10.01.2018

El coleccionista de almas



            El coleccionista de almas

            By César Mallorquí

 
            Jorge comenzó a desplegar las cartas entre las manos formando un abanico; descubrió primero los dos ases que ya sabía tener y luego, más despacio, uno a uno, los tres naipes que había recibido en el descarte.

            La tercera carta también era un as. Un escalofrío le recorrió la espalda.

            Empujó con el pulgar el cuarto naipe. Un diez de picas.

            Contuvo el aliento y comenzó a deslizar la quinta carta, despacio, muy despacio… Era otro as, el cuarto. El corazón se le aceleró.

            Tenía un póker de ases.

            Alzó la mirada y, procurando que su rostro no reflejara la menor emoción, examinó a sus contrincantes. A la derecha, un tipo gordo y sudoroso cuyo nombre no recordaba, había pedido tres cartas, igual que el siguiente, un tal Germán. Ninguno de los dos podía ganarle. A continuación estaba Martín Seoane, el dueño del lujoso apartamento donde se encontraban y promotor de la partida. Se había quedado con cuatro cartas, así que debía de tener un proyecto de escalera. Por último, cerrando el círculo que formaban en torno a la mesa de juego, una mujer de mediana edad llamada Carmen se había descartado de dos naipes. Ninguno de ellos suponía ningún peligro.

            Jorge era la mano. Cogió un montoncito de fichas y lo situó en medio del tapete.

            —Abro con mil –dijo.

            El gordo igualó la apuesta. Germán tiró las cartas sobre la mesa y murmuró:

            —Hoy no es mi día.

            Martín Seoane, con una tenue sonrisa en los labios, empujó dos montones de fichas hacia delante.

            —Los mil –dijo-, y mil más.

            Carmen cubrió la apuesta. Jorge reunió todas sus fichas y las puso en el centro.

            —Sus mil y cinco mil seiscientos más –apostó.

            El gordo arrojó sus cartas al tapete mascullando algo entre dientes. Martín bajó la mirada para examinar de nuevo su jugada y reflexionó durante unos segundos. Era un hombre atractivo, de treinta y tantos años, con el pelo moreno peinado hacia atrás y fijado con brillantina, lo que le brindaba un aspecto vagamente anticuado, como de galán de cine mudo. Finalmente, cubrió la apuesta de Jorge y deslizó al centro un elevado montón de fichas.

            —Y quince mil más -dijo.

            La mujer sacudió la cabeza y tiró las cartas sobre el tapete. Jorge se había quedado sin fichas: podía ir restado, claro, pero… Contempló de nuevo su jugada; era una pena desperdiciar un póker de ases.

            —¿Puedo sacar más efectivo? –preguntó.

            —Claro –respondió Martín con amabilidad.

            Jorge cogió el maletín que descansaba a sus pies, lo abrió marcando una clave y sacó de su interior varios fajos de billetes. Puso el dinero sobre la mesa y dijo:

            —Aquí hay treinta y seis mil quinientos euros. Puede contarlo si lo desea.

            —No es necesario; estamos entre caballeros.

            Martín igualó la apuesta y luego, con un ademán, le indicó a su contrincante que mostrara las cartas. Sin poder reprimir una sonrisa triunfal, Jorge extendió sobre el tapete sus cuatro refulgentes ases. Imperturbable, Martín desplegó su jugada… Jorge tenía razón, era una escalera; de hecho, era una escalera baja, del dos al seis. Pero las cinco cartas eran tréboles.

            Escalera de color, él ganaba.

            La sonrisa se congeló en el rostro de Jorge. La mujer lanzó un gritito de sorpresa. El gordo escupió una palabrota. Germán se quedó mudo.

            Martín, inexpresivo, acercó el dinero hacia sí y comentó:

            —Así es el juego; pura suerte.

            Tras unos instantes de estupefacción general, el gordo se incorporó.

            —Estoy hasta los huevos de perder –dijo mientras se colocaba la americana-. Me largo.

            —Sí, son casi las cinco –comentó Carmen al tiempo que recogía su bolso-. Hora de irse a la cama.

            —¿Se acabó la partida? –preguntó Martín con inocencia-. De acuerdo; señora, señores, ha sido un placer jugar con ustedes.

