12.24.2022

Cuento de Navidad. El ángel que se cayó a un agujero negro

 


            EL ÁNGEL QUE SE CAYÓ A UN AGUJERO NEGRO

            By César Mallorquí

            Había una vez un ángel llamado Kerubiel. Era un ángel del montón, perteneciente a lo más bajo de las jerarquías angélicas, justo por detrás de los Principados y de los Arcángeles. No obstante, pese a su humilde condición angelical, Kerubiel era, como todos los ángeles, impresionante.

            Alto, rubio, resplandeciente, con unas facciones tan nobles que era imposible no derramar una lágrima al contemplarlas, y dotado de unas majestuosas alas blancas. Además, sus apariciones terrenales estaban acompañadas de truenos y relámpagos, tan intensos que en ocasiones provocaban incendios.

            Sin embargo, Kerubiel no era exactamente como el resto de los ángeles. Hace ciento cincuenta mil años (152.315, para ser precisos), mientras recorría el universo, pasó demasiado cerca de Holmberg 15A, un monstruoso agujero negro de 40 mil millones de masas solares, cruzó el horizonte de sucesos y se precipitó a su interior.

            Como es bien sabido, nada, ni siquiera un ángel, puede escapar de la testaruda gravedad de un agujero negro, de modo que hizo falta recurrir a Seraphiel, máxima autoridad angélica y líder de los serafines, para rescatar al pobre Kerubiel.

            Como el destello de una nova, Seraphiel apareció junto a Holmberg 15A, desplegó sus tres pares de radiantes alas, se arremangó y, acto seguido, procedió a extraer al caído ángel del interior del agujero negro, usando como vía de escape la radiación de Hawking.

            Final feliz, pues... ¿o no tanto? Porque nadie, por muy ángel que sea, puede caer en un agujero negro y después salir de él totalmente indemne. Algo se desajustó en la cabeza de Kerubiel; su comportamiento se volvió errático e impredecible, y su fiabilidad descendió a cotas alarmantes. Eso quedó de manifiesto cuando, tras salir del agujero negro, se le adjudicó el cuidado de la civilización extraterrestre que había florecido en el cuarto planeta de Procyon, una de las estrellas de la constelación Canis Minor. Apenas un siglo después, a Kerubiel le pareció buena idea reordenar ese sistema solar, situando los planetas por orden de tamaño. En consecuencia, el cambio de órbita de Procyon 4 provocó una catástrofe planetaria y la total extinción de los procyonianos.

            A partir de ese desastre, a Kerubiel se le encomendaron trabajos que no supusieran riesgos para la vida. Tareas tales como pastorear cometas en sistemas solares muertos, contar neutrinos o barrer el polvo estelar. ¿Le importó a Kerubiel haber sido relegado a cometidos tan insignificantes? En absoluto; su mente era demasiado dispersa, y su capacidad de concentración demasiado cercana a cero, como para preocuparse por algo. Así que se limitó a cumplir con lo que le ordenaban, causando ocasionalmente alguna que otra calamidad inofensiva.

            Pero pasó el tiempo y el genocidio de Procyon 4 fue cayendo poco a poco en el olvido. Y así, ciento cincuenta y dos milenios y pico más tarde, llegamos al 22 de diciembre. Pero no a un 22 de diciembre cualquiera, sino a este 22 de diciembre. Ahora. Ya. Y esa es la fecha de la lotería celestial.

            Porque, aunque no es muy conocido, en el Cielo, poco antes de Navidad, también se celebra un sorteo. Algunos dicen que la idea se la dio a la divinidad cierta tradición de un devoto país europeo, otros afirman que se le ocurrió a Él mismo. El caso es que cada año, ese día, en el Paraíso Celeste se sortea, no dinero, sino milagros.

            Tras introducir en un bombo los nombres de todas las persona que han sido buenas durante el año, un inocente querubín extrae al azar diez mil nombres, que serán los agraciados con un milagro a su medida. La entrega de los premios la llevan a cabo diez mil ángeles.

            Pero este 22 de diciembre sobrevino un pequeño problema. El arcángel Metatrón, encargado de asignar los trabajos celestiales, se encontró con que solo disponía de nueve mil novecientos noventa y nueve ángeles para entregar los premios. Necesitaba uno más, de modo que empezó a buscar entre aquellos que estuvieran realizando labores no imprescindibles. Y como es lógico, acabó fijándose en Kerubiel, que en aquel momento se ocupaba de impedir que los meteoritos fueran más rápidos que la luz. Una labor del todo inútil, porque, como es bien sabido, nada puede ir más rápido que la luz. Así pues, Metatrón llamó a Kerubiel y le dijo:

            —Voy a encomendarte una importante misión: Viajarás a la Tierra y te manifestarás ante un humano llamado Jacinto García. Es un hombre caritativo que ha hecho mucho bien durante el año, así que ha ganado uno de los premios de la lotería. Tú te encargarás de dárselo y...

            Metatrón enmudeció al advertir que Kerubiel estaba embobado contemplando el vuelo de un querubín.

            —Kerubiel... –dijo el arcángel. Y como su subordinado no le hacía caso, repitió en tono más alto-: ¡Kerubiel!

            El ángel dio un respingo y miró a su jefe.

            —Eh... ¿Qué?

            —¿Has oído lo que he dicho?

            —Sí, claro. Algo sobre la lotería.

            Metatrón respiró hondo, armándose de paciencia, y se lo repitió todo, asegurándose de que Kerubiel prestara atención. Cuando acabó, el ángel se quedó pensativo y preguntó:

            —Así que le tengo que llevar un premio a ese tipo, ¿eh? ¿Y en qué consiste el premio?

            —En un milagro. Tienes que cumplir su deseo más íntimo.

            —Ah, genial. ¿Y cuál es su deseo más íntimo?

            —Eso debes averiguarlo tú.

            —¿Yo? Genial, genial... –Kerubiel desvió la mirada y frunció el ceño-. ¿Y cómo se supone que voy a hacerlo?

            Metatrón suspiró y se consoló pensando que aquel ángel era una oportunidad para poner a prueba la virtud de la paciencia.

            —Usa tus poderes angélicos, muchacho –dijo-. Penetra en su mente y en su corazón, así descubrirás cuál es su mayor anhelo.

            Kerubiel asintió no muy convencido y preguntó:

            —¿Cuándo debo dar el premio?

            —Ya.

            —Ah, vale.

            El ángel volvió a asentir, pero se quedó donde estaba. Al cabo de un largo minuto, Metatrón dijo:

            —¿No te ibas?

