Materia oscura
By César Mallorquí
Pchapcharimé. Diez de Junio.
Hace tiempo me contaron una
historia: Cierto individuo que paseaba por un parque se detuvo frente a una
zarza erizada de espinas. La miró durante unos segundos y, acto seguido, saltó
sobre ella. Cuando consiguieron rescatarlo, lleno de heridas y cubierto de
sangre, le preguntaron: "¿Por qué se arrojó a la zarza?". El hombre
contestó: "No sé; al principio me pareció buena idea".
Pues exactamente lo mismo me pasó a
mí cuando el profesor Salgado sugirió que realizase mi primer trabajo de campo
en la selva brasileña, estudiando a la tribu Pchapchá: al principio me pareció
buena idea.
(Un momento, un momento. No estoy
escribiendo un informe técnico, pero eso no significa que deba renunciar al más
mínimo rigor).
Esto es el diario de Pablo Vasla,
antropólogo, y morador desde hace tres meses en Pchapcharimé, el poblado de los
pchapchá. Soy el único occidental que hay aquí. Vivo en una pequeña cabaña en
la cima de un árbol, y dispongo de todo lo que un antropólogo pueda desear:
grabadora, máquina fotográfica, cuadernos de apuntes y una tribu casi
desconocida a la que estudiar. El único problema es que, después de tres meses
de vivir aquí, lo único que he grabado han sido conversaciones sin interés
(charlas banales sobre el tiempo o las mujeres), las únicas fotos que he tomado
son de índole turística y en mis cuadernos de apuntes no he apuntado nada. Por
eso he comenzado a escribir este diario: porque me estoy volviendo loco.
Y la causa son los pchapchá, el
mayor atajo de vagos, e incultos que me he echado a la cara. En serio,
comparado con ellos, el pueblo más primitivo del planeta parecería un república
de sabios. Si no he escrito ni una nota, ni un comentario, sobre los pchapchá
es porque no hay nada que decir. No puedo estudiarles porque no existe materia
que estudiar. Es desesperante.
"¿Ha pensado en los
pchapchá?", me dijo el profesor Salgado, mi tutor en los cursos de
doctorado. "Ya sabe, esa tribu que descubrieron hace unos años en la Amazonia.
Sería un buen trabajo de campo. El doctor Castelo-Silva los estudió sobre el
terreno, pero su labor fue muy decepcionante...".
¿Decepcionante? Oh, vamos.
Castelo-Silva fue un héroe. El pobre tipo bastante hizo con descifrar su
idioma.
Desde la ventana de mi choza veo al
Rey-Sol sentado sobre su atalaya, por encima de la selva, contemplando
impasible el sol a través de un cristal oscuro. Está hasta arriba de gupta,
drogado como un yonqui. Así permanecerá todo el día, y todos los días de su
vida, hasta que el sol le deje ciego. ¿Por qué lo hace? Ah, quién sabe. Desde
luego los pchapchá no hablan de ello. Cuando les preguntas sobre lo que hace el
Rey-Sol, responden: "El Rey-Sol mira al sol y hace que el sol haga".
Y cuando les interrogas sobre el significado de eso, los pchapchá se echan a
reír tontamente y se van.
Odio este lugar, odio las moscas,
odio las serpientes, odio el calor y la humedad, odio la quinina que tengo que
tomar contra la malaria, odio las lluvias tropicales, odio la selva, odio a los
parásitos intestinales, pero sobre todo odio a los pchapchá. Si pudiera irme me
iría ahora mismo. No obstante, aun deberé pasar otros tres meses aquí (me pongo
enfermo tan solo de pensarlo).
Estoy harto. Creo que usaré el Stolichnaya.
Vaya si lo haré.
Pchapcharimé. Once de Junio.
Ayer estaba algo deprimido. Perdí
los estribos, lo siento. Se supone que soy un científico, y que debo afrontar
los hechos desde un punto de vista frío y lógico. Intentaré pues, en lo
sucesivo, seguir esa línea de comportamiento.
En muchas ocasiones perdemos de
vista lo evidente: lo más sencillo es lo más difícil de encontrar. De modo que
empezaré por el principio.
Pchapcharimé fue descubierto hace
cinco años. Una avioneta que viajaba de Río Branco a Roraima perdió altura sobre
la jungla y vio las construcciones pchapchá sobre los árboles. Al llegar a su
destino, el piloto comunicó el hallazgo a la delegación local del Instituto
Etnológico Brasileño. Meses después, una expedición financiada por la
Universidad de Paraíba, a cuyo frente marchaba el doctor Castelo-Silva, se
internó en la selva y encontró el poblado Pchapcharimé.
Al principio, los descubrimientos de
Castelo-Silva fueron apasionantes. Los pchapchá, indígenas de raza amerindia
amazónica, son recolectores y cazadores (más lo primero que lo segundo, aunque
de vez en cuando atrapen algún pájaro o serpiente). Viven, y esta es su primera
peculiaridad, en las copas de los árboles. Han construido una complicada serie
de estructuras y plataformas de madera, y sobre ellas han edificado su poblado.
¿Por qué? Los pchapchá dicen que estando arriba, "pueden ver"; y que
abajo "no pueden ver". Por eso viven arriba. ¿Qué es lo que quieren
ver? No contestan, se ríen.
