12.24.2010

Cuento de Navidad: El ángel y la señora Monroy


El ángel y la señora Monroy



por César Mallorquí


La noche era un desierto salpicado de luces de colores. Guarecido del frío en un portal situado enfrente de la casa, Abilio lió un canuto, lo encendió con el mismo Bic que había empleado para ablandar la china y fumó lentamente, reteniendo el humo en los pulmones tras cada calada, con la mirada fija en las ventanas del bajo derecha. A lo lejos sonaba un villancico; el reloj de una iglesia hizo tañer diez veces su campana. Abilio llevaba más de una hora ahí plantado, sin hacer nada salvo fumar y vigilar. A sus veintitrés años de edad había aprendido que, cuando vas a dar un palo, toda precaución es poca.


Por eso había elegido aquella casa, el bajo derecha, porque pertenecía a una vieja viuda ricachona que a lo mejor, si había suerte, guardaba sus ahorros debajo del colchón o en el tarro de la harina. Y por eso había escogido aquella fecha, el veinticuatro de diciembre, porque esa noche todo el mundo está a lo suyo, en su casa; y si no se encuentra en su casa, es que estará cenando con un familiar y no volverá hasta pasadas las doce.


Las ventanas del bajo derecha habían permanecido oscuras todo el rato; además, Abilio había pulsado un par de veces el botón del portero automático sin obtener respuesta. La casa estaba vacía. No obstante, Abilio decidió esperar un cuarto de hora más, no fuera a ser que algún vecino rezagado le sorprendiera en plena faena.


Mientras aguardaba, repasó sus planes para la noche. Había quedado con Loli en recogerla a la una en casa de sus viejos; luego, irían a la fiesta que daba Lucas en su chabolo y pasarían la puta Nochebuena de juerga, poniéndose ciegos de todo, y quizá, quién sabe, puede que acabaran echando un polvo. Sonriendo ante tan prometedoras perspectivas, Abilio buscó en un bolsillo de su cazadora la cajita de pastillas Valda donde guardaba su particular farmacia; la abrió y examinó el contenido. Cinco gramos de costo, dos pirulas, un tripi y una papelina de farlopa. Suficiente para pasar una buena noche, aunque hacerse con todo aquello le había dejado sin un céntimo.


Pero daba igual; aquel piso del barrio de Salamanca le llenaría de nuevo los bolsillos. Si había suerte, encontraría efectivo; y si no, se llevaría los objetos más valiosos, aunque eso supondría hacerle una visita a Montoya, el perista, lo cual le haría a llegar tarde a la fiesta. Pero daba igual; ese piso era una perita en dulce. No había ni seguridad ni alarmas: un juego de niños. Entrar, pillar la pasta, las joyas y la plata, y abrirse.


A las diez y cuarto, Abilio sacó la papelina, cogió una pizca de coca con una esquina del carnet de identidad y se metió un tirito. Químicamente estimulado, guardó la farlopa y se dirigió al portal situado enfrente. Apenas tardó un minuto en abrir la puerta; de algo tenía que servirle el módulo de cerrajería que había estudiado cuando era adolescente.


Entró en el portal y, sin encender la luz, remontó una escalera de mármol blanco cubierta en su tramo central por una alfombra marrón. Era un edificio antiguo, de principios del siglo pasado, pero aún conservaba casi intacto todo su esplendor burgués. Abilio se detuvo ante la puerta de la derecha, sacó una pequeña linterna y la encendió. El haz de luz iluminó un rótulo situado bajo el timbre: Julia Monroy Luque, viuda de Martínez-Urquijo. La vieja podrida de pasta.


Durante unos segundos Abilio se quedó inmóvil, atento a los sonidos, pero sólo escuchó un rumor de voces y música procedente de los pisos superiores. Luego, sujetando la linterna entre los dientes, se acuclilló frente a la cerradura, la manipuló con las ganzúas y abrió la puerta. Sin solución de continuidad, entró en la casa, cerró a su espalda y de nuevo se inmovilizó.


El piso se hallaba a oscuras y en completo silencio. La vieja debía de estar cenando con sus hijos y sus nietos, tan ricamente, supuso Abilio. Paseó el haz de la linterna a su alrededor y comprobó que estaba en un vestíbulo; a la derecha había un largo pasillo y a la izquierda una puerta de madera con cristales esmerilados. Abilio la abrió y se adentró en un salón tan anticuado como lujoso; muebles de roble y cerezo, sillones de cuero, alfombras orientales, óleos colgando de las paredes... Abilio se aproximó a una vitrina; estaba llena de objetos de plata, pero eso lo dejaría para el final. Lo primero eran las joyas y la pasta, y ambas cosas solían encontrarse en los dormitorios.


Abilio salió del salón, se internó en el pasillo y abrió la primera puerta de la derecha; era un dormitorio, probablemente de invitados, pues, tras una rápida inspección, comprobó que no había nada en la mesilla ni en los armarios. Regresó al pasillo y entreabrió la puerta de la izquierda. Lo primero que le llamó la atención fue que, aunque la habitación estaba a oscuras, había un pequeño arbolito de Navidad sintético con las guirnaldas encendidas. El intermitente resplandor de las luces de colores se reflejaban en las estanterías repletas de libros que cubrían las paredes. Debía de ser un despacho...


De pronto, Abilio oyó algo a su derecha, un ruido ahogado, y abrió la puerta del todo. Al fondo de la habitación había un escritorio de madera y, sentada tras él en un sillón de cuero castaño, una anciana le miraba horrorizada a través de unas lentes de montura metálica.


Durante un segundo nadie se movió, como el fotograma congelado de una comedia de enredos. Un instante después, el cerebro de Abilio le ordenó a sus piernas que se dieran la vuelta y salieran de najas, pero justo en ese momento la anciana puso los ojos en blanco y, tras un débil gemido, se desplomó sobre el escritorio.


Abilio arqueó las cejas. La vieja se había desmayado; cojonudo, era el momento de abrirse. Quizá incluso tuviera tiempo de pillar la plata del salón... Se dio la vuelta y avanzó unos pasos hacia el vestíbulo, pero se detuvo de nuevo. ¿Y si no era un desmayo? ¿Y si a la vieja le había dado un tabardillo, un infarto o algo así? Durante unos segundos permaneció inmóvil, titubeante. Bueno, se dijo, y si le había dado un jamacuco, ¿a él qué le importaba? Además, ¿qué coño hacía la puñetera vieja encerrada a oscuras en su casa? En cualquier caso, debía de haberse llevado un susto de muerte al ver aparecer de repente a un desconocido...


Casi sin darse cuenta de lo que hacía, Abilio regresó al despacho y se aproximó a la anciana, que seguía caída sobre el escritorio. Se inclinó sobre ella y la examinó con atención; tenía los ojos cerrados y no se movía, pero respiraba con suavidad. Ni había muerto ni parecía enferma; sólo estaba inconsciente. Abilio se incorporó; entonces advirtió que en el escritorio, sobre una escribanía de bronce y cuero, había cuatro objetos: un botellín de agua mineral, un frasco de cristal lleno de cápsulas amarillas, una pluma Mont Blanc y una breve nota manuscrita. Abilio iluminó el papel con la linterna y lo leyó.


—¡La hostia puta! –musitó con los ojos como platos.


Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Se inclinó sobre la nota y la leyó de nuevo.


