12.20.2017

Cuento de Navidad: La historia del indiano.


 
 

            La historia del indiano

            By César Mallorquí


            Sentado a la barra del bar, el hombre bebía su cerveza de forma extraña, a tragos pausados y cortos, cerrando los ojos y paladeándola como si degustara un vino exquisito. “Pero si sólo es una Mahou”, pensó Jorge, el camarero y dueño del local. “Qué tío tan raro...”.

            El bar se llamaba El Encuentro. Tenía una barra de mármol con seis taburetes altos frente a ella y, más allá, cinco mesas rodeadas de sillas, todas ahora desocupadas. Tras la barra, en lo alto, a lo largo de una fila de botellas situadas sobre un estante, luces de colores titilaban entre guirnaldas de espumillón oro y plata. En el ventanal que daba a la calle había dibujos navideños hechos con nieve artificial. Por los altavoces sonaba, tenue, un villancico. Colgado en una de las paredes, un viejo reloj de péndulo marcaba, entre tic-tac y tic-tac, las siete y treinta y seis de la tarde.

            Las siete y treinta y seis del veinticuatro de diciembre.

            Más allá del ventanal, la noche se había adueñado de la ciudad. Salvo por algún que otro viandante que caminaba apresurado rumbo a su hogar, la calle estaba vacía, sin apenas tráfico.

            El hombre, el último cliente que quedaba en el bar, apuró su cerveza, chasqueó la lengua y dijo:

            —¿Tendría la amabilidad de ponerme otra Mahou?

            —Claro, señor –respondió Jorge. Y tras una breve pausa añadió-: Pero voy a cerrar dentro de veinte minutos. Ya sabe, es Nochebuena...

            —Descuide –respondió el hombre con una sonrisa-. Acabaré antes.

            Jorge sacó una botella de cerveza del refrigerador y, mientras la servía en una copa, observó de soslayo a su cliente. Debía de tener sesenta y tantos años; era de mediana estatura y complexión fuerte, con el pelo entrecano peinado hacia atrás. Vestía un traje azul marino de impecable factura, camisa blanca de seda y corbata roja; todo lo cual, junto al abrigo de alpaca que había dejado en el taburete contiguo, revelaba su condición de persona adinerada.

            Cuando Jorge dejó la bebida sobre la barra, el hombre se quedó mirando la botella con expresión soñadora y murmuró:

            —Mahou Cinco Estrellas... Hacía siglos que no la probaba.

            Hablaba en perfecto castellano, pero con un leve acento que Jorge no supo identificar.

            —Usted no es de por aquí, ¿verdad? –dijo.

            El hombre le dedicó una sonrisa.

            —Pues sí y no –respondió-. Llegué ayer a Madrid. Vivo en Argentina, pero nací en España. De hecho vivía aquí, en el barrio.

            —¿En Chamberí?

            El hombre asintió.

            —En la calle Zurbarán, aquí al lado. Ahí estaba la casa de mis padres.

            —¿Y hacía mucho que no volvía?

            Durante un instante una nube de tristeza veló la sonrisa del hombre.

            —Me fui de España en 1973 –respondió-. De modo que hace cuarenta y cuatro años.

            —¿Y en todo ese tiempo nunca regresó? ¿Por qué? –preguntó Jorge, sorprendido. Y al instante añadió-: Disculpe, estoy siendo indiscreto.

            —Tranquilo; me gusta hablar. Pero, por favor, tuteémonos. –Le tendió la mano-. Me llamo Gonzalo Albero.

            —Jorge Corral –dijo Jorge, estrechándosela.

            —Encantado. ¿Puedo invitarte a una cerveza?

            —No, no, muchas gracias.

            Gonzalo se llevó la copa a los labios, cerró los ojos y paladeó un sorbo.

            —Adoro su sabor –murmuró-. De joven yo solía venir a este bar, ¿sabes? Pero entonces se llamaba Taberna Soria y era muy distinto. Había una barra de estaño ahí al fondo y vendían vino a granel. La verdad es que olía muchísimo a vino barato... El dueño era bizco y nunca sabías hacia qué lado miraba. –Frunció el ceño-. Ahora no recuerdo cómo se llamaba...

