Nota del autor: Las novelas de Carmen Hidalgo están narradas por su protagonista. Sin embargo, El juego de los herejes comienza con una introducción en tercera persona. Ésta es:
Génesis
El editor Germán Bosco regresó a su piso a las diez menos veintiséis de la noche del viernes uno de diciembre, exactamente dos horas antes de morir asesinado. La precisión de ese lapso de tiempo se debió exclusivamente al azar, pues Bosco ignoraba por completo la alarmante proximidad de su muerte, y el hombre que iba a matarle tampoco sabía que debería hacerlo, aunque, por supuesto, estaba preparado para ello. Siempre estaba preparado para matar.
La casa, un viejo piso de ciento ochenta metros cuadrados situado en el centro de Madrid, se hallaba oscura y silenciosa cuando el editor cruzó la puerta de entrada. Su mujer, acompañada por sus dos hijos, había viajado aquella tarde a San Sebastián para pasar el fin de semana con sus padres, así que Bosco disponía de toda la casa para él solo, una suerte de pacífica intimidad de la que rara vez podía gozar.
El editor encendió la luz del vestíbulo y, mientras se despojaba del abrigo y la chaqueta, no pudo evitar contemplarse en el espejo del viejo perchero-paragüero de madera que se alzaba frente a la entrada. Su reflejo le devolvió la imagen de un hombre de mediana estatura, próximo al medio siglo de edad, con el pelo escaso y entrecano, el rostro regordete y un abultado estómago interponiéndose en la caída natural de la corbata. Debería hacer más ejercicio, apuntarse quizá a un gimnasio, se dijo por enésima vez, sin decidirse, como siempre, a fijar el momento de cumplir dichas promesas.
Bosco encendió las luces de la sala y se dirigió a la pequeña habitación atestada de libros que le servía de despacho; una vez allí, se acomodó tras el escritorio, conectó el ordenador y, aunque ya lo había hecho apenas una hora antes, comenzó a revisar y contestar su correo electrónico. Media hora más tarde, el telefonillo del portero automático sonó, anunciando la llegada de la visita que el editor esperaba. Bosco regresó al vestíbulo y pulsó el botón que abría el portal; luego, volvió a ponerse la americana y aguardó. Un par de minutos después, el timbre de la entrada rasgó con su ding-dong el silencio de la casa.
El editor abrió la puerta y, durante unos instantes, se quedó mirando confundido a los tres hombres que se hallaban al otro lado del umbral. Uno de ellos, el que estaba situado en el centro, era un cincuentón de baja estatura, muy menudo, con el cráneo totalmente calvo y los ojos agazapados tras unas gruesas gafas de miope con montura de concha. A su derecha se alzaba el polo opuesto, un hombre de unos cuarenta años, grande y fuerte, con el pelo moreno, abundante y rizado, que se apoyaba en un bastón de madera; a su izquierda permanecía hierático un treintañero de rasgos orientales con una anticuada cartera de cuero en una mano. Los tres vestían idénticos trajes negros y fue precisamente su número lo que desconcertó a Bosco, pues aguardaba a una persona, no a un trío.
—¿Don Germán Bosco? –preguntó el hombrecillo calvo con una sonrisa amable.
—Eh..., sí soy yo. ¿Vienen ustedes de parte del padre Lafuente?
—Así es –asintió el hombrecillo-. Mi nombre es Abraham Vargas; el caballero oriental se llama Zhang Wei y procede de Taiwán; mi otro acompañante es el señor Joao Oliveira, de Brasil. ¿Podemos pasar?
Bosco musitó un “por supuesto” y les invitó a entrar con un ademán; luego, tras cerrar la puerta, les condujo al salón. Vargas y Zhang se acomodaron en el sofá, Oliveira en una butaca de cuero rojo y Bosco frente a él, en un asiento gemelo.
—¿Desean tomar algo? –preguntó el editor-. ¿Una café, una cerveza...?
—No, muchas gracias –repuso Vargas-. Es tarde; si le parece, podemos pasar directamente al asunto que nos ocupa. Según nos ha contado el padre Lafuente, usted preside una editorial dedicada a temas esotéricos. Ediciones Grimorio creo que se llama.
—En realidad, no nos dedicamos exactamente al esoterismo –replicó Bosco-. Nosotros preferimos llamarlo historia alternativa o intrahistoria.
—De acuerdo –asintió Vargas-; intrahistoria pues. El padre Lafuente nos ha dicho que uno de los autores de su editorial acaba de escribir un libro donde defiende una teoría... digamos que inusual.