“A quien pueda interesar: Yo, Julia Monroy Luque, en plenitud de mis facultades mentales, he decidido voluntariamente poner fin a mi vida. Les ruego que disculpen las molestias”.


Debajo, una pulcra firma de colegio de monjas. Abilio cogió el frasco de cristal y leyó la etiqueta: Nembutal 100 mg.


—La hostia puta... –repitió, ahora susurrando.


Si de algo sabía era de drogas; Nembutal, también llamado pentobarbital sódico; un barbitúrico de caballo, el favorito de los suicidas. Dejó de nuevo el frasco sobre la escribanía, se apoyó en el escritorio e intentó pensar, pero tenía la cabeza vacía. Y la boca seca. Necesitaba beber algo. Le echó un vistazo al botellín de agua mineral, pero no estaba abierto y no le parecía bien abrirlo, así que salió del despacho y buscó la cocina.


Se encontraba al fondo del pasillo. Era grande, con el suelo ajedrezado, las paredes de baldosín blanco y electrodomésticos anticuados. Tras encender la luz, Abilio bebió directamente del grifo del fregadero; al acabar, se fijó en que había un cazo sobre la cocina de gas. Lo destapó; era una crema de marisco. En el horno había una fuente con pollo relleno. Todo frío. Abrió el frigorífico, un viejo Westinghouse, y comprobó que sólo había huevos, lechuga, tomates, leche de soja y poco más. Ni una maldita cerveza.


Cerró la puerta de la nevera y permaneció unos instantes indeciso. ¿Qué demonios estaba haciendo ahí?, pensó. Tenía que irse, eso era lo único sensato. Pero antes, un tirito; sacó la papelina, trazó una rayita de coca sobre el mármol de la encimera y la esnifó con su último billete de diez euros enrollado. Luego, apagó la luz, salió de la cocina y de nuevo se paralizó. La luz del despacho estaba encendida. La vieja había recuperado el conocimiento. Procurando no hacer ruido, con suma cautela, Abilio caminó hacia el despacho y asomó la cabeza por la puerta. La anciana estaba de pie, junto al escritorio; al verle, se llevó una mano a la cara y retrocedió.


—¿Quién eres? –preguntó.


—Me llamo Abilio –respondió el joven, adentrándose un par de pasos en el despacho.


—¿Qué haces aquí, cómo has entrado?


—Pues... he forzado la cerradura, señora.


La anciana alzó levemente una ceja; parecía asustada, pero no histérica, como suelen ponerse las viejas cuando se sienten en peligro.


—Has venido a robar... –dijo en tono más sereno, como si la perspectiva de ser desvalijada la tranquilizase.


—Creí que el piso estaba vacío –asintió Abilio-. Pero no se preocupe, señora, que soy pacífico, ¿eh? No me va la violencia, así que no voy a hacerle nada, se lo juro.


La anciana desvió la mirada y respiró profundamente; luego, se aproximó a un cuadro situado justo detrás del escritorio y lo apartó, haciéndolo girar sobre unas invisibles bisagras. Detrás había una pequeña caja fuerte empotrada; la mujer marcó la combinación y abrió la puerta del cofre. A continuación, se apartó unos pasos y dijo:


—Ahí hay joyas y dinero. Cógelo. Coge lo que quieras y vete.


Abilio le echó un vistazo a la caja y luego miró a la anciana. Era menuda, con el pelo blanco recogido en un moño y el rostro lleno de arrugas. Los ojos, empequeñecidos por las lentes, se adivinaban azules. Debía de tener setenta y tantos años.


—No me voy a llevar nada, señora –dijo Abilio.


La anciana le miró con extrañeza.


—¿No has entrado a robar?


—Sí, pero... ya no.


—Entonces, ¿qué haces aquí?


Abilio parpadeó, confundido. Buena pregunta; ¿qué demonios estaba haciendo?


—Usted es Julia Monroy, ¿verdad? –preguntó.


—Sí.


—Ya, pues... –Señaló la nota que yacía sobre el escritorio-. He leído lo que ha escrito.


Doña Julia miró la nota y palideció; luego, se sentó en el sillón y cerró los ojos. No dijo nada. Abilio la contempló en silencio durante largo rato. Era tan frágil como un pajarito, tan pulcra, tan delicada... parecía de peluche, como una anciana de juguete. A Abilio le recordó a su abuela. Bueno, no del todo, claro; su abuela tenía pinta de bruja y los dientes corroídos por las caries, pero era una buena mujer que siempre le trató con cariño, algo que no podía afirmar del resto de sus parientes.


—¿Por qué se quiere usted matar? –preguntó finalmente.


La anciana abrió los ojos y le miró con seriedad.


—Creo que eso no es asunto tuyo –dijo-. Ahora, llévate lo que quieras, o no te lleves nada, pero vete. Es mi casa y deseo estar sola.


—Pero...


—Vete.


Abilio dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros.


—Como quiera –dijo.


Echó a andar hacia la salida, pero se detuvo nada más traspasar la puerta. Tras un instante de duda, se dio la vuelta, entró de nuevo en el despacho y, ante los sorprendidos ojos de la anciana, se sentó en una silla, frente a ella, con el escritorio de por medio.


—Pues no me voy –declaró-. Mire, señora, dice usted que no es asunto mío, y es verdad, no lo era. Pero he leído la nota y ahora sé que tiene pensado quitarse de en medio con Nembutal, así que si me largase sería como... no sé, como si la dejara morir.


Doña Julia le miró con perplejidad.


—Eres un ladrón muy raro –dijo-. Escucha, no me conoces, ni yo a ti; no tienes que hacer nada. Vete, por favor.


—No –repuso Abilio cruzándose de brazos-. Primero cuénteme por qué quiere matarse.


La anciana respiró hondo, armándose de paciencia.


—¿Y si llamo a la policía? –dijo.


El joven hizo un gesto vago.


—Ya le he dicho que no soy violento –respondió-, así que si quiere llamar a la pasma no se lo voy a impedir. Pero tampoco me iré. Entonces vendrán los maderos, y yo les contaré lo que piensa hacer usted. A mí me llevarán a la trena y a usted a un loquero. Chungo para los dos. –Se inclinó hacia delante y compuso una sonrisa amistosa-. Mire, señora, usted quiere matarse y seguro que tiene una buena razón. Cuéntemela y la dejaré tranquila.


—Pero, ¿a ti qué te importa? –preguntó ella, un tanto irritada.


—Pues no lo sé... pero me importa.


Doña Julia cerró los ojos y suspiró con cansancio. Tras un largo silencio, dijo:


—¿Si te lo cuento te irás?


—Le doy mi palabra.


—De acuerdo. –La anciana respiró hondo y dijo-: Tengo setenta y cuatro años. Mi único hijo, mi nuera y mis dos nietos murieron a causa de un accidente de automóvil en 1999. Tres años después falleció Carlos, mi marido. Estoy sola y la soledad duele. No espero nada del futuro, salvo más soledad. ¿Te parecen suficientes motivos para desear la muerte?


Abilio se acarició la nuca.


—Joder, qué putada... Perdone, eh... Quiero decir que siento mucho lo de su familia. Pero supongo que tendrá más parientes, amigos...