            —Gervasio García, pero todo el mundo le llamaba Tano. Me traspasó el local hace tres años.

            —¡Tano, eso es! Pues fue aquí, en el bar de Tano, donde aprendí a amar la cerveza. Siempre la misma marca, siempre Mahou... Luego, cuando me fui a Sudamérica, tuve que acostumbrarme a otras cervezas; la Mujica de Buenos Aires o la Costeña de Colombia. No son mejores ni peores, pero ésta... –Alzó la copa y contemplo el líquido al trasluz-. Ésta sabe a pasado, sabe a mi juventud.

            Dio un nuevo sorbo y guardó un breve silencio.

            —Perdona, estoy siendo maleducado –dijo-; aún no he contestado a tu pregunta. ¿Por qué no he regresado hasta ahora?... La verdad es que no lo sé. –Se encogió de hombros-. Supongo que nada me unía a España.

            —¿No tienes familia aquí?

            Gonzalo negó con la cabeza.

            —Soy hijo único. Mis padres fallecieron en el 72, en un accidente de autobús. Eran los porteros de la finca, el cuatro de Zurbarán, y ese año se fueron por primera vez de vacaciones. A Benidorm. A mitad de camino, el vehículo se salió de la carretera, rodó por un terraplén y murieron cuatro pasajeros. Entre ellos mis padres.

            —Lo siento.

            Gonzalo le quitó importancia con un ademán.

            —Fue hace mucho tiempo.

            —Pero alguien más debía de haber –insistió Jorge-. Amigos, alguna chica...

            Gonzalo asintió pausadamente.

            —Sí, había una chica –respondió-. Éramos novios, o algo así. Llevábamos casi un año saliendo. Ella tenía dieciocho y yo veinte. Era preciosa y muy dulce. En el 73 le pedí que se viniera conmigo a América, pero no se atrevió, o no quiso.

            —¿Y por qué te fuiste tú?

            —Por muchos motivos. Estaba estudiando arquitectura; mis padres hacían un gran esfuerzo para pagarme la carrera. –Sonrió-. No sabes lo orgullosos que estaban de mí. Pero cuando murieron me quedé sin dinero, sin casa y sin trabajo, así que no podía seguir en la universidad. Además, estaba la dictadura... Yo militaba en el PC. –Rió entre dientes-. Ahora me cuesta verme a mí mismo como comunista, pero entonces lo era. Cosas de la juventud, supongo; y también del franquismo. Tú eres muy joven; ¿qué años tienes, treinta?

            —Treinta y dos.

            —Naciste en la democracia, así que no puedes imaginarte cómo era aquello. Vivir bajo el régimen de Franco era... era como tener un peso encima todo el tiempo, asfixiándote. Además, al dejar la universidad ya no podía pedir más prórrogas de estudios, así que tendría que hacer el servicio militar. Y no estaba dispuesto a eso. Me fui de España y me convertí en prófugo.

            —Y no volviste a verla.

            —¿A mi novia? No, no la volví a ver. Durante un par de años nos carteamos, cada vez con menor frecuencia; hasta que un día me escribió para decirme que iba a casarse con otro.

            —Qué putada...

            —Fue un palo, no lo niego, pero... –Dio un largo sorbo a la cerveza-. No la culpo; hizo bien. Yo estaba lejos y por aquel entonces casi no podía mantenerme por mí mismo. No era la pareja ideal para nadie, eso seguro.

            —¿Y ahora? –preguntó Jorge con curiosidad-. ¿Vas a intentar encontrarla?

            Gonzalo dejó escapar un suspiro.

            —Antes de regresar a España me juré a mí mismo que no lo haría. ¿Para qué remover el pasado?, me dije. –Se encogió de hombros con una sonrisa de culpabilidad-. Pero esta mañana, nada más salir del hotel, lo primero que he hecho ha sido ir a su antigua casa. Aquí cerca, en el número doce de la calle General Goded.

            —¿General Goded?...

