En ocasiones, cuando yo era pequeño, entraba en el despacho de mi padre procurando no hacer ruido y le observaba trabajar. Era todo un espectáculo. Mi padre, sentado frente a una máquina de escribir eléctrica, pulsaba el teclado a toda velocidad, más rápido que una buena mecanógrafa, aunque sólo utilizaba cuatro dedos (el índice y el corazón de cada mano). Pero lo llamativo no era la velocidad, sino las pausas, lo que ocurría cuando no escribía. En esos momentos, mi padre comenzaba a recitar en voz baja los diálogos que acto seguido convertiría en tinta sobre papel, y gesticulaba con ambas manos, y su rostro se transfiguraba en un mosaico de expresiones.
Él no se daba cuenta de que yo estaba allí, espiándole; de hecho, creo que no era consciente de nada de lo que había o sucedía a su alrededor. En realidad, estaba en otro lugar, era otras personas, vivía diferentes vidas, las que brotaban como un torrente de su inagotable imaginación. Jamás he visto a nadie concentrarse tanto en su trabajo.
Mi padre se llamaba José Mallorquí y fue el hombre que creó a César de Echagüe, El Coyote. Viví con él durante diecinueve años; luego, se fue para siempre, igual que algún día nos iremos todos, aunque su muerte resultó algo más dramática de lo normal. ¿Le conocí realmente? Supongo que no; yo era muy joven por aquel entonces y él, para mí, era más un arquetipo –el padre- que una persona. A decir verdad, la opinión que ahora tengo sobre mi padre se forjó a posteriori, en los años que siguieron a su muerte, conforme la edad y la experiencia me fueron permitiendo comprenderle mejor. ¿Conozco su obra? Imagino que más que la mayoría, pero desde luego menos que algunos de sus lectores más entusiastas, como he podido comprobar a lo largo del tiempo.
Sin embargo, yo estuve allí, viéndole trabajar, formé parte de su familia y fui testigo de algunos de sus momentos de gloria y de los breves años de dolor y declive que precedieron a su final. Supongo que eso me da algún crédito para hablar sobre él. Su recuerdo dejó en mí, y en mis hermanos, una huella indeleble, pero también en otra mucha gente y, si he de ser sincero, no estoy seguro de saber por qué. Mi padre era un hombre tímido y callado, amante de la soledad y poco dado a las efusiones. Sin embargo, todos los que le conocieron, incluso aquellos que lo trataron poco, le recuerdan con particular cariño. Entonces, ¿qué tenía de especial?
Las páginas que siguen a esta introducción intentarán explicar, aunque sea mínimamente, a José Mallorquí como ser humano y como escritor, si es que en su caso había alguna diferencia entre ambos aspectos.
El Hombre
Mi padre era de mediana estatura, grueso, corpulento, con un cráneo redondo y macizo en el que destacaban una gran calva y las gruesas lentes de miope que cabalgaban sobre una nariz más bien chata. Durante la mayor parte de su vida usó bigote, pero luego, durante los últimos años, cuando llegaron las canas, se lo afeitó. Nunca me acostumbré a verle sin él; de algún modo, me parecía que a su rostro le faltaba algo sustancial, como si en vez de un rasurado hubiera sufrido una amputación.
Si reviso viejas fotos familiares, veo en ellas a un joven miope, con grandes entradas, delgado y atlético, que practicaba la natación, el esquí y el montañismo. Pero también compruebo que lo del deporte duró poco y mi padre, superado el régimen forzoso de la guerra, no tardó en adquirir el rotundo volumen corporal que le caracterizaría durante el resto de su vida. Le encantaba comer y lo hacía con un apetito sobrehumano. Incluso más adelante, cuando le diagnosticaron diabetes, mi padre siguió regalándose con copiosos banquetes cada vez que lograba zafarse de la férrea vigilancia de mi madre (debía de ser una diabetes muy tolerable, pues su salud nunca se resintió por los frecuentes excesos).