            Kerubiel parpadeó y asintió por tercera vez.

            —Sí, claro, lo del premio. Me largo. Adiós.

            Y echó a volar hacia la Tierra.

            Metatrón contempló con aire preocupado cómo se alejaba, preguntándose si había hecho bien al encomendarle esa misión. Pero se consoló diciéndose que era un trabajo sencillo e inofensivo, y que nada demasiado grave podía suceder.

            Pocas veces un arcángel ha estado tan equivocado.

* * *

            Jacinto García era un hombre básicamente bueno. A sus treinta y dos años, soltero y sin compromiso, dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a causas sociales. Colaboraba con bancos de alimentos, ayudaba en la parroquia, era miembro de varias ONG y los fines de semana servía comidas en un centro de caridad. Si había alguien volcado en ayudar a los desfavorecidos, ese era Jacinto, siempre generoso, siempre sonriente, siempre dispuesto a arrimar el hombro.

            Dicen que no hay mayor dicha que la de entregarse a los demás; pero por desgracia, Jacinto no era feliz. Es decir, lo era cuando veía los frutos de su labor caritativa, las sonrisas de los ancianos, la risas de los niños, las lágrimas de gratitud de los excluidos cuando les tendía una mano... pero el resto del tiempo tenía el corazón roto.

            Jacinto vivía en un edificio situado al norte de la ciudad, en el apartamento 4-E. A la izquierda estaba la vivienda 4-D, propiedad de doña María Merino, una anciana extremadamente religiosa a la que Jacinto solía ver en la iglesia. A la derecha, en el apartamento 4-F, vivía María Sánchez, la causa de los desvelos románticos de Jacinto.

            María Sánchez tenía veintisiete años, el pelo rubio, unos preciosos ojos azules y una bonita figura. Era guapa, sí, pero también inteligente, culta, simpática y amable. Y, sobre todo, desprendía encanto; verla era como ver amanecer.

            Jacinto se enamoró de ella desde su primer encuentro, hacía un año, una mañana en el ascensor. Luego habían coincidido muchas veces, y el amor de Jacinto no hacía más que crecer. En cierta ocasión, ella le invitó a tomar una copa en su apartamento, y otra vez le propuso que fueran juntos al cine. Todo bien, ¿verdad? Salvo por un pequeño detalle: Jacinto era patológicamente tímido con las mujeres. Sobre todo, con las mujeres que le interesaban. Se quedaba con el cerebro en blanco, se le formaba un nudo en la garganta, tartamudeaba, a veces rompía a sudar. Un espectáculo lamentable, sin duda. En definitiva, era el propio Jacinto quien convertía sus sentimientos hacia María en un amor imposible.

            Y así era, hasta que a media tarde del 23 de diciembre, al entrar en su apartamento después de volver del trabajo, Jacinto se encontró con un intruso que, sentado en su sofá, se estaba bebiendo una copa de whisky. Del whisky de Jacinto, en concreto.

            —Hombre, ya estás aquí –dijo el desconocido tras darle un trago a su bebida-. Venga siéntate, que tenemos que hablar tú y yo.

            Tras reponerse del sobresalto, Jacinto frunció el ceño y preguntó:

            —¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

            —Me llamo Kerubiel, soy un ángel y he venido a hablar contigo.

            —Pero... pero... ¿Cómo ha entrado?

            —Me he materializado en tu salón. Ya te he dicho que soy un ángel, así que hago cosas de ángeles.

            Jacinto tragó saliva. Aquella situación era surrealista.

            —Oiga –dijo, intentando sonar enérgico-, si es una broma no tiene gracia. Haga el favor de irse.

            Kerubiel negó con la cabeza.

            —Antes tenemos que hablar –dijo.

            —O se va ahora mismo o llamo a la policía.

            —Pero si te traigo buenas noticias, no seas capullo.

            Jacinto respiró hondo, sacó el móvil del bolsillo y comenzó a marcar el uno uno dos.

            —Vale, vale, no hagas chorradas –le contuvo Kerubiel. Apuró su copa de un trago y se puso en pie-. Escucha: he venido con forma humana, porque mi apariencia angélica a veces causa problemas. Además, voy a serte franco, acojona. Pero como estás en plan “no me creo nada”, no me dejas más remedio. Mira...

            Jacinto abrió la boca para exigirle que se fuera, pero le enmudeció el estampido de un trueno acompañado del cegador destello de un relámpago. Cuando recuperó la visión, creyó que había perdido la cordura, porque delante de él, cubierto con una túnica blanca, flotaba en el aire un resplandeciente ser alado de indescriptible belleza. Jacinto, con los ojos como platos, no se dio cuenta, pero arrebatado por un repentino acceso del síndrome de Stendhal, comenzó a llorar.

            —Dios mío... –musitó, cayendo de rodillas-. Un ángel...

            —Ya, ya, pero será mejor que te levantes, porque aquí huele a quemado.

            En efecto, el relámpago le había prendido fuego a las cortinas de la ventana. Jacinto se puso en pie, arrancó las cortinas y las pisoteó para extinguir las llamas.

            —Eso de los relámpagos no es buena idea, estoy harto de decirlo –comentó Kerubiel-. Molan y dan ambientillo, pero coño, provocan incendios y luego me echan a mí la culpa.

            Cuando logró apagar el fuego, Jacinto se quedó mirando a Kerubiel con los ojos nublados (no podía parar de llorar).

            —Eres un ángel... –murmuró, como si no fuera evidente.

            —Pues claro, ya te lo había dicho. Pero, oye, voy a volver a la forma humana, porque ahora estoy muy estrecho.

            Así era. Sus alas, desplegadas, rozaban ambos extremos del salón. El ala derecha había derribado un pequeño belén que estaba en un estante, y la izquierda se había cargado un jarrón y una figurita de porcelana. Esta vez no hubo truenos ni relámpagos; sencillamente, la figura angélica se disolvió y en su lugar apareció el desconocido de antes.

            —Venga, siéntate a mi lado, que tenemos que hablar –dijo Kerubiel, acomodándose en el sofá y sirviéndose otro vaso de whisky.

            Jacinto obedeció.

            —¿Qué puedo hacer por...? ¿Vos? –preguntó, dubitativo-. ¿Cómo debo llamaros?

            —Déjate de plurales mayestáticos, que no soy el papa. De tu, tío, hay confianza. Y no tienes que hacer nada; al contrario, yo voy a hacer algo por ti. He venido a decirte que te ha tocado la lotería.

            Jacinto parpadeó varias veces, sorprendido.