—Mis tres hermanos eran mayores que yo y todos han muerto, igual que mis tíos. Tengo un par de primos en Cataluña, pero hace tiempo que perdimos el contacto y ni siquiera sé si aún viven. En cuanto a mis amigos... en realidad eran amigos de Carlos y, por tanto, me superaban en edad. Los que aún están... bueno, digamos que no están muy bien. Alguno ni siquiera recuerda cómo atarse los zapatos.


Abilio respiró hondo y soltó el aire lentamente.


—Entonces –dijo- ¿siempre está sola?


—Durante el día viene una asistenta, Cecilia, para hacer la casa y cocinar, y por la noche suele dormir aquí una enfermera. Hoy, por ser el día que es, le he dado la noche libre.


Y también para poder quitarse de en medio sin que nadie la moleste, pensó Abilio.


—¿Sabe lo que creo, señora? –dijo-. Que es normal que a uno le entre el muermo viviendo solo en un pisazo tan grande. ¿Por qué no se va a una residencia de ancianos? Las hay cojonudas... perdón, muy buenas, y supongo que usted puede pagárselo. Hay gente de su edad y podría hacer amigos.


Doña Julia esbozó una sonrisa irónica.


—Claro –repuso-, no se me ocurre nada que anime más a seguir viviendo que la perspectiva de ir a parar a un cementerio de elefantes. –Movió levemente la cabeza de un lado a otro-. Bueno, ya te lo he contado. Ahora cumple tu palabra y vete.


Abilio negó con la cabeza.


—Un momento, un momento –dijo-. Quiero entenderlo bien, señora. Vamos a ver, sus hijos y sus nietos murieron hace... once años, y su esposo ocho. Y hoy, de repente, el día de Nochebuena, decide usted matarse. ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo?


—Supongo que llega un día en que el vaso se colma, en que te fallan las fuerzas... Qué más da.


—Ya, pero ¿por qué precisamente en Nochebuena?


La anciana desvió la mirada. Tras una pausa, respondió en voz baja:


—Hoy hace cincuenta y cinco años que Carlos me pidió la mano.


—Y está depre –replicó Abilio-. ¿Sabe?, el otro día oí en la radio que en las Navidades hay más suicidios. Por lo visto, a la gente que está jodida... perdón, deprimida, le entra muy mal rollo al ver a todo el mundo alegre, y además echa de menos a los difuntos... Seguro que después de las fiestas ve usted las cosas de otra...


—Tengo cáncer –le interrumpió la anciana.


—¿Qué?...


—No te lo había contado todo. Hace dos meses me diagnosticaron un cáncer.


Abilio parpadeó, confuso.


—¿Qué... qué clase de cáncer? –preguntó.


—La clase de cáncer que no se cura –respondió doña Julia con serenidad-; la clase de cáncer que te acaba causando un gran sufrimiento; la clase de cáncer que te lleva al hospital, donde te consumes poco a poco, sedada hasta la inconciencia, convertida en una grotesca caricatura de lo que eras. Esa clase de cáncer. Como mucho me quedan cuatro o cinco meses de vida, y no quiero acabar así. ¿Puedes entender eso?


Abilio apoyó los codos en las rodillas y paseó la mirada por el entramado geométrico de la alfombra persa que cubría la tarima.


—Sí, señora –musitó-; lo entiendo.


Sobrevino un largo silencio; un silencio hecho de lágrimas evaporadas y suspiros, un silencio dolorido y oscuro. Al cabo de unos minutos, doña Julia, con la mirada extraviada, dijo más para sí misma que para Abilio:


—Escribí la nota de suicidio poco después de las cinco de la tarde, cuando se fue Cecilia. Desde entonces hasta que llegaste tú he estado sentada aquí, en el despacho de Carlos, mirando las cápsulas del frasco, sin decidirme a dar el paso final. Y no porque le tenga miedo a la muerte, no... Pero cuando yo desaparezca, todos mis recuerdos se desvanecerán conmigo. Todos los instantes hermosos, todos los momentos de felicidad, o de dolor, toda la intimidad, todo lo que he vivido, la memoria de Carlos y de Tomás, y de mis nietos, todo eso morirá cuando yo muera. Y me parece horrible, injusto... Por eso me cuesta tanto hacer lo que tengo que hacer, porque al matarme a mí misma los mataré también a ellos. –Suspiró-. Me da miedo que me falte el valor...


Abilio contempló a la anciana sin saber qué decir. En cierto modo sentía envidia; a él también le gustaría tener algún recuerdo que mereciera ser conservado. Doña Julia advirtió la expresión de abatimiento que se había instalado en el rostro del joven y permitió que sus labios se curvaran en una sonrisa.


—¿Cómo has dicho que te llamas? –preguntó.


—Abilio, señora.


—Eres una buena persona, Abilio.


El joven soltó una risita amarga.


—Soy un mangui –replicó-; un ladrón de tres al cuarto.


—La única persona de quien, según la Biblia, tenemos constancia que esté en el cielo, es Dimas, precisamente un ladrón.


—¿Cree usted en Dios, señora?


—Hasta el accidente sí; a fin de cuentas me educaron las monjas. Pero luego... la fe se desvaneció. Me gustaría pensar que después de la muerte voy a reencontrarme con mis seres queridos, pero por desgracia ya no me queda ese consuelo. ¿Y tú, crees en Dios?


Abilio se encogió de hombros.


—Creo –dijo- que si Dios existiese sería para majarle a hostias. Y perdone mi lenguaje, señora.


Doña Julia soltó una carcajada de cristal.


—No te disculpes; lo has expresado muy bien.


Hubo un nuevo silencio.


—Ya puedes irte, Abilio –dijo la anciana con suavidad-. Gracias por tus buenas intenciones.


El joven respiró profundamente y se incorporó.


—Vale –dijo-; me abro. Pero antes, ¿puedo ir al tigre? Al retrete, quiero decir.


—Claro. La segunda puerta a la izquierda.


Era un cuarto de baño enorme, tan anticuado como el resto de la casa. Bañera de hierro esmaltado, grifería decimonónica y los sanitarios unos Roca del pleistoceno. Abilio se sentó en el váter, sacó del bolsillo la caja de pastillas junto con un mechero y se lió rápidamente un porro, que procedió a fumarse acto seguido con taciturnas caladas.


La vida es una mierda, pensó. Una puta, puta, puta mierda. Poco a poco, la laxitud del hachís le fue invadiendo. Se recostó contra la pared, cerró los ojos y siguió fumando despacio. Entonces, sin saber cómo, se le ocurrió algo. Una idea absurda. Una locura. Consultó el peluco: pasaban veinte minutos de las once. Suspiró. Le dio las últimas caladas al canuto, arrojó la colilla a la taza y tiró de la cadena. Luego fue al lavabo, se enjabonó las manos, se echó agua en la cara y se secó. Volvió a sacar la caja de pastillas y la abrió. Una china, dos pastis, un ácido y la papelina. Trazó una raya de coca en el espejito que encontró sobre una balda y luego añadió otra; tenía que estar espabilado. Esnifó dos veces, una por cada fosa nasal, y respiró hondo. Se miró al espejo.


—Estás gilipollas, chaval –le espetó a su reflejo.


Salió del cuarto de baño y regresó al despacho. La anciana parecía no haber movido ni un músculo durante su ausencia. Abilio se sentó de nuevo frente a ella y dijo:


—Usted no me ha preguntado nada.