            —Ah, es cierto; le cambiaron el nombre, perdona. Ahora se llama General Arrando. Allí vivía ella con sus padres, en el segundo izquierda del número doce. Llamé por el telefonillo, pero los actuales inquilinos no sabían nada. Pregunté a otros vecinos y fue inútil; nadie había oído hablar de Alicia Rivera. Después de casi medio siglo es normal. –Bebió un sorbo de cerveza-. También he intentado encontrar a mis tres mejores amigos de aquel entonces; Leoncio López, Félix Pérez y Josemari Moreno. De Leoncio y de Félix no he encontrado ni rastro, y Josemari... –Su rostro se ensombreció-. Me han dicho que murió hará cosa de seis años. –Suspiró y agregó en voz baja-: Cuánto los he echado de menos...

            Hubo un silencio. Jorge había desviado la mirada y parecía abstraído en sus pensamientos. El péndulo del reloj, como un metrónomo, se fundía con la música navideña. Fuera, la ciudad guardaba silencio. Al cabo de unos segundos, Jorge le miró de nuevo y dijo:

            —¿Sabes qué, Gonzalo? Ahora sí que me voy a tomar esa cerveza. Pero no pagas tú; ni esta ni las demás: invita la casa. ¿Quieres otra?

            —No gracias, todavía me queda. –Señaló el reloj-. Pero ya son casi las ocho e ibas a cerrar.

            —¿Tienes prisa?

            —No qué va, pero tú...

            —Aún tengo algo de tiempo. Espera un momento.

            Jorge salió de detrás de la barra, le echó el pestillo a la entrada y puso el cartel de cerrado. Luego, apagó todas las luces menos las de la barra, sacó una cerveza, la sirvió en una copa y se acomodó en un taburete.

            —Por tu regreso –dijo, chocando su copa con la de Gonzalo. Tras dar un largo trago a la cerveza, agregó-: ¿Cómo fue tu vida en Sudamérica?

            Gonzalo arqueó las cejas.

            —Si te la cuento entera no llegarás a cenar –dijo.

            —Hazme un resumen. Perdona si me paso de curioso, pero eres una persona muy especial y has debido de llevar una vida apasionante.

            —Apasionante no sé, pero complicada desde luego. –Gonzalo hizo una pausa y prosiguió-: Primero estuve en Argentina. Hice todo tipo de trabajos, desde acarrear ganado hasta fregar platos, cualquier cosa para sobrevivir. Luego, en el 76, se produjo el golpe de estado de Videla. Irónico, ¿verdad? Yo, que huía de una dictadura, me vi metido de lleno en otra. Así que me trasladé a Colombia, donde entré en el negocio de la exportación de café. Ah, también estuve seis meses retenido por la guerrilla.

            —Qué horror...

            —Es una historia larga; fue incómodo, pero conocí gente muy interesante. En el 81 fui a Brasil y continué con el negocio del café; y también trabajé para una multinacional farmacéutica buscando nuevas especies vegetales en la Amazonia. Luego, en el 84, después de la dictadura de Videla, regresé a Argentina y... En fin, desde entonces para acá me he arruinado dos veces y he vuelto a levantar mi fortuna otras tantas. Hace poco vendí mis empresas y me retiré. Así que ya me ves; soy un simple jubilado.

            —¿Te casaste, tienes hijos?

            —Oh, sí. Me casé dos veces, con una argentina y con una chilena. Y ambos matrimonios acabaron en divorcio. Tengo dos hijos, uno con cada una, pero no los veo mucho. –Esbozó una sonrisa triste-. Sólo se acuerdan de mí cuando necesitan dinero. –Suspiró con resignación-. Supongo que no he sido demasiado buen marido ni demasiado buen padre.

            Hubo un silencio que ambos aprovecharon para apurar sus cervezas. Por los altavoces seguía sonado, bajito, un rosario de villancicos.

            —¿Y ahora qué vas a hacer? –preguntó Jorge-. ¿Te quedarás en España o volverás a Argentina?

            Gonzalo se encogió de hombros.

            —No lo sé –respondió-. Ni siquiera sé por qué he regresado. Supongo que quería recuperar algo que creía mío, pero aquí no hay nada para mí. La verdad es que me siento como un extranjero. Todo ha cambiado demasiado... –De repente, prestó     atención a la música-. El pequeño tamborilero...                 –musitó-. Hay cosas que no cambian; Raphael lo cantaba todas las navidades.

            —Y lo sigue cantando.

