12.24.2013

Embajada de buena voluntad




            Embajada  de buena voluntad
            By César Mallorquí

            Érase una vez una civilización extraterrestre situada a decenas de años luz de distancia. Dado que su idioma es absolutamente impronunciable, los llamaremos “ofiucos”, porque su estrella natal se encuentra más o menos hacia la constelación de Ofiuco, y no porque se parezcan lo más mínimo a las serpientes, ya que en realidad son bípedos de algo menos de un metro de altura con cierta apariencia de gnomos.

            La cultura ofiuco era muy antigua y muy sabia; dominaban el viaje estelar, controlaban la energía de los soles, el espacio-tiempo era para ellos un juego de niños. Además, los ofiucos eran extremadamente pacíficos y bondadosos; quizá porque su especie no provenía de carnívoros ni omnívoros, sino de simpáticos frugívoros nacidos en un planeta plagado de árboles frutales. Seres agradables; la clase de vecinos galácticos que te gustaría tener.

            A lo largo de su expansión por el espacio, los ofiucos se habían encontrado con otras dos razas alienígenas inteligentes, los taurianos y los geminianos, tan vegetarianas y amables como ellos, pero mucho menos evolucionadas. Llegado el momento, los ofiucos ayudaron a ambas culturas, aterrizando en sus planetas, contactando con ellas y colmándolas de regalos tecnológicos que potenciaron exponencialmente su calidad de vida. Y es que, por si todavía no ha quedado claro, los ofiucos eran encantadores.

            Aunque, para ser fieles a la verdad, no fueron dos las especies alienígenas con que se toparon; hubo una tercera, situada en una vulgar estrella de una desangelada esquina de la galaxia: los terrestres. Pero es que la cultura de la Tierra era un inmenso enigma.

            Los ofiucos descubrieron la civilización terrestre cuando captaron sus primeras emisiones de televisión: la retransmisión de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Para unos seres tan inteligentes, fue coser y cantar traducir los distintos idiomas humanos, pero supuso un auténtico quebradero de cabeza entender lo que decían.

            Los ofiucos poseían dos características que les diferenciaban radicalmente de los humanos. En primer lugar, no solo no practicaban ninguna forma de violencia, sino que además eran incapaces de concebirla. Para ellos, la idea de agredir a un ser vivo, y no digamos ya matarlo, era tan absurda como un triángulo de cuatro lados.

            De ahí el shock cuando descubrieron que los humanos comían... ¡animales muertos! Los técnicos que contemplaron por primera vez las imágenes de un banquete humano, aún tienen pesadillas. Pero el pasmo y el horror fueron aún mayores cuando comprobaron que los terrestres no solo mataban animales, sino que también se mataban entre sí, tanto de forma individual como colectiva, mediante algo llamado “guerra”. Aquello era inexplicable. ¿Cómo una especie carnívora podía haber evolucionado hacia la inteligencia? Y, sobre todo, ¿cómo una especie tan desaforadamente violenta no se había destruido a sí misma hacía mucho tiempo?

            La segunda peculiaridad ofiuca era su incapacidad para mentir o para desarrollar cualquier forma de ficción. De nuevo, la mera idea de expresar voluntariamente algo distinto a la realidad les resultaba inconcebible.

            Por eso, partían de la base de que todo lo que veían en la transmisiones terrestres de televisión, desde los anuncios hasta las telecomedias, era fiel reflejo de la realidad, lo cual les sumía en el desconcierto. Los dibujos animados, en particular, les traían de cabeza.

            En resumen: eran incapaces de entender a los humanos.

            Debido a ello, aunque el momento adecuado para contactar con una especie alienígena era cuando dicha especie desarrollaba el viaje espacial, el 21 de julio de 1969, tras la llegada de los terrestres a su satélite, los ofiucos no hicieron nada, a la espera de que un comité de expertos resolviese los enigmas que planteaban los humanos.

            Finalmente, tras años de debate, el comité llegó a una conclusión. Para ello, resultó fundamental el análisis de dos productos audiovisuales: Star Wars y Star Trek. Ambos mostraban a los humanos viajando entre las estrellas, pero los ofiucos sabían que los humanos aún no dominaban el vuelo estelar, de modo que aquello no podía ser real. Ésa fue la Piedra Rosetta que les dio la clave para descifrar el misterio.

            El comité de expertos dictaminó que los terrestres habían desarrollado una extraña forma de arte basada en la ficción, en la mentira. Una conclusión acertada, pero excesiva, pues a partir de entonces, los ofiucos decidieron que todo lo que veían en las imágenes de televisión era, o podía ser, falso, incluyendo los telediarios o los documentales sobre la Segunda Guerra Mundial.

            Despejado el panorama, los ofiucos se pusieron manos a la obra para hacer lo que más les gustaba hacer: ayudar a los demás. Iban a enviar un embajador de buena voluntad a la Tierra, pero el asunto no era tan fácil. Había muchas cuestiones que resolver.