            —Pero si yo no juego a la lotería –objetó.

            —No esa lotería, hombre. No estoy hablando de la lotería de Navidad, sino de la lotería celestial. ¿Comprendes?

            —Eh... no.

            —Pues es muy sencillo. Todos los años, cuando se aproxima su cumpleaños, el Gran Jefe organiza un sorteo entre las personas más buenas del mundo. Hay un montón de premios y tú has ganado uno de ellos. Yuppi. Felicidades.

            —Pero yo no soy tan bueno...

            —No te me pongas en plan humilde, que he visto tu expediente –le interrumpió Kerubiel-. Y, macho, a tu lado Gandhi era un skin head. Incluso das un poquito de grimilla. Pero de buen rollo, ya sabes.

            Hubo un silencio que el ángel aprovechó para vaciar su vaso y servirse otro whisky.

            —Bueno, ¿qué? –preguntó-. ¿No deseas saber cuál es el premio?

            —Sí, claro...

            —¡Pues ahí está lo mejor de todo! ¡El premio consiste en lo que quieras! Estoy aquí para cumplir tu mayor deseo. Dime lo que anhelas y, zas, haré un milagro para que se cumpla. Pero, oye, no me pidas la paz en el mundo, o alimentar a todos los hambrientos, porque esas mierdas están por encima de mis posibilidades. Es un milagro para ti, ¿lo pillas? Anda, dime lo que quieres.

            Jacinto reflexionó durante unos segundos, se encogió de hombros y respondió:

            —La verdad es que no quiero nada...

            —Venga, no me seas huevón; todo el mundo quiere algo. Dinero, sexo, fama. ¡O venganza! ¿Quieres que mate a alguien? Podría arreglarse.

            —¡No! –aulló Jacinto-. ¡No quiero que mate a nadie!

            —Tranqui, hombre; solo era una idea. Pero bueno, algo querrás. Piénsalo, seguro que hay algo que no tienes y que te gustaría tener.

            Jacinto desvió la mirada. Aquel ángel se comportaba de forma extraña. Desde luego, no como se narra en la Biblia. Pero era un ángel, de eso no cabía duda. Cerró los ojos y reflexionó durante unos segundos.

            —Bueno, sí que hay algo que me falta –murmuró finalmente-. Pero no es nada que usted...

            —Tutéame, hombre. No seas tan estirado.

            —Vale. Sí, me falta algo, pero tú no puedes hacer nada para ayudarme.

            —Pero si soy un ángel, tío. Tengo más recursos que una navaja suiza. A ver, amiguete, ¿qué te falta?

            Jacinto dejó escapar un suspiro.

            —El amor de María –respondió.

            —Ah, ya veo...¿Y quién es la tal María?

            —Mi vecina. Estoy perdidamente enamorado de ella.

            —Y ella no te hace ni puto caso, ¿eh?

            —Es muy amable, y simpática. Pero no, no me hace el caso me gustaría que me hiciese.

            —Vale, lo pillo. ¿Tú se lo has dicho? ¿Le has dicho que te mola?

            —No...

            —Mejor. Eso no hay que confesarlo nunca, porque te pueden dar calabazas, y jode. Lo que hay que hacer es actuar. Mejor pedir perdón que pedir permiso, ese es mi lema. –Apuró el whisky-. Vamos a ver, la cuestión es conseguir que te folles a María...

            —¡No!

            —¿No? –El ángel enarcó las cejas, extrañado-. ¿No quieres follártela?

            —No... Bueno, sí claro, me gustaría hacer el amor con ella. Pero queriéndonos.

            Kerubiel sacudió la cabeza al tiempo que se servía otra generosa dosis de alcohol.

            —Mira que os complicáis la vida los mortales –dijo-. Lo del sexo está claro: o follas, o no follas. Vale, me dirás que hay opciones intermedias, y tendrás razón. Te la pueden cascar, o chupártela, o hacerte una cubana, es cierto. Pero al final siempre acabas corriéndote, la meta está clara. Sin embargo, con el amor todo es más complicado. ¿Qué es el amor? ¿Cuánto amor es un gran amor? ¿Cómo esperas ser amado? ¿Dónde acaba el amor y empieza la chifladura? ¿Cuál es el objetivo del amor? ¿Se puede amar sin ser cursi?... Muchas preguntas y pocas respuestas. Un  lío, vamos.

            Kerubiel, pensativo, se bebió de un trago el vaso de whisky. Jacinto volvió a decirse que aquel ángel era muy, pero que muy raro. Aunque, claro, también era el único ángel que conocía, de modo que quizá todos fueran así. Suspiró con resignación.

            —Ya te dije que no podías ayudarme –murmuró-. Nadie ni nada puede conseguir que María me ame.

            —Pero qué dices, hombre. Soy un ángel, hago milagros. –Kerubiel hizo un gesto vago-. Aunque esto requiere planificación, porque como te decía, el sexo es sencillo, pero el amor complicado. Déjame pensarlo un poco...

            Kerubiel perdió la mirada. Al cabo de unos segundos, cogió la botella de whisky y la vació bebiendo directamente del gollete. Jacinto suspiró; aquel carísimo whisky escocés se lo habían regalado hacía años y lo reservaba para una ocasión especial. Aunque, bien pensado, la visita de un ángel no podía ser una ocasión más especial.

            Durante quince largos minutos, Kerubiel permaneció estático, con la mirada posada en el infinito, aparentemente pensativo. Aparentemente, porque en realidad no pensaba en nada. Como solía sucederle tras el accidente con el agujero negro, su mente se había desconectado y vagaba por entre una espesa neblina.

            Aunque, en el fondo, daba lo mismo, porque Kerubiel lo estaba haciendo todo mal. De entrada, un ángel no debe aparecerse a los humanos salvo en caso de extrema necesidad. Además, debería haber escrutado el corazón de Jacinto para averiguar sus más íntimos deseos, en vez de preguntarle directamente. Y luego tendría que elaborar un plan sutil y discreto para conseguir que María se enamorara de Jacinto, facilitando encuentros casuales y creando ambientes románticos. Pero Kerubiel no hizo nada de eso.

            Tras un cuarto de hora de paciente silencio, Jacinto fingió una tos para llamar la atención del ángel. Este salió de su ensimismamiento con un leve sobresalto.

            —¿Eh... ? ¿De qué hablábamos?

            —De María.

            —Ah sí, tu chica. Vale, ya tengo un plan perfecto. ¿Quieres que te lo cuente?

            —Claro.

