El poni
By César Mallorquí
Como
buen Santa Claus que era, a Germán le encantaban los niños y la Navidad. Por
eso cada año, cuando la ciudad se vestía de luces de colores y el aire se
llenaba de villancicos, Germán se ponía un traje rojo con ribetes blancos y
acudía a distintos centros comerciales para atender pacientemente las
peticiones de los niños.
Lo
hacía por ellos, por los niños, pero también por el dinero que le pagaban, una
cantidad que le venía muy bien para complementar su magra pensión. Y, justo es
reconocerlo, Germán era un excelente Santa Claus. No necesitaba barba postiza,
pues la suya era blanca, larga y algodonosa, y tampoco requería un traje acolchado,
pues era de natural entrado en carnes. Además, tenía la edad adecuada: setenta
y dos años. La verdad es que, incluso con traje de calle, Germán parecía Santa
Claus. Eso por no mencionar su carácter, tranquilo, cariñoso, bonachón y
apacible.
Esa
Navidad le había contratado un gran almacén situado en el centro de la ciudad.
Era el establecimiento más prestigioso del país, así que Germán lo consideró el
punto culminante de su carrera, un logro que sin duda sería motivo de envidia
entre los demás Santa Claus. Además, le pagaban muy generosamente.
Aquella
tarde de mediados de diciembre, como todas las tardes, Germán se dirigió al
gran almacén, se puso el traje rojo y blanco en el vestuario y se contempló en
un espejo.
—¡Jo,
jo, jo! –dijo, practicando su cri de
bataille.
Satisfecho
con su aspecto y entonación, Germán se dirigió al puesto que tenía asignado, un
stand cercano a la entrada adornado
con motivos navideños. Se acomodó en el sillón y se dispuso a esperar. Aún era
temprano y no había mucha gente, pero tan solo una hora más tarde ya se había
formado una cola de niños, acompañados por sus padres, esperando el turno para
hablar con Santa Claus.
A
Germán le encantaba aquello, las caras embelesadas de los niños, su inocencia,
sus voces temblorosas mientras desgranaban la lista de regalos, su mirada
limpia y maravillada. En esas ocasiones, Germán se sentía como un abuelo que
tuviera cientos de nietecitos.
A
media tarde, después de que Germán despachara con un gracioso pelirrojo, una
madre le puso sobre las rodillas a una niña. Era preciosa, rubia, con coletas y
ojos azules; una muñequita encantadora, aunque quizá demasiado seria.
—¡Jo,
jo, jo! –dijo Germán, sonriente-. ¿Cómo te llamas, pequeña?
—Ya
te lo dije el año pasado –respondió la niña con el ceño fruncido.
—Claro,
claro. Pero, verás, hablo con muchos niños y mi memoria ya no es lo que era...
La
niña vaciló durante un instante y luego, como a regañadientes, dijo:
—Me
llamo Adela.
—¡Adela!
Qué nombre más bonito. ¿Cuántos añitos tienes?
—Pues
si el año pasado tenía siete, este año tendré ocho, ¿no crees?
Germán
se quedó cortado. Estaba acostumbrado a niños tímidos, o extrovertidos, o
asustadizos, pero aquella niña era... hosca.
—Ocho
añitos, qué mayor –dijo Germán sonriente-; ya eres toda una señorita. Y dime,
Adela, ¿has sido buena este año?
La
niña clavó en él una mirada preñada de resentimiento.
—Yo
sí –respondió-. Pero tú no.
Germán
parpadeó, sorprendido.
—¿Por
qué dices eso, querida?
Adela
respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló de golpe.
—Porque
me engañaste –repuso en tono acusador-. El año pasado te pedí un poni y no me
lo trajiste.
—¿Un
poni? Pero no se puede pedir eso.
—Te
lo pedí y me dijiste que sí, que me lo traerías. Y luego nada.