José Mallorquí Figuerola nació en Barcelona el 12 de febrero de 1913. Era lo que por aquel entonces se llamaba, en tono más bien despectivo, hijo natural. Su padre, José Serra Farré, jamás le reconoció, así que tuvo que adoptar los apellidos de su madre, Eulalia Mallorquí Figuerola. Fue un hijo no deseado, razón por la cual sus progenitores optaron por quitárselo de encima; primero pasó al cuidado de un ama de cría, Isidra; después al de doña Ramona, a la que él siempre consideraría su abuela, aunque no lo era; por último, ingresó como interno en el colegio de los salesianos.
Mi padre nunca hablaba de su infancia ni de su primera juventud. Supongo que fue una época muy difícil para él, que le avergonzaba ser hijo natural, que le hería recordar el escaso amor que recibió de sus padres. Lo que conozco de aquellos tiempos lo sé por haberlo leído, no porque él me lo contara. Creo que mi padre hizo siempre todo lo posible por olvidar su niñez y, sin embargo, el niño triste y tímido que fue estuvo siempre con él, hasta el día de su muerte.
Sé que mi padre fue un mal estudiante, que a los catorce años abandonó el colegio y entró a trabajar en la firma de electrodomésticos Marelli, como meritorio, y que luego ejerció idénticas funciones en la fábrica de productos químicos Foret. Sé que en algún momento de su adolescencia se convirtió en un apasionado de la lectura, que leía sin ningún orden todo lo que caía en sus manos: Zane Grey, Oliver Corwood, Dumas, Peter Keyne, Zola, Galdós, Alarcón, Guido de Verona, Blasco Ibañez (a quién admiraba profundamente y de quien siempre conservó una foto dedicada), Palacio Valdés, Jardiel Poncela... Sé que en 1931 murió su madre y que, tras recibir una no despreciable herencia, dejó el trabajo y se regaló un par de años de buena vida, convirtiéndose en un joven sportman entregado a la natación, al ski, al montañismo, al ciclismo, los viajes y, en resumen, a no hacer nada.
Sé que luego, en 1933, una vez dilapidada la herencia de su madre, mi padre se vio de repente sin dinero, sin oficio y sin ninguna clase de preparación, situación que resolvió de una manera que sólo cabe calificar de absurda, aunque a la larga demostró ser providencial. En la editorial Molino buscaban traductores de inglés, pero mi padre sólo sabía francés, así que se puso de acuerdo con un amigo, natural de Inglaterra, que hablaba francés, pero nada de español. La cosa funcionaba así: el amigo traducía del inglés al francés y mi padre lo trasladaba al castellano. Una locura, pero funcionó. Mi padre fue contratado por Molino y, mediante ese peculiar método, tradujo una novela de Sabatini. No obstante, como la necesidad de contar con un colaborador resultaba muy onerosa, mi padre prescindió de su amigo inglés para la siguiente traducción que le encargaron, una novela de Agatha Christie. ¿Qué hizo? Aprender inglés. ¿Cómo? Con la ayuda de un diccionario. José Mallorquí aprendió inglés con un simple diccionario. Parece increíble.
Sé que mi padre trabajó exclusivamente como traductor hasta 1936, y que ese mismo año, el veintitrés de diciembre, se casó con mi madre, Leonor del Corral. Mucha tiempo después, examinando viejos documentos y cartas familiares, descubrí que el noviazgo de mis padres no fue sencillo, pues mi abuela materna se opuso siempre a la relación de su hija con un joven traductor al que le auguraba un negro porvenir. Y es que mi abuela, aparte de ser idiota, carecía del don de la profecía. Mi padre jamás le perdonó a su suegra el trato despectivo que le dispensó al principio y, durante los últimos años de su vida, dejó de dirigirle la palabra. Por el contrario, mi padre sentía un gran afecto por su suegro, el crítico teatral y periodista Carlos del Corral.