Más peculiaridades: los pchapchá no
tienen organización social; no hay jefes ni castas. Carecen de cualquier tipo
de estamento, incluso de especilización; todos hacen de todo (aunque en
definitiva tampoco hagan gran cosa). Entre los pchapchá no hay discriminación
sexual; hombres y mujeres son iguales. Ni siquiera existe el matrimonio, son
absolutamente polígamos, aunque esto no debe sugerir la idea de un grupo de
salvajes entregados al desenfreno sexual. Por el contrario, los pchapchá
parecen inusitadamente castos. Diría que copulan lo imprescindible para
mantener estable la población. Esto puede deberse a algún efecto colateral de
la droga.
Ah, sí, la droga. Los pchapchá
consumen a diario un alucinógeno al que llaman gupta. Se trata de un zumo
maloliente elaborado a base de hongos y raíces. Yo no lo he probado (tampoco
ellos me lo han ofrecido), pero resulta evidente que les deja el cerebro hecho
polvo. Lo toman al atardecer, toda la tribu, hombres, mujeres y niños. Y eso es
muy extraño, porque generalmente las drogas psicotrópicas son atributo
exclusivo de determinadas castas: sacerdotes, guerreros, o sencillamente los
miembros masculinos del grupo (como ocurre con los yanomomo). Pero no, los
pchapchá son diferentes. Desde que un niño se desteta empieza a consumir gupta.
No hay rito de iniciación, ni ceremonia alguna. A los dos o tres años cada
rapaz tiene derecho a su ración de droga. Así de sencillo. La importancia de
este alucinógeno en la vida de la tribu queda reflejada por su propio idioma:
en lengua pchapchá, "mirar" se dice guptí. O sea, "ver a
través de la gupta". ¿Supone esta especie de culto a la droga algún tipo
de actitud mística o religiosa? De ninguna manera. Los pchapchá son
absolutamente agnósticos. ¿No es increíble? ¡El único pueblo de la Tierra que
carece de cualquier forma de religión o magia! Pero ya hablaré de eso más
adelante.
Estas peculiaridades (y otras
muchas) hacen de los pchapchá un bocado en teoría exquisito para cualquier
antropólogo. Hasta que se empieza a escarbar un poco. Entonces uno se da cuenta
de que esas singularidades reflejan carencias, no sustituciones. Los pchapchá
son como decorados: meras apariencias sin contenido alguno. No tienen ritos, no
tienen mitología (ni siquiera leyendas), no tienen estructura social, no tienen
arte, no tienen cultura alguna... Pero eso es imposible, va contra todo el
saber antropológico, los seres humanos nunca se han comportado así...
Hoy al atardecer he comenzado a
poner en práctica mi plan. Los pchapchá estaban reunidos en la plataforma
principal, preparando la gupta; me acerqué a ellos y, como de pasada, comenté:
"En mi país tenemos un tipo de gupta que se llama vodka". Nadie
pareció hacerme el menor caso, todos siguieron a lo suyo. Salvo una anciana
desdentada que irguió la cabeza y me miró con ansiedad perruna. Continuó
observándome durante la siguiente media hora, hasta que por fin se acercó
disimuladamente y me dijo:
-- P'bbo -los pchapchá no saben
pronunciar mi nombre, me llaman P'bbo-, ¿Tú tienes tosnaya?
Al principio no entendí lo que
decía. Luego caí: se refería al vodka, claro. Le pregunté su nombre.
-- Mi nombre hace que yo sea Mara
-¡premio, era ella!-. ¿Tienes tosnaya, P'bbo?
Asentí. Ella abrió los ojos, como un
niño el día de Reyes, y comenzó a mascullar: "¡Dame, dame, dame...!".
-- Te daré vodka, Mara -dije-. Pero
a cambio tu tienes que hablar conmigo. Esta noche, en mi choza. Quiero que
contestes unas preguntas.
Mara enmudeció y frunció el ceño;
parecía debatirse en medio de un tormentoso conflicto interior.
-- Mara hará que tu hables con ella
-dijo finalmente-. Pero esta noche no se hará conversación. Mañana por la
mañana haremos que se haga la charla. Y tu harás que se haga el tosnaya.
No olvides hacer que se haga, P'bbo.
Ah, demonios, me siento exaltado.
Por fin un contacto, por fin un pchapchá me hace algo de caso.
Debí haber mencionado el vodka mucho
antes.
Pchapcharimé. Doce de Junio.
Cuando decidí seguir la
recomendación del profesor Salgado y realizar mi primer trabajo de campo en
Brasil, escribí al doctor Castelo-Silva solicitando su consejo (a fin de
cuentas, era el único antropólogo que había sacado algo en claro de los
pchapchá). Su respuesta me llegó a los pocos días. Decía así:
"Querido colega: mi único
consejo es que no pierda su tiempo con esa tribu degenerada. Los pchapchá son
peculiares, si. Tanto como un huevo vacío, engendrado sin clara ni yema. Créame
cuando le digo que no hay nada de interés en ellos. Pero supongo que no me hará
caso, ya que es usted joven y, por tanto, vehemente. Mi única recomendación es
que lleve con usted unas cuantas botellas de vodka. Si logré descifrar el
lenguaje pchapchá fue a base de sobornar con vodka a una mujer de la tribu
llamada Mara. De no ser por el alcohol, ella nunca habría colaborado conmigo.
Reciba un cordial saludo.
"Post Scriptum: La marca
favorita de Mara es Stolichnaya".
