o tosieron, o fingieron que les picaba algo; todos desviaron las miradas, como si no mirando pudieran pasar inadvertidos.

            --En fin, esto no debería extrañarnos –prosiguió Roberts-, porque la inmensa mayor parte de nuestras líneas de producto son deficitarias, cuando no un absoluto fracaso.

            Sobrevino un pesado silencio.

            --Es por los malditos videojuegos –dijo tímidamente Charles Harris, responsable de la línea de juegos de mesa-. Absorben más del cincuenta por ciento del mercado y no dejan de crecer. No se puede luchar contra eso.

            --Ah, los videojuegos, es verdad –asintió Roberts, inexpresivo-. Por eso hace años creamos una línea de videojuegos, que logró acumular más de cuatrocientos millones de pérdidas. La dirigía... ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Louis White. Se sentaba aquí, en el consejo, ¿recuerdan? ¿No? Yo tampoco; hace tanto tiempo que lo echamos a la calle que me he olvidado de su cara, aunque no de las pérdidas. Pues bien, o tomamos medidas desesperadas o todos nosotros vamos a acabar igual que Louis White.

            Sus palabras quedaron flotando en el aire en medio de un fúnebre silencio.

            --Aún queda el Black Friday –intervino Emma Smith, directora de juguetes educativos-. Y la campaña de Navidad.

            Roberts se encogió de hombros.

            --¿Y qué, Emma? –respondió-. Obtendremos los mismos deprimentes resultados que el año pasado, y que el anterior, y el anterior... Hasta ahora, nuestro único producto líder en ventas ha sido Baby Besuquete.

            --Bendito Baby Besuquete –murmuró Dorothy Williams, responsable del área de muñecos.

            --No se alegre tanto, Dorothy, porque eso va a cambiar. Nuestra competencia, Mattel, va a lanzar este invierno un nuevo producto: Kid Besitos, otro muñeco que besa.

            --¿Y Kid Besitos besa mejor que Baby Besuquete? –preguntó Michael Bradshaw, responsable de modelismo y juegos de construcción.

            --Dónde va a parar –respondió Roberts poniendo los ojos en blanco-. Kid Besitos da besos de ventosa y con babas, parecen de verdad, mientras que Baby Besuquete lo único que hace es abrir y cerrar los labios. Más que besos parece que quiera morderte. Siempre me ha parecido repulsivo, la verdad.

            Williams le dirigió una dolorida mirada, como si se estuviera hablando de su propio hijo. Roberts sacudió la cabeza y concluyó:

            --El caso es que cuando Baby Besuquete se hunda, todos nos hundiremos con él Aunque con o sin él, nos hundiremos de todas formas. A menos, como he dicho antes, que tomemos medidas desesperadas.

            --¿En qué clase de medidas está pensando, John? –preguntó Kathy Moore, responsable del área de primera infancia.

            Roberts guardó un prolongado silencio antes de responder.

            --Estoy pensando en hacer un pacto –dijo.

            --¿Con otra empresa?

            --No.

            --¿Con quién entonces?

            Roberts demoró de nuevo la respuesta. Cuando habló lo hizo con gran seriedad, paseando la mirada por los rostros de los consejeros.

            --Lo que propongo –dijo lentamente- es que hagamos un pacto con el diablo.

            Un estupefacto silencio.

            --Es una metáfora, ¿no? –intervino Bradshaw-. Quiere decir que negociemos con un fondo de capital riesgo o algo así, ¿verdad?

            El presidente negó con la cabeza.

            --No es una metáfora, Michael; estoy siendo literal. Propongo que pactemos con el diablo.

            Otro silencio, aún más estupefacto que el anterior. Williams dejó escapar una risita nerviosa y preguntó:

            --¿Está hablando de pactar de verdad con el diablo? Es decir, con Belcebú, Satanás, Lucifer, Mefistófeles, en definitiva con el Maligno... ¿A ese diablo se refiere, John?

            --Exacto. A ese.

            --Pe-pero eso no es real... –protestó Smith.

            Roberts se levantó de la silla y comenzó a pasear de un lado a otro con las manos a la espalda.

            --Hace escasos diez días –dijo mientras caminaba-, un buen amigo (no mencionaré su nombre), al enterarse del ruinoso estado de esta empresa, se reunió conmigo y, con mucho secreto, me entregó un conjuro para invocar al diablo. Según me dijo, anteriormente lo habían utilizado para lanzar sus compañías Bill Gates, Mark Zuckerberg, Larry Page y Sergey Brin, o Steve Jobs, entre otros. –Se detuvo frente a la cabecera de la mesa y prosiguió-: Igual que usted, Emma, no le creí. El diablo no existe, ¿verdad? Pensé que mi amigo me estaba tomando el pelo y me olvidé del asunto. Pero no del todo; anteayer me dije: ¿qué puedo perder?, y llevé a cabo el conjuro en el garaje de mi casa...