            Recogió sus ganancias, las puso sobre una bandeja de plata y se dirigió con ellas a su despacho, situado en la habitación contigua. Abrió una puerta y, antes de desaparecer tras ella, les dijo a sus invitados:

            —Por favor, cierren al salir. Buenas noches.

            Martín entró en el despacho, rodeó el escritorio e hizo girar sobre unas bisagras el cuadro que presidía la pared. Detrás había una caja fuerte; pulsó la combinación, la abrió y guardó en su interior el dinero. Cerró la caja y regresó al salón con la bandeja. Todos se habían ido, menos Jorge, que permanecía sentado en la silla, frente a la mesa de juego.

            —Creía que se había marchado, Jorge –dijo Martín con amabilidad-. ¿Puedo hacer algo por usted?

            —El dinero que me ha ganado… Lo necesito.

            —Ah, entiendo. Pero como bien dice, se lo he ganado.

            Jorge tragó saliva, demudado.

            —Es que ese dinero no es mío –dijo con un hilo de voz-. Tendría que haberlo llevado a un cajero antes de venir aquí, pero… Si mañana no está ingresado…

            No completó la frase, pero su tono y su expresión dejaban claro que, si al día siguiente el dinero no estaba en el banco, su futuro no sería nada halagüeño. Martín se aproximó y dejó la bandeja de plata sobre la mesa.

            —Le comprendo, amigo mío –dijo en tono compasivo-, y simpatizo con usted. Pero si me permite expresarlo con franqueza, ese no es mi problema.

            Jorge volvió a tragar saliva.

            —Es su dinero, lo sé –su voz estaba teñida de súplica-, y no le pido que me lo dé, sino que… que me lo preste. Se lo iré devolviendo poco a poco, con intereses…

            Martín negó lentamente con la cabeza.

            —No soy un banco –dijo-; no concedo préstamos.

            Jorge perdió la mirada durante unos segundos; luego, respiró hondo, se incorporó, sacó del bolsillo una pistola Glock del calibre 9 y apuntó con ella a su anfitrión.

—Estoy desesperado, señor Seoane –dijo-. Deme el dinero.

            Martín soltó una carcajada.

            —¡No sea infantil, Jorge! –exclamó-. Usted no me va a disparar y lo sabe. No es esa clase de persona.

            —Ya le he dicho que estoy desesperado –replicó Jorge; su dedo se tensó sobre el gatillo-. Si no me da el dinero, le mataré.

            Martín lo contempló sonriente, con un punto de conmiseración en la mirada, y negó con la cabeza.

            —No, no lo va a hacer –dijo-. ¿Sabe por qué? En primer lugar, porque el dinero está en una caja fuerte cuya combinación sólo yo conozco. ¿Puede reventar una caja fuerte, Jorge? Porque en caso contrario, si me mata se quedará sin dinero y lo único que habrá conseguido es pasar de ladrón a asesino. En segundo lugar, y esto es lo más importante, no me va a matar porque es incapaz de hacerlo. Usted es una buena persona, Jorge, y eso no puede cambiarlo.

            Jorge se lo quedó mirando inmóvil, rígido como una estaca; de pronto, dejó caer la mano que sostenía el arma, agachó la cabeza, se cubrió los ojos con la mano izquierda y se echó a llorar. Martín se aproximó a él y le palmeó la espalda suavemente.

            —Venga, venga, tranquilícese… Ande, guarde ese arma, no vaya a ser que se haga daño.

            Obediente, Jorge devolvió la pistola al bolsillo. Su cuerpo se agitaba en una incontenible sucesión de sollozos. Martín le cogió del brazo.

            —Acompáñeme –dijo.

            Con docilidad, Jorge se dejó conducir al despacho, una habitación amplia, con muebles de diseño italiano y las paredes decoradas con unos cuadros que, si Jorge hubiera sido ducho en arte -que no lo era- se habría sorprendido al comprobar que eran originales de Richard Prince, Lucian Freud, Antonio López o Julian Schnabel. Martín le invitó a sentarse en una cómoda butaca de cuero y le ofreció un puñado de pañuelos de papel.

            —¿Quiere una copa? –preguntó.

            Jorge asintió mientras se enjugaba las lágrimas. Martín sacó de una licorera dos vasos y un decantador de cristal de Bohemia y sirvió las bebidas. Le entregó la suya a Jorge y éste la vació de un trago. Martín puso cara de horror.