La anciana le miró con extrañeza.


—No te entiendo...


—Pues que es Nochebuena y, en vez de estar cenando con la familia, he venido aquí a robar. ¿No se pregunta por qué?


—La verdad es que no. –Doña Julia se encogió ligeramente de hombros-. ¿Por qué; no tienes familia?


—Sí, sí que la tengo. Mi viejo se largó hace ocho años, cuando yo tenía quince, y no he vuelto a verle; por suerte, porque lo único que recuerdo de él son las palizas que nos daba a mis hermanos y a mí. Mi vieja se enrolló unos años después con un cabrón que, a las primeras de cambio, intentó follarse a mi hermana Carmen... Disculpe; hablo muy mal. El caso es que mi vieja tragó y le perdonó, y yo me fui de casa. De eso hace cuatro años y no he vuelto a aparecer por ahí. En cuanto a mis hermanos, por lo que sé el mayor está en la trena; Carmen, que siempre fue la más lista, emigró a Barcelona, y Antonio, el pequeño, le da al jaco, es yonqui. Ni siquiera sé si aún está vivo. –Hizo una pausa-. ¿Qué más?... Ah, sí, tengo una piba, un rollete; se llama Loli y es buena tía, pero acabará dándose cuenta de que soy un mierda y me dejará tirado. Yo... bueno, intenté ser honrado y trabajé durante un tiempo en una cerrajería, pero me fui al paro hace tres años y desde entonces he andado a salto de mata, dando palos para sobrevivir. Y... aquí estoy.


Doña Julia puso cara de circunstancias.


—Lamento mucho lo que me cuentas –dijo-. Pero que tu vida haya sido difícil no me consuela lo más mínimo.


—No lo decía por eso, sino para que supiera que yo también estoy solo y... Bueno, antes fui a la cocina y vi que había sopa y pollo...


—Lo preparó Cecilia antes de irse.


—Pues tiene muy buena pinta y, en fin, como hoy es Nochebuena, y usted y yo estamos solos, se me había ocurrido que podría invitarme a cenar.


La anciana se lo quedó mirando con las cejas alzadas, como si no acabara de creerse lo que había oído, y rió suavemente.


—Vamos a ver, Abilio –dijo-: Entras en mi casa para robar, te metes en mi vida sin pedir permiso y, además, ¿pretendes que te invite a cenar?


—Pues... sí. Es que, además, se me ha ocurrido otra cosa. Verá, ha dicho usted que le da palo que sus recuerdos se pierdan, ¿verdad? Bueno, pues podría contármelos a mí.


—¿Qué?


—Que si me cuenta su vida, si me habla de su esposo y de su familia, yo lo recordaré. Ya sé que no soy la clase de tío que usted elegiría para conservar sus recuerdos, pero... bueno, antes ha dicho que no soy del todo mala persona y, además, tampoco tiene mucho donde escoger.


Hubo un silencio. Durante unos segundos, la anciana y el joven se miraron a los ojos, con fijeza, como si intentaran hablar sin palabras; y, de repente, la atmósfera de aquel despacho lleno de libros jurídicos pareció estremecerse, cargarse de electricidad. Puede que entonces la señora Monroy comprendiese lo que iba a hacer Abilio, puede que no; el caso es que dijo:


—Ahora no tengo hambre...


—Pues cenamos más tarde, no se preocupe. ¿Le importa que me quite la chupa? Es que aquí hace tela de calor. –Abilio se despojó de la cazadora y la colgó del respaldo de la silla-. Bueno, ¿por dónde empezamos? –prosiguió-. Usted ha dicho antes que hoy es el aniversario del día en que se le declaró su esposo. ¿Cómo fue?


La anciana parpadeó, y bajó la mirada con timidez, como si un repentino acceso de pudor le impidiera hablar. Luego, tras un largo silencio, suspiró, sonrió y dijo:


—Fue en 1955. Carlos tenía veintiséis años y yo diecinueve. Llevábamos tres de relaciones, a la espera de que él aprobase la oposición. Se había examinado en el 54, pero suspendió, así que volvió a presentarse a finales de noviembre del siguiente año, pero aún no sabíamos el resultado. Pasó el tiempo y llegó la Nochebuena. Aquella mañana, me telefoneó temprano para invitarme a dar un paseo por el Retiro; dijo que pasaría a buscarme a las diez y media. Por aquel entonces yo vivía con mis padres en la calle Zurbano, cerca de Almagro. Carlos me recogió en un taxi que nos dejó en el paseo de coches del Retiro. Supongo que debería de haberme figurado algo, porque Carlos solía andar corto de dinero y siempre iba en metro o en tranvía, nunca en taxi; pero ni lo pensé. La mañana era soleada, aunque fría, y había muy poca gente en el parque. Fuimos paseando hasta la Casita del Pescador y nos sentamos en un banco. Recuerdo que había un pobre tocando el violín...


—¿Qué tocaba? –la interrumpió Abilio.


—Un villancico; Noche de paz. Lo interpretaba muy mal, pero a mí me sonaba precioso... De pronto, Carlos me dijo que ya se habían hecho públicos los resultados de la oposición. “¿Y?”, le pregunté. Y él contestó: “Estás hablando con un notario”. Luego, antes de que yo pudiera reaccionar, se puso de rodillas, me entregó un estuche con este anillo –mostró el fino aro de oro con un minúsculo diamante que llevaba en el anular-, me cogió de la mano y dijo: “Querida Julia, te estoy entregando mi corazón. Si lo aceptas, me harás el hombre más feliz del mundo. ¿Quieres compartir conmigo alegrías y tristezas durante el resto de nuestras vidas?”.


Joder, qué cursilada, pensó Abilio. Pero tomó nota mental de cada palabra.


—Le dije que sí, por supuesto –prosiguió doña Julia-, y me eché a llorar de alegría. Esa misma tarde Carlos vino a casa para hablar con mis padres y solicitarles formalmente mi mano. Nos casamos cinco meses más tarde, en San Fermín de los Navarros. Qué bonita estaba la iglesia...


Superada la reticencia inicial, fue como si un dique se rompiera dando paso a una riada de recuerdos. Saltando de un momento a otro, sin más ilación que el puro sentimiento, la anciana le habló de su boda, del viaje que hicieron a San Sebastián, de lo que sintió al ver por primera vez la cara de su hijo, de unas vacaciones en la Bretaña, del dolor por la muerte de sus padres, de una enorme Luna llena que vio flotando sobre el lago de Bañolas, de su frustrado deseo de tener más hijos, de un perro que tuvo cuando era niña, del día en que su hijo se casó, del aniversario que ella y Carlos pasaron en París, del nacimiento de sus nietos, del accidente, de una puesta de sol en un cementerio, de la muerte de su marido, de su primer beso y también del último... No hubo ninguna revelación, ninguna confidencia extraordinaria; tan solo la memoria de una vida normal llena de instantes cotidianos.


Al cabo de una hora, aprovechando una pausa, doña Julia le propuso a Abilio que fueran al salón, donde estarían más cómodos. Mientras se dirigían allí, el joven consultó el reloj de su móvil: la una menos veinte; le iba a dar plantón a Loli. Desconectó el teléfono.