            En primer lugar, el aspecto. Los ofiucos eran bajitos y verdes, pero no especialmente feos; no obstante, sabían que su apariencia podía alarmar a los terrestres, así que construyeron un robot de camuflaje con apariencia humana, dentro del cual viajaría el embajador. Ahora bien, ¿qué clase de apariencia humana tendría el robot? Tras largos debates, los ofiucos decidieron que el humano más apreciado por sus congéneres era un anciano indistintamente llamado San Nicolás, Santa Claus o Papá Noel. Esa elección tenía ventajas añadidas: por un lado, Santa Claus se dedicaba a hacer regalos, algo que coincidía con la forma de ser de los ofiucos; por otro, el embajador podría instalarse cómodamente en la enorme tripa del robot.

            En segundo lugar, el punto de aterrizaje. Tras un riguroso análisis de las emisiones televisivas, los expertos determinaron que la zona terrestre con mayor concentración de poder era un lugar llamado Estados Unidos. En concreto, la ciudad de Nueva York.

            En tercer lugar, la identificación del líder. ¿Ante quién debía presentarse el embajador para entregarle los regalos, quién era el jefe supremo de los terrestres? La conclusión de los expertos redujo las alternativas a tres nombres. El líder de los terrestres podía ser, por orden de probabilidad: 1. Jesucristo, 2. Superman, 3. Barak Obama. Y es que, reconozcámoslo, los ofiucos no acababan de pillarle el punto a los terráqueos.

            En cuarto lugar, el momento del contacto. Aquello fue más sencillo; todos los expertos coincidieron en que durante la época del año llamada Navidad era cuando los terrestres se mostraban más conciliadores y pacíficos. Además, en esa época se conmemoraba el nacimiento de su más probable líder, Jesucristo, algo que también estaba relacionado de algún extraño modo con Santa Claus.

            En quinto lugar, los obsequios. Dos de ellos estaban claros; eran por así decirlo el kit básico necesario para promover una cultura a un estado evolutivo más elevado: una Placa Mnemónica y un Ultracubo. La Placa Mnemónica era un acumulador de datos que contenía toda la avanzadísima ciencia y la no menos avanzada tecnología de los ofiucos. En cuanto al Ultracubo, se trataba de una megabatería, de una pila a lo bestia que contenía toda la energía de un sol. Los ofiucos escogían un sistema solar deshabitado, exprimían todo el jugo energético de su estrella, como si fuera una naranja cósmica, y lo almacenaban en el interior de un Ultracubo.

            De modo que esos eran los grandes regalos de los ofiucos: sabiduría y energía limpia y segura para cientos de miles de años. Pero los ofiucos, siempre tan detallistas, añadieron un tercer obsequio, un detalle no demasiado práctico, pero agradable para quien lo recibiese. Un gesto de buena voluntad, por así decirlo. Según habían deducido de las emisiones de televisión, lo que más le gustaba a los terrestres era el oro, así que el tercer regalo era un transmutador que convertía cualquier material en oro puro.

            En sexto y último lugar, el embajador. Tras un riguroso proceso de selección, los ofiucos escogieron a su mejor experto en relaciones alienígenas, un individuo al que, ante la imposibilidad de traducir su verdadero nombre, llamaremos Quark, por el sencillo motivo de que suena científico.

            Una vez completados todos los preparativos, cuando llegó el momento preciso, los ofiucos embarcaron en un platillo volador a Quark, junto con el traje robot y los regalos, y lo enviaron a la Tierra. Dieciocho día después, al anochecer del 24 de diciembre, el platillo aterrizó tras una arboleda de Kane’s Park, al sur del Bronx. Nadie presenció el acontecimiento, pues la nave espacial estaba insonorizada y protegida bajo un manto de invisibilidad; además el lugar de aterrizaje fue elegido por ser una de las zonas más solitarias y aisladas de Nueva York.

            Nada más tomar tierra, Quark se dispuso diligentemente a comenzar su misión. Se introdujo en la panza del robot Santa Claus y se conectó a él mediante enlace neuronal. A continuación, comprobó su funcionamiento estirando y encogiendo los brazos y las piernas, como si hiciera gimnasia.

            —¡Jo, jo, jo! –dijo para asegurarse de que el sistema de fonación estaba en orden.

            Todo marchaba como un reloj. Quark, manejando el robot desde su interior, cogió los obsequios y los introdujo en el saco de Santa Claus. Incluso a él le resultaba sorprendente que unos objetos tan valiosos tuvieran un aspecto tan insignificante. La Placa Mnemónica era una lámina rectangular de metal, de 8 centímetros de largo por cuatro de ancho. El Ultracubo era un cubo de 21,5 centímetros de lado, con protuberancias en cinco de sus caras y un montón de ruedecitas, palancas y botones en la sexta. El Transmutador era un tubo de 14 centímetros de largo por 8 de diámetro, con un orificio de entrada en un extremo, otro de salida en el lado contrario y un botón en el centro. En conjunto, sólo pesaban 19 kilos y 148 gramos, pero bastaban para elevar a una raza a las más altas cumbres de la civilización.