—El escritor se llama Sebastián Gálvez. ¿Le conocen?
—No, lo siento.
—Es nuestro autor estrella, por así decirlo; el que más libros vende. En su nuevo ensayo propone, en efecto, una revisión histórica muy audaz. En fin, estoy acostumbrado a publicar textos un tanto sensacionalistas, pero en este caso, Gálvez afirma que todo es cierto y asegura que tiene pruebas que lo demuestran. Por eso le pregunté a mi amigo, el padre Lafuente, si conocía a algún experto que pudiera asesorarme.
—El señor Zhang –dijo Vargas, señalando al oriental- es doctor en Estudios Semíticos y especialista en Arqueología Bíblica. Estoy convencido de que se trata de la persona más adecuada para orientarle.
Bosco intentó escrutar el inescrutable rostro del taiwanés y se encogió de hombros.
—Muy bien –dijo-. ¿Quieren que les haga un resumen del libro?
—No es necesario; el padre Lafuente ya nos lo ha contado por encima. Lo que sí necesitaríamos es examinar el texto. ¿Lo tiene usted aquí?
—Sí, pero... ¿lo van a leer ahora?
—No tardaremos mucho. Aunque, claro, quizá estemos molestando a su familia...
—No, no; mi familia está pasando fuera el fin de semana. Aguarden un momento.
Bosco se dirigió a su despacho y regresó un minuto más tarde con una carpeta y un montón de folios impresos sin encuadernar. Tras acomodarse de nuevo en la butaca, dejó la carpeta sobre una mesita y le entregó los folios a Vargas.
—Son casi trecientas cincuenta páginas –advirtió.
—He seguido cursos de lectura rápida –repuso el hombrecillo-. Acabaré en seguida.
A continuación, se ajustó las gafas con las dos manos y comenzó a examinar el texto. Según pudo comprobar Bosco, Vargas no había mentido cuando aseguró que leía rápido, pues cada hoja le duraba apenas diez segundos. De vez en cuando, se detenía para cuchichear algo en voz baja con el oriental y luego continuaba leyendo a un ritmo endiablado. No obstante, por muy deprisa que leyese, contemplar cómo alguien descifraba un texto era un espectáculo sumamente aburrido, así que el editor se levantó tres veces; una para ir al servicio, otra para examinar de nuevo el correo electrónico y la tercera para beber un vaso de agua, el último de su existencia. Finalmente, después de media hora larga de lectura, Vargas dejó los folios sobre la mesa y, tras intercambiar unas palabras en voz baja con Zhang, se quedó mirando al editor con los brazos cruzados y el semblante serio.
—¿Y bien? –preguntó Bosco.
—¿Alguien más conoce este texto? –preguntó a su vez el hombrecillo.
—Por lo que yo sé, no; mis socios aún no lo han leído. Bueno, ¿qué opina?
—Que es un completo disparate –sentenció Vargas-. Un cúmulo de insensateces.
—Gálvez es historiador –replicó Bosco-, y el texto parece muy documentado.
—Los datos básicos son en general correctos, pero esa historia de los mandeos es ridícula y las conclusiones... en fin, no son más que un montón de tonterías sin base histórica alguna.
El editor se acarició, pensativo, el mentón.
—Gálvez afirma que tiene pruebas –repuso.
—¿Qué clase de pruebas?
Bosco sacó de la carpeta una hoja escrita a mano y se la entregó al hombrecillo.
—Junto con el texto –dijo-, Gálvez me envió esta nota. Como puede comprobar, asegura que tiene el manuscrito.
Vargas le echó un rápido vistazo a la carta y la dejó encima de la mesa, junto a los folios.
—¿Ha visto usted ese manuscrito? –preguntó.
—No.
—¿Ha hablado con el escritor desde que recibió el texto?
—Hace una semana que lo intento, pero no logro dar con él.
Vargas entrecruzó los dedos de las manos y esbozó una sonrisa paternal.
—Me temo que el señor Gálvez es víctima de un engaño –dijo-. Si realmente tiene el documento, se tratará sin duda de una falsificación. Le aseguro que en los estudios bíblicos no existe la menor referencia a ese supuesto “legado mandeo”. Es un fraude, puede estar seguro.
El editor dejó escapar un suspiro.
—Supongo que tiene razón –musitó-. Es demasiado bonito para ser verdad.
Vargas le miró con el ceño fruncido.
—¿Le parece bonito lo que sostiene el libro de Gálvez? –preguntó.