Se instalaron en sendos sillones de cuero viejo, junto a un reloj de péndulo que hacía tic-tac pegado a la pared; pero antes, doña Julia cogió unos cuantos álbumes de fotos para enseñárselos a Abilio. Ahí estaba la vida de la anciana resumida en una sucesión de imágenes congeladas en sales de plata. La boda, el viaje de novios, el nacimiento de Tomás, su bautizo, cumpleaños, la primera comunión, viajes, la graduación, otra boda, más nacimientos y, finalmente, lápidas y cementerios.


—Qué jodida es la vida... –comentó Abilio tras cerrar el último álbum.


—La vida es una historia que siempre acaba mal –repuso ella.


—Y para algunos también empieza como el culo –replicó él.


Doña Julia asintió.


—Es verdad. Pero eso tiene remedio. Aunque tu vida haya sido muy dura, eres joven y las cosas pueden cambiar. Lo importante es vivir y haber vivido. Carlos, Tomás, mis nietos... ya no están, pero estuvieron y, durante un tiempo, los tuve a mi lado. Luego, contra toda lógica, les sobreviví. Pero permanecen aquí –dijo, llevándose una mano al corazón.


Entonces sacó de debajo de la blusa un colgante y se lo mostró a Abilio. Era un guardapelo. Lo abrió; contenía dos pequeños mechones, uno oscuro y otro claro.


—El de la izquierda es de Carlos –dijo-, y el de la derecha de Tomás. De pequeño era muy rubio. –Sonrió-. Parezco del siglo XIX llevando un guardapelo, pero me reconforta.


Tras cerrarlo, permitió que quedara colgando por encima de la blusa. Perdió la mirada y suspiró quedamente. El reloj de pared marcaba la una y veinticinco.


—Bueno –dijo Abilio-, ¿qué tal si cenamos?


—No suelo cenar, pero hazlo tú si quieres.


—Venga, señora, que es Nochebuena y no me apetece cenar solo. La crema de marisco huele que alimenta. Aunque sólo sea eso, tómese una tacita.


—Por hacerte compañía –cedió la anciana.


Abilio abandonó el salón y recorrió el pasillo. Al llegar a la altura del despacho, entró en él, cogió el frasco de Nembutal, lo contempló durante unos segundos y se lo guardó en un bolsillo. A continuación, se dirigió a la cocina, puso a calentar la crema y encendió el horno. Revisando la alacena, encontró una botella de vino tinto y la puso en una bandeja, junto con una jarra de agua, los cubiertos, los platos y un par de copas.


Cuando regresó junto a los fogones la crema de marisco estaba hirviendo. Apagó el fuego y vertió parte la sopa en una taza; después, sacó la caja de pastillas, la abrió, cogió el tripi -un cuadradito de papel secante con un Mr. Smile impreso- y con ayuda de unas tijeras cortó una cuarta parte. Con eso bastaría; tampoco era cosa de que la buena mujer empezara a ver elefantes rosa.


Con un cuchillo afilado picó muy fino el cuarto de ácido, lo echó en la crema y la revolvió hasta que los trocitos de secante se deshicieron. Luego, se metió dos tiritos para espabilarse, puso la comida en la bandeja y se dirigió a la sala. Doña Julia seguía sentada, contemplando de nuevo uno de los álbumes de fotos. Abilio sirvió la comida en la mesa baja que había frente a los sillones y luego miró en derredor, buscando el equipo de sonido.


—¿Qué música le gusta, señora Monroy? –dijo.


La anciana apartó la mirada de las fotografías y parpadeó, como si le hubiera sorprendido la pregunta.


—Los Beatles –respondió. Y acto seguido se echó a reír ante la cara de sorpresa que puso Abilio-. ¿Qué esperabas que dijese? –preguntó-. ¿Antonio Machín? Siempre me gustaron los Beatles; a fin de cuentas, sólo tengo cinco o seis años más que Paul McCartney.


—¿Y a su esposo también le gustaban?


—No, qué va. Carlos era aficionado a los tangos, los escuchaba a todas horas. –Sonrió-. No sabes lo mucho que llegué a odiar a Gardel.


—¿Y no hay algún grupo o algún cantante que les gustara a los dos?


—Sí, Frank Sinatra. Lo oíamos mucho juntos, sobre todo durante los primeros años de matrimonio.


—¿Tiene algo suyo?


—Supongo que sí. Allí, en la boiserie.


Abilio se aproximó al mueble. Sobre uno de los estantes había un amplificador, una pletina y un giradiscos, pero ni rastro de un reproductor de compactos; y del MP3 ni hablemos. A la izquierda, en otra balda, se alineaba una fila de viejos discos. Vinilos; era como viajar en el tiempo. Al poco de revolver entre ellos, encontró lo que buscaba: The Sinatra Christmas Album. Villancicos; lo más apropiado. Encendió el amplificador, puso el disco en el plato, posó la aguja al principio del surco y la hermosa voz de Frankie comenzó a entonar Jingle Bells en los altavoces.


—Tómese la crema, señora Monroy –dijo Abilio cuando regresó junto a la anciana-. Se le va a enfriar.


Doña Julia probó media cucharada con cierta reticencia, como si lo hiciera por compromiso, pero el sabor pareció animarla, pues finalmente se tomó toda la taza. Abilio, por su parte, apenas probó el pollo relleno; estaba bueno, pero la farlopa le había quitado el hambre. Aunque no sólo era la farlopa...


Hablaron mientras cenaban; de la vida de la anciana, de los muertos, de los tiempos que se fueron y ya nunca volverán. Abilio hacía preguntas, se interesaba por tal o cual anécdota, le tiraba de la lengua, y la anciana hablaba y hablaba, rememorando el pasado. Al cabo de un rato, la cara A del disco llegó a su fin y Abilio se levantó para darle la vuelta. Cuando regresó al sillón, doña Julia se le quedó mirando fijamente durante unos segundos y, de pronto, se echó a reír. Fue un ataque de risa en toda la regla, una imparable sucesión de carcajadas. Joder, que colocón tiene la vieja, pensó Abilio mientras contemplaba cómo la anciana se estremecía y lloraba de hilaridad.


—Dios mío, no puedo parar de reír... –musitó entre jadeos doña Julia, aprovechando un receso en las carcajadas.


—¿Qué le hace tanta gracia, señora? –preguntó Abilio.


—La situación. Tú y yo, aquí... es absurdo...


Y volvió a echarse a reír sin freno, como si todo el júbilo del mundo se hubiese concentrado en ella. De pronto, enmudeció y se enjugó los ojos con el dorso de la mano.


—Me siento muy rara... –dijo.


—Tranquila, señora –repuso Abilio, inclinándose hacia ella-. Todo va bien. Déjese llevar.


La anciana le miró con desconcierto.


—Me has puesto algo en la comida... –musitó.


—Sí.


—¿Qué?


—Algo bueno. Algo que le ayudará.


—Pero...


—Shhhh –siseó Abilio-. No hable. Apoye la cabeza, cierre los ojos y relájese.


La anciana obedeció y permaneció unos instantes inmóvil. De pronto, abrió los ojos y se quedó mirando a Abilio con las cejas alzadas y las pupilas brillantes, como si acabara de comprender algo.


—Ya lo entiendo –dijo-. Eres un ángel.


Abilio se echó a reír.


—Disculpe, señora, pero me parezco a un ángel lo que un huevo a una castaña.


—Lo eres, eres un ángel...