            --¿Y? –preguntó Williams.

            Roberts se encogió de hombros.

            --Pues que apareció el diablo.

            Sobrevino otro silencio, esta vez teñido de incredulidad. Harris se echó a reír.

            --Ahora es usted, John, el que nos toma el pelo –dijo.

            --No, no, se apareció el diablo, en serio –insistió Roberts. Luego, señaló hacia delante, y añadió-: De hecho, está ahí.

            Todas las miradas, que hasta ese momento habían estado fijas en Roberts, se volvieron hacia el otro extremo de la mesa. Allí, donde antes sólo había un sillón vacío, ahora podía verse a un hombre sentado. De unos cuarenta años, con el pelo moreno peinado hacia atrás y fijado con gomina, las facciones afiladas y la mirada intensa; vestía un traje negro de Hugo Boss, camisa violeta de seda y gemelos de oro. En la muñeca izquierda lucía un Patek Philippe y frente a él, sobre la mesa, descansaba un ataché de cabritilla.

            Moore y Harris, los que estaban más cerca del recién aparecido, se levantaron bruscamente y retrocedieron unos asustados pasos; el resto de los consejeros ahogaron gritos, profirieron exclamaciones o se quedaron mudos. El diablo los contempló inexpresivo y dijo con hermosa voz de barítono:

            --Buenas tardes, damas y caballeros. Me llamo Adra Melech y soy Presidente del Alto Consejo Diabólico. Estoy aquí en representación de la firma para la que trabajo, Hell & Co, e invitado por el señor Roberts.

            Los consejeros permanecieron en silencio, contemplando estupefactos a Melech. Finalmente, Walker tartamudeó:

            --¿E-e-es usted el Di-di-diablo?

            --Si por “diablo” se refiere a Satán, el Señor de las Tinieblas, el Gran Adversario, no. Ese es mi jefe. Pero soy un demonio, en efecto, y ocupo una posición elevada en el staff de la firma. –Carraspeó-. Caballeros, damas, su tiempo, al igual que el mío, es oro, de modo que sugiero abordar inmediatamente la negociación.

            Obedeciendo a un gesto de Roberts, Moore y Harris volvieron a sentarse, pero procurando mantenerse a distancia de Melech, que tomó de nuevo la palabra:

            --El asunto es sencillo. Permítanme exponerlo con crudeza: Wonderful Toys está endeudada y arruinada. A comienzos del año que viene, se declarará en bancarrota y ustedes ingresarán en las filas del paro. –Hizo una pausa-. A menos, claro está, que hagamos algo al respecto. Mi firma les ofrece diseñar, fabricar y comercializar un producto tan exitoso que, durante la próxima campaña de Navidad, multiplicará por mil los beneficios de su empresa, salvándola de la quiebra.

            --¿Qué producto es ese? –preguntó Bradshaw.

            --Eso se lo revelaremos después de que firmen los contratos y a su debido momento –respondió Melech.

            --Pero estamos a mediados de año –intervino Williams-. No hay materialmente tiempo para diseñar y comercializar un producto es ese plazo.

            Melech le dedicó una fría sonrisa.

            --¿Puedo llamarla Dorothy? –dijo-. Verá, Dorothy; no está hablando con un proveedor cualquiera; debe tener presente que somos sobrenaturales. Como es lógico, si no cumpliéramos nuestra parte del trato, si no tuviéramos el producto distribuido en las fechas previstas, y si dicho producto no fuera un absoluto éxito, el contrato quedaría automáticamente anulado y les reembolsaríamos todos los gastos en que hubieran podido incurrir. –Su sonrisa se tiñó de suficiencia-. Pero eso no va a suceder. Ahora les ruego que examinen con atención la cláusulas del contrato.

            Melech abrió el ataché y sacó de su interior un fajo de folios, pero antes de distribuirlos advirtió:

            --Hay dos consideraciones que deben tener en cuenta: En primer lugar, que los términos del contrato no son negociables. O lo toman o lo dejan. En segundo lugar que, para que este pacto se lleve a cabo, deben firmar todos los consejeros, sin excepción Si alguien no firma, no hay trato.

            Dicho esto, repartió siete contratos y siete bolígrafos entre los miembros del consejo de administración, que se pusieron a leerlos con atención.

            --Aquí pone que no podremos intervenir ni en el diseño del producto ni en su comercialización –comentó Harris-. Vamos, que no podremos tomar ninguna decisión.