—Editorialmente sí, por supuesto. Si fuera verdad, sería un bombazo.
—Pero no es verdad, así que supongo que no va a publicarlo.
El editor parpadeó, como si no acabara de entender lo que decía el hombrecillo.
—Claro que voy a publicarlo.
—¿Aún sabiendo que todo es mentira?
Bosco se encogió de hombros.
—Muchos de los libros que publicamos son mil veces más insensatos que éste –dijo-. En el fondo, yo creo que la mayor parte de nuestros lectores no se los toma en serio; los leen porque son divertidos y luego se olvidan de ellos. En cualquier caso, un nuevo libro de Gálvez nos garantiza como mínimo entre quince y veinte mil ejemplares vendidos, lo cual, para una editorial pequeña como la nuestra, no está nada mal.
Vargas respiró profundamente y, tras intercambiar una mirada con Zhang, comentó:
—El padre Lafuente nos ha asegurado que es usted un hombre religioso.
—Lo soy. Católico practicante.
—¿Y, aún así, va a publicar un libro que contiene graves ofensas para su propia fe?
Bosco se removió en su asiento; aquella reunión estaba comenzando a ser incómoda.
—La editorial no es sólo mía, tengo socios –se excusó-; así que, como comprenderá, no puedo permitir que mis creencias personales afecten al negocio. Además, ya le hemos pagado a Gálvez un generoso anticipo por el libro. –Consultó su reloj-. Les agradezco mucho su ayuda, caballeros, pero se está haciendo tarde...
Ignorando la explicita invitación a marcharse, Vargas fijó en el editor las dos puntas de aguja en que las gruesas lentes convertían sus pupilas.
—¿Hay algo que podamos hacer o decir para que cambie de idea acerca de la publicación de ese libelo? –preguntó, pronunciando muy despacio las palabras.
¡Libelo!; aquello estaba pasando de castaño a oscuro, pensó Bosco.
—La decisión está tomada, lo siento. Y ahora, si me disculpan, les agradecería que me dejaran solo. Es tarde y quisiera descansar.
Ignorándole de nuevo, Vargas bajó la mirada al suelo; al cabo de unos instantes de apesadumbrado silencio, alzó la cabeza, miró a Oliveira, cerró los ojos –como si le abrumara la decisión que acababa de tomar- y asintió un par de veces con la cabeza.
Entonces, Oliveira, siempre silencioso, sujetó su bastón con una mano, desenroscó la empuñadura con la otra y extrajo del interior del fuste un largo tubo de madera. Bosco se puso en pie y, contemplando con extrañeza al brasileño, preguntó:
—Oiga, ¿qué está haciendo?...
Imperturbable, Oliveira se llevó un extremo del tubo a la boca, apuntó el otro extremo hacia el editor y sopló con fuerza. Al instante, un diminuto dardo surcó el aire y se clavó en el cuello de Bosco. Éste dio un paso atrás, se arrancó el dardo del cuello, lo contempló con alarmada extrañeza y masculló:
—¿Pero qué...?
No pudo completar la frase pues, de pronto, la garganta se le bloqueó, las piernas dejaron de sostenerle y se derrumbó sobre el suelo, boca arriba, exánime. No estaba muerto, sino paralizado, aunque la vida se le escapaba a chorros conforme el veneno se extendía por su corriente sanguínea.
Vargas se incorporó, cogió el dardo del suelo y se lo entregó a Oliveira. Luego, se arrodilló junto al editor y, mirándole a los ojos, dijo:
—Lo siento, no había más remedio. Será mejor que se arrepienta de sus pecados, pues dentro de poco tendrá que rendir cuenta de ellos.
Acto seguido, sacó del bolsillo un frasquito de cristal, lo destapó, se untó los dedos con el líquido que contenía y trazó unos signos sobre la frente y las manos del moribundo. Mientras lo hacía, pronunciaba en voz baja una letanía. Poco después, cuando el veneno paralizó los músculos que movían los pulmones, Bosco exhaló, literalmente, su último aliento y murió. Faltaban veintiséis minutos para la medianoche.
Sin mediar palabra, los tres hombres se pusieron en pie y fueron en busca del despacho del editor. Cuando lo encontraron, procedieron a registrarlo minuciosamente, procurando no desordenar nada. Zhang se acomodó frente al ordenador y, tras examinar los archivos de texto y los correos electrónicos, hizo un backup con ayuda del disco duro externo que llevaba en la cartera. Veinte minutos más tarde, abandonaron el despacho, recogieron el manuscrito y la carta de Gálvez, y salieron del piso dejándolo tal y como lo habían encontrado.