Mi padre hablaba muy poco del periodo de la guerra, y casi todo lo que contaba eran anécdotas sin especial relevancia. Sé que rompió sus gafas de miope para eludir el frente, que fue prófugo durante unos meses, que pasó mucha hambre, que la guerra le horrorizó, pero que, al tiempo, jamás se sintió tan vivo. Eso es todo lo que sé. Ah, y algo más: el día que se acabó la guerra, mi padre se bebió de un trago una botella de aceite de oliva. Supongo que aquel litro de aceite sumó los primeros gramos a lo que más adelante, y ya para siempre, sería una considerable obesidad.
Sin embargo, fue durante la guerra cuando mi padre comenzó a dar sus primeros pasos como escritor. Al principio fueron unas cuantas narraciones breves destinadas al público infantil y juvenil que aparecieron en la Serie Popular Molino. Luego, a partir del 37, comenzó a escribir una serie de novelas cortas sobre temas deportivos, que no se publicarían hasta el 39, bajo el título de La Novela Deportiva. Por esas mismas fechas, mi padre asumió la dirección editorial de Narraciones Terroríficas, una revista pulp publicada por Molino para la que traducía cuentos extraídos de la norteamericana Weird Tales y en la que incluyó, sin cobrarlos, diecisiete relatos suyos.
Más adelante, entre 1940 y 1941, publicó once biografías de conquistadores españoles en la colección Historia y Leyenda. Cabe suponer que esta incursión en la historia de la América hispana sería decisiva a la hora de forjar su posterior visión del western. Pero antes de acometer el género que le dio la fama, mi padre probó suerte con el relato policiaco; publicó cuatro novelas largas en Biblioteca Oro... y las cuatro fracasaron. Ése, creo, fue su mayor revés como escritor. Adoraba el género detectivesco, pero no estaba dotado para él; su fuerte nunca fue la arquitectura del argumento, sino la composición de los personajes.
Sin embargo, fue a partir de ese fracaso cuando las cosas comenzaron a encarrilarse. La Guerra Mundial dificultaba la adquisición de derechos de autor, de modo que Pablo Molino decidió incorporar escritores españoles a su colección Hombres Audaces, entre ellos a mi padre. Así surgió la serie Tres Hombres Buenos, en un principio destinada a ser una imitación del Pete Rice de Gridley, pero que desde el principio adquirió personalidad propia, ya que invertía los términos usuales del western: en vez de rubios yanquis, los héroes eran hispanos (un español, un portugués y un mexicano). Ese mismo año, mi padre inauguraría en la misma colección la serie Duke, cuyo protagonista era una mezcla de Doc Savage y Donald Lam.
En 1943, Germán Plaza le encargó la colección Novelas del Oeste para la recién nacida Editorial Clíper. En otoño de ese año, apareció en dicha colección una novela sobre un vengador enmascarado llamada El Coyote y firmada con el seudónimo de Carter Mulford. La novela no tuvo especial éxito, fue una más entre tantas, pero... Un año más tarde, mi padre propuso crear una colección centrada en el personaje, primero a Pablo Molino, que rechazó la idea, y después a Germán Plaza, que la aceptó. La serie inició su andadura en septiembre de 1944. El resto ya es historia.
El Coyote se convirtió en el mayor éxito de la literatura popular española del siglo XX y transformó a mi padre en el escritor más popular y conocido de España. Pero sobre este asunto se ha escrito mucho, y nada valioso puedo añadir. Poco a poco, el éxito de El Coyote fue declinando hasta que, ciento noventa y dos títulos después, la serie se dio por clausurada. Corría el año 1953. Desde el 49, mi padre había probado fortuna con otras series –Pueblos del Oeste, Jíbaro y la colección Futuro-, pero ninguna de ellas obtuvo la resonancia que había conseguido El Coyote.
Y aquí llegamos a una encrucijada, a un punto de inflexión donde la vida de mi padre, y por ende la de nuestra familia, dio un brusco giro. También fue un momento importante para mí, pues nací ese año, en 1953, justo después de que El Coyote muriera. Quizá por eso, en honor suyo, llevo su nombre, César.