Germán
suspiró. Evidentemente, esa niña había hablado con otro Santa Claus. Con uno
muy poco profesional, porque todo Santa Claus sabe que no se deben aceptar
peticiones de regalos imposibles. Pero, claro, eso no podía decírselo.
—Debí
de equivocarme, pequeña –replicó en tono bonachón-. Yo nunca regalo animales
vivos.
—Ya
estás mintiendo otra vez. A una amiga del colegio le trajiste un poni.
Pues será que tu amiga es rica, nena,
pensó Germán. Pero en vez de eso dijo:
—A
lo mejor tu amiga tiene un sito bonito donde un poni pueda estar bien. ¿Tú
vives en un piso?
—Sí.
—Pues
no se puede tener un poni en un piso, compréndelo.
El
ceño de Adela se frunció hasta límites insospechados para una niña tan pequeña.
—Eso
no es asunto tuyo –le espetó-. Quiero mi poni.
—Pero
no puede ser, nenita. ¿Qué te parece si te traigo un poni de peluche? Así
podrías jugar con...
—¿Y
para qué voy a querer una mierda de peluche? –le interrumpió Adela con
acritud-. Quiero un poni de verdad.
Germán
arqueó las cejas y buscó con la mirada a la madre de aquella niña, pero la
mujer se había alejado unos pasos y estaba absorta en la pantalla de su móvil.
En los altavoces del gran almacén sonaba Noche de paz: Germán se concentró en
las notas de aquella dulce melodía, haciendo acopio de espíritu navideño.
—Es
imposible, querida –dijo en tono paternal-; no puedo traerte un poni. Pídeme
otra cosa.
—No
quiero otra cosa. Quiero mi poni.
—Pero...
—Quiero
mi poni.
—Es
que...
—Quiero
mi poni.
—Sé
razonable, pe...
—Quiero
mi poni.
Durante
diez eternos minutos, la conversación siguió similares derroteros: Germán
intentando razonar con Adela, y Adela insistiendo obstinadamente en que le
trajera lo que un Santa Claus irresponsable le había prometido la anterior
Navidad.
Aunque,
internamente, Germán empezaba a comprender a aquel anónimo Santa Claus. Si esa
niña era tan tozuda pidiendo regalos como exigiéndolos, cualquiera habría
aceptado regalarle incluso un AK-47. Alzó la mirada y contempló la cada vez más
larga fila de niños que aguardaban para encontrarse con él.
—Escucha,
pequeña –dijo en tono paciente-: Hay otros niños que quieren hablar conmigo.
Tenemos que ir acabando...
—Quiero
mi poni –replicó Adela. Su mirada dejaba claro que no tenía la menor intención
de levantarse de sus rodillas hasta haber conseguido lo que exigía.
—Pero
Adela, por favor...
—Quiero
mi poni.
Uno
de los niños que aguardaban se echó a llorar. Germán advirtió que el encargado
del departamento contemplaba con el ceño fruncido la larga cola que se había
formado. No era de extrañar; Germán tenía asignado un tiempo máximo de cinco
minutos por niño, y ya llevaba casi veinte con aquella mocosa.
—Adela...
—Quiero
mi poni.
Otro
niño se echó a llorar. Germán buscó con la mirada a la madre de Adela, que
ahora le daba la espalda mientras hablaba por el móvil. El encargado clavó en
él unos ojos que relampagueaban de reprobación. Germán contuvo el aliento y lo
exhaló de golpe.
—Vale
–dijo.
—Quiero
mi... ¿qué?
—Que
vale, que te traeré un poni.
La
niña lo miró con desconfianza.
—¿Cuándo?
–preguntó.
—Pues
cuándo va a ser, pequeña: el día de Navidad.
Adela
negó con la cabeza.
—De
eso nada –dijo-. En Navidad son los regalos de este año, pero el poni era mi
regalo del año pasado. Lo quiero ahora.
—Pero
pequeña, no tengo ponis aquí...
—Quiero
mi poni ya.