            Kerubiel se aclaró la voz con un carraspeo y dijo:

            —Me aparezco ante la tal María en mi forma angélica. Ella se acojona, claro. Entonces le digo que es la elegida para dar a luz a Jesucristo en su segunda venida. La Parusía, ya sabes. Y que la persona encargada de inseminarla eres tú. ¿Entiendes? Ella cree que será la madre de Dios, tú te la follas y asunto resuelto. ¿Qué te parece?

            Jacinto tardó unos segundos en sobreponerse al pasmo.

            —¡Pero eso es una barbaridad! –exclamó-. Es... es...  es como una violación...

            —No, joder. No te estoy diciendo que yo la sujeto y tú te la follas. Lo que te digo es que voy, le cuento un par de cosas y ella vendrá a follar contigo como una loca por propia voluntad.

            —Sí, pero por una mentira. ¡Es horrible! Además, ya te lo he dicho: no se trata de que se acueste conmigo, sino de que se enamore de mí.

            —¿Y cómo no se va a enamorar de ti si cree que eres el elegido de Dios?

            Jacinto sacudió enérgicamente la cabeza.

            —Ni hablar –dijo-. Ni se te ocurra. –Respiró hondo-. En fin, déjalo, no quiero nada. Busca a otra persona buena y no malgastes un milagro conmigo.

            —De eso nada –replicó el ángel-. El ganador del premio eres tú y no me voy a dar por vencido. Vale, ya que te pones puntilloso buscaré otra manera. Pero para eso tengo que conocer a la chica. ¿Cómo dices que se llama?

            —María Sánchez. Pero, espera, ¿qué vas a hacer?

            —Conocerla, nada más. Me volveré invisible, iré a su apartamento y escrutaré sus emociones, su corazón y todas esas polladas. ¿Dónde vive?

            —Pero no hablarás con ella –replicó Jacinto, receloso-. No le contarás mentiras, ¿verdad?

            —Ni siquiera me verá. Lo único que voy a hacer es averiguar si esta tía puede llegar a sentir algo por un pelmazo como tú. Venga, no seas plasta y dime dónde vive.

            —Recuerda que no se trata de sexo...

            —Ya, solo cariñitos y amor. Lo he pillado.

            Jacinto lo miró con desconfianza y, tras unos instantes de duda, dijo:

            —María vive aquí al lado, en el apartamento cuatro efe.

            Kerubiel asintió y desapareció en el aire.

* * *

            El ángel se materializó de forma invisible en el amplio pasillo que daba acceso a los distintos apartamentos, enfrente de los ascensores. Uno de ellos estaba subiendo y una fila de números se iban iluminando en la parte superior. Dos... Tres... Cuatro... Cinco... Kerubiel se quedó mirándolos, embobado. Y su mente se desconectó otra vez.

            Doce minutos y treinta y ocho segundos más tarde, volvió a conectarse. Cómo le solía ocurrir cuando sucedía eso, Kerubiel no tenía ni idea de dónde estaba ni de qué hacía allí. Giró sobre sí mismo y se quedó mirando la puerta del apartamento 4-E, el de Jacinto. Entonces se acordó: tenía que poner en práctica su plan para conseguir que una tal María follara con su vecino. Pero, ¿dónde vivía esa mujer, en el apartamento de la izquierda o en el de la derecha?

            Con un encogimiento de hombros, Kerubiel se materializó en el interior del apartamento 4-D.

            Una vez más, se equivocó.

* * *

            Doña María Merino, de setenta y ocho años de edad y soltera, era una mujer muy religiosa. Iba a misa todos los días, ayudaba en la iglesia, era íntima del párroco y la lideresa de facto del pequeño grupo de beatas que frecuentaba la parroquia. Por eso, cuando, tras el retumbe de un trueno y el destello de un relámpago (que afortunadamente no causó ningún incendio), apareció ante ella un resplandeciente ángel alado, no se sorprendió demasiado. A fin de cuentas llevaba toda la vida alabando a Dios, así que no era del todo extraño que por fin el todopoderoso le hiciera un poco de caso. De modo que, después de un breve sobresalto, la señora Merino se hincó de rodillas y comenzó a rezar con maniática devoción.

            En cuanto a Kerubiel, sí que se sorprendió. ¿Jacinto quería follar con semejante carcamal? Incluso para alguien tan excéntrico como él, le resultaba de lo más extraño. ¿Y si se había equivocado?

            —¿Tú te llamas María? –preguntó.

            —Oh sí, ángel del Señor –respondió la mujer, arrebolada-. María es mi nombre. ¿Qué quieres de mí?

            Kerubiel se encogió de hombros. Si a Jacinto le ponía ese vejestorio, ¿quién era él para juzgarlo? Así que carraspeó y comenzó a decir en tono solemne:

            —Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo...

* * *

            Jacinto estaba preocupado; hacía un rato, había escuchado un trueno cercano y, como no se veía ni una nube en el cielo, tenía que ser cosa de Kerubiel. ¿Qué había hecho aquel ángel chiflado? Hacía más de media hora que no tenía noticias suyas...

            Entonces sonó el timbre de la entrada. Jacinto se levantó apresuradamente y, creyendo que era Kerubiel, abrió la puerta. Pero al otro lado del umbral no estaba el ángel, sino su vecina del 4-D.

            —Buenas tardes, señora Merino –la saludó, sustituyendo la decepción por una amable sonrisa-. ¿Qué desea?

            —Tu simiente –respondió la anciana-. He venido para que me la des.

            Las cejas de Jacinto se alzaron como dos pájaros emprendiendo el vuelo.

            —¿Qué...? –murmuró, con la sonrisa congelada.

            —Un ángel del señor se me ha aparecido –declaró la señora Merino con voz trémula, arrebatada-, y me ha dicho que concebiré en mi seno al hijo de Dios en su segunda venida.

            —Pero, escuche...

            —Y yo he replicado –prosiguió ella sin hacerle caso-: ¿Cómo es posible, si no conozco varón? A lo que el ángel ha respondido: Tu vecino, Jacinto García, descenderá sobre ti y su semilla será la semilla del Señor. Por eso he venido aquí, para que cumplas con tu sagrada misión.

            Jacinto sintió que la sangre le hervía en las venas. Ese maldito ángel, Kerubiel, no solo había hecho exactamente lo que le pidió que no hiciera –la mentira de la segunda venida-, sino que además se había confundido de persona.

            —Escúcheme, señora Merino –dijo, procurando sonar razonable-: Ese ángel no está bien de la cabeza. Lo que le ha contado es mentira. No hay segunda venida, ni mi simiente es la simiente de Dios. Todo falso. No le haga caso, olvídelo y vuélvase a casa.