            Quark abandonó el platillo cargando con el saco y se detuvo en la explanada que había en el centro del parque. El lugar estaba desierto. Tanto detrás de él como a su izquierda y derecha estaba el mar, así que el único camino viable era seguir la mal asfaltada carretera que, jalonada por postes telefónicos de madera, se dirigía recta hacia el noroeste. El embajador echó a andar.

            Había coches y camiones aparcados a ambos lados del camino, y una sucesión de humildes casas de una o dos plantas que se alzaban entre solares y descampados. El primer ser humano con que se encontró fue un joven chicano que caminaba en dirección contraria.

            —¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad! –le dijo Quark con una sonrisa-. ¿Podrías llevarme ante tu líder?

            —Que te den por culo, viejo de mierda –respondió el joven pasando de largo.

            Como experto en el tema, Quark sabía que los alienígenas no siempre se comportaban de forma razonable, así que siguió andando impertérrito. Los siguientes humanos que se cruzaron en su camino fueron dos negros que, ignorándole abiertamente, ni siquiera se molestaron en insultarle. Con el cuarto tuvo algo más de suerte, aunque no mucha. Era un viejo borracho que caminaba haciendo eses mientras mascullaba algo incomprensible.

            —¡Jo, jo, jo! –le saludó Quark-. ¡Feliz Navidad!

            El viejo se detuvo y le miró fijamente, tambaleándose como un tentetieso.

            —La Navidad es una conspiración del gobierno –dijo con voz estropajosa-. Hay mensajes ocultos en los villancicos..., para lavarnos el cerebro y... y extraernos los fluidos vitales y quitarnos el dinero con impuestos...

            Huelga decir que Quark no entendió nada; y no porque aquel viejo fuese un alienígena, sino porque lo que decía era sencillamente incomprensible.

            —¿Podrías llevarme ante tu líder, por favor? –dijo el embajador.

            El viejo frunció el ceño hasta adquirir la apariencia de una gárgola.

            —¡¿Líder?! –exclamó-. ¡Los americanos somos libres, no tenemos líderes! –Le miró con una ceja alzada-. No serás un comunista, ¿eh?... Vistes de rojo, eres un sucio comunista y... y has venido a follarte a nuestras hijas y a nuestras hermanas... ¡Pero no lo conseguirás! ¡Os vencimos en la Segunda Guerra Mundial, y en Vietnam y... y... y en Irak...!

            Tras escuchar durante unos minutos la balbuceante e incomprensible confusión histórica del viejo, Quark se dio la vuelta y siguió andando.

            —¡No huyas, puerco ruso! –le gritó el borracho-. ¡Os vamos a meter una bomba atómica por el culo!

            Qué extraña manía tenían los terrestres con el culo, pensó Quark. Al parecer, aquella misión iba a ser más compleja de lo que en principio había supuesto.

            Unos minutos más tarde, cuando el sol ya se había ocultado tras el horizonte, el embajador se topó con el ser humano más amable que había encontrado hasta el momento, una encantadora anciana negra que caminaba por la acera cargando con una bolsa de la compra.

            —¡Jo, jo, jo! –la saludó Quark-. ¡Feliz Navidad!

            —Feliz Navidad para ti también –respondió ella con una dulce sonrisa-. Qué estupendo disfraz llevas; eres el mejor Santa Claus que he visto nunca.

            —Gracias. ¿Tendrías la amabilidad de llevarme ante tu líder?

            —¿Mi líder? –La anciana arqueó las cejas, confundida-. ¿Qué líder?

            Bien, había llegado el momento de poner a prueba las conjeturas de los sabios ofiucos.

            —Jesucristo –respondió Quark.

            La sonrisa de la anciana se volvió pura miel.

            —Oh, qué tierno –dijo-. Estás buscando al buen Jesús...

            —Sí.

            —Pues entonces, ya le has encontrado, hermano.

            Quark miró a un lado y a otro.

            —¿Dónde está? –preguntó.

            —En tu corazón.

            ¿Jesucristo estaba en el interior de una víscera? Aquello, se mirase como se mirase, no tenía el menor sentido.

            —Me temo que debe de haber algún problema semántico en nuestra comunicación –dijo Quark-. Quiero entrevistarme con su líder, Jesucristo, en persona. ¿Dónde se encuentra?

            —Jesús está en todas partes.

            —Comprendo. Pero, ¿ahora en concreto?

            La anciana frunció levemente el entrecejo. Sin duda, era un Santa Claus fabuloso, con esas mejillas sonrosadas y esos cabellos de algodón, tan regordete y aterciopelado que daban ganas de abrazarle, pero empezaba a parecer un poco cortito.

            —Jesucristo está en el cielo –respondió la anciana pacientemente-, sentado a la diestra de su padre.

            —En el cielo –repitió Quark, cada vez más confuso-. ¿Podría indicarme en qué planeta exactamente?

            —En ningún planeta, por Dios. Hablo del paraíso de los justos.

            Aquella charla estaba tomando un rumbo manifiestamente oscuro, así que Quark decidió cambiar el enfoque.

            —Quizá no estoy buscando a Jesucristo –dijo-. ¿Podrías llevarme ante la presencia de Superman?