Debo admitir que, en aquel momento,
la carta de Castelo-Silva me indignó. Sin duda, pensé, obedecía a esa típica
actitud irracional que mueve a ciertos antropólogos a consideren de su
propiedad las tribus que han estudiado. Además, estaba esa invitación
manifiesta a establecer comercio alcohólico con los indígenas. ¡Dios mío! ¿Es
que ese hombre no conocía la ética profesional? El primer deber de un
antropólogo es respetar la cultura, las costumbres que está investigando, no
inmiscuirse. Y, sin duda, introducir tóxicos extraños en la dieta de los
nativos puede considerarse una intromisión. Qué execrable comportamiento, pensé
entonces. Castelo-Silva era un farsante.
Sin embargo, quizá movido por algún
vago presentimiento, minutos antes de que mi avión partiera hacia Recife fui a
la tienda Duty Free del aeropuerto y compré dos botellas de vodka Stolichnaya
(ahora doy gracias a Dios por ese impulso que al principio se me antojó
irracional).
Y arrastré aquellas dos botellas,
junto con el resto de mi equipaje, mientras cruzaba medio subcontinente en un
vuelo local a Manaos, donde me esperaba el guía. Y seguí llevándolas cuando
navegaba por el Amazonas, y más tarde por otro río, el Juruá, afluente del
primero, que me llevó hasta el poblado de Säo Romäo. Y las dos botellas de Stolichnaya
fueron un bulto más en mi mochila mientras cruzaba la selva amazónica,
internándome en una zona que suele aparecer en los mapas como una superficie
lisa, dado que nadie ha estado allí para describir los detalles. Y, finalmente,
las dos botellas fueron mudos testigos de mi soledad cuando el guía me estrechó
la mano, allí, rodeados por una muralla de vegetación, diciéndome:
-- Aquí le dejo, señor Vasla. Siga
el sendero siempre hacia el este y, a un día de marcha, encontrará a los
pchapchá.
-- Pero, oiga -protesté-, ¿qué
sendero? No veo ningún sendero...
-- Tranquilo. Coja la brújula y siga
hacia el este. Es sencillo. Y recuerde mirar siempre hacia arriba. Esos
salvajes viven en los árboles, como los monos -aquello pareció hacerle mucha
gracia, porque se puso a reír como un loco-. Bueno, me voy señor Vasla -añadió,
secándose las risueñas lágrimas con el dorso de la mano-. Volveré a buscarle
dentro de seis meses. En septiembre u octubre, según las lluvias -comenzó a
alejarse; antes de perderse de vista gritó (prorrumpiendo de nuevo en grandes
risotadas)-: ¡Recuerde que los monos viven arriba!
Caminé hacia el este (con dolor de
cuello a causa de tanto mirar hacia lo alto) y acabé encontrando a los
pchapchá. Me recibieron con indiferencia. Oh, bueno, fueron amables, sí: me
dieron alojamiento (una cabaña algo apartada del poblado) y comida. Pero no me
hacían caso, me ignoraban. Contestaban lacónicamente a mis preguntas; o no
contestaban, escudandose tras una risa boba. Pasaban el día haraganeando y
dormitando. Luego, al caer la noche, tomaban la gupta y todos se iban a sus
cabañas, de las que no podían salir hasta el amanecer.
Y ya que hablamos de eso, entre los
pchapchá sólo hay dos tabús: uno el que acabo de mencionar, la prohibición de
salir al exterior de noche; y otro que impide la entrada a una pequeña montaña
cercana al poblado, un cerro llamado Pchaguptirimé ("el lugar donde la
mirada pone orden").
¿En qué tradición se apoyan estos
dos tabús? En ninguna. ¿Por qué no se puede salir de noche, o pisar el cerro
Pchaguptirimé? Sencillamente, porque no.
Esta mañana, poco después del
amanecer, vino a mi cabaña Mara. Tenía ojeras y parecía cansada, como si no
hubiese dormido.
-- ¿Has hecho que se haga el tosnaya,
P'bbo? -preguntó nada más entrar- ¿Harás que se haga ya? La sed es en mi
boca...
Saqué la botella de vodka y se la
mostré. Se le iluminaron los ojos e intentó cogerla, pero la aparté de su
alcance. Luego le expliqué las condiciones del trato: un vaso de vodka por cada
pregunta contestada. Torció el gesto, pero asintió. Conecté el magnetófono.
-- Bien, Mara, esta es la primera
pregunta: ¿qué es y qué hace el Rey-Sol?
Era lógico empezar por ahí. El
Rey-Sol es un misterio. Si no hay religión ni ritos entre los pchapchá, ¿qué hace
ese personaje subido a una atalaya y mirando el sol, todo el día, a través de
un cristal ahumado? Desde luego, se trata de una institución clave dentro de la
tribu. A fin de cuentas, actualmente hay en la aldea tres ex reyes-sol ciegos
(el cristal no debe de protegerles mucho los ojos).
En realidad, todo lo relacionado con
el Rey-Sol tiene un tufo tremendo a culto solar. Pero no es así. En cierta
ocasión, al poco de llegar al poblado, le dije a un pchapchá:
-- El poderoso Hacedor brilla en el
cielo -extendí el brazo y señalé al sol-. Grande es su fuerza y su luz, ¿eh?
El pchapchá me miró inexpresivo, y
luego, con el mismo tono que emplearía un terapeuta comprensivo para dirigirse
a un subnormal, contestó:
-- ¿Te ha afectado el calor, P'bbo?