            —¡Por amor de dios! –exclamó-. Ese whisky es un Macallan de 1947, cada botella vale casi siete mil dólares. No se traga, se paladea.

            —Lo siento… -musitó Jorge.

            —No importa. –Le sirvió otra copa y advirtió-: Esta despacito.

            Luego, cogió su bebida y se acomodó en la butaca contigua a la de su invitado. Dio un sorbo de whisky, cerró los ojos y chasqueó la lengua.

            —La cuestión es que ha enfocado mal este asunto –dijo-. Primero, no debería haberse jugado un dinero que no es suyo; pero eso ya lo sabe. Después, me ha suplicado que se lo devuelva; pero usted y yo no somos amigos, apenas nos conocemos, no tengo ningún motivo para hacerle un favor. Por último, me ha amenazado con una pistola, y convendrá conmigo que eso es de muy mala educación.

            —Lo siento… -repitió Jorge con aire cada vez más patético.

            —Tranquilo –le consoló Martín-. Está desesperado, usted mismo lo ha dicho, y en esas circunstancias se hacen tonterías. Lo comprendo. –Paladeó otro sorbo de Macallan y prosiguió-: No voy a hacerle un favor, Jorge, ni voy a concederle un crédito, y tampoco me voy a dejar intimidar. Sin embargo, hay otros caminos, por ejemplo un intercambio.

            —¿Un intercambio? –repitió Jorge, sorprendido.

            —Exacto. Yo tengo algo que usted quiere, y usted tiene algo que yo quiero. Esa es la base del comercio.

            Jorge parpadeó varias veces.

            —Pero… pero… ¿Qué tengo yo que pueda interesarle?

            Martín le miró con intensidad y demoró unos segundos la respuesta.

            —Su alma inmortal –dijo finalmente.

            Jorge puso los ojos como platos.

            —¿Qué? –balbuceó.

            —Que estaría interesado en comprar su alma, su espíritu, su ka, su esencia, su ánima, su élan vital, como quiera llamarlo.

            En los ojos de Jorge brillaron chispas de recelo.

            —¿Me está tomando el pelo? –dijo, más en tono de afirmación que de pregunta.

            —En absoluto, Jorge –repuso Martín muy serio-. Quiero comprarle el alma. Vamos a ver, comenzó usted la partida con tres mil euros y luego agregó treinta y seis mil quinientos más. En total, treinta y nueve mil quinientos euros; cuarenta mil para redondear. Eso es lo que le ofrezco por su alma.

            Jorge no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Si existiera un record mundial de perplejidad, lo habría batido holgadamente.

            —¿Y cómo se vende un alma? –preguntó.

            —Firmando un contrato, claro.

            Jorge desvió la mirada y se frotó el mentón. Por primera vez en mucho rato su expresión se distendió.

            —Disculpe, entonces… -Titubeó-. ¿Se supone que usted es el Diablo?

            Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Martín.

            —Yo no he dicho tal cosa –respondió.

            —Ya, pero… En fin, los únicos que compran almas son los demonios, ¿no?

            Martín, sin apartar la mirada de su invitado, dio un sorbo a su bebida.

            —Descuide, Jorge –dijo-; no soy el Diablo, se lo garantizo.

            —Entonces, ¿para qué quiere mi alma?

            —Digamos que soy un coleccionista.

            —¿Colecciona almas? Pero…

            —Perdone mi brusquedad –le interrumpió Martín-; ya es muy tarde y ambos queremos retirarnos a descansar. Le he hecho una oferta, ¿la acepta?

            Tras una brevísima pausa, Jorge asintió con mal reprimido entusiasmo.

            —Acepto, claro.

            —Perfecto.

            Martín se incorporó, cogió de encima del escritorio una hoja con un texto impreso y se la entregó a Jorge.

            —Es el contrato –dijo-. Léalo antes de firmarlo.

            Jorge le echó un rápido vistazo. Mientras recuperase su dinero, le daba igual lo que pusiera en aquel papel. Además, no era un hombre religioso, no creía en el alma, así que ¿qué importaba?

            —¿Debo firmarlo con sangre? –preguntó con un pelín de ironía.

            —No seamos, medievales; bastará con tinta.