            —Eso está bien. Me gustan las cosas inmutables; son como boyas a las que aferrarte cuando el mar se encrespa. Brindo por Raphael y por lo que nunca cambia.

            Comenzó a alzar su copa, pero volvió a dejarla sobre la barra al advertir que estaba vacía.

            —¿Te sirvo otra? –preguntó Jorge.

            —No, gracias. Es tarde y te estoy entreteniendo.

            Sobrevino un silencio. Jorge contempló con fijeza a Gonzalo y preguntó.

            —¿Qué planes tienes para esta noche? ¿Dónde vas a cenar?

            —Supongo que estará todo cerrado, así que pediré algo al servicio de habitaciones del hotel. Estoy en el Santo Mauro, aquí al lado.

            Jorge frunció el ceño.

            —¿Quieres decir que vas a pasar la Nochebuena solo en la habitación de un hotel comiéndote un triste sándwich? Disculpa, Gonzalo, pero eso no puedo permitirlo. Te invito a cenar conmigo y con mi familia.

            Gonzalo parpadeó, sorprendido.

            —Eres muy amable; pero no puedo aceptar. Sería un abuso.

            —Para nada. Escucha, cenaremos en casa de mi hermana, cerca de aquí. Sólo estará mi familia; es buena gente, de verdad. En fin, mi cuñado se pone a veces un poco pesado, pero no es mal tío. Además mi hermana cocina como los ángeles.

            —No puede ser, Jorge –titubeó Gonzalo-. Me sentiría un intruso.

            —Tonterías. Nos harás un favor, en serio. Todas las nochebuenas, desde que tengo memoria, son iguales. Las mismas caras, los mismos comentarios, todo igual año tras año. Pero tú serás una novedad. Puedes contarnos historias de cuando te capturó la guerrilla, o de tus aventuras en la selva del Amazonas, o lo que quieras. Serás... como un regalo de Papá Noel. Eso: un regalo.

            —Pero no cuentan conmigo...

            —No te preocupes; mi hermana siempre prepara comida de sobra; no pasaremos hambre. –Jorge sonrió de oreja a oreja y dio un palmetazo sobre la barra-. Hecho –dijo-. Voy a llamar para decir que te apuntas. Perdona un momento...

            Se incorporó, sacó un móvil del bolsillo y, mientras pulsaba las teclas, se dirigió al fondo del local. Tras una breve pausa, comenzó a hablar en voz baja con alguien. Desde donde estaba, Gonzalo no podía escuchar lo que decía. Al poco, Jorge guardó el teléfono y volvió junto a él.

            —Ya está; ningún problema, nos esperan encantados –dijo-. Ahora voy a acabar de cerrar esto y a cambiarme de ropa. ¿Quieres otra Mahou mientras esperas?

            Gonzalo sonrió.

            —Ya que insistes...

            Quince minutos después, tras echar el cierre del local, subieron al coche de Jorge y arrancaron. La noche era fría; suspendida en el firmamento, la Luna en cuarto creciente dibujaba una sonrisa.

            —¿Dónde vive tu hermana? –preguntó Gonzalo.

            —En Andrés Mellado, cerca de la Ciudad Universitaria. Llegaremos enseguida.

            Las calles estaban desiertas, había muy poco tráfico. Durante unos minutos, Gonzalo guardó silencio mientras contemplaba –recordándolo al tiempo- el paisaje urbano que se divisaba a través del parabrisas.

            —Te lo agradezco muchísimo, Jorge –dijo-. Si quieres que te diga la verdad, a mí tampoco me hacía gracia estar solo esta noche. Es todo un detalle por tu parte. Pero no puedo evitar sentirme un entrometido...

            —Tonterías –replicó Jorge-. Serás el alma de la reunión, ya lo verás.

            —¿Tienes mucha familia?

            —No, qué va; somos muy pocos. Estaremos mi hermana Carmen, su marido Nicolás, sus hijos Diego y Marcos y mi madre.

            —¿Y tu padre?

            —Murió hace cuatro años. Un cáncer galopante.

            —Lo lamento... ¿No estás casado?

            Jorge negó, sonriente, con la cabeza.

            —Soltero y sin compromiso –dijo; y añadió en tono de broma-: Si conoces a alguna millonaria, soy todo un partido.