El sol no es el Hacedor. El sol es un globo de gas caliente. ¿Lo entiendes,
P'bbo?
Pero estoy divagando. Hablaba de mi
entrevista con Mara. Le había preguntado por el Rey-Sol. Ella frunció el ceño.
-- El Rey-Sol hace que el sol haga
-sonrió expectante-. ¿Tosnaya, P'bbo?
-- No -repuse enérgico-. Eso no es
respuesta y no te daré vodka. ¿Por qué el Rey-Sol se pasa el día observando al
sol?
Mara movió la cabeza de un lado a
otro, mirándome con una mezcla de enfado y suficiencia. Parecía una maestra
ante un alumno poco aventajado.
-- El Rey-Sol mira el sol y hace que
las cosas sean ordenadas en el sol. Mira y mira si funciona bien, cuenta los
segundos y hace que el sol haga. El Rey-Sol hace que las cosas sean para que el
sol salga por el este y se ponga por el oeste -Mara se encogió de hombros y
frunció los ojos, como buscando las palabras adecuadas-: El Rey-Sol se ocupa
del sol, igual que yo soy la Reina-Luna y me ocupo de la Luna, o Tama es el
Rey-Tierra y se ocupa de la Tierra... Sencillo, ¿eh? ¿Harás ahora tosnaya?
Asombrado, serví una generosa ración
de vodka en un vaso. Mara se lo bebió de un trago. Yo intenté ordenar las
ideas: esa vieja estaba hablándome de una especie de culto celeste... Increíble: no sólo había un Rey-Sol,
sino también una Reina-Luna y un Rey-Tierra (Tama, un adulto que siempre
caminaba mirando el suelo, sin levantar la vista). ¿Cuál era el alcance de esa
religión astronómica?
-- ¿Y el resto de la tribu...?
-pregunté con un hilo de voz.
-- Oh, bueno -Mara se relamió-; Kumé
es el que hace que los pchapchá se ordenen para hacer. Tsué, Sato, Kina, Duma,
y otros cuatro, se ocupan de que los planetas hagan (son difíciles los
planetas, tienen muchas lunas). Los demás pchapchá miran las estrellas y hacen
que las estrellas hagan, y hacen que hagan los cometas y los asteroides. Los
niños pequeñitos, que todavía no miran bien, procuran que el polvo del cielo
haga. A veces hacen que las estrellas fugaces hagan.
-- Pero, ¿cuándo miran los pchapchá,
y cómo? -pregunté.
-- No -Mara chasqueó la lengua-. Tu preguntas,
yo contesto, yo tosnaya. Haz que el tosnaya se haga, P'bbo. Luego
pregunta.
Serví el vodka. La anciana sólo lo
hizo durar un segundo en el vaso. Chasqueó la lengua y dijo:
-- El Rey-Sol mira durante el día,
porque de día pasea el sol por el cielo. Yo, a veces, también tengo que mirar
de día, porque la Luna es inconstante, y también quiere caminar de día. El
resto de los pchapchá se reúnen en secreto por la noche, miran el firmamento y
hacen que el universo haga. ¿Cómo lo hacen? -la risa de la anciana fue como el
graznido de un cuervo-. Miramos con la gupta, P'bbo. Y con la gupta hacemos que
se haga. Trazamos senderos en el cielo, P'bbo. Trazamos senderos.
Mara enmudeció y miró expectante la
botella. Mientras le servía su líquida recompensa, intenté serenarme. En
definitiva, los pchapchá poseían una religión y un ritual. Se trataba de algo
tabú, ya que lo mantenían celosamente oculto. Incluso celebraban ceremonias
secretas.
-- ¿Cuándo se reúnen los pchapchá
para mirar el firmamento, Mara? -pregunté.
-- ¡Todas las noches, P'bbo!
-exclamó la vieja, mirándome como si yo fuera idiota-. Las estrellas aparecen
por la noche, ¿no?
-- Pero está prohibido salir de
noche...
-- Oh, vamos P'bbo. Eres tú quien no
puede salir de noche, porque no sabes mirar, ni sabes hacer que se haga, y lo
único que harías es preguntar tonterías y molestar -Mara profirió una risotada
despectiva-. Los monos blancos sois ciegos, P'bbo. Y estúpidos: no entendéis
nada, no sabéis nada.
Tanto por la insolencia de sus
palabras, como por el tono pastoso que iba adquiriendo su voz, resultaba claro
que Mara se estaba agarrando una buena curda. Contribuí a ello con un nuevo
vaso de vodka.
-- ¿Dónde os reunís, Mara?
-- ¿Ves como eres tonto? ¿Dónde se
ve bien el cielo? Desde lo alto, P'bbo, desde lo alto. Y, ¿qué lugar alto hay
por aquí?
-- ¡Pchaguptirimé!
Mara asintió con expresión risueña.
Le serví otro trago.
De modo que los pchapchá se reunían
secretamente en el cerro prohibido. Y lo hacían todas las noches (lo cual
explicaba su constante dormitar diurno).
-- ¿Por qué lo hacéis, Mara?
-pregunté, tras un grave carraspeo doctoral (mi profesor de Religiones
Comparadas siempre carraspeaba cuando llegaba a una cuestión importante)-. ¿Por
qué miráis al cielo?