            La sonrisa de la anciana se esfumó instantáneamente.

            —Superman... –repitió en tono sombrío.

            —Sí. El hombre de acero. Clark Kent. Kar-El. Llévame ante él, por favor.

            La anciana alzó una mano y blandió un reprobador dedo frente a la nariz de Santa Claus.

            —Debería darte vergüenza –le espetó-. Burlarte así de una pobre mujer.

            —No me burlo. ¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad! Sólo quiero entrevistarme con Superman.

            — ¿Tú eres tonto o te lo haces?

            Al parecer, tampoco era ése el camino correcto.

            —¿Barak Obama? –tanteó Quark-. ¿Es tu líder? ¿Te importaría llevarme ante su presencia?

            —¿Pero tú de qué manicomio te has escapado?

            La anciana, visiblemente enfadada, dio una patadita en el suelo y se alejó mascullando algo por lo bajo.

            Inasequible al desaliento, Quark continuó caminando. Sus siguientes encuentros con humanos fueron muy similares a los anteriores: la mayoría no le hizo el menor caso, y los que se lo hacían no tardaban en desentenderse de él, por lo general insultándole. Una pandilla de puertorriqueños estuvo a punto de darle una paliza, pero un coche patrulla pasó por delante y los pandilleros escaparon a la carrera. Algo después, una mujer se echó a gritar y le roció los ojos con un espray de pimienta; afortunadamente, eran los ojos del robot, no los de Quark, pero aun así fue una experiencia muy turbadora.

            Un par de horas más tarde, Quark comenzó a experimentar emociones muy similares a las humanas: sobre todo, frustración y desánimo. Y quizá un poquito de irritación. Pese a ello, y aunque era ya noche cerrada y las calles estaban desiertas, el embajador no estaba dispuesto a darse por vencido, así que siguió caminando. Lo que no sabía es que, sin darse cuenta, su errático deambular le estaba conduciendo a Morris Heights, una de las zonas más peligrosas del sur del Bronx.

            De pronto, al doblar una esquina, Quark se encontró en una calle mucho más animada. Había varios locales abiertos, de cuyo interior brotaba música, y un buen número de humanos paseando por la acera. En concreto, se fijó en cuatro hembras de piel oscura que parecían ser especialmente sociables, pues entablaban breves conversaciones con todos los machos que pasaban por su lado. Alentado por tan prometedora actitud, Quark se aproximó a una de ellas, una hembra con el pelo teñido de rubio que, pese al frío reinante, se cubría con una muy sucinta vestimenta.

            —¡Jo, jo, jo! –la saludó-. ¡Feliz Navidad!

            —Hola, guapo –dijo la mujer, cuyo nom de guerre era Daisy-. ¿Quieres pasar un buen rato?

            —Sí, gracias –respondió educadamente Quark-. ¿Podrías llevarme ante tu líder?

            —Claro, cariño; yo te llevo adónde quieras. Pero te va a costar cincuenta pavos.

            ¿Pavos?...

            —¿Tengo que darte cincuenta aves de corral? –preguntó Quark, extrañado.

            —Vaya, qué graciosillo nos ha salido el nene. Cincuenta dólares. Cien si quieres un completo, por delante y por detrás, chupa-chupa y una cubana con las tetas. Te va a encantar, créeme; soy una máquina de follar.

            Al iniciar la misión, Quark era consciente de que habría dificultades de comunicación con los terrestres, pero ni en la peor de sus pesadillas hubiera imaginado que aquellos alienígenas fueran tan incomprensibles. De lo que había dicho la hembra sólo había entendido una palabra: “dólares”. Unidades de cambio.

            —¿Quieres oro? –preguntó.

            —Oro, plata, pasta, parné... –Daisy se encogió de hombros-. Cincuenta por media hora y cien por un completo. Venga, anímate, cariño; lo pasarás bien.

            —De acuerdo. Gracias.

            Quark extrajo del saco el transmutador, cogió un puñado de tierra, lo vertió en el orificio de entrada, apretó el botón y, al cabo de unos segundos, una esfera de oro del tamaño de una canica salió por el otro extremo.

            —¿Es suficiente? –preguntó, entregándosela a la hembra.

            Daisy contempló con desconcierto la esfera dorada que sostenía entre los dedos.

            —¿Pero qué coño es esto? –murmuró.

            —Oro –respondió Quark-. Lo que me has pedido para llevarme ante tu líder. ¿Es suficiente?

            Daisy estuvo a punto de mandarle a tomar por culo..., pero lo cierto era que aquella bolita parecía oro de verdad.

            —Espera un momento, guapo –dijo-. Ahora vuelvo.

            Y echó a andar en busca de su chulo.