            La anciana, que le había escuchado inexpresiva, entrecerró los ojos y se pasó la lengua por los labios en un gesto que intentaba ser seductor.

            —Tómame –susurró-. Introduce tu miembro en mí y embarázame.

            —¡Por amor de Dios! –exclamó Jacinto-. ¿Se está usted oyendo? Además, ¿cuántos años tiene?

            —Sesenta y nueve –respondió ella, quitándose nueve.

            —Pues entonces, ¿cómo se va a quedar embarazada, señora?

            —Sara, la esposa de Abraham, era estéril y Dios le concedió el milagro de quedarse en cinta a los noventa años de edad. Conmigo, que soy más joven, lo tiene más fácil. Así que llévame a tu tálamo y tómame.

            —No la voy a llevar a ninguna parte ni vamos a hacer nada –replicó Jacinto, comenzando a exasperarse-. Ya le he dicho que ese ángel está loco y que lo que le ha contado es mentira. Váyase, por favor.

            —Poséeme, Jacinto –insistió ella, intentando colarse en el apartamento.

            Al final, Jacinto tuvo que echarla a empujones y cerrarle la puerta en las narices.  Pese a ello, la señora Merino pasó la siguiente media hora llamando al timbre y exigiendo en voz alta su dosis de semilla masculina. Cuando por fin se fue, Jacinto alzó los brazos al cielo y gritó:

            —¡Kerubiel!

            Pero el ángel no apareció.

* * *

            Al anochecer, el timbre de la puerta volvió a sonar. Jacinto miró por la mirilla: era la señora Merino.

            —Váyase, señora –dijo sin abrir la puerta-. Ya le he dicho que ese ángel está loco. Déjeme en paz, por favor.

            —He venido a disculparme –dijo la mujer-. Mi comportamiento ha sido inaceptable, lo siento.

            Jacinto dejó escapar un suspiro. A fin de cuentas, esa mujer no tenía la culpa. Se le había aparecido un ángel; ¿qué podía hacer sino seguir sus instrucciones? Ella era tan víctima como él. Tras un nuevo suspiro, abrió la puerta.

            —No hace falta que se disculpe, señora Merino –dijo-. La culpa de todo la tiene ese maldito ángel. De hecho, me pregunto si no será un demonio...

            La anciana llevaba puesta una gabardina. De pronto, se la quitó, mostrándose ante él tal y como Dios la trajo al mundo.

—Hazme tuya, semental –dijo, contoneándose todo lo lascivamente que la artritis le permitía.

            Jacinto se quedó paralizado, sobrecogido por aquel atroz espectáculo. Entonces se abrió la puerta del ascensor y, cargando con una bolsa de la compra, apareció María, su vecina del 4-F. La chica, al contemplar la escena, permaneció pasmada unos instantes, con los ojos como platos. Luego, apartó la mirada, abrió rápidamente la puerta de su apartamento y, sin decir nada, desapareció en su interior.

            Jacinto sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. ¿Qué pensaría María al verle con una vieja en pelotas? Que era un pervertido, eso por lo menos. Ahora, su amor imposible era más imposible que nunca. Sintiendo que la furia ardía en su interior, Jacinto se volvió hacia la señora Merino, que seguía intentando estimularlo con movimientos obscenos, y le espetó:

            —¿Pero no le da vergüenza? ¡Tápese y váyase a casa! Le advierto que lo que está haciendo se llama acoso. Le juro que, si no me deja en paz, avisaré a la policía.

            —Demuestra que eres un hombre –susurró ella, acariciándose los mustios pezones-. Dame tu simiente.

            —Váyase a la mierda, señora –dijo Jacinto.

            Y cerró dando un portazo. Luego, gritó:

            —¡Kerubiel! ¡Ven aquí, hijo de puta!

            Pero, de nuevo, el ángel no se presentó.

* * *

            Aquella noche, Jacinto no durmió bien. Cada poco se despertaba bañado en sudor a causa de las pesadillas. Por la mañana, antes de salir hacia el trabajo, asomó la cabeza por la puerta para asegurarse de que la señora Merino no estaba agazapada esperándolo. Como aquel día era Nochebuena, solo trabajó media jornada. Regresó a casa pasado el mediodía y, antes de salir del ascensor, volvió a asomar la cabeza para ver si aquella vieja loca estaba al acecho. Y no estaba. ¿Habría entrado en razón? Sintiéndose un poco más tranquilo, abrió la puerta y se adentró en su apartamento.

            Y se encontró a Kerubiel sentado en el sofá, bebiéndose una copa de coñac. El ángel, al verlo entrar, le guiñó un ojo y preguntó sonriente:

            —¿Qué, qué tal te ha ido con tu vecinita?

            Jacinto exhaló una bocanada de aire.

            —Tú... –dijo con un jadeo. Y repitió-: Tú...

            Ciertamente, Kerubiel no estaba demasiado cuerdo, pero sí lo suficiente para advertir la mirada de odio que le dirigía aquel mortal. La sonrisa se borró de su rostro y se puso en pie.

            —Pero, ¿qué pasa? –preguntó-. ¿Algo ha ido mal?

            —¿Que si algo ha ido mal? –Jacinto respiró hondo-. ¡Todo ha ido mal! ¡Tú vas mal! ¿No te dije que no contaras lo de la segunda venida?

            —¿Me lo dijiste?

            —¡Sí, cojones, varias veces! Y también te dije que no quería sexo, sino amor, pero tú ni caso. Y eso no es lo peor, pedazo de inútil. Además, te has equivocado de persona. ¡Te dije que María vivía en el apartamento 4-F y tú has ido al 4-D!

            —Eh, espera. Le pregunté a la tía si se llamaba María y me dijo que sí.

            —Claro, porque se llama María Merino. Pero la María del otro apartamento, mi María, se llama María Sánchez.

            —Joder, ¿y yo qué culpa tengo de que todas tus vecinas se llamen María?

            —¿Es que no te pareció raro que yo estuviera enamorado de una mujer que podría ser mi abuela?

            —Pues sí, me extrañó un poco. Pero los mortales sois tan raros...

            Jacinto contó mentalmente hasta diez, intentando mantener a raya la furia que le hervía en la boca del estómago.

            —Vale –dijo-. Arréglalo.

            —¿Qué? ¿Cómo?

            —Como sea. Aparécete otra vez ante la señora Merino y dile que te has equivocado, que ella no es la elegida, o que el encargado de fecundarla eres tú. Lo que te salga de las narices, pero quítamela de encima.