—¿No decía que había perdido la fe?


—Sí, pero lo ángeles existen; lo que pasa es que no son como creíamos que eran. Parecen personas normales que llevan una vida normal; incluso ellos mismos se creen gente corriente, pero un buen día sucede algo y de repente despliegan las alas. Y hacen magia... Eres un ángel, Abilio.


El joven exhaló una bocanada de aire y asintió con la cabeza.


—Vale, señora, me ha pillado: soy un ángel. Su ángel.


—Lo sabía...


—Y como soy su ángel, debe hacerme caso. Recuéstese en el sillón y cierre los ojos.


La anciana hizo lo que le pedía. Abilio tendió las manos y le quitó suavemente las gafas.


—Sin las lentes no veo nada –murmuró doña Julia.


—Mejor –dijo Abilio en voz baja-. Escuche, señora Monroy, lo que le he puesto en la comida es algo así como una poción mágica que hace viajar en el tiempo. Ahora quiero que se concentre en la Nochebuena de hace cincuenta y cinco años, que lo recuerde todo, desde que se despertó hasta que Carlos se le declaró. ¿Vale?


—Sí...


—Bien. ¿Cómo empezó la mañana?


—Me desperté a eso de las ocho y cuarto. Papá ya se había ido a trabajar y mamá estaba en la cocina, desayunando. Café con leche y pan tostado; olía muy bien...


Mientras la mujer hablaba con los ojos cerrados, y Sinatra cantaba el Adeste Fidelis, Abilio cogió la botella de vino y sirvió una copa hasta la mitad. Luego, sacó del bolsillo el frasco de Nembutal, lo abrió, cogió una de las cápsulas amarillas, separó las dos partes y vertió en el vino el polvo blanco que había en su interior. Cogió otra cápsula y repitió la operación, y luego otra, y otra...


—...cuando telefoneó Carlos para invitarme a pasear sentí una alegría enorme –decía doña Julia, los ojos cerrados y el rostro arrebolado de felicidad-. No esperaba verle, así que corrí a mi cuarto para cambiarme de ropa. Tardé mucho en decidir qué ponerme...


Abilio sabía por propia experiencia lo sugestionable que uno se vuelve al tomar ácido lisérgico, y también era consciente de lo extraordinariamente vívidas que eran las imágenes mentales provocadas por la droga. La anciana estaba reviviendo el pasado tan intensamente que a veces dejaba de hablar, encandilada por algún retazo de memoria. Entonces, en voz bajita, casi susurrando, Abilio la animaba a seguir, y ella recuperaba el hilo de lo que probablemente había sido el día más feliz de su existencia. Y entre tanto, él continuaba vaciando una cápsula tras otra en la copa de vino.


La música cambió y el viejo Sinatra comenzó a entonar los melancólicos acordes de Silent Night.


Treinta cápsulas. Con eso debería bastar. Abilio revolvió el vino con una cucharilla para disolver el barbitúrico.


—...llegamos a la Casita del Pescador. Un pobre hombre, un anciano, tocaba el violín junto a un parterre marchito...


—Tocaba Noche de paz –susurró Abilio.


—Sí...


—Y se sentaron en un banco, y Carlos le dijo: “estás hablando con un notario”.


—Sí...


—Entonces Carlos se puso de rodillas y la cogió de la mano...


Abilio se puso de rodillas y tomó la mano de la anciana; luego, en voz baja, procurando disimular el timbre barriobajero de su acento, dijo:


—Querida Julia, te estoy entregando mi corazón. Si lo aceptas, me harás el hombre más feliz del mundo. ¿Quieres compartir conmigo alegrías y tristezas durante el resto de nuestras vidas?


El rostro de la anciana pareció iluminarse, resplandecer, como si durante un instante hubiera vuelto a ser una muchacha de diecinueve años enamorada.


—Claro que sí... –murmuró.


—Te quiero, amor mío –susurró él.


—Y yo a ti, mi vida...


Abilio cogió la copa de vino y la puso en la mano de la anciana.


—Bebe, Julia –dijo-. Brinda por nosotros, por nuestro futuro...


La señora Monroy, siempre con los ojos cerrados, dio un breve sorbo y luego, tras una pausa, apuró la copa de un lento trago. Abilio la cogió, la dejó sobre la mesa y tomó de nuevo la mano de la anciana.


—Eres tan hermosa... –murmuró-. Tan bonita...


Se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla, y después en los labios, tan sólo un roce, como una caricia. La mujer esbozó una leve sonrisa y durante un largo minuto no se movió. De pronto, entreabrió los ojos, miró a Abilio a través de la niebla de sus dioptrías, sonrió con dulzura y susurró:


—Mi ángel...


Cerró los ojos de nuevo. Poco a poco, su respiración se fue volviendo más profunda y pausada, hasta desvanecerse. La mano de doña Julia quedó muerta en la mano de Abilio. El disco llegó a su fin y la habitación se sumió en el silencio. Durante varios minutos, el joven permaneció inmóvil, de rodillas, con la mano de la anciana entre las suyas y la mirada fija en aquel rostro arrugado, dulce, sonriente y yerto.


Al cabo de unos minutos, como saliendo de un trance, Abilio soltó la mano de la mujer, se puso en pie y comenzó a recoger los restos de la cena. Luego, con la mente en blanco, actuando por puro automatismo, fue a la cocina, lavó los platos y los cubiertos, los puso en su lugar y guardó en la nevera los restos de la comida. Acto seguido, tras esnifar una rayita, se dirigió al despacho, se aproximó a la caja fuerte, que continuaba abierta, y examinó su contenido.


Había mil seiscientos euros en billetes de cien y de cincuenta, y un joyero con anillos de diamantes, zafiros y rubíes engarzados en pendientes de oro, pulseras, colgantes, broches... la clase de joyas que un notario le compraría a su mujer. Una fortuna.


Durante largo rato, Abilio se quedó allí, de pie, contemplando aquel tesoro que sostenía entre las manos. De pronto, soltó un suspiro, volvió a meterlo todo en la caja fuerte, la cerró y puso el cuadro en su lugar. Luego, se apoyó en el escritorio y sacudió la cabeza.


Su hermano mayor tenía razón: era un blando, un tierno, un gilipollas. Se podía ser más capullo, pero habría que hacer un cursillo. La señora Monroy ya no necesitaba nada de aquello, y no tenía herederos; quién sabe adónde iría a parar todo eso... Sí, pero daba igual; Abilio sabía que si se quedaba con el dinero y las joyas, si robaba aunque sólo fuera una cucharilla de plata en aquella casa, jamás podría volver a mirarse al espejo sin morirse de vergüenza y nunca dejaría de ser un mierda.


Suspiró de nuevo, abandonó el despacho y se dirigió a la salida; pero antes de abrir la puerta, se detuvo. Estaba equivocado: había algo que debía llevarse. Dio media vuelta, fue a la cocina, cogió una tijera y se dirigió al salón. Lentamente, con infinito respeto, como si estuviera en un templo, se aproximó al cadáver de la anciana, desabrochó el guardapelo que reposaba sobre su exiguo pecho y lo dejó en la mesa. A continuación, cogió las tijeras y, con toda delicadeza, le cortó a la anciana un mechón de pelo. Por último, introdujo aquellos cabellos blancos en el guardapelo, junto a los de Carlos y Tomás, lo cerró y se lo colgó del cuello.