Mara entrecerró los ojos y
permaneció muda e inmóvil largo rato. Comenzaba a pensar que se había dormido,
cuando dijo:
-- ¿Quieres saber por qué lo
hacemos, P'bbo? Te lo contaré. Pero te costará lo que queda de tosnaya.
Yo te digo el secreto de los pchapchá y tú me das todo el tosnaya que
queda, ¿sí?
La botella estaba aún medio llena.
Podía haber regateado con Mara, pero me sentía demasiado ansioso por obtener
respuestas, de modo que asentí. Entonces la anciana me arrebató la botella de
un manotazo y, antes de que yo pudiese reaccionar, la vació de un trago. Pensé
que aquello iba a matarla, pero lejos de ello, Mara se relamió y con voz muy
turbia comenzó su relato:
-- Al principio no había
Pchapcharimé, ni selva, ni cielo; no había nada, y nada se hacía. Entonces
llegó el Tutí...
-- ¿El Tutí?
-- El Tutí, sí -Mara me dirigió una
mirada llena de tedio-. Tutí, al que tu llamas Hacedor, el Creador... -se
refería a una divinidad; pero Tutí, en lenguaje pchapchá, significa
"torpe", lo que no deja de ser un extraño nombre para un dios. La
anciana prosiguió-: El Tutí vio la nada y decidió hacer que la nada hiciese. Y
torció la nada hasta que la nada hizo buuum, y así creó el universo. Pero el
Tutí fue un manazas, no realizó un buen trabajo. Al principio el universo hizo
bien, sí; pero al poco comenzó a hacer mal. Y las cosas no funcionaban en el
cielo, porque el Tutí había hecho el universo con poco material. Entonces el
Tutí habló a los pchapchá y les dijo: "Lo siento, pero metí la pata. El
universo no funciona, hay demasiado poco de todo. Así que me voy. Aquí os dejo
la gupta. Vigilad el cielo. Adiós-adiós". Y así fue como los pchapchá
recibieron la carga de mirar el cielo y hacer que el cielo hiciese.
La voz de Mara se fue apagando,
hasta enmudecer. Me disponía a formular una nueva pregunta, pero los ronquidos
de la anciana me hicieron desistir. Apagué el magnetófono y permanecí allí unos
minutos, pensativo, como velando en silencio el sueño de aquella vieja
borracha.
¿El Tutí, eh? De modo que "el
Torpe"...
Vaya historia.
Pchapcharimé. Catorce de Junio.
Con todo, el mayor misterio de
Pchacharimé siempre ha sido el lenguaje de los pchapchá: no se parece a ningún
idioma amerindio. De hecho no se parece a ninguna otra lengua del mundo.
El pchapché es un lenguaje muy tosco
(como ocurre con casi todo lo relacionado con los pchapchá). Las frases se
forman acumulando palabras y partículas sin orden predeterminado. Sólo hay tres
tiempos verbales, y se expresan mediante entonaciones distintas de la misma
palabra. Algo realmente simple. No obstante, es una lengua muy precisa en lo
tocante a los números. Al parecer, a los pchapchá les gusta contar (su sistema
de numeración se basa en el once; una vez le pregunté a un pchapchá: "¿Por
qué el once?". Se llevó las manos a la cara y, riendo tontamente, dijo:
"Porque tenemos diez dedos y la punta de la nariz").
Otra peculiaridad de su lenguaje es
la desquiciante retórica con que se refieren a sí mismos y a lo que hacen. Por
ejemplo: si ven que una papaya se desprende de su rama, dicen que la papaya
cae. Pero si es un pchapchá quien tira la papaya, el pchapchá "estará
haciendo que la papaya haga su caída". O si, pongamos, un pchapchá mira
una nube, dirá que está "haciendo que la nube haga". Parece una
extraña forma de solipsismo lingüístico, como si los pchapchá creyesen que
ellos son el ombligo del mundo.
Bueno, finalmente había pillado a
esos cabrones: tenían una religión (animista, por cierto), tenían rituales,
tenían leyendas... en definitiva, tenían casi todo lo que hay que tener. Y yo
lo había descubierto. Estaba pensando en como aparecería mi nombre en el Scientific
American, y en Nature, y en Anthropos... cuando me di cuenta
de que la única prueba con que contaba era el testimonio de una anciana
dipsómana.
Muy poca cosa, la verdad.
Fui a buscar a Mara, pero ya no
estaba en mi cabaña. Intenté localizarla por el poblado. En vano, se había
esfumado. Busqué y busqué, sin encontrarla.
Finalmente, fue ella la que me
encontró a mí.
-- ¿Tosnaya, P'bbo? -me dijo
nada más entrar en mi choza-. ¿Tú preguntas y yo tosnaya?
-- Todavía no -dije con severidad
académica-. Mara, ¿te acuerdas del profesor Castelo-Silva? ¿Por qué no le
contaste a él lo mismo que me has contado a mí?
-- ¿C'telo'ilvá...? -Mara frunció el
ceño haciendo memoria. De pronto sus ojos se iluminaron-. ¡Ah, doctor-loco!
¡Sí! C'telo'ilvá me dio tosnaya para que yo le hiciera conocer la lengua
pchapché. Y yo le enseñé pchapché. ¡Fue como amaestrar a un mono blanco! Pero
luego a doctor-loco se le acabó el tosnaya. Y si él no hacía que se
hiciese el tosnaya, yo no haría que se hicieran las respuestas.