Y ahí se quedó el editor Germán Bosco, tirado en el suelo, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas en un gesto de sorpresa, como si aún no acabara de creerse que estaba total y definitivamente muerto.
La casa, un viejo piso de ciento ochenta metros cuadrados situado en el centro de Madrid, se hallaba oscura y silenciosa cuando el editor cruzó la puerta de entrada. Su mujer, acompañada por sus dos hijos, había viajado aquella tarde a San Sebastián para pasar el fin de semana con sus padres, así que Bosco disponía de toda la casa para él solo, una suerte de pacífica intimidad de la que rara vez podía gozar.
El editor encendió la luz del vestíbulo y, mientras se despojaba del abrigo y la chaqueta, no pudo evitar contemplarse en el espejo del viejo perchero-paragüero de madera que se alzaba frente a la entrada. Su reflejo le devolvió la imagen de un hombre de mediana estatura, próximo al medio siglo de edad, con el pelo escaso y entrecano, el rostro regordete y un abultado estómago interponiéndose en la caída natural de la corbata. Debería hacer más ejercicio, apuntarse quizá a un gimnasio, se dijo por enésima vez, sin decidirse, como siempre, a fijar el momento de cumplir dichas promesas.
Bosco encendió las luces de la sala y se dirigió a la pequeña habitación atestada de libros que le servía de despacho; una vez allí, se acomodó tras el escritorio, conectó el ordenador y, aunque ya lo había hecho apenas una hora antes, comenzó a revisar y contestar su correo electrónico. Media hora más tarde, el telefonillo del portero automático sonó, anunciando la llegada de la visita que el editor esperaba. Bosco regresó al vestíbulo y pulsó el botón que abría el portal; luego, volvió a ponerse la americana y aguardó. Un par de minutos después, el timbre de la entrada rasgó con su ding-dong el silencio de la casa.
El editor abrió la puerta y, durante unos instantes, se quedó mirando confundido a los tres hombres que se hallaban al otro lado del umbral. Uno de ellos, el que estaba situado en el centro, era un cincuentón de baja estatura, muy menudo, con el cráneo totalmente calvo y los ojos agazapados tras unas gruesas gafas de miope con montura de concha. A su derecha se alzaba el polo opuesto, un hombre de unos cuarenta años, grande y fuerte, con el pelo moreno, abundante y rizado, que se apoyaba en un bastón de madera; a su izquierda permanecía hierático un treintañero de rasgos orientales con una anticuada cartera de cuero en una mano. Los tres vestían idénticos trajes negros y fue precisamente su número lo que desconcertó a Bosco, pues aguardaba a una persona, no a un trío.
—¿Don Germán Bosco? –preguntó el hombrecillo calvo con una sonrisa amable.
—Eh..., sí soy yo. ¿Vienen ustedes de parte del padre Lafuente?
—Así es –asintió el hombrecillo-. Mi nombre es Abraham Vargas; el caballero oriental se llama Zhang Wei y procede de Taiwán; mi otro acompañante es el señor Joao Oliveira, de Brasil. ¿Podemos pasar?
Bosco musitó un “por supuesto” y les invitó a entrar con un ademán; luego, tras cerrar la puerta, les condujo al salón. Vargas y Zhang se acomodaron en el sofá, Oliveira en una butaca de cuero rojo y Bosco frente a él, en un asiento gemelo.
—¿Desean tomar algo? –preguntó el editor-. ¿Una café, una cerveza...?
—No, muchas gracias –repuso Vargas-. Es tarde; si le parece, podemos pasar directamente al asunto que nos ocupa. Según nos ha contado el padre Lafuente, usted preside una editorial dedicada a temas esotéricos. Ediciones Grimorio creo que se llama.
—En realidad, no nos dedicamos exactamente al esoterismo –replicó Bosco-. Nosotros preferimos llamarlo historia alternativa o intrahistoria.
—De acuerdo –asintió Vargas-; intrahistoria pues. El padre Lafuente nos ha dicho que uno de los autores de su editorial acaba de escribir un libro donde defiende una teoría... digamos que inusual.
—El escritor se llama Sebastián Gálvez. ¿Le conocen?
—No, lo siento.