Germán
notó que la cabeza empezaba a darle vueltas. Tenía la sensación de haberse introducido
en un bucle infinito del que jamás podría salir. Por primera vez en su vida
sintió ganas de gritarle a un niño.
—Mira,
Adela –dijo, reprimiendo a duras penas la exasperación-: No. Tengo. Ponis. No
llevo ponis en el bolsillo, ni en el saco; ni siquiera hay ponis en mi trineo,
sino renos. Si quisieras un reno, te regalaría los nueve, incluyendo a Rudolph.
Pero quieres un poni, y yo los ponis los tengo en mi casa del Polo Norte. Así
que, cuando acabe, iré allí y volveré esta noche para traerte tu poni. ¿De
acuerdo?
De
nuevo la mirada de Adela se tiñó de recelo.
—¿Esta
noche? –preguntó.
—Esta
noche –asintió Germán.
—¿Lo
prometes?
—Te
lo juro.
La
niña se quedó pensativa.
—Vale
–dijo.
Acto
seguido, saltó de las rodillas de Germán, se acercó a su madre –que seguía
hablando por el móvil-, la cogió de una mano y ambas se alejaron hasta perderse
entre la clientela. Germán experimentó un alivio casi físico, como si en vez de
una niña se hubiera quitado de encima un bulldozer. Pero también sintió un puntito
de remordimiento; a fin de cuentas, le había mentido a una niña pequeña.
Aunque, se dijo, en ese caso se trataba de una mentira en defensa propia.
Fuera
como fuese, cualquier rastro de culpabilidad se esfumó de su mente cuando una
madre puso sobre sus rodillas a un niño... normal. Un niño que, entre extasiado
y nervioso, se limitaba a enumerar los regalos que quería recibir esa Navidad.
Y así, charlando con niños encantadores, fue como Germán se olvidó por completo
de la pequeña y obcecada Adela.
Hasta
el día siguiente. Por la tarde, como siempre, Germán se dirigió al gran
almacén, se vistió de Santa Claus, ensayó su “jo-jo-jo” y ocupó su lugar en el
stand. Los niños llegaban, pedían sus regalos y se iban, con toda normalidad,
sin sobresaltos. Pero a las seis y treinta y cinco de la tarde, en un momento
en que él estaba distraído, alguien puso sobre sus rodillas un cuerpo menudo y
liviano.
—¡Jo,
jo, jo! –comenzó a decir-. ¿Cómo te llamas pe...?
Las
palabras y la sonrisa se le congelaron en los labios al descubrir la identidad
del niño que tenía encima. Era Adela, y la expresión de su rostro no auguraba
nada bueno. El corazón le dio un vuelco a Germán, como si, en vez de un tierno
infante, lo que acababan de depositar sobre su regazo fuera un crótalo. Durante
unos segundos se quedaron inmóviles mirándose el uno al otro; él con abierta
inquietud y ella con un odio impropio de su corta edad.
—Me
has vuelto a mentir –dijo finalmente Adela en tono gélido.
Germán
intentó hablar, pero se le escapó un gallito. Carraspeó y, fingiendo una
sonrisa que le salió insegura, dijo:
—Oh,
no, no, pequeña. Verás, es que ayer fui a mi casa del Polo Norte para buscar tu
poni, pero resulta no había ninguno en el almacén, así que tuve que pedirlo y
tardarán unos días en traérmelo...
—No
digas tonterías –le interrumpió Adela con acritud-; eres Santa Claus, puedes
hacer magia. Quiero mi poni.
Tras
experimentar un estremecido déjà vu,
Germán volvió la mirada en busca de la madre de aquel pequeño monstruo, pero la
mujer se había alejado unos metros y paseaba de un lado a otro mientras hablaba
por teléfono. Haciendo de tripas corazón, Germán le dedicó a la niña la sonrisa
más bondadosa que pudo componer.