            —Vale –asintió Kerubiel, sin moverse de donde estaba.

            —¡Vamos! –insistió Jacinto-. Arréglalo ahora mismo. Ya.

            El ángel asintió otra vez. Y desapareció.

* * *

            Kerubiel volvió a materializarse en el pasillo exterior y, de nuevo, se quedó absorto en los números luminosos del ascensor. Esta vez, durante solo tres minutos y medio. Cuando su mente se reactivó, el ángel seguía teniendo claro que debía corregir el malentendido con la vecina del 4-D. Pero también tenía que solucionar el milagro de Joaquín, se dijo mirando la puerta del 4-F. De hecho, pensó, eso era lo más importante, ¿no?

            Así que desapareció. Y se materializó con forma angélica en el apartamento de María Sánchez.

* * *

            María no era religiosa ni lo había sido nunca. Era una mujer moderna, con ideas modernas que vivía una vida libre de dogmas y supersticiones. Sin embargo, no hay ateísmo que resista la aparición de un ángel. Como se ha señalado más de una vez en esta historia, los ángeles, incluso uno tan disfuncional como Kerubiel, acojonan. No es solo que un hombre con alas resulte chocante de por sí; es que brilla, es que es tan bello que se te saltan las lágrimas, es que aparece con truenos y relámpagos. Después de presenciar eso, sencillamente no hay forma de no creer en Dios. Los ángeles son máquinas de hacer conversiones instantáneas.

            María acababa de darse una ducha y salía del cuarto de baño con una toalla enrollada cuando se le apareció Kerubiel. Tras el sobresalto inicial, la joven se quedó de pie, inmóvil, alucinada, con los ojos bañados en lágrimas por la emoción.

            —Un ángel... –logró musitar.

            —Sí, me llamo Kerubiel y he venido a traerte una buena nueva. Pero antes...¿Te llamas María?

            —Sí...

            —¿María Sánchez?

            —Sí...

            —¿Seguro?

            —Sí...

            —Vale, entonces ponte de rodillas.

            María obedeció y, al hacerlo, la toalla se desanudó, cayendo al suelo. Kerubiel parpadeó varias veces, impresionado. Era la primera vez que veía una mujer desnuda, y esa visión le provocaba una extraña inquietud.

            —Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo... –comenzó a recitar el ángel.

            Pero se detuvo, dubitativo. ¿Qué había dicho Jacinto? Algo sobre la fecundación... Ah sí, que fuera él, Kerubiel, quien fecundara a María. Pero, qué raro, ¿no? ¿Por qué iba a querer eso?

            En el reino celestial se comentaba que, al salir del agujero negro, Kerubiel se dejó atrás partes esenciales de sí mismo. La sensatez sin duda, pero también la capacidad de atención, la memoria o el sentido común. Y perdió algo más que nadie supo advertir: la pureza.

            El ángel contempló a María, desnuda, arrodillada a sus pies, con el rostro arrebatado ante su presencia angélica, y experimentó un excitante cosquilleo en la entrepierna. Nunca había estado con una mujer, ni siquiera se le había pasado por la cabeza semejante idea. Pero ahora... A fin de cuentas, el propio Jacinto había dicho que se ocupara él de la fecundación; de modo que, qué demonios, si era eso lo que quería...

            —El Espíritu Santo descenderá y, a través de mí, te cubrirá con su sombra –dijo el ángel con solemnidad-. ¿Aceptas, María?

            —Hágase Su voluntad –respondió la joven.

            Entonces, Kerubiel se despojó de la túnica que lo cubría, respondiendo al hacerlo a uno de los enigmas que habían intrigado a los sabios de Bizancio durante siglos: ¿Los ángeles tienen sexo?

            Pues sí, y de buen tamaño.

* * *

            Mientras esto ocurría, Jacinto paseaba de un lado a otro de su apartamento, nervioso. Hacía horas que no tenía noticias de la señora Merino, y eso era bueno. Además, había escuchado el fragor de un trueno, así que Kerubiel debía de haberla visitado para aclarar las cosas. La pesadilla había concluido. Pero aún quedaba el asunto de María: tenía que encontrar alguna forma de explicarle la presencia de una anciana desnuda frente a su puerta, y alegar en su defensa la intervención de un ángel loco no parecía demasiado convincente.

            Una hora más tarde sonó el timbre de la entrada. Temiendo que fuera la señora Merino, Jacinto espió por la mirilla; pero no, no era su vecina, sino una mujer de mediana edad con una taza en una mano. Abrió la puerta.

            —Disculpe que le moleste –dijo la desconocida-. Me llamo Antonia y me he mudado recientemente a este edificio. Ahora iba a preparar un bizcocho para mi sobrina, pero resulta que se me ha acabado el azúcar. Podría ir a comprarla, pero es Nochebuena y las tiendas estarán atestadas. –Le mostró la taza-. ¿Sería tan amable de prestarme un poquito?

            Una vez más, a Jacinto le perdió ser un buenazo.

            —Claro, señora –dijo-. Espere un momento.

            Cogió la taza y se dio la vuelta para ir a la cocina, momento que Antonia aprovechó para empuñar una cachiporra y descargarla contra su cabeza.

* * *

            Cuando Jacinto recobró el conocimiento, descubrió que estaba en su salón, sentado en una silla con las manos atadas a la espalda. Delante de él, mirándolo, había cuatro mujeres: la señora Merino, Antonia (la que le había noqueado), una anciana gordita y otra flaca parecida a Torquemada.

            Jacinto guiñó los ojos varias veces para enfocar la mirada. Le dolía terriblemente la cabeza.

            —Estas son mis amigas de la parroquia –le explicó la señora Merino-. Me van a ayudar a cumplir la voluntad del Señor.

            —Espero no haberle hecho mucho daño –dijo Antonia con una sonrisa tímida-. Pero es por su bien, para salvar su alma.

            —Yo me llamo Gloria –intervino la gordita-. Ojalá que esté usted en forma y pueda cumplir.

            —¿Es que se han vuelto locas, señoras? –logró articular Jacinto-. Desátenme.

            —Cuando entre usted en razón –dijo Torquemada-. Me llamo Julia, conozco a María desde hace muchos años y jamás la he pillado en una mentira. Si ella dice que se le ha aparecido un ángel, es que se le ha aparecido. Si ella dice que ha sido escogida para ser la madre del Señor en su segunda venida, es que lo ha sido. Y si dice que usted será el encargado de fecundarla, no le quepa la menor duda, señor García, de que usted la va a fecundar. Y será mejor para todos que colabore.