            --Exacto –dijo Melech-. Ustedes se quedarán totalmente al margen. Y si eso les parece injusto, permítanme recordarles que han sido sus decisiones lo que ha hundido a esta empresa.

            Avergonzados, los consejeros siguieron leyendo el contrato en medio de un silencio que se prolongó unos minutos después de que acabaran de examinarlo.

            --Según esto –observó Walker-, el precio que deberemos pagar es nuestra alma inmortal.

            --Es lo usual –asintió Melech.

            --Pero me parece un poco excesivo. Un éxito empresarial a cambio de la condenación eterna es... demasiado.

            Melech se encogió de hombros.

            --Entiendo su punto de vista –repuso-; pero lo único que nos interesa de ustedes son sus almas.

            --Claro, claro –dijo Walker en tono razonable-. Es usted un demonio y se comporta como tal. Pero, sintiéndolo mucho, yo no puedo firmar.

            Roberts se puso en pie.

            --No esperaba esto de usted, Arthur –dijo, señalándole con un acusador dedo-. ¿Sabe cuál es la diferencia entre colaborar e implicarse? En un plato de huevos fritos con bacón, la gallina colabora, pero el cerdo se implica. ¿Qué es usted, un cerdo o una gallina?

            --¡Una gallina! –respondió al instante Walker-. Por amor de Dios, John, nos está pidiendo que aceptemos una eternidad de torturas.

            El resto de los consejeros comenzaron a hablar a la vez, mostrando su acuerdo con Walker.

            --Disculpen –intervino Melech, acallando las voces con un ademán-. Creo que puedo arrojar luz sobre el debate. Eso de las almas es una mera formalidad del contrato, porque sus almas, amigos míos, ya están condenadas desde hace mucho. –Hizo una pausa y prosiguió-: Usted, Dorothy, encerró a su madre en un asilo de tercera clase y se gastó el dinero que ella tenía ahorrado para la vejez. Usted, Arthur, mintió para perjudicar a compañeros de trabajo y ascender en su carrera. Y algo muy similar hizo usted, Charles. En cuanto a usted, Kathy, atropelló a un ciclista y se dio a la fuga. Usted, Emma, engaña a su marido con frecuencia. Usted, Michael, no vaciló en despedir a un centenar de trabajadores de su anterior empresa sólo para conseguir un bono. Y respecto a usted, John...

            --Yo estoy dispuesto a firmar –le interrumpió el presidente-. No hace falta que saque a relucir mis trapos sucios.

            --En resumen –continuó Melech-, y disculpen mi franqueza, no son ustedes buenas personas. Sus almas ya nos pertenecen y sólo tenemos que esperar a que mueran para cosecharlas.

            Hubo un silencio cargado de consternación.

            --Entonces, no lo entiendo –dijo Bradshaw-. Si ya tienen nuestras almas, ¿qué ganan ustedes con este trato?

            --Como hombre de negocios –respondió Melech-, usted sabrá, Michael, que en ocasiones se hacen inversiones a fondo perdido sólo para ampliar el área de negocio. Este es el caso: al Infierno le interesa una empresa juguetera. Ahora, por favor, decídanse de una vez. ¿Firman o no?

            --Si todo sale bien –dijo Roberts-, y saldrá bien, habrá un generoso bono para todos.

            Los consejeros empuñaron los bolígrafos, pero no parecían decididos a emplearlos. Al cabo de unos segundos, Walker le preguntó a Melech:

            --¿Es cierto que Microsoft, Facebook, Google y Apple son clientes suyos?

            --Por supuesto –asintió el demonio-. De hecho, Steve Jobs ya es nuestro huésped. Un caballero muy agradable, es un placer tenerlo entre nosotros.

            Walker dejó escapar un suspiro. Lo que era bueno para Steve Jobs tenía que ser bueno para él, pensó. Y firmó el contrato. Al poco, el resto de los consejeros le imitaron. Melech recogió los documentos, los guardó en el ataché y se puso en pie.

            --Ha sido una reunión muy productiva –dijo-. Gracias por su colaboración. En breve volverán a tener noticias nuestras. Buenas noches.

            Acto seguido, se esfumó en el aire.


* * *


            Pero las noticias se demoraron tres meses, y cuando llegaron lo hicieron en forma de factura por los costes de fabricación del “producto”. Al verla, el presidente de Wonderful Toys palideció y convocó una reunión urgente del consejo de administración.

            --Es mucho dinero –dijo Bradshaw contemplando el montante de la factura-. ¿Cómo puede ser tanto dinero?

            --Están fabricando treinta millones de unidades del “producto” –respondió Roberts.