            Se llamaba Washington Smith, pero todo el mundo le conocía como F-Dog. Tenía treinta y tantos años, era negro, alto y delgado; vestía un abrigo largo de imitación de piel de leopardo, se cubría con un sombrero blanco de alas anchas y calzaba botas de vaquero. Era puro ritmo. Porque lo que más le gustaba del mundo a F-Dog era el hip hop; de hecho, su apodo provenía de sus dos raperos favoritos, Icecube y Snoop Dogg. Había mezclado los nombres a su manera y había obtenido “Frozen Dog”, pero como nadie lo pillaba acabaron llamándole F-Dog. O sencillamente Dog. Sea como fuere, F-Dog consideraba que una vida escrupulosamente dedicada a la delincuencia era imprescindible para triunfar en el mundo del rap, así que aceptaba de buen grado su labor como proxeneta, considerándola sólo un paso más en el ascenso al estrellato. Ascenso que empezaba a demorarse demasiado, aunque F-Dog lo atribuía, no a su evidente falta de talento, sino a carecer de los contactos adecuados y a la mala suerte.

            Cuando Daisy se aproximó a él, F-Dog estaba apoyado en una esquina, fumando un cigarrillo mientras vigilaba distraídamente el trabajo de sus chicas.

            —Ese tío de ahí –le dijo Daisy, tendiéndole la bolita-, el gordo vestido de Santa Claus, quiere pagarme con esto. Dice que es oro.

            F-Dog cogió la esfera y la examinó con un escepticismo que, a los pocos segundos, se transformó en desconcierto. Lamió la bolita, la mordió y llegó a la sorprendente conclusión de que aquello, en efecto, era puro oro. Más o menos una onza, lo que al cambio actual equivalía a unos... ¡1200 dólares!

            —¿Te ha dado esto por echar un polvo? –dijo, asombrado.

            —Y pregunta si es suficiente –asintió Daisy-. Es un tío muy raro, Dog. Ha cogido del saco una especie de tubo, ha echado tierra por un lado y por el otro ha salido esa bola. Yo creo que está pirado.

            El proxeneta reflexionó durante unos segundos. Un loco era una cosa, pensó, pero un loco con oro era otra muy distinta.

            —Vamos a hablar con él –decidió.

            Y se aproximaron a Quark.

            —Te gusta mi chica, ¿eh? –le dijo F-Dog.

            —Es una hembra muy agradable –respondió educadamente el embajador.

            —Daisy es la bomba, colega; lo mejor de lo mejor. Ni te imaginas lo que sabe hacer con la boca.

            —Habla muy bien –asintió Quark, temiendo que la conversación volviese a derivar hacia lo incomprensible.

            —Sí, tiene don de lenguas. –F-Dog le guiñó un ojo-. Me gusta tu oro, colega, pero no es bastante. Daisy vale por lo menos el doble.

            —De acuerdo.

            Quark sacó el transmutador, echó un puñado de tierra en un extremo, recogió la canica de oro que salió por el otro y se la entregó al proxeneta.

            —¿Es suficiente? –preguntó.

            F-Dog lamió y mordió la bolita. Era tan de oro como la otra.

            —¿Qué es eso, colega? –preguntó a su vez, señalando el transmutador.

            —Un transmutador –respondió Quark-. Convierte cualquier material en oro. Es un regalo para vuestro líder.

            Como es natural, F-Dog no se lo creyó; pero lo que sí creyó es que en el interior de aquel tubo había más esferas de oro.

            —Aguarda un momento, colega.

            F-Dog cogió a Daisy del brazo y se alejó unos pasos.

            —Llévatelo a tu apartamento –le susurró al oído-. Le invitas a una copa y le das una dosis de lo que tú y yo sabemos. Cuando se quede dormido, me llamas.

            Dicho esto, el proxeneta regresó junto a Quark y le dijo:

            —De acuerdo, tío; Daisy es toda tuya.

            —¿Me llevará ante vuestro líder?

            —Te llevará adónde tú quieras, colega. Y sin prisas, tómate todo el tiempo que te venga en gana. Y pídele cualquier cosa, por sucia que sea; a Daisy le van las guarradas. Te aconsejo que se la metas por el culo, eso te va a encantar.

            Una vez más, Quark no entendió absolutamente nada, salvo que la obsesión de los terrestres con el culo empezaba a resultar patológica. Desconcertado, respondió con lo que ya era su mantra sagrado:

            —¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad!

            —Sí, eso, feliz Navidad para ti también, colega. Hala, a darle gusto al pajarito.

            Acto seguido, Daisy cogió a Quark del brazo y, procurando que sus pechos se apretaran lo más posible contra él, le condujo a su hogar, que se encontraba en un edificio de apartamentos situado a la vuelta de la esquina. Era un diminuto estudio con tres exiguas habitaciones: un salón-cocina, un dormitorio y un cuarto de baño.

            —Ponte cómodo,  cariño –le dijo Daisy-. Voy a servir unas copas.

            Quark contempló con extrañeza los muebles baratos y los dibujos de Vargas con chicas desnudas colgando de las paredes.

            —¿Va a venir aquí tu líder? –preguntó.

            —Claro, cariño. Vendrá quien tú quieras que venga.

            Daisy sirvió dos vasos de whisky e, interponiendo su cuerpo para que Quark no viera lo que hacía, añadió a uno de ellos una generosa dosis de escopolamina.

            —Toma, cariño –dijo, tendiéndole la bebida drogada.