—Es nuestro autor estrella, por así decirlo; el que más libros vende. En su nuevo ensayo propone, en efecto, una revisión histórica muy audaz. En fin, estoy acostumbrado a publicar textos un tanto sensacionalistas, pero en este caso, Gálvez afirma que todo es cierto y asegura que tiene pruebas que lo demuestran. Por eso le pregunté a mi amigo, el padre Lafuente, si conocía a algún experto que pudiera asesorarme.
—El señor Zhang –dijo Vargas, señalando al oriental- es doctor en Estudios Semíticos y especialista en Arqueología Bíblica. Estoy convencido de que se trata de la persona más adecuada para orientarle.
Bosco intentó escrutar el inescrutable rostro del taiwanés y se encogió de hombros.
—Muy bien –dijo-. ¿Quieren que les haga un resumen del libro?
—No es necesario; el padre Lafuente ya nos lo ha contado por encima. Lo que sí necesitaríamos es examinar el texto. ¿Lo tiene usted aquí?
—Sí, pero... ¿lo van a leer ahora?
—No tardaremos mucho. Aunque, claro, quizá estemos molestando a su familia...
—No, no; mi familia está pasando fuera el fin de semana. Aguarden un momento.
Bosco se dirigió a su despacho y regresó un minuto más tarde con una carpeta y un montón de folios impresos sin encuadernar. Tras acomodarse de nuevo en la butaca, dejó la carpeta sobre una mesita y le entregó los folios a Vargas.
—Son casi trecientas cincuenta páginas –advirtió.
—He seguido cursos de lectura rápida –repuso el hombrecillo-. Acabaré en seguida.
A continuación, se ajustó las gafas con las dos manos y comenzó a examinar el texto. Según pudo comprobar Bosco, Vargas no había mentido cuando aseguró que leía rápido, pues cada hoja le duraba apenas diez segundos. De vez en cuando, se detenía para cuchichear algo en voz baja con el oriental y luego continuaba leyendo a un ritmo endiablado. No obstante, por muy deprisa que leyese, contemplar cómo alguien descifraba un texto era un espectáculo sumamente aburrido, así que el editor se levantó tres veces; una para ir al servicio, otra para examinar de nuevo el correo electrónico y la tercera para beber un vaso de agua, el último de su existencia. Finalmente, después de media hora larga de lectura, Vargas dejó los folios sobre la mesa y, tras intercambiar unas palabras en voz baja con Zhang, se quedó mirando al editor con los brazos cruzados y el semblante serio.
—¿Y bien? –preguntó Bosco.
—¿Alguien más conoce este texto? –preguntó a su vez el hombrecillo.
—Por lo que yo sé, no; mis socios aún no lo han leído. Bueno, ¿qué opina?
—Que es un completo disparate –sentenció Vargas-. Un cúmulo de insensateces.
—Gálvez es historiador –replicó Bosco-, y el texto parece muy documentado.
—Los datos básicos son en general correctos, pero esa historia de los mandeos es ridícula y las conclusiones... en fin, no son más que un montón de tonterías sin base histórica alguna.
El editor se acarició, pensativo, el mentón.
—Gálvez afirma que tiene pruebas –repuso.
—¿Qué clase de pruebas?
Bosco sacó de la carpeta una hoja escrita a mano y se la entregó al hombrecillo.
—Junto con el texto –dijo-, Gálvez me envió esta nota. Como puede comprobar, asegura que tiene el manuscrito.
Vargas le echó un rápido vistazo a la carta y la dejó encima de la mesa, junto a los folios.
—¿Ha visto usted ese manuscrito? –preguntó.
—No.
—¿Ha hablado con el escritor desde que recibió el texto?
—Hace una semana que lo intento, pero no logro dar con él.
Vargas entrecruzó los dedos de las manos y esbozó una sonrisa paternal.
—Me temo que el señor Gálvez es víctima de un engaño –dijo-. Si realmente tiene el documento, se tratará sin duda de una falsificación. Le aseguro que en los estudios bíblicos no existe la menor referencia a ese supuesto “legado mandeo”. Es un fraude, puede estar seguro.
El editor dejó escapar un suspiro.
—Supongo que tiene razón –musitó-. Es demasiado bonito para ser verdad.
Vargas le miró con el ceño fruncido.
—¿Le parece bonito lo que sostiene el libro de Gálvez? –preguntó.
—Editorialmente sí, por supuesto. Si fuera verdad, sería un bombazo.
—Pero no es verdad, así que supongo que no va a publicarlo.
El editor parpadeó, como si no acabara de entender lo que decía el hombrecillo.
—Claro que voy a publicarlo.
—¿Aún sabiendo que todo es mentira?