            Williams casi se atragantó con el café que estaba bebiendo.

            --¡Treinta millones! –exclamó, consternada-. Pero eso es una barbaridad...

            --Por lo visto, se están realizando ediciones para otros países, en español, francés, alemán, italiano, ruso y chino.

            --Y seguimos sin saber qué es el “producto”, ¿no? –intervino Walker.

            --En efecto –asintió Roberts-. Aún no nos lo han comunicado.

            --Pero tenemos que pagar, así, a ciegas...

            --Es lo que estipula el contrato.

            --¿Y podemos pagar?

            Roberts suspiró con resignación.

            --De momento sólo tenemos que abonar un tercio de la factura –respondió-. Nuestra línea de crédito lo soportará.

            Hubo un apesadumbrado silencio.

            --Y no sabemos lo que vamos a vender –murmuró Walker, abatido-. Qué alentador...
 
* * *


            El quince de noviembre, Melech se reunió de nuevo con el consejo de administración para mostrarles el producto destinado a convertirse en el juguete estrella de la Navidad. Se llamaba Abraxas y era un juego de magia. La caja de cartón, en cuya cubierta aparecía un niño disfrazado de mago, contenía un colgante con forma de ojo llamado el Ojo de Belial, cinco velas confeccionadas, según rezaba en la caja, con grasa de bebés, un tarro de pintura roja que decía ser sangre de virgen y un cuaderno forrado, supuestamente con piel de cabra, titulado Grimorio de Eurinome. El cuaderno estaba en blanco.

            Los consejeros contemplaron el juego con nervioso desconcierto.

            --El grimorio no tiene nada escrito –observó Harris-. ¿Es un error de fabricación?

            Melech negó con la cabeza.

            --Está bien –dijo-. Es así.

            --¿Y las instrucciones? –preguntó Moore.

            --No las necesita.

            Los consejeros se miraron entre sí, perplejos. Si no tenía instrucciones, ¿cómo demonios se jugaba con eso?

            --Lo de la grasa de bebé y la sangre de virgen es un poco demasiado morboso, ¿no? –dijo Williams-. Ya sé que no son sangre y grasa reales, pero es un juguete para niños pequeños...

            Melech juntó las manos uniendo las yemas de los dedos, carraspeó y dijo:

            --Supongo que tienen presente la cláusula del contrato donde se especifica con claridad que ustedes no pueden tomar ninguna decisión acerca del producto. Por tanto, y disculpen mi franqueza, lo que opinen de Abraxas me importa un bledo. Así que no perdamos el tiempo. Les mostraré el anuncio de la campaña de TV.

            El spot televisivo fue casi igual de deprimente que el juguete: diez segundos con la caja de Abraxas en plano fijo, sin locución ni sobreimpresiones, con los primeros acordes de Así hablaba Zaratustra como fondo musical. Al acabar la proyección, un silencio de muerte se adueñó de la sala de reuniones.

            --Es... –murmuró Smith-..., un poco soso, ¿no?

            Melech sonrió con suficiencia.

            --En realidad –dijo-, el contenido del anuncio es indiferente. Lo importante es que el spot lleva incorporado un hechizo compulsivo.

            --¿Hechizo compulsivo?

            --En este caso de compra –asintió el demonio-. Cualquiera que vea el anuncio experimentará la imperiosa necesidad de poseer Abraxas. Ahora deberán disculparme, pero tengo otros asuntos que atender. Buenos días.

            Y se desvaneció como un holograma al desconectarse. Durante unos minutos, todos los consejeros se quedaron mirando con deprimida aprensión el juguete que yacía sobre la mesa. Harris cogió el Ojo de Belial con dos dedos, como si fuera el cadáver de una rata, y dijo en tono lúgubre:

            --Una baratija, cinco velas, un tarro de pintura y un cuaderno en blanco... ¿Alguien va a pagar casi setenta dólares por esta mierda? –Suspiró al tiempo que soltaba el colgante-. Es un desastre.

            --Y ese anuncio... –murmuró Williams-. Es ridículo.

            --Va a ser la ruina –terció Bradshaw.

            --Terrible –dijo Smith.

            --Ya sabía yo que esto no iba a salir bien –apuntó Walker.

            --Me entran ganas de llorar –musitó Moore.

            Roberts, en su calidad de presidente, intentó mantener la calma.

            --Confiemos en que cumplan el contrato –dijo.

            Pero lo dijo con muy escasa convicción.