Vaya, de modo que Castelo-Silva
había estado muy cerca. Pero al muy pirata se le acabó la moneda de cambio.
Bueno, por mi perfecto: todavía me quedaba una botella.
Y ahora necesitaba pruebas.
-- Mara -dije en tono amable (aunque
enérgico)-: necesito ver como miráis los pchapchá por la noche. Tengo que ir a
Pchaguptirimé y comprobar cómo hacéis que el cielo haga.
-- ¡No, no! -Mara parecía asustada-.
¡No puedes ir a Pchaguptirimé! ¡Kumé me mataría!
-- Me esconderé, Mara. Nadie me
verá.
-- ¡No, no, no! Yo respondo a tus
preguntas y tu haces que se haga el tosnaya. Eso, sí. Pchaguptirimé, no.
Saqué la botella de vodka y se la
mostré. La anciana tragó saliva y se mordió los labios.
-- Si no me ayudas a ir al cerro
sagrado, no te daré más vodka -resulta increíble la alegría con que me estaba
entregando al soborno y la ingerencia cultural.
-- ¿Me darás toda la tosnaya
si te llevo a Pchaguptirimé? -preguntó vacilante. Asentí. Mara chasqueó la lengua-.
Te llevaré a Pchaguptirimé, P'bbo. Pero no ahora. Dentro de una semana vuelve a
comenzar el ciclo del cielo y hay que comprobar las cosas. Todo el mundo estará
muy ocupado y, quizá, no te verán. Dentro de una semana te diré como hacer que
seas de noche en la cima del Pchaguptirimé. Y tú me darás toda tosnaya.
Y dicho esto, la anciana se deslizó
fuera de la choza.
"Dentro de una semana se
reinicia el ciclo del cielo".
¡Claro que sí! Veintiuno de Junio:
el solsticio de verano.
Pchaguptirimé. Veintiuno-veintidós
de Junio.
Debo escribir deprisa, porque no se
cuándo volverán. Y también porque ignoro lo que harán conmigo. Todo parece
confuso: jamás hubiese creído a los pchapchá capaces de emplear la violencia.
Ahora no se que creer. Tampoco se que pensar acerca de lo que vi, o creí ver,
anoche en el cerro. Pero soy un científico, así que intentaré relatar
objetivamente los hechos.
El día veintiuno (ayer) al
atardecer, poco antes de que los pchapchá tomaran su dosis diaria de gupta,
Mara vino a verme a la cabaña. Parecía nerviosa.
-- Todo listo, P'bbo. Escucha: no
podrás ir a Pchaguptirimé por los árboles, te verían. Tendrás que ir por el
suelo, ¿sí? Cuando llegues al pie del cerro, busca una escala de cuerda. Yo la
puse allí. Úsala y sube en silencio. Llegarás al lugar donde los pchapchá
miramos. ¡Con cuidado de hacer que no te vean! Por eso, no hagas que se haga
nada hasta el anochecer, ¿eh? -tragó saliva-. Ahora dame tosnaya, P'bbo.
Dámela ya.
Le entregué la botella de vodka. La
anciana ocultó el alcohol dentro del atado de hojas y raíces que colgaba de su
hombro. Luego me dirigió una nueva advertencia, "Haz que se haga que no te
vean, P'bbo, se cuidadoso", y se fue a toda prisa.
En fin, cayó la noche y aguardé a
que el silencio reinase en el poblado; cogí la cámara de video y el
magnetófono, y salí al exterior. No había nadie en Pchapcharimé, ni tampoco en
el interior de las cabañas (salvo en una, donde dormía a pierna suelta el
Rey-Sol). Aún así actué con sigilo y, sin hacer el menor ruido, descendí al
suelo de la selva. Con ayuda de la linterna me orienté hasta llegar al pie del
Pchaguptirimé. Tardé un buen rato en encontrar la escala de cuerda, y aún más
tiempo me llevó alcanzar la cima del cerro. Pero una vez arriba, el espectáculo
que contemplé compensó con creces mis esfuerzos.
Todos los pchapchá estaban allí:
hombres, mujeres y niños, sentados sobre una gran plataforma rocosa,
contemplando el cielo inmóviles y silenciosos. Tan sólo Kumé, que parecía
actuar como director de la ceremonia, se movía de un lado a otro, mirando las
estrellas como si comprobase algo. De vez en cuando se dirigía a algún
pchapchá, diciéndole por ejemplo: "Corrige Aldebarán dos centésimas de
arco", o "Incrementa 0,3 la magnitud de Mizar".
Yo estaba demasiado alejado, lo que
me impedía apreciar con detalle el ritual. De modo que me fui acercando
despacio, ocultándome en las sombras, hasta alcanzar el abrigo de unos
matorrales, a poco mas de diez metros de los pchapchá. Conecté la cámara y puse
en marcha el magnetófono. Luego contemplé asombrado la extraña ceremonia que
estaba teniendo lugar.
Alrededor de la gran losa de piedra
donde se encontraban los indígenas había una estructura de palos entrecruzados,
cañas y cuerdas. Al principio no comprendí cual era su función, pero al poco me
di cuenta de que aquello servía como sistema de referencia para la observación
del firmamento. Además, las paredes rocosas que se alzaban en la cima del cerro
estaban cubiertas de pinturas estilizadas. En realidad eran diagramas. ¡Se trataba
de órbitas planetarias y mapas celestes! ¡Dios santo, aquello era un
observatorio astronómico, una especie de Stonehenge amazónico!