            —No, gracias –respondió Quark.

            —Venga, te relajará.

            —No tengo sed, gracias.

            Daisy puso cara de desilusión.

            —¿No vas a beber conmigo?

            El embajador titubeó.

            —¿Es una norma social, costumbre o hábito? –preguntó.

            —Claro. Un caballero no puede permitir que una chica beba sola.

            —De acuerdo.

            Quark cogió el vaso que le ofrecía la mujer y se lo bebió de un trago. Aunque, claro, en realidad no lo bebió él, sino el robot, y el whisky drogado no fue a parar a ningún estómago, sino a una bolsa de residuos.

            —Vaya, qué prisa tienes –dijo Daisy, guiñándole un ojo con picardía-. Siéntate, cariño. Voy a acicalarme un poco; enseguida vuelvo.

            Contoneándose provocativamente, la mujer se introdujo en el cuarto de baño. Acto seguido, se sentó en la taza del váter y se dispuso a esperar a que la droga hiciera efecto. Siete minutos más tarde, tiró de la cadena, abrió la puerta... y, para su sorpresa, descubrió que el Santa Claus, en vez de haberse quedado dormido, seguía de pie en medio del salón, con el saco a la espalda.

            —¿Cuándo vendrá tu líder? –preguntó Quark.

            —Enseguida, cariño –respondió Daisy, desconcertada-. Eh... ¿cómo te llamas?

            —Santa Claus, San Nicolás, Papá Noel.

            —Vale, sin nombres. –Le cogió de la mano y tiró de él hacia el dormitorio-. Venga, Santa, vamos a divertirnos un poco.

            En el dormitorio había una cama, más dibujos de Vargas en las paredes y una lámpara con una bombilla roja luciendo sobre una mesilla de Ikea. Nada más entrar, Daisy se aproximó a la cama y se quitó lentamente el vestido hasta quedarse únicamente con un diminuto tanga.

            —Quítate la ropa, cariño –dijo con voz insinuante.

            —No, gracias.

            —¿Prefieres hacerlo vestido así? Te van los jueguecitos, ¿eh?

            —No estoy seguro –respondió Quark, contemplando con horror las curvas de la hembra. Los humanos eran desagradables vestidos, pero desnudos resultaban repugnantes, así que añadió-: ¿Tendrías la amabilidad de cubrirte las glándulas mamarias?

            —¿Ahora eres tímido?

            Daisy se aproximó a él caminando como una gata y le puso una mano en la entrepierna.

            Cuando los ingenieros ofiucos diseñaron el robot Santa Claus, se esforzaron en que todas sus partes visibles fueran idénticas a la anatomía humana,  pero en las zonas que estaban ocultas por la ropa sencillamente no pusieron nada. Y eso fue lo que encontró Daisy cuando le tocó la entrepierna: nada.

            —Eh... –musitó, dando un paso atrás.

            —¿Es esto una norma social, costumbre o hábito? –preguntó el embajador.

            —Pero si no tienes... –Daisy sacudió la cabeza, alucinada-. ¿Cómo coño querías follar?

            De pronto, Quark lo comprendió.

            —¿Se supone que debemos copular? –preguntó.

            —¿Copular?... Sí, coño, a eso has venido, ¿no?, a echar un polvo.

            —No. He venido a encontrarme con tu líder.

            —Pero de qué líder hablas, no te entiendo...

            —Tu líder. El jefe, la autoridad, el caudillo, el preboste, el amo, el cacique, el pez gordo, el emperador, el zar, el rey, el césar, el faraón, el bajá de tres colas, el arconte, el mikado, el sátrapa, el sultán, el mandamás, el tirano, el paladín, el supremo, el kan, el presidente...

            —¿Obama? –le interrumpió Daisy.

            —Sí, Barak Obama –asintió Quark, sintiendo que por fin un rayo de luz perforaba las tinieblas-. ¿Es tu líder?

            —Es el presidente de Estados Unidos...

            —¿Podrías llevarme ante su presencia?

            —¿Quieres que te lleve a ver a Barak Obama?

            —Sí. Gracias.

            Daisy sacudió la cabeza. Aquel tipo estaba aún más loco de lo que parecía.

            —Pero hombre, si el presidente no vive en Nueva York.

            —¿No? ¿Dónde vive?

            —En Washington, en la Casa Blanca.

            Quark reflexionó durante unos segundos. Así que se había equivocado de ciudad... Bueno, eso tenía fácil solución.

            —Gracias amable señora –dijo, echando a andar hacia la salida-. Ahora tengo que ir a Washington. Adiós.

            —Espera, no te vayas... –intentó contenerle Daisy.

            —¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad! –repuso Quark.

            Y abandonó el apartamento.

            Daisy, por su parte, cogió a toda prisa el móvil y telefoneó a su proxeneta.

            —Se ha ido, Dog –dijo-. Le he dado escopolamina para dormir a un caballo, pero el tío ni se ha enterado.

            —Joder, ¿y por qué no le has entretenido? –replicó F-Dog.

            —Porque está capado, coño, es un eunuco. ¿Cómo quieres que le entretenga, jugando al ajedrez?