 
* * *
 
            No volvieron a tener noticias de Melech. A finales de noviembre, Abraxas comenzó a distribuirse mundialmente y, a continuación, se inició un compás de espera que hubiera sido tenso, de no ser porque los consejeros de Wonderful Toys  no albergaban la menor duda de que comenzarían el nuevo año en la cola del paro. Finalmente, el 24 de diciembre por la mañana, Roberts convocó otra reunión extraordinaria del consejo de administración.

            --Aún no tenemos los datos definitivos –dijo, serio como un enterrador-, pero ya disponemos de un informe preliminar sobre los resultados de ventas. –Su rostro se distendió con una radiante sonrisa y concluyó-: A día de hoy, se han vendido todas las unidades de Abraxas.

            --¿Los treinta millones? –preguntó Williams, asombrado.

            Roberts asintió.

            --Y desde hace semanas nos llegan, desde todo el mundo, solicitudes de más unidades. Abraxas ha sido un éxito total.

            --Pero eso... –murmuró Walker haciendo unos rápidos cálculos mentales-. Pero eso supone más de mil cien millones de beneficio...

            --Mil ciento cincuenta y ocho millones de dólares antes de impuestos –corroboró Roberts-. La compañía está salvada y saneada, y nuestros bonos asegurados.

            Prorrumpieron en gritos y exclamaciones de alegría, se abrazaron los unos a los otros, Roberts pidió que trajeran champán para celebrarlo. Aquellas iban a ser las mejores fiestas navideñas de sus vidas.
 

* * *
 
            Y llegó el 25 de diciembre, la mañana de Navidad. En miles de hogares, al pie de abetos engalanados con bolas y guirnaldas luminosas, se amontonaban regalos envueltos con papeles de colores. A primera hora, miles de niños se despertaron y corrieron a ver qué les había traído Santa Claus.

            Como por ejemplo Bobby Parker. Bobby tenía ocho años y vivía en Woodbridge, cerca de Nueva York, en una bonita casa unifamiliar situada en una urbanización a las afueras de la ciudad. Se levantó muy temprano y, tras comprobar que Santa les había visitado esa noche, corrió a despertar a sus padres. Por desgracia, también se despertó su hermano Joe, de doce años, cuya principal afición era hacerle la vida imposible.

            Todos juntos fueron al salón y Bobby comenzó a desenvolver sus regalos. Santa Claus le había traído todo lo que había pedido y, además, un juego de magia llamado Abraxas. Le echó un rápido vistazo, pero le pareció una tontería y se concentró en el resto de los regalos. Al poco, aprovechando que sus padres habían salido de la sala, Joe se acercó a él y le dijo:

            --Santa Claus no existe, atontado. Son los papás.

            Bobby abrió mucho los ojos, indignado.

            --Eso es mentira –dijo.

            Su hermano mayor se echó a reír.

            --Mira que eres inocente –replicó en tono despectivo-. Santa Claus son los padres, idiota. Desde luego, se te engaña con cualquier chorrada.

            Y se fue riéndose con irritante desdén. Enfadado, Bobby recogió sus regalos y se fue a su cuarto. Sacó el Death Stranding de su caja y lo introdujo en la consola, pero antes de conectar el juego, sus ojos se posaron sin querer en el Abraxas. ¿Qué era eso?, pensó con curiosidad. Se levantó de la silla, abrió el juego de magia y lo examinó, extrañado. El grimorio estaba en blanco y el resto del contenido no parecía demasiado interesante.

            Sin saber qué hacer con aquello, cogió el colgante llamado Ojo de Belial y se lo puso alrededor del cuello. De repente, sintió algo así como un cosquilleo recorriéndole el cuerpo. El vello de los brazos se erizó y se le puso piel de gallina. Cerró los ojos y, tras respirar profundamente, volvió a abrirlos. Y vio algo que no había visto antes: en el interior de la caja, un rótulo rezaba: Para jugar con Abraxas debes utilizar el tutorial del mismo nombre que podrás conseguir de forma gratuita en www.apple.com/la/ios/app-store.

            Bobby sacó su teléfono móvil, entró en Apple Store, buscó Abraxas, descargó la aplicación y la conectó. En la pantalla apareció un búho de dibujos animados.

            --Hola Bobby –dijo el buhito- y feliz Navidad. Bienvenido al tutorial de Abraxas. ¿Quieres comenzar?

            Bobby debería haberse preguntado cómo aquel programa informático sabía su nombre, pero no lo hizo y se limitó a contestar:

            --Sí.

            --Estupendo. En primer lugar, voy a explicarte por qué este juego se llama como se llama. Abraxas es un demonio coronado, con cabeza de gallo, vientre grueso, pies como serpientes y cola raquítica. De su nombre proviene el famoso conjuro mágico Abracadabra. Tú quieres ser un poderoso mago, ¿verdad Bobby?