Levanté la vista. El cielo
estrellado parecía un mar de candelas sobre la selva oscura. De repente, dos
estrellas fugaces describieron brillantes arcos gemelos hasta desvanecerse
justo sobre la línea vegetal del horizonte. Dos niños pchapchá se rieron, como
si hubieran hecho una travesura. Su madre les dio un par de cachetes y los
riñó:
-- ¡Malos-malos! Tenéis que hacer
que el polvo del cielo haga bien, no que el polvo del cielo haga su caída.
¿Habéis entendido?
Pasaron varios minutos. Kumé seguía
caminando de un lado a otro, absorto en sus observaciones y dictando breves
órdenes. De pronto se detuvo y preguntó:
-- ¿Donde está Mara? Tiene que hacer
que la Luna haga.
En efecto, ¿donde se había metido
Mara? Desde que la di el vodka no había vuelto a verla.
Fue entonces cuando las cosas
comenzaron a precipitarse. A nuestros oídos llegó un canturreo estridente. Era
la voz turbia de Mara. La anciana venía dando traspiés por el puente de madera
que unía el cerro con el poblado. Estaba completamente borracha (y, para horror
mío, traía la delatora botella de vodka, casi vacía, en la mano).
-- ¡Mara! -gritó Kumé-. ¿Qué te
pasa? ¡Hay que hacer que la Luna haga, vieja loca!
-- ¿Hacer que la Luna haga? -la
anciana rió-. ¡Mira lo que hago yo con la puta Luna!
Se que lo que ahora voy a contar
parecerá increíble. Yo mismo no lo creo, pero esto es lo que vi: Mara levantó
un brazo al cielo y, entonces, la Luna llena apareció por el horizonte. Pero no
lo hizo como siempre, lentamente, sino cruzando el cielo muy deprisa, como las
imágenes aceleradas de una filmación.
-- ¿Quieres que haga que la Luna
haga, Kumé? -Mara apuró el vodka y tiró la botella a un lado-. ¡Pues haré que
haga!
Y entonces, juro por lo mas sagrado
que eso es lo que vi, la Luna se agitó en el cielo oscuro, ¡y comenzó a cambiar
de fases a velocidad progresivamente acelerada! Luna llena, menguante, nueva,
creciente y llena de nuevo. Así sucesivamente, cada vez más rápido. Me
incorporé, abandonando la protección que me brindaban los matorrales, y
contemplé aturdido aquel increible prodigio.
Entonces oí un grito. Bajé la vista
y vi como Mara se tambaleaba al borde del puente de madera. Estaba muy
borracha; supongo que no tuvo ninguna oportunidad de mantener el equilibrio.
Dio un traspiés y su enjuto cuerpo se precipitó al vacío. Al cabo de un par de
interminables segundos, todos pudimos escuchar el ruido que hacía al estrellarse
contra el suelo.
No se por qué, pero yo me sentía
indiferente, ajeno a todo, como si estuviese contemplando un espectáculo
teatral. Alcé la mirada, buscando la Luna enloquecida, mas la Luna había
desaparecido (e ignoro la razón, pero aquello me llenó de inquietud).
Entonces me dí cuenta de que todos
los pchapchá me miraban en silencio, con el reproche brillando en sus ojos, y
que Kumé se acercaba al lugar por donde había caído Mara y recogía algo del
suelo: la botella de vodka vacía.
Luego, Kumé me observó largo rato,
moviendo la cabeza de un lado a otro, como un juez a punto de dictar sentencia.
-- ¿Qué has hecho, P'bbo? -dijo
finalmente, con cierta dosis de tristeza en su voz. Luego se volvió a los
pchapchá y les ordenó que me prendieran.
Y los pchapchá, como un solo hombre,
se lanzaron sobre mí y me inmovilizaron. Luego me llevaron a mi cabaña y me
encerraron en ella.
Y aquí me encuentro, esperando a que
vuelvan, escribiendo este diario para intentar mantener la serenidad y el
juicio justo, pues no debo olvidar que, pese a todo, soy un científico.
Estoy oyendo voces fuera, junto a la
puerta, creo que...
(...)
Hace media hora entraron tres
pchapchá en mi habitación. Uno de ellos era Kumé. Se sentó a mi lado y me dijo
gravemente:
-- Voy a intentar hablarte con
claridad, P'bbo, porque los monos blancos sois limitados. ¿Mara te contó acerca
del Tutí? -asentí con la cabeza. Kumé prosiguió-: Entonces ya sabes cual es el
problema; el universo está mal hecho, falta materia en él. El sol, las estrellas,
los planetas, los satélites... nada tiene la masa que debería tener para
funcionar correctamente. El nuestro es un universo chapucero. Por eso el Tutí
dio la gupta a los pchapchá y les pidió que miraran el cielo e hicieran que el
cielo hiciera -Kumé frunció el ceño-. ¿Me entiendes, P'bbo? Los pchapchá
tomamos la gupta y adquirimos poder. Poder para hacer que los planetas sigan
los caminos correctos, que las estrellas brillen con la luz adecuada, que las
lunas giren y giren como debe ser. Nosotros cuidamos del cosmos, porque no es
un cosmos automático, sino que debe ser mirado, corregido y controlado.