            Apenas cinco minutos después, llegaron a su destino. Tras aparcar, se aproximaron a un portal y Jorge pulsó un botón del telefonillo.

            —Somos nosotros –dijo cuando una voz de mujer respondió a la llamada a través del altavoz.

            La puerta se desbloqueó con un zumbido eléctrico; entraron en el portal, remontaron unos escalones y subieron en el ascensor hasta el segundo piso. Jorge pulsó el timbre de la derecha y, casi al instante, una pareja les abrió la puerta.

            —Mi hermana Carmen y mi cuñado Nicolás. –dijo Jorge, presentándolos, mientras entraban en el recibidor-. Mi amigo es Gonzalo Albero y viene de América.

            Intercambiaron besos y apretones de manos. Luego, Carmen colgó el abrigo y la cazadora de los recién llegados en un perchero y los invitó a pasar al salón. Era una habitación de mediano tamaño, amueblada con un sofá, dos sillones y una mesita. En el otro extremo había una mesa de comedor dispuesta para la cena con siete servicios sobre un mantel de hilo blanco. En un rincón chispeaban la luces de un árbol de Navidad, y sobre un aparador se desplegaba un pequeño Belén. Sentados en el suelo frente a la televisión, dos niños de corta edad jugaban con una consola.

            —Marcos, Diego –los llamó su madre-. Venid a saludar a nuestro invitado.

            Sin hacerle el menor caso, los niños siguieron jugando.

            —Déjelos –intervino Gonzalo-; hoy es su noche. La Navidad es para los niños.

            Carmen suspiró con resignación.

            —Más que la Navidad, su fiesta debe de ser Halloween –bromeó-. Son un par de demonios.

            —¿Dónde está mamá? –le preguntó Jorge.

            —En la cocina –respondió Carmen-, preparando mayonesa. Dice que la de bote sabe a química.

            —Voy a buscarla.

            Jorge abandonó el salón. Carmen y Nicolás se quedaron mirando a su invitado con sendas sonrisas, sin decir nada, como si esperaran algo de él.

            —Les agradezco su amabilidad al invitarme –dijo Gonzalo al cabo de unos segundos-. Son muy generosos conmigo.

            —Quite, quite –respondió Carmen-; es un placer.

            —Eso, un placer –corroboró Nicolás.

            Y siguieron contemplándolo en silencio, sonrientes y expectantes. Al poco, sonaron unas voces aproximándose.

            —Qué pesado eres, Jorge –decía una mujer-. Se me va a cortar la mayonesa.

            —No se te va a cortar nada, mamá –replicaba Jorge-. Venga, quiero enseñarte algo.

            —¿El qué?

            —Ya lo verás.

            Jorge entró en el salón acompañado por una mujer de unos sesenta años. Tenía el pelo corto, teñido de castaño, los ojos del color de la miel y un rostro que aún conservaba rastros de un pasado esplendor. Vestía con elegancia, aunque llevaba puesto un viejo delantal de cocina. Al ver a Gonzalo, la mujer puso cara de sorpresa; evidentemente, no le habían avisado de que iban a tener un invitado. Tras una breve vacilación, le dirigió a su hijo una mirada interrogadora.

            —Mírale bien, mamá –dijo Jorge, sonriente, señalando a Gonzalo con un ademán-. ¿No lo reconoces?

            La mujer volvió la mirada hacia el desconocido y entrecerró los ojos. De pronto, al cabo de unos segundos, la expresión de su rostro se transformó en sorpresa e incredulidad.

            —¿Gonzalo?... –dijo en voz baja, sin apartar la mirada de él.

            Los ojos de Gonzalo se dilataron, asombrados.

            —Alicia... –musitó.

            Durante un largo minuto, el hombre y la mujer se miraron en silencio, sonriendo como niños, absortos el uno en el otro. El salón, las personas que los rodeaban, el mundo entero había dejado de existir y sólo estaban ellos dos. El tiempo se detuvo y luego dio marcha atrás, devolviéndolos durante un instante a su extraviada juventud.

            Luego, sin dejar de sonreír, se aproximaron lentamente y se fundieron en una abrazo cuarenta y cuatro años postergado.