            Jacinto intentó liberarse, pero las ligaduras estaban demasiado apretadas. Cerró los ojos; aquello era una pesadilla. Peor aún: como una película de terror de Polanski.

            —Escuchen, señoras –dijo, intentando sonar razonable-. Ya sé que se le ha aparecido un ángel a su amiga. Se llama Kerubiel y a mí también se me apareció. Pero está loco y miente, no hay que hacerle caso.

            —¿Un ángel mentiroso y loco? –le espetó doña Julia en tono de reproche-. No solo se niega a cumplir con el mandato divino, sino que además añade la blasfemia a su lista de pecados. Pero da igual; no vamos a liberarlo hasta que haga lo que tiene que hacer.

            Jacinto dejó caer la cabeza, abatido.

            —¿Por qué hacen esto? –musitó.

            —Toma, porque nos perdimos la primera venida de Jesucristo –respondió doña Gloria-. No nos vamos a perder la segunda.

            —¡Pero es que eso es mentira! –aulló Jacinto-. ¡Se lo ha inventado Kerubiel! –Tragó saliva-. No va a haber segunda venida, ni va a nacer ningún niño. Por amor de Dios, ¿cuántos años tiene su amiga? Ya ni siquiera debe de acordarse de su última menstruación. ¿Cómo demonios va a quedarse embarazada?

            —Nada es imposible para la voluntad de Dios –sentenció la señora Merino.

            —Amén –dijeron a la vez sus tres amigas.

            Hubo un silencio.

            —Más vale que colabore, señor García –le advirtió doña Julia en tono amenazador.

            —Venga, hombre –dijo doña Antonia-, que María es una real hembra. Así se las ponían a Fernando VII.

            —Si quiere, puedo echar una mano –se ofreció doña Gloria-. Podría estimularlo con una mamadita o algo así.

            —Gloria, hija, no seas guarra –la reprendió doña Julia.

            —¿Qué pasa? Solo intento ayudar...

            —Mucho vicio, eso es lo que tienes tú.

            Mientras ellas hablaban, Jacinto se devanaba los sesos buscando una forma de escapar de aquellas brujas. Esa noche tenía que cenar en casa de sus padres, y al día siguiente en la de su hermana. Si no aparecía ni daba señales de vida, se preocuparían e irían a ver qué le pasaba... pero no tenía ninguna seguridad de llegar sano y salvo a la Navidad.

            —Escúchenme, señoras, por favor –dijo en tono suplicante-. Me han agredido físicamente, me están secuestrando y ahora planean violarme. ¿No se dan cuenta de que es una locura? Miren, si me desatan no las denunciaré. La culpa no la tienen ustedes, sino ese ángel del demonio. Entren en razón, por favor...

            Doña Julia se inclinó hacia él y le dedicó una mirada preñada de fanática determinación.

            —De aquí no nos vamos sin que insemine a María, señor García –dijo-. La conseguiremos aunque tengamos que ordeñarlo como si fuera una vaca.

            De pronto, la luz se hizo en la dolorida cabeza de Jacinto. ¡Eso era! Si no estuviera atado se habría puesto a dar saltos de alegría.

            —¡Un momento! –exclamó-. ¿Quieren mi simiente? Pues de acuerdo, se la voy a dar. Tráiganme un botecito y yo mismo la meto dentro.

            —¿Y cómo va a hacer eso? –preguntó doña Antonia.

            —No hagas preguntas tontas, mujer –dijo doña Julia. Luego, dirigiéndose a Jacinto, preguntó-: ¿Y qué hacemos con su simiente?

            —La llevan a una clínica de fecundación artificial, o se la ponen a su amiga con una jeringa. O con una manga pastelera, a mí me da igual.

            Doña Julia desvió la mirada y reflexionó durante unos segundos.

            —Parece razonable... –murmuró.

            —No sé –protestó la señora Merino-. Suena poco natural.

            —Se trata de quedarse embarazada, ¿verdad, señora? –intervino Jacinto-. No de darse un revolcón conmigo.

            Sobrevino un silencio.

            —Chicas, seguidme –dijo doña Julia.

            Las cuatro desaparecieron en el interior de la cocina, para volver a aparecer dos minutos después, todas esgrimiendo grandes cuchillos. Jacinto experimentó un acceso de terror, pero doña Julia le tranquilizó diciendo:

            —De acuerdo, señor García; aceptamos su ofrecimiento. Ahora iremos a por un recipiente adecuado.

            La señora Merino salió del apartamento, se dirigió al suyo, regresó con un bote de mayonesa vacío y lo depositó en el regazo de Jacinto, al tiempo que doña Antonia cortaba las ligaduras.

            —No haga ninguna tontería, señor García –le advirtió doña Julia-. Somos cuatro, estamos armadas y tenemos a Dios de nuestra parte. Adelante, proceda.

            Frotándose las muñecas, Jacinto miró en rededor y dijo:

            —No pretenderán que me masturbe aquí, delante de todas, ¿verdad? Necesito intimidad, así que me meteré en el cuarto de baño.

            —De acuerdo –asintió doña Julia-. Pero no intente nada, señor García.

            —Intentaré cascármela, señora –replicó él, cogiendo el tarro de mayonesa-. Lo que, dadas las circunstancias no va a ser fácil, créame.

* * *

            A Jacinto le costó mucho, muchísimo. Sentado en la taza del váter, intentaba evocar imágenes eróticas, pero es muy difícil pasar del terror al erotismo sin solución de continuidad. Además, le dolía mucho la cabeza. Al cabo de quince minutos, doña Julia, que junto con sus amigas aguardaba expectante al otro de la puerta del baño, preguntó:

            —¿Qué? ¿Ya?

            —No, señora –gruñó Jacinto-. Y si no se callan no acabaré nunca.

            —¿Quiere que le ayude? –sugirió doña Gloria.

            —¡No! –aulló el hombre.

            Finalmente, al cabo de casi tres cuartos de hora, cuando el brazo empezaba a agarrotársele y su miembro estaba casi en carne viva, Jacinto logró eyacular dentro del tarro de mayonesa. No experimentó el menor placer, pero sí un profundo alivio. Se lavó las manos, salió del baño y le entregó el tarro a la señora Merino. La anciana contempló con desconfianza el contenido y comentó:

            —Qué poco...

            —¿Y qué esperaba, señora? –le espetó Jacinto-. ¿Un cubo lleno? Ahí hay unos trecientos millones de espermatozoides, suficiente como para embarazarse trescientas millones de veces. Ya está, ya he cumplido. Ahora, lárguense, por favor.