¡Así que aquellos salvajes creían
realmente poder mover las estrellas con sólo mirarlas! Kumé debió advertir mi
expresión de incredulidad, porque señaló:
-- No me crees, P'bbo. Entonces,
¿qué hizo la Luna anoche? ¿Por qué bailó en el cielo y cambió la forma de su
cara una y otra vez? ¿No te das cuenta de que fue Mara quien la movía?
Carecía de respuesta para ese
asunto. Salvo que se tratara de una especie de alucinación colectiva (aunque
esa era una respuesta claramente insuficiente). De modo que eludí la cuestión y
me mostré muy científico:
-- Kumé, dices que el universo no
funciona y que tenéis que controlarlo. Por eso vais de noche al cerro y miráis
las estrellas. Y de día dormís. Pero, escucha, las estrellas siguen ahí de día,
aunque no las veáis. ¿Quién las controla entonces?
-- Otros pchapchá -Kumé sonrió
paternalmente-. En las estrellas hay planetas, y en algunos planetas hay
también pchapchá. Hablamos con ellos mediante guiños de estrellas. Y nos
repartimos el trabajo. En otros lugares de la Tierra hay también pchapchá, y
vigilan el sol cuando aquí es de noche, y la Luna cuando no la vemos. Todos los
pchapchá del cosmos compartimos la labor. Y hacemos que el universo haga.
-- Pero eso es absurdo...
-- Como quieras -zanjó la cuestión
Kumé-. Pero el caso es que por tu culpa ha muerto Mara. Y los pchapchá tenemos
que hacer algo -puso delante de mí un pequeño cuenco lleno de un líquido
marrón-. P'bbo, deberás beber la gupta.
Me negué a hacerlo, claro. Y fui tan
tajante en mi negativa que Kumé y los otros dos indígenas se tuvieron que
emplear a fondo para obligarme a tragar aquel líquido maloliente.
Sabía a rayos.
Y aquí estoy, esperando...
(...)
Hace un momento, una fila de ángeles
y arcángeles ha desfilado por mi choza. No me he preocupado, porque se que son
alucinaciones provocadas por la droga. Ahora estoy viendo columnas de llamas
alzándose por las paredes, y diablos y salamandras bailando en el fuego. Pero
no son reales. Mi mente racional los refuta.
Aunque, la verdad, estoy muerto de
miedo...
(...)
...ya no veo cosas, pero las
siento... ¡Es todo tan enorme! Soy una batería humana... estoy lleno de
fuerza... ¡Mi mente crepita de energía como una dínamo! (...)
Soy-siento-miro-hago... Siento cosas. Voy hacia la puerta: la abro.
Nonono-hayhayhay-nadienadienadie...
¡El cielo...! Siento el cielo ¡Puedo
sentirlo! Cada estrella del firmamento es un nervio de mi carne y sus órbitas
cosquillean en mi piel y me baño en un mar de plasma y buceo entre cometas y
asteroides y me ahogo de luz y nado hacia una superficie de terciopelo negro y
me abro al cosmos, igual que un comulgante acoge la sagrada forma de manos del
sacerdote...
¡Dios, veo de verdad, y veo que todo
es imperfecto!
Pchapcharimé. No importa la
fecha.
He quemado mis cuadernos de trabajo,
y las cintas magnéticas. Me he desecho de todo, ya no lo necesito. No obstante,
me he resistido a destruir este diario, e incluso ahora mismo me veo
completándolo. Quizá sea porque en el aparecen descritos los hechos que
condujeron a las nuevas circunstancias de mi vida. También es posible que sólo
se trate de sentimentalismo. A lo mejor las mariposas quieren conservar la seda
de sus capullos, para así nunca olvidar que fueron gusanos.
Poco importa. El caso es que Kumé y
el resto de los pchapchá tenían razón: ellos hacen que el universo funcione,
porque el universo está mal hecho.
Eso me recuerda lo que dicen los
científicos acerca de la existencia de una materia a la que llaman Materia
Oscura. Por lo visto, para que el universo se comporte como lo hace, es
necesario que contenga una determinada cantidad de masa. Se trata de un
fenómeno que tiene que ver con algo denominado constante cosmológica (no
se muy bien de que se trata).
Pero, según dicen, la masa necesaria
para estabilizar el universo no se encuentra por ningún lado. Sólo se ha
detectado un dos por ciento de ella. Al restante noventa y ocho por ciento lo
llaman Materia Oscura, porque no brilla ni emite radiación alguna. Porque no
puede verse.
Los físicos y astrónomos saben que
debe estar ahí, aunque ignoran qué es y dónde se encuentra.
Pero yo lo sé.
La Materia Oscura son los pchapchá.
Ellos, gracias a la gupta, mantienen unido al cosmos, aportándole la masa que
falta y haciendo que el universo funcione, que las órbitas sean precisas, que
las estrellas brillen y que las lunas sigan atadas a los planetas con lazos de
gravedad.
Oh, bueno, continuo hablando en
tercera persona, sigo sin incluirme. Y no debería hacerlo, porque yo también
soy un pchapchá, y tomo gupta, y miro al cielo, y hablo con los otros pchapchá
del cosmos mediante códigos secretos de titileo de estrellas.
Y a veces, como un niño travieso, me
divierto moviendo el polvo del cielo, haciendo caer lluvias de estrellas
fugaces sobre la selva esmeralda.
Pero no debo olvidar quien soy.
Porque yo soy P'bbo, el Rey-Luna.
Y hago que la Luna haga.
F I N