            --Claro.

            --¡Genial! Veo que llevas puesto el Ojo de Belial. Se trata de un amuleto que te permitirá controlar las energías nigrománticas. Pero antes, déjame explicarte algo. Un mago no tiene poderes en sí mismo, sino la capacidad de invocar y controlar a seres sobrenaturales que obedecerán sus órdenes. ¿Comprendes?

            --Sí.

            --Bueno, pues los magos que practican la magia blanca sólo pueden invocar a espíritus elementales, como las salamandras o los silfos, que no son muy poderosos que digamos. Se trata de magos de chicha y nabo, por así decirlo. ¿Quieres ser uno de esos magos debiluchos, Bobby, o prefieres ser un gran mago?

            --Un gran mago.

            --¡No esperaba menos de ti! –exclamó el búho-. Pero para ser un mago guay debes tener en cuenta algo: los seres sobrenaturales más poderosos son demonios. Cuando los invoques podrás hacer literalmente lo que quieras. Pero para invocar a un demonio es necesario que renuncies al bien y abraces el mal. ¿Estás dispuesto a hacerlo, Bobby?

            El muchacho titubeó; ¿eso no era pecado?... Pero a fin de cuentas se trataba de un juego, ¿no?, de modo que asintió con un cabeceo.

            --Estoy dispuesto.

            --¡Fantástico! Lo primero que debes hacer es leer en voz alta esto.

            El búho fue sustituido por un texto. Bobby comenzó a leerlo:

            --In Nomine Nostri Satanis, Luciferi Excellsi. Oh Satanás, dios de la oscuridad, dame la fuerza para luchar por tu causa, envía tus  demonios para aplastar las religiones falsas. Oh Satanás, señor del abismo, renuncio al bien y abrazo la maldad. Dame tu poder infernal y mi alma será tuya.

            Cuando Bobby acabó de recitar el conjuro, las letras se esfumaron y en la pantalla apareció una cabra que miraba taciturnamente a cámara. Tras una breve pausa, el animal giró ciento ochenta grados y alzó el rabo para mostrar el ano.

            --Ahora, Bobby –dijo la voz del búho-, para sellar el pacto tienes que besarle el culo a la cabra.

            El muchacho se echó a reír y plantó un beso sobre la pantalla. Y entonces...

            Entonces ocurrió algo muy sutil, pero radical. El alma de Bobby sufrió algo así como un reseteado; todo rastro de inocencia, bondad o amor fue borrado, quedando sólo el amasijo de gusanos de las más bajas pasiones. Un observador externo no habría notado ningún cambió, salvo que se hubiera fijado en la sonrisa del niño, que ahora había adquirido un matiz... perverso.

            --Felicidades, Bobby –dijo el búho apareciendo de nuevo-; ya eres un gran mago. ¿Qué te parece si invocamos a nuestro primer demonio?

            --¡Genial!

            --Vale. Lo primero que tienes que hacer es coger el tarro de sangre de virgen y dibujar un pentáculo en el suelo. Un pentáculo es una estrella de cinco puntas, te enseñaremos cómo se hace.

            --Pero si pinto en el suelo mamá se enfadará –objetó Bobby.

            --Pues que se enfade –replicó el búho-. Ahora eres un poderoso mago y puedes hacer lo que quieras.

            La inquietante sonrisa del muchacho se amplió. Era cierto; podía hacer lo que le viniera en gana. Se dirigió al dormitorio de sus padres, cogió uno de los pinceles que usaba su madre para maquillarse, regresó a su cuarto y, con ayuda del tutorial, pintó una estrella de cinco puntas en el suelo.

            --Perfecto, Bobby –dijo el búho-; te ha quedado muy bien. Ahora pon una vela en cada uno de los extremos del pentáculo.

            Bobby obedeció.

            --Pero no tengo nada para encenderlas –dijo.

            --Tranquilo –respondió el búho-. De eso nos ocupamos nosotros.

            Y las cinco velas se encendieron mágicamente a la vez. Bobby aplaudió, encantado.

            --Ahora –prosiguió el búho-, coge el grimorio y elige el demonio al que deseas invocar.

            --Pero ese libro está en blanco.

            --Ya no.

            Bobby cogió el cuaderno y comprobó que, en efecto, sus páginas estaban ahora cubiertas de textos. Encabezando cada una, los nombres de distintos demonios.

            --No sé cuál elegir... –murmuró el muchacho.

            --Bueno, cualquiera valdría; pero creo que Asmodeo te gustará. Los nombres están por orden alfabético. Búscalo y lee en voz alta la invocación que hay debajo.