            La señora Merino asintió y todas dejaron los cuchillos sobre la mesa del salón. Acto seguido, abandonaron el apartamento portando el tarro de mayonesa como si fuera un tesoro. La última en salir fue doña Gloria; antes de cruzar el umbral, le dedicó a Jacinto un sonrisa y le deseó:

            —Feliz Navidad, señor García.

            —Váyase a tomar por culo –respondió él por lo bajo.

            Al quedarse solo, Jacinto permaneció unos segundos inmóvil, sin pensar en nada. Le dolía la cabeza, le dolía el brazo y le dolía la entrepierna. Ese había sido, sin duda, el peor día de su vida. Y todo por culpa de Kerubiel.

            Al pensar en el ángel, la indignación lo invadió. Estaba claro que no había corregido el error con la señora Merino; sin embargo, se había escuchado el trueno que acompañaba a sus apariciones. Entonces, ¿a quién se le había aparecido? La respuesta le llegó con la contundencia de un mazazo.

            —María... –murmuró, sobrecogido.

            Y echó a correr hacia el apartamento del amor de su vida.

* * *

            Cuando abrió la puerta, la expresión de María Sánchez solo podía calificarse de resplandeciente.

            —¡Jacinto! –exclamó con una inmensa sonrisa-. Qué alegría verte. Pasa, pasa.

            Jacinto se adentró en el apartamento y miró a un lado y a otro, buscando a Kerubiel. Pero no había nadie.

            —¿Cómo estás? –preguntó.

            —Maravillosamente –respondió María-. ¿Y tú?

            —Bueno, he tenido días mejores. Oye, quería preguntarte una cosita... ¿Te ha pasado algo raro?

            —Oh, sí. Pero no me creerías.

            —Sí, sí que me lo voy a creer. Te ha visitado un ángel, ¿no?

            La joven puso cara de asombro.

            —¿Cómo lo sabes? –preguntó.

            —Porque también me visitó a mí. Pero, oye, no es un ángel del que te puedas fiar...

            —¡Un ángel! –exclamó ella sin hacerle caso-. Eso significa que Dios existe.

            —Sí, claro, eso sí. Pero teniendo en cuenta cómo es su mensajero, no sé yo si ese Dios es realmente como pensamos que es...

            —Todo el tiempo he vivido en el error –prosiguió María, a su bola-. Y sin embargo, he sido la elegida. ¿No te parece asombroso?

            —¿Elegida? –Jacinto parpadeó varias veces, muy rápido-. ¿Para qué?

            —Para traer al mundo al hijo de Dios –respondió-. Estoy embarazada, Jacinto.

            —¡¿Qué?! Oye, espera, lo de la segunda venida es mentira, Kerubiel se lo ha inventado. Y... y.... ¿Cómo que estás embarazada, desde cuándo?

            —Desde hace media hora o así.

            —Entonces no lo sabes con certeza...

            —Sí que lo sé, Jacinto. Noto un fuego místico ardiendo en mi seno.

            —Pero... pero... ¿cómo te has embarazado?

            —Kerubiel derramó en mí su semilla celestial.

            Jacinto se quedó sin aire, anonadado.

            —¿Te has acostado con Kerubiel? –preguntó con voz trémula.

            —Ha sido la experiencia más dulce y excitante de mi vida –respondió ella con una luminosa sonrisa.

            Las fuerzas abandonaron definitivamente a Jacinto; ya no tenía energía ni para enfadarse. ¿Qué más podía pasarle?, pensó.

            —Ahora que mi vida va a cambiar –dijo María-, quiero confesarte algo: tú me gustabas, Jacinto.

            —¿Yo... te gustaba?

            —Mucho. Te lancé señales, pero como las ignorabas comprendí que no sentías lo mismo que yo.

            Jacinto intentó hablar, pero solo consiguió emitir una especie de gemido:

            —Eeeeeeeeeeh...

            —Pero ya da igual –prosiguió la joven-, Ahora todo va a ser distinto y dedicaré mi vida a cuidar del niño celestial que voy a traer al mundo. ¿No te alegras por mí?

            —Claro... estoy... entusiasmado –respondió Jacinto con cara de funeral-. Pues eso, felicidades por... tu embarazo... Yo, mejor me voy... Adiós, María...

            —Adiós, Jacinto. Y feliz Navidad.

            —Sí, eso, feliz Navidad...

            Jacinto regresó a su apartamento arrastrando los pies. Estaba desolado, hundido, demolido. Permaneció de pie, inmóvil, durante unos segundos. Entonces, de repente, sintió como si un volcán entrara en erupción en su interior. Alzó los brazos y gritó:

            —¡Kerubiel! ¡Cabrón, hijo de la gran puta, pedazo de mierda! ¡Ven aquí si tienes huevos!

            Pero el ángel que se cayó a un agujero negro no volvió a visitarlo jamás.

* * *

            Esta historia podría acabar aquí, pero es que no acabó aquí.

            Jacinto no volvió a ser el que era. Se transformó en una persona huraña y malhumorada; se hizo ateo y dejó de colaborar con ONG’s. Quienes le conocían no lograban explicarse las razones de semejante cambio.

            María Sánchez se quedó, en efecto, embarazada. El niño que trajo al mundo no era el hijo de Dios, pero sí un ser mitad hombre y mitad ángel, dotado de unos dones celestiales que lo convirtieron en un faro de luz para la humanidad. Sin demasiada imaginación, su madre lo llamó Ángel.

            Y dejamos lo más extraordinario para el final. Doña María Merino, contra toda lógica, también se quedó embarazada. Su caso fue tan sorprendente que no solo apareció en un montón de revistas médicas, sino también en todos los medios de comunicación del mundo. Una anciana de casi ochenta años da a luz a un niño. Asombroso.

            Un niño al que su madre puso por nombre Kerubiel. Un niño que tenía una marca de nacimiento muy especial. Nadie la vio en su momento, porque la marca estaba oculta en una zona del cuerpo muy privada, cerca del ojete. Esa marca parecía unos números: en un sentido tres nueves, y en el otro tres seises.

            Muchos años después, Kerubiel Merino capitaneó las fuerzas del Mal en la batalla del Armagedón. A él se le enfrentaron las fuerzas del Bien, comandadas por Ángel Sánchez, el hombre angélico. Aunque, claro, eso es otra historia...

            No obstante, si tenéis en cuenta quién era el padre del líder del Bien, y cómo era la carga genética que le legó a su hijo, ¿qué creéis que pasó?

            Spoiler: Ganó el Mal.