            —¿Un eunuco...?

            —Y está como una cabra. Quiere ver a Barak Obama y ha dicho que se va a Washington.

            En ese preciso instante, F-Dog vio que Quark cruzaba la calle, recorriendo a la inversa el camino por el que había llegado.

            —Vale, nena; luego hablamos.

            F-Dog guardó el móvil y echó a correr en pos del Santa Claus. Le alcanzó un par de manzanas más adelante.

            —Eh, colega, espera –le dijo, acercándose a él.

            Quark se detuvo.

            —¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad! –le saludó.

            —Sí, sí, felices fiestas y todo eso. Oye, colega, ¿qué pasa? ¿No te ha gustado Daisy? Porque tengo otras chicas que te volverán loco.

            —Daisy me ha ayudado mucho. Gracias.

            —Ya, pero no puedes irte así. Somos amigos, ¿no? Oye, ¿dónde está eso que hace oro? ¿Cómo lo llamabas?

            —Transmutador.

            —Sí, eso. ¿Dónde lo tienes?

            —En el saco.

            —¿Y qué más llevas ahí?

            —Una Placa Mnemónica y un Ultracubo. Son regalos para tu líder.

            —Pero mi líder está muy lejos. ¿Por qué no me los das a mí?

            —Porque tú no eres Barak Obama.

            F-Dog miró a su alrededor; la oscuridad era casi completa en aquella mal iluminada y solitaria zona del Bronx.

            —Ya, es cierto, no soy Obama –dijo-. Pero tengo esto.

            Sacó algo del bolsillo y el brillo de la hoja de un estilete destelló en la oscuridad. Quark miró el cuchillo, miró a F-Dog y dijo:

            —¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad!

            —¡Cállate hijo de puta!

            F-Dog nunca había matado a nadie, pero a fin de cuentas el asesinato era un paso lógico más en su camino a la cima del hip hop, así que se abalanzó sobre Quark y le propinó cuatro navajazos en el estómago.

            Pero sucedieron varias cosas decididamente extrañas. En primer lugar, la hoja del estilete penetró fácilmente en la pseudocarne, pero chocó a los pocos centímetros contra la coraza del robot. En segundo lugar, las heridas no sangraron. Por último, aquel loco vestido de Santa Claus se quedó completamente inmóvil, sin dar el más leve respingo ni exhalar siquiera un gemidito.

            —No soy comestible –dijo Quark.

            —Será cabrón...

            F-Dog habría preferido no hacer ruido, pero no le quedaba más remedio, de modo que sacó del bolsillo interior del abrigo una automática Glock de nueve milímetros y le descerrajó dos tiros en la cabeza.

            Las balas rebotaron inofensivamente contra la coraza del robot.

            —¿Es esto una norma social, costumbre o hábito? –preguntó Quark

            F-Dog se lo quedó mirando boquiabierto. Durante un instante, se le pasó por la cabeza que aquel tipo quizá fuese el auténtico Santa Claus. Pero no, sólo era el bicho más raro que había visto en su vida. Aunque no parecía tener muchas luces...

            —De acuerdo, colega, perdona –dijo, guardando la pistola-. Te había tomado por un terrorista, pero ya veo que eres legal. Escucha, yo soy miembro del servicio de seguridad del presidente.

            —¿Conoces a Barak Obama?

            —Claro, tío. ¿No ves que los dos somos negros? Aquí todos los negros nos conocemos.

            Eso sonaba lógico.

            —¿Podrías llevarme ante él? –preguntó Quark.

            —Sí, por supuesto. Pero hay un problema: las normas.

            —¿Qué normas?

            —Las de seguridad, colega. Es por esos regalos que llevas en el saco; alguno de ellos podría ser una bomba. No es que yo lo crea, ¿eh?, porque somos amigos y sé que eres un tío cojonudo, pero mis jefes andan con la mosca detrás de la oreja y no se fían de nadie. Es por los comunistas y por esos árabes locos que estrellan aviones contra los rascacielos, ya sabes. El caso es que no se le puede dar nada al presidente sin revisarlo antes.

            —¿Qué debo hacer? –preguntó Quark.

            —Te voy a ayudar, colega. Como he dicho, soy miembro del servicio secreto del presidente, y resulta que mi cuartel general secreto está aquí cerca. Allí pueden inspeccionar los regalos.

            —Vale. Llévame, por favor. Gracias.

            F-Dog sacudió la cabeza con fingida pesadumbre.

            —Lo siento, colega, pero tú no puedes ir.

            —¿Por qué?

            —Porque es un cuartel general secreto y si fueras dejaría de ser secreto.

            Eso también sonaba lógico.

            —¿Qué hago entonces?

            —Ya te he dicho que te iba a ayudar. Somos amigos, ¿no? Mira, tú me das el saco a mí, yo lo llevo al cuartel general, lo escaneamos y, cuando comprobemos que no hay nada raro, vuelvo a buscarte con los regalos y nos vamos los dos a Washington a ver el presidente. ¿Qué te parece?

            Quark reflexionó durante unos segundos.