            Bobby hojeó el grimorio hasta encontrar lo que buscaba. Se aclaró la voz y comenzó a recitar la letanía:

            --Salve Asmodeo, Salve Asmodeo, Salve Asmodeo. In nomine dei nostri Satanas luciferi excelsi, imperator omnipotens...

            El conjuro era largo y, al estar en latín, difícil de pronunciar, así que Bobby, trabucándose y a trompicones, tardó bastante en terminar de recitarlo. Tras pronunciar la última palabra, un cegador destello iluminó el cuarto, deslumbrándole durante unos instantes. Cuando, tras parpadear, recuperó la visión, descubrió ante él a un ser enorme con pies de oca, cola serpentina y tres cabezas: una de toro, otra de hombre coronada por un halo de fuego y la tercera de carnero.

            --Soy tu servidor Asmodeo, amo –dijo con voz cavernosa la cabeza de hombre-. ¿Qué deseas que haga?

            Bobby contempló asombrado a aquel engendro del Averno. Y luego se preguntó: ¿Qué quería?...

            --No lo sé –murmuró.

            --¿Puedo sugerirte algo, amo? –propuso el demonio.

            --Sí.

            --Tus padres siempre están prohibiéndote cosas y obligándote a hacer otras que no quieres hacer. ¿Qué te parece si mato a tu familia y, de paso, mato a todos los vecinos de la urbanización?

            El rostro del muchacho se iluminó con una sonrisa que le helaría la sangre en las venas a un asesino en serie.

            --¡Genial! –dijo, encantado-. Pero espera; a mi hermano Joe hazle sufrir mucho antes de matarlo, ¿vale?

            --Como ordenes, amo –respondió Asmodeo inclinando sus tres cabezas.
 
* * *

            Maggie Sullivan, de diez años de edad, contempló pensativa al ser infernal que se había materializado en su dormitorio. Era un hombre desnudo y con cuernos que montaba un oso, tenía un gavilán en un puño y decía llamarse Balan. La niña reflexionó sobre la propuesta del demonio mientras acariciaba el Ojo de Belial que pendía de su cuello y, finalmente, dijo con una sonrisa siniestra:

            --Vale, incendia la ciudad.

 
* * *
 
            Jimmy Smith, de nueve años, acarició la caja de Abraxas y pensó que era el mejor regalo de su vida. Luego, se volvió hacia el demonio que acababa de invocar. Se llamaba Eurinome y era un hombre deforme con grandes colmillos y el cuerpo lleno de llagas purulentas.

            --¿Puedes hacer explotar las casas? –le preguntó Jimmy-. Me encantan las explosiones.

            --Por supuesto, amo –respondió Eurinome con voz ronca y quebrada-. Pero también podría abrir una sima en el suelo –propuso-. Una sima enorme y ardiente que conduciría al infierno, y que crecería tragándose las calles y los edificios. Las personas se precipitarían a ella y morirían abrasadas gritando de espanto y dolor. Un espectáculo digno de verse, amo.

            El niño sonrió como un sociópata y se puso a aplaudir, alborozado.

            --¡Qué buena idea! –dijo-. ¡Hazlo!
 
* * *
 
            Escenas como estas se repitieron en cientos, miles, en realidad millones de hogares. De hecho, un efecto residual del fenómeno llamó la atención de John Roberts que, desde una ventana de su lujoso piso situado en la planta dieciséis de un edificio residencial de Manhattan, contemplaba cómo algunas ventanas de los edificios vecinos, aquí y allá, se iluminaban con intensos resplandores.

            Roberts supuso que eran flashes de móviles tomando fotos navideñas y regresó al salón, donde charlaban animadamente su mujer, sus dos hijas y sus yernos. En un rincón, frente al televisor, sus tres nietos jugaban con una consola. Roberts se sentó en el sofá, contempló a sus parientes, y pensó que tras el éxito de Abraxas, aquella iba a ser la mejor Navidad de su vida.

            Un minuto después, un demonio con cabeza de león atravesó la puerta haciéndola trizas y despedazó a su familia.
 

* * *
 
            Al anochecer del día de Navidad, Nueva York ardía como una ciclópea pira de San Juan. El Chrysler Building era pasto de las llamas, igual que el Empire Estate, la Grand Central Station o la catedral de San Patricio. De hecho, San Patricio era el edificio que más intensamente ardía, como si el fuego se cebara en él con especial saña. Al oeste, el puente de Brooklyn yacía partido por la mitad a causa del abrazo de un tentáculo gigantesco. Al sur, la Estatua de la Libertad era un amasijo de cascotes y hierros retorcidos. Al oeste, Long Island se hundía en la inmensa sima ardiente que se había abierto en el suelo. Al norte, una sucesión de explosiones pulverizaban el Bronx. Entre medias, todo era caos y destrucción. Igual que en el resto del país. O el resto del continente. O el resto del planeta.