            Martín sacó del bolsillo interior de su americana una estilográfica Steinway de Montblanc y se la entregó. Jorge firmó al pie del documento y luego se quedó mirando expectante a su anfitrión. Martín rodeó el escritorio, apartó el cuadro, abrió la caja fuerte, sacó unos fajos de billetes y se los ofreció a Jorge.

            —Cuarenta mil euros –dijo-. Cójalos.

            Jorge se puso en pie y tomó el dinero entre las manos, contemplándolo como si le costara creerse que estaba ahí. Martín lo cogió del brazo y lo condujo al salón; aguardó a que metiera el dinero en el maletín, lo acompañó a la salida, abrió la puerta y prácticamente lo echó fuera de un suave empujón. Antes de irse, Jorge se volvió hacia él y dijo:

            —Eh… Gracias…

            —No hay por qué darlas; ha sido un intercambio mutuamente beneficioso. Buenas noches, Jorge.

            Y cerró la puerta. Luego, estiró los brazos y se desperezó; estaba cansado, pero aún le quedaba algo que hacer. Ahogando un bostezo, regresó al despacho; una vez allí, sacó de un cajón un tapete plegado y lo extendió sobre el suelo. Era redondo y tenía bordado un pentáculo. Sacó del mismo cajón cinco velas,  colocó cada una en las esquinas de la estrella y las encendió con un Dupont de oro. Finalmente, cruzó los brazos formando un aspa sobre el pecho y comenzó a recitar una letanía. Con el paso del tiempo se la había aprendido de memoria:

In nomine dei nostri satanas luciferi excelsi potemtum tuo mondi de Inferno, et non potest Lucifer Imperor Rex maximus, dud ponticius glorificamus et in modos copulum adoramus te Satan omnipotens in nostri mondi

            Cuando acabó la invocación, tras una brevísima pausa, una figura se materializó frente a él, en el interior del pentáculo. Era un hombre de mediana edad, con facciones angulosas, bellas y perfectas, la mirada intensa, vestido con un elegante esmoquin. Olía vagamente a una mezcla de L'eau D'issey y azufre.

            —Hola Luci –le saludó Martín-; cuánto tiempo sin vernos.

            El recién aparecido le miró con una reprobadora ceja levantada.

            —No me llames “Luci” –dijo con profunda voz de barítono-. Dirígete a mí con respeto.

            —Pero si somos amigos, Lucifer –repuso Martín, sonriente-. ¿Cuánto hace que nos conocemos, tres siglos?

            —Trescientos doce años, seis meses, trece días, nueve horas y veintiséis minutos. Pero eso no significa que seamos amigos; tú eres un proveedor y yo tu cliente, no lo olvides. Al grano: ¿Qué tienes para mí?

            Martín cogió el contrato que descansaba sobre la mesa y se lo mostró.

            —El alma de Jorge González Monje –dijo-. Una perita en dulce, una joya.

            —El alma de un pecador –replicó Lucifer, despectivo-. Si no es mía ya, lo será muy pronto.

            —Te equivocas. Jorge es una bella persona, un alma pura. Jamás ha cometido un pecado grave ni lo cometerá.

            —Es un jugador.

            —¿Y en qué parte de la Biblia se condena el juego? En la listita de Moisés no, eso desde luego.

            —La codicia es un pecado.

            —Vamos, Lucifer, esta gente no juega por el dinero, sino por la adrenalina, y eso no es pecado.

            Satanás frunció el ceño.

            —Hace un momento te ha amenazado de muerte y ha intentado robarte –objetó.

            —Pero no lo ha hecho. Si cometió pecado de intención, se arrepintió al instante y la falta quedó borrada. Es una bellísima persona, Lucifer, créeme. No encontrarás un alma mejor.

            El demonio titubeó durante unos instantes y luego suspiró con resignación.

            —De acuerdo, ¿qué pides por ella?

            —Lo de siempre –respondió Martín, sonriente-: Cien años más de vida, juventud, salud y, por supuesto, una sobrenatural suerte en el juego.

            —¡Cien años! –exclamó Satán, escandalizado-. Pero si la última vez fueron cincuenta…

            Martín se encogió de hombros.

            —Todo sube, amigo mío –dijo-. Además se trata de un trueque muy especial. Jamás verás a Jorge por tu Infierno a menos que me compres su alma.

            El Diablo sacudió la cabeza con desánimo.

            —Desde luego –murmuró-, los intermediarios lo encarecéis todo…