            —De acuerdo –dijo, entregándole el saco-. Gracias.

            —No hay por qué darlas, colega –repuso F-Dog mientras se alejaba-. Tardaré diez minutos en volver, quince como mucho. Tú no te muevas de aquí.

            Y desapareció en la oscuridad de la noche.

            Tres horas y media más tarde, Quark llegó a la conclusión de que algo no marchaba bien. Quizá aquel humano había sufrido un accidente, o puede que practicase esa extraña costumbre terrestre de expresar cosas distintas a la realidad. En cualquiera de ambos casos, parecía muy improbable que pudiera recuperar los obsequios. Su misión había fracasado.

            El embajador se dio la vuelta y echó a andar de regreso a Kane’s Park. Llegó allí bien entrada la madrugada, subió al platillo, salió del robot, se sentó a los mandos y despegó. Nadie fue testigo de aquello, pues la zona estaba desierta y la nave espacial, como señalamos al principio de esta historia, era invisible.

            Una hora más tarde, cuando el platillo volador dejaba atrás las estribaciones del Sistema Solar, Quark tuvo que reconocerse a sí mismo que estaba un poco preocupado. No por el fracaso de su embajada –ya habría otras-, ni por la pérdida de la Placa Menmónica y el Transmutador –ambos objetos podían duplicarse con facilidad-; lo que le inquietaba era el Ultracubo. A fin de cuentas, contenía la energía de una estrella y si alguien lo abría...

            Pero, ¿quién iba a ser tan idiota para abrir un Ultracubo? Hacía falta estar muy loco para girar un cuarto a la izquierda la rueda del transfundidor, bajar la palanquita del generador de fluzo, desplazar arriba el mando del dimensionador, ignorar la luz violeta de peligro y pulsar sucesivamente el primer botón del energómetro, el tercero del flasher, el segundo del tripster y el quinto del rotor de fotoalimentación. Sólo así podía abrirse un Ultracubo, y nadie en su sano juicio haría tal cosa.

            Muy lejos de allí, a 7.529 millones de kilómetros de distancia, en su agradable apartamento del Bronx, F-Dog estaba sentado en el salón, con un cubo lleno de esferas de oro a sus pies. Porque, por increíble que pareciese, aquel gordo loco había dicho la verdad: ese chisme, el transmutador, convertía cualquier cosa en oro. Así que F-Dog había pasado las últimas horas introduciendo en el aparato todo lo que tenía en su casa, desde la tierra de las macetas hasta macarrones, azúcar, lentejas o cereales, y ahora tenía casi ocho kilos de oro puro.

            ¡Era rico y lo iba a ser aún más! Por fin podría comprar los contactos necesarios para triunfar en el mundo del espectáculo, tendría un Ferrari, y una mansión en Berverly Hills, y follaría con actrices de Hollywood. Esa iba a ser la mejor Navidad de su vida.

            Pero, por desgracia, ya no tenía a mano nada que pudiese meter por el orificio de entrada del transmutador (no se le ocurrió probar con agua, que también servía), así que lo dejó a un lado y examinó los otros dos objetos que había en el saco. La Placa Mnemónica le pareció sólo un trozo de metal y lo tiró a la basura (adiós a la más elevada ciencia y la más avanzada tecnología), pero el Ultracubo, sin embargo, le llamó la atención. Era pesado, y las cosas pesadas suelen ser valiosas, pero además estaba lleno de mandos con los que se podía jugar. Así que estuvo más de media hora manipulando aquel cacharro al buen tun tun sin que sucediera absolutamente nada.

            Cansado de ese juego, F-Dog probó por última vez. Giró un cuarto a la izquierda una ruedecita, bajó una palanca y desplazó un mando hacia arriba. De pronto, una luz violeta se encendió.

            Vaya, pensó F-Dog; por fin pasaba algo. Alentado por aquella novedad, se fijó en que había cuatro filas verticales con nueve botones cada una. Pulsándolos al azar, oprimió el primer botón de la primera fila, el tercero de la segunda, el segundo de la tercera y... y el quinto de la cuarta.

            Lejos de allí, en los confines del Sistema Solar, las alarmas del platillo volador comenzaron a sonar cuando la nave fue alcanzada por el brutal destello energético. Rápidamente, Quark conectó el telescopio y enfocó con él la Tierra, pero ya no había Tierra. En su lugar, una pequeña estrella brillaba con un intensísimo fulgor paulatinamente decreciente.

            —Vaya... –musitó Quark.

            Unos minutos después, cuando el resplandor se extinguió, de la Tierra y su satélite sólo quedaban cenizas.

            Pensativo, Quark desconectó el telescopio y perdió la mirada. Iba a tener que dar muchas explicaciones cuando volviese con los suyos...

            Hizo un gesto que era el equivalente alienígena de un encogimiento de hombros. En cualquier caso, y aunque no fuese un pensamiento muy apropiado para un ofiuco, tras las horas que había pasado con los humanos, Quark no albergaba la menor duda de que la desaparición del planeta Tierra y de la especie que lo habitaba tampoco suponían una gran pérdida.