            John Roberts Jr, presidente de Wonderful Toys Ltd, recorría la ciudad con deambular furtivo, al amparo de las sombras, ocultándose temeroso ante cualquier ruido o movimiento. Las calles estaban desiertas, las luces apagadas, coches abandonados en medio de las calzadas, cadáveres por doquier, algunos atrozmente mutilados. A lo lejos se escuchaban alaridos de terror y siniestros aullidos.

            Roberts estaba aterrorizado. Había logrado escapar de su apartamento, no sabía cómo, pero no podía borrar de su mente las imágenes de su familia despedazada por un demonio leonino. Desde entonces no había hecho más que huir sin rumbo. De pronto, escuchó un ruido indescriptible, algo así como una mezcla de succiones y viscosos bramidos. Corrió a esconderse en las sombras del callejón que se abría a su derecha. Al poco, una bestia infernal apareció en la calle. Era una especie de babosa descomunal, de unos veinte metros de largo por siete de alto; tenía cuernos y encima de ella, cabalgándola, un niño pequeño sonreía de oreja a oreja.

Una mujer que estaba oculta tras un automóvil echó a correr. La bestia le lanzó un chorro de ácido por las fauces, convirtiendo a la desdichada en un amasijo de protoplasma burbujeante. El niño se echó a reír y gritó “¡Más, más!”. Unos minutos después, la bestia y el niño desaparecieron de vista. Roberts suspiró, aliviado; entonces una voz dijo a su espalda:

            --Buenas noches, John.

            Sobresaltado, Roberts dio un respingo, se giró y contempló con el corazón encogido a Adra Melech, que a su vez le miraba a él sonriente, vestido con un impecable terno de Armani.

            --Se-señor Melech... –murmuró Roberts-. ¿Qué... qué está pasando?

            --Abraxas –respondió el demonio-. Eso está pasando.

            --Pero es horrible... Mi mujer, mis hijos, mis nietos, todos han muerto, y la ciudad está destruida... ¡Han incumplido ustedes el contrato!

            --De eso nada, John –replicó Melech-. Nos comprometimos a fabricar el juguete más vendido de la Navidad y hemos cumplido sobradamente.

            --Pero se trataba de salvar la empresa...

            --La hemos salvado.

            --¡Y luego la han destruido, lo han destruido todo!

            Melech negó con la cabeza.

            --No, amigo mío. Mis huestes se limitan a cumplir las órdenes de los niños. Y si los niños son más crueles que el más cruel de los demonios no es responsabilidad nuestra.

            Roberts dejó caer los hombros, abatido.

            --¿Por qué esto?... –musitó.

            El demonio hizo un gesto de aquiescencia.

            --Bueno, supongo que se merece una explicación –dijo-. Esto es el Armagedón, la batalla final entre las fuerzas del bien y las del mal. Y hemos ganado. No es por lamerle el culo a Satanás, aunque se lo lamo con frecuencia, pero hay que reconocer que su estrategia ha sido brillante. El problema que teníamos con los humanos es que sois dispersos, os resulta casi imposible centrar la atención en algo. De modo que los demonios teníamos que ocuparnos de vosotros uno a uno, lo que es muy poco eficiente. Debíamos centraros, pero ¿cómo? El Maligno ideó un plan perfecto: Primero introdujo la informática en cada hogar. Luego expandió Internet. Después llegaron los teléfonos móviles. Y, por último, las redes sociales. Y ya estaba, ya teníamos a la mayor parte de la humanidad pendiente de lo mismo. Así, gracias a los IPhones y los Samsungs, y con la inestimable ayuda de Twitter, conseguimos ganarnos para el mal las mentes y los corazones de los más jóvenes. Luego, sólo hacía falta un detonante y, gracias Wonderful Toys, lo conseguimos mediante la comercialización de Abraxas, un kit infantil de invocaciones demoniacas. Reconocerá conmigo que ha sido un plan de marketing brillante.

            Roberts dejó escapar un sollozo y murmuró:

            --¿Y qué va a ser de mí?...

            --Bueno, teniendo en cuenta su inestimable colaboración, John, se merece usted que le perdonemos la vida. Pero si le perdonara, ¿qué clase de diablo sería?

            Acto seguido, Adra Melech se transformó en una bestia horrible y se lo comió.

            Y así fue cómo la magia de la Navidad y las sonrisas de los niños trajeron al mundo el imperio del mal.
 

F i n