Nunca lo vendería, ni se lo regalaría a Loli ni a ninguna otra tía; lo llevaría siempre encima y, si algún día tenía un hijo, se lo daría a él y le contaría la historia de doña Julia, de su vida y de las personas a quienes amó.


Un blando, se dijo; eso es lo que eres: un puto blandengue de mierda.


Respiró profundamente y se dirigió a la salida; antes de cruzar la puerta del salón contempló por última vez el cuerpo de la anciana y dijo en voz baja:


—Feliz Navidad, señora Monroy...


Abandonó el piso, bajó la escalera y salió a la calle. Hacía mucho frío; se subió la cremallera de la chupa, incrustó las manos en los bolsillos y echó a andar sin saber muy bien adónde se dirigía. Ni siquiera se daba cuenta de las lágrimas que le nublaban la mirada.


Poco después, el ángel desapareció en la noche.



1.27.2010

Introducción de El juego de los herejes


Nota del autor: Las novelas de Carmen Hidalgo están narradas por su protagonista. Sin embargo, El juego de los herejes comienza con una introducción en tercera persona. Ésta es:



Génesis

El editor Germán Bosco regresó a su piso a las diez menos veintiséis de la noche del viernes uno de diciembre, exactamente dos horas antes de morir asesinado. La precisión de ese lapso de tiempo se debió exclusivamente al azar, pues Bosco ignoraba por completo la alarmante proximidad de su muerte, y el hombre que iba a matarle tampoco sabía que debería hacerlo, aunque, por supuesto, estaba preparado para ello. Siempre estaba preparado para matar.
La casa, un viejo piso de ciento ochenta metros cuadrados situado en el centro de Madrid, se hallaba oscura y silenciosa cuando el editor cruzó la puerta de entrada. Su mujer, acompañada por sus dos hijos, había viajado aquella tarde a San Sebastián para pasar el fin de semana con sus padres, así que Bosco disponía de toda la casa para él solo, una suerte de pacífica intimidad de la que rara vez podía gozar.
El editor encendió la luz del vestíbulo y, mientras se despojaba del abrigo y la chaqueta, no pudo evitar contemplarse en el espejo del viejo perchero-paragüero de madera que se alzaba frente a la entrada. Su reflejo le devolvió la imagen de un hombre de mediana estatura, próximo al medio siglo de edad, con el pelo escaso y entrecano, el rostro regordete y un abultado estómago interponiéndose en la caída natural de la corbata. Debería hacer más ejercicio, apuntarse quizá a un gimnasio, se dijo por enésima vez, sin decidirse, como siempre, a fijar el momento de cumplir dichas promesas.
Bosco encendió las luces de la sala y se dirigió a la pequeña habitación atestada de libros que le servía de despacho; una vez allí, se acomodó tras el escritorio, conectó el ordenador y, aunque ya lo había hecho apenas una hora antes, comenzó a revisar y contestar su correo electrónico. Media hora más tarde, el telefonillo del portero automático sonó, anunciando la llegada de la visita que el editor esperaba. Bosco regresó al vestíbulo y pulsó el botón que abría el portal; luego, volvió a ponerse la americana y aguardó. Un par de minutos después, el timbre de la entrada rasgó con su ding-dong el silencio de la casa.
El editor abrió la puerta y, durante unos instantes, se quedó mirando confundido a los tres hombres que se hallaban al otro lado del umbral. Uno de ellos, el que estaba situado en el centro, era un cincuentón de baja estatura, muy menudo, con el cráneo totalmente calvo y los ojos agazapados tras unas gruesas gafas de miope con montura de concha. A su derecha se alzaba el polo opuesto, un hombre de unos cuarenta años, grande y fuerte, con el pelo moreno, abundante y rizado, que se apoyaba en un bastón de madera; a su izquierda permanecía hierático un treintañero de rasgos orientales con una anticuada cartera de cuero en una mano. Los tres vestían idénticos trajes negros y fue precisamente su número lo que desconcertó a Bosco, pues aguardaba a una persona, no a un trío.
—¿Don Germán Bosco? –preguntó el hombrecillo calvo con una sonrisa amable.
—Eh..., sí soy yo. ¿Vienen ustedes de parte del padre Lafuente?
—Así es –asintió el hombrecillo-. Mi nombre es Abraham Vargas; el caballero oriental se llama Zhang Wei y procede de Taiwán; mi otro acompañante es el señor Joao Oliveira, de Brasil. ¿Podemos pasar?
Bosco musitó un “por supuesto” y les invitó a entrar con un ademán; luego, tras cerrar la puerta, les condujo al salón. Vargas y Zhang se acomodaron en el sofá, Oliveira en una butaca de cuero rojo y Bosco frente a él, en un asiento gemelo.
—¿Desean tomar algo? –preguntó el editor-. ¿Una café, una cerveza...?
—No, muchas gracias –repuso Vargas-. Es tarde; si le parece, podemos pasar directamente al asunto que nos ocupa. Según nos ha contado el padre Lafuente, usted preside una editorial dedicada a temas esotéricos. Ediciones Grimorio creo que se llama.
—En realidad, no nos dedicamos exactamente al esoterismo –replicó Bosco-. Nosotros preferimos llamarlo historia alternativa o intrahistoria.
—De acuerdo –asintió Vargas-; intrahistoria pues. El padre Lafuente nos ha dicho que uno de los autores de su editorial acaba de escribir un libro donde defiende una teoría... digamos que inusual.
—El escritor se llama Sebastián Gálvez. ¿Le conocen?
—No, lo siento.
—Es nuestro autor estrella, por así decirlo; el que más libros vende. En su nuevo ensayo propone, en efecto, una revisión histórica muy audaz. En fin, estoy acostumbrado a publicar textos un tanto sensacionalistas, pero en este caso, Gálvez afirma que todo es cierto y asegura que tiene pruebas que lo demuestran. Por eso le pregunté a mi amigo, el padre Lafuente, si conocía a algún experto que pudiera asesorarme.
—El señor Zhang –dijo Vargas, señalando al oriental- es doctor en Estudios Semíticos y especialista en Arqueología Bíblica. Estoy convencido de que se trata de la persona más adecuada para orientarle.
Bosco intentó escrutar el inescrutable rostro del taiwanés y se encogió de hombros.
—Muy bien –dijo-. ¿Quieren que les haga un resumen del libro?
—No es necesario; el padre Lafuente ya nos lo ha contado por encima. Lo que sí necesitaríamos es examinar el texto. ¿Lo tiene usted aquí?
—Sí, pero... ¿lo van a leer ahora?
—No tardaremos mucho. Aunque, claro, quizá estemos molestando a su familia...
—No, no; mi familia está pasando fuera el fin de semana. Aguarden un momento.
Bosco se dirigió a su despacho y regresó un minuto más tarde con una carpeta y un montón de folios impresos sin encuadernar. Tras acomodarse de nuevo en la butaca, dejó la carpeta sobre una mesita y le entregó los folios a Vargas.
—Son casi trecientas cincuenta páginas –advirtió.
—He seguido cursos de lectura rápida –repuso el hombrecillo-. Acabaré en seguida.