Bosco se encogió de hombros.
—Muchos de los libros que publicamos son mil veces más insensatos que éste –dijo-. En el fondo, yo creo que la mayor parte de nuestros lectores no se los toma en serio; los leen porque son divertidos y luego se olvidan de ellos. En cualquier caso, un nuevo libro de Gálvez nos garantiza como mínimo entre quince y veinte mil ejemplares vendidos, lo cual, para una editorial pequeña como la nuestra, no está nada mal.
Vargas respiró profundamente y, tras intercambiar una mirada con Zhang, comentó:
—El padre Lafuente nos ha asegurado que es usted un hombre religioso.
—Lo soy. Católico practicante.
—¿Y, aún así, va a publicar un libro que contiene graves ofensas para su propia fe?
Bosco se removió en su asiento; aquella reunión estaba comenzando a ser incómoda.
—La editorial no es sólo mía, tengo socios –se excusó-; así que, como comprenderá, no puedo permitir que mis creencias personales afecten al negocio. Además, ya le hemos pagado a Gálvez un generoso anticipo por el libro. –Consultó su reloj-. Les agradezco mucho su ayuda, caballeros, pero se está haciendo tarde...
Ignorando la explicita invitación a marcharse, Vargas fijó en el editor las dos puntas de aguja en que las gruesas lentes convertían sus pupilas.
—¿Hay algo que podamos hacer o decir para que cambie de idea acerca de la publicación de ese libelo? –preguntó, pronunciando muy despacio las palabras.
¡Libelo!; aquello estaba pasando de castaño a oscuro, pensó Bosco.
—La decisión está tomada, lo siento. Y ahora, si me disculpan, les agradecería que me dejaran solo. Es tarde y quisiera descansar.
Ignorándole de nuevo, Vargas bajó la mirada al suelo; al cabo de unos instantes de apesadumbrado silencio, alzó la cabeza, miró a Oliveira, cerró los ojos –como si le abrumara la decisión que acababa de tomar- y asintió un par de veces con la cabeza.
Entonces, Oliveira, siempre silencioso, sujetó su bastón con una mano, desenroscó la empuñadura con la otra y extrajo del interior del fuste un largo tubo de madera. Bosco se puso en pie y, contemplando con extrañeza al brasileño, preguntó:
—Oiga, ¿qué está haciendo?...
Imperturbable, Oliveira se llevó un extremo del tubo a la boca, apuntó el otro extremo hacia el editor y sopló con fuerza. Al instante, un diminuto dardo surcó el aire y se clavó en el cuello de Bosco. Éste dio un paso atrás, se arrancó el dardo del cuello, lo contempló con alarmada extrañeza y masculló:
—¿Pero qué...?
No pudo completar la frase pues, de pronto, la garganta se le bloqueó, las piernas dejaron de sostenerle y se derrumbó sobre el suelo, boca arriba, exánime. No estaba muerto, sino paralizado, aunque la vida se le escapaba a chorros conforme el veneno se extendía por su corriente sanguínea.
Vargas se incorporó, cogió el dardo del suelo y se lo entregó a Oliveira. Luego, se arrodilló junto al editor y, mirándole a los ojos, dijo:
—Lo siento, no había más remedio. Será mejor que se arrepienta de sus pecados, pues dentro de poco tendrá que rendir cuenta de ellos.
Acto seguido, sacó del bolsillo un frasquito de cristal, lo destapó, se untó los dedos con el líquido que contenía y trazó unos signos sobre la frente y las manos del moribundo. Mientras lo hacía, pronunciaba en voz baja una letanía. Poco después, cuando el veneno paralizó los músculos que movían los pulmones, Bosco exhaló, literalmente, su último aliento y murió. Faltaban veintiséis minutos para la medianoche.
Sin mediar palabra, los tres hombres se pusieron en pie y fueron en busca del despacho del editor. Cuando lo encontraron, procedieron a registrarlo minuciosamente, procurando no desordenar nada. Zhang se acomodó frente al ordenador y, tras examinar los archivos de texto y los correos electrónicos, hizo un backup con ayuda del disco duro externo que llevaba en la cartera. Veinte minutos más tarde, abandonaron el despacho, recogieron el manuscrito y la carta de Gálvez, y salieron del piso dejándolo tal y como lo habían encontrado.
Y ahí se quedó el editor Germán Bosco, tirado en el suelo, con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas en un gesto de sorpresa, como si aún no acabara de creerse que estaba total y definitivamente muerto.
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