—Me
han asegurado que me lo enviarán antes del veinticinco –dijo-, así que el día
de Navidad tendrás tu poni. Te lo prometo.
Adela
soltó una carcajada sarcástica.
—¡Ja!
Como si tus promesas valieran algo. Quiero mi poni ahora.
—Ya
te dije ayer que no tengo ponis aquí –repuso Germán con cansancio.
—Quiero
mi poni.
—Por
favor, Adela, sé razonable...
—Quiero
mi poni.
—Pero...
—Quiero
mi poni.
Germán
perdió la mirada en el infinito; aquello era una pesadilla. De pronto, su
abatimiento se transformó en frialdad. Los diques de su paciencia cedieron y
una oleada de determinación lo inundó. Por los altavoces sonaba El pequeño tamborilero, pero aquel repique de tambor, más
que un villancico, se le antojó una marcha guerrera. Ya está bien, pensó. La
sonrisa huyó de su rostro y fue sustituida por una expresión severa. Alzó un
admonitorio dedo.
—Basta
ya, niña –dijo con sequedad-. Santa Claus no regala ponis, ¿entiendes? Y si a
tu amiga le trajeron un poni, a lo mejor es que se lo regalaron sus papás,
porque yo, desde luego, no. Así que basta de tonterías; si no tienes nada más
que pedirme, será mejor que te vayas y le dejes el sito a algún niño más
razonable. ¿He sido claro?
Adela
le lanzó una mirada capaz de perforar el cemento y dijo:
—Quiero
–hizo una pausa- mi –otra pausa- poni. ¿He sido clara?
—Como
si quieres la Luna –replicó Germán-. No hay poni. Lárgate.
La
niña apretó los puños y encajó la mandíbula.
—Voy
a contar hasta tres –dijo en un tono que, de haber un termómetro cerca,
congelaría el mercurio-. Y antes de que acabe quiero mi poni.
—Cuenta
hasta mil si te apetece. Seguirá sin haber poni.
—Uno...
—Mira,
guapa, te voy a bajar al suelo, ¿vale?
—Dos...
Germán
tendió las manos y sujetó a la niña por la cintura. En ese momento, Adela
susurró:
—Y
tres.
Acto
seguido, lanzó un aullido, saltó de las piernas de Germán y comenzó a gritar.
—¡Me
ha tocado! –berreó, señalando a Germán-. ¡Santa Claus me ha tocado!
Las
miradas de cuantos los rodeaban convergieron simultáneamente en la niña y luego,
como si fuera un partido de tenis, en Germán.
—Pero
qué dices... –musitó este, incorporándose.
—¡Me
ha tocado! –insistió Adela entre lagrimones. Y añadió, señalándose la
entrepierna-: ¡Santa Claus me ha tocado aquí!
—¡Eso
es mentira! –exclamó Germán-. ¡Yo nunca...!
No
pudo completar la frase, porque la madre de Adela se abalanzó sobre él y
comenzó a darle bolsazos. Poco después, aparecieron dos vigilantes de
seguridad, que tras lograr apartar a la furiosa mujer del maltrecho Santa
Claus, se llevaron retenido a este último. Mientras lo sacaban de allí sujeto por
los brazos, Germán volvió la cabeza y vio a Adela mirándole con una sonrisa que
le heló la sangre en las venas.
Más
tarde llegaron unos policías y se llevaron detenido al bueno de Germán. Meses
después hubo un juicio y Germán fue condenado al pago de una multa y un año de
cárcel. Afortunadamente, como carecía de antecedentes penales, Germán no tuvo
que cumplir la pena; pero su nombre pasó a engrosar las listas de los
pedófilos.
Como
es lógico, jamás volvió a ejercer de Santa Claus; porque sus antecedentes
penales se lo impedían, pero también porque desarrolló un temor patológico
hacia los niños. Y también –aunque nadie se explicaba por qué- una extraña
fobia hacia los caballos de pequeño tamaño.