A continuación, se ajustó las gafas con las dos manos y comenzó a examinar el texto. Según pudo comprobar Bosco, Vargas no había mentido cuando aseguró que leía rápido, pues cada hoja le duraba apenas diez segundos. De vez en cuando, se detenía para cuchichear algo en voz baja con el oriental y luego continuaba leyendo a un ritmo endiablado. No obstante, por muy deprisa que leyese, contemplar cómo alguien descifraba un texto era un espectáculo sumamente aburrido, así que el editor se levantó tres veces; una para ir al servicio, otra para examinar de nuevo el correo electrónico y la tercera para beber un vaso de agua, el último de su existencia. Finalmente, después de media hora larga de lectura, Vargas dejó los folios sobre la mesa y, tras intercambiar unas palabras en voz baja con Zhang, se quedó mirando al editor con los brazos cruzados y el semblante serio.
—¿Y bien? –preguntó Bosco.
—¿Alguien más conoce este texto? –preguntó a su vez el hombrecillo.
—Por lo que yo sé, no; mis socios aún no lo han leído. Bueno, ¿qué opina?
—Que es un completo disparate –sentenció Vargas-. Un cúmulo de insensateces.
—Gálvez es historiador –replicó Bosco-, y el texto parece muy documentado.
—Los datos básicos son en general correctos, pero esa historia de los mandeos es ridícula y las conclusiones... en fin, no son más que un montón de tonterías sin base histórica alguna.
El editor se acarició, pensativo, el mentón.
—Gálvez afirma que tiene pruebas –repuso.
—¿Qué clase de pruebas?
Bosco sacó de la carpeta una hoja escrita a mano y se la entregó al hombrecillo.
—Junto con el texto –dijo-, Gálvez me envió esta nota. Como puede comprobar, asegura que tiene el manuscrito.
Vargas le echó un rápido vistazo a la carta y la dejó encima de la mesa, junto a los folios.
—¿Ha visto usted ese manuscrito? –preguntó.
—No.
—¿Ha hablado con el escritor desde que recibió el texto?
—Hace una semana que lo intento, pero no logro dar con él.
Vargas entrecruzó los dedos de las manos y esbozó una sonrisa paternal.
—Me temo que el señor Gálvez es víctima de un engaño –dijo-. Si realmente tiene el documento, se tratará sin duda de una falsificación. Le aseguro que en los estudios bíblicos no existe la menor referencia a ese supuesto “legado mandeo”. Es un fraude, puede estar seguro.
El editor dejó escapar un suspiro.
—Supongo que tiene razón –musitó-. Es demasiado bonito para ser verdad.
Vargas le miró con el ceño fruncido.
—¿Le parece bonito lo que sostiene el libro de Gálvez? –preguntó.
—Editorialmente sí, por supuesto. Si fuera verdad, sería un bombazo.
—Pero no es verdad, así que supongo que no va a publicarlo.
El editor parpadeó, como si no acabara de entender lo que decía el hombrecillo.
—Claro que voy a publicarlo.
—¿Aún sabiendo que todo es mentira?
Bosco se encogió de hombros.
—Muchos de los libros que publicamos son mil veces más insensatos que éste –dijo-. En el fondo, yo creo que la mayor parte de nuestros lectores no se los toma en serio; los leen porque son divertidos y luego se olvidan de ellos. En cualquier caso, un nuevo libro de Gálvez nos garantiza como mínimo entre quince y veinte mil ejemplares vendidos, lo cual, para una editorial pequeña como la nuestra, no está nada mal.
Vargas respiró profundamente y, tras intercambiar una mirada con Zhang, comentó:
—El padre Lafuente nos ha asegurado que es usted un hombre religioso.
—Lo soy. Católico practicante.
—¿Y, aún así, va a publicar un libro que contiene graves ofensas para su propia fe?
Bosco se removió en su asiento; aquella reunión estaba comenzando a ser incómoda.
—La editorial no es sólo mía, tengo socios –se excusó-; así que, como comprenderá, no puedo permitir que mis creencias personales afecten al negocio. Además, ya le hemos pagado a Gálvez un generoso anticipo por el libro. –Consultó su reloj-. Les agradezco mucho su ayuda, caballeros, pero se está haciendo tarde...
Ignorando la explicita invitación a marcharse, Vargas fijó en el editor las dos puntas de aguja en que las gruesas lentes convertían sus pupilas.
—¿Hay algo que podamos hacer o decir para que cambie de idea acerca de la publicación de ese libelo? –preguntó, pronunciando muy despacio las palabras.
¡Libelo!; aquello estaba pasando de castaño a oscuro, pensó Bosco.
—La decisión está tomada, lo siento. Y ahora, si me disculpan, les agradecería que me dejaran solo. Es tarde y quisiera descansar.
Ignorándole de nuevo, Vargas bajó la mirada al suelo; al cabo de unos instantes de apesadumbrado silencio, alzó la cabeza, miró a Oliveira, cerró los ojos –como si le abrumara la decisión que acababa de tomar- y asintió un par de veces con la cabeza.
Entonces, Oliveira, siempre silencioso, sujetó su bastón con una mano, desenroscó la empuñadura con la otra y extrajo del interior del fuste un largo tubo de madera. Bosco se puso en pie y, contemplando con extrañeza al brasileño, preguntó:
—Oiga, ¿qué está haciendo?...
Imperturbable, Oliveira se llevó un extremo del tubo a la boca, apuntó el otro extremo hacia el editor y sopló con fuerza. Al instante, un diminuto dardo surcó el aire y se clavó en el cuello de Bosco. Éste dio un paso atrás, se arrancó el dardo del cuello, lo contempló con alarmada extrañeza y masculló:
—¿Pero qué...?
No pudo completar la frase pues, de pronto, la garganta se le bloqueó, las piernas dejaron de sostenerle y se derrumbó sobre el suelo, boca arriba, exánime. No estaba muerto, sino paralizado, aunque la vida se le escapaba a chorros conforme el veneno se extendía por su corriente sanguínea.
Vargas se incorporó, cogió el dardo del suelo y se lo entregó a Oliveira. Luego, se arrodilló junto al editor y, mirándole a los ojos, dijo:
—Lo siento, no había más remedio. Será mejor que se arrepienta de sus pecados, pues dentro de poco tendrá que rendir cuenta de ellos.
Acto seguido, sacó del bolsillo un frasquito de cristal, lo destapó, se untó los dedos con el líquido que contenía y trazó unos signos sobre la frente y las manos del moribundo. Mientras lo hacía, pronunciaba en voz baja una letanía. Poco después, cuando el veneno paralizó los músculos que movían los pulmones, Bosco exhaló, literalmente, su último aliento y murió. Faltaban veintiséis minutos para la medianoche.
Sin mediar palabra, los tres hombres se pusieron en pie y fueron en busca del despacho del editor. Cuando lo encontraron, procedieron a registrarlo minuciosamente, procurando no desordenar nada. Zhang se acomodó frente al ordenador y, tras examinar los archivos de texto y los correos electrónicos, hizo un backup con ayuda del disco duro externo que llevaba en la cartera. Veinte minutos más tarde, abandonaron el despacho, recogieron el manuscrito y la carta de Gálvez, y salieron del piso dejándolo tal y como lo habían encontrado.
Y ahí se quedó el editor Germán Bosco, tirado en el suelo, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas en un gesto de sorpresa, como si aún no acabara de creerse que estaba total y definitivamente muerto.


(...)