A finales del 53, comprendiendo que la literatura popular –que él mismo había contribuido a desarrollar- se hallaba en declive, mi padre decidió que lo más oportuno era cambiar de aires. A comienzos de 1954 recibió una llamada del productor Eduardo Manzanos, proponiéndole adaptar al cine algunas de sus novelas. En verano de aquel mismo año, Manuel Aznar, directivo de la SER, le invitó a trabajar para la cadena desde los estudios de Radio Madrid.
La incursión de mi padre en el mundo del cine fue escasamente fructífera. Eran los tiempos del gazpacho-western, un género que jamás produjo ni un solo título medianamente presentable, y su caso no iba a ser la excepción. Cabalgando con la muerte, Tres hombres buenos, El vengador de California, El valle de los hombres de piedra, El Coyote... Ninguna de las películas en las que participó mi padre se salvó de la catástrofe. Es cierto que los medios de producción eran paupérrimos, que los directores y los actores eran de tercera fila, que no existía la menor pretensión de calidad; pero también es verdad que mi padre no estaba dotado para el guión cinematográfico. Su estilo se basaba en el diálogo, en la palabra, y el eje del cine es la imagen.
De todas las películas que contaron con la colaboración de José Mallorquí, o estuvieron basadas en sus novelas, sólo tres poseen algo de entidad: Dos cuentos para dos (1947), de Luis Lucía, protagonizada por los entrañables Tony Leblanc y Pepe Isbert; Brandy, dirigida por un primerizo José Luis Borau y, por último, la póstuma Morir... dormir... tal vez soñar (1976), de Manuel Mur Oti. Éste último film está basado en un programa dramático especial que mi padre escribió para la SER y que fue candidato al Premio Italia, un galardón internacional de radio que otorgaba la RAI. Con independencia de la calidad de la película, recuerdo que en aquel guión mi padre incluyó gran cantidad de elementos autobiográficos. A través de un tratamiento onírico, la historia narra una saga que abarca cincuenta años de la vida de una familia, de 1916 a 1966. Creo que mi padre se reflejó a sí mismo, de alguna forma, en ese guión; no tanto siendo fiel a su vida, como convirtiéndola en lo que a él le hubiera gustado que fuese.
En cualquier caso, el resto de las películas son perfectamente olvidables, y mi padre fue muy consciente de ello: por eso, a mediados del 54, aceptó la oferta de Aznar y comenzó a colaborar con la SER, resucitando a unos viejos amigos: César Guzmán y Joao da Silveira, dos de los tres Hombres Buenos (Diego de Abriles fue drásticamente licenciado). Así surgió uno de los seriales míticos de la radiodifusión española: Dos hombres buenos. Aún ahora, después de casi medio siglo, todavía me encuentro con gente que recuerda con cariño aquel serial, y cómo corrían del colegio a casa para oírlo. Alguien dijo que España se paralizaba durante media hora todas las tardes, pues nadie quería perderse Dos hombres buenos.
Esta radionovela fue un gran éxito y, además, acompañó a mi padre hasta su muerte, aunque transformándose mucho a lo largo de las dos décadas que permaneció en antena. Además, significó el comienzo de un brillante carrera en la que, durante los siguientes dieciocho años, mi padre creó radionovelas como El Coyote, Los Bustamante, Historias Deportivas, Último sol, Don Juan se quiere casar, La sangre de los Yberon, Lydia o Lorena Harding, y programas especiales como La marcha del tiempo, La historia del disco, La Tierra antes de Adán, La vida de Carlos Gardel, España o La vuelta al mundo. Todos sus programas radiofónicos tuvieron un extraordinario éxito y gracias a ellos obtuvo dos veces el Premio Ondas (1954 y 1964) y el Premio Nacional de Radio (1965). Además, mi padre no se limitaba a escribir los guiones, sino que también los dirigía. Le preocupaba extraordinariamente la interpretación, los efectos especiales, la música y el ritmo narrativo. Sus guiones estaban plagados de notas técnicas, escritas con obsesiva minuciosidad, que mostraban hasta qué punto comprendía la importancia del sonido inarticulado en la narración radiofónica.
Recuerdo que a mediados de los sesenta, mientras escribía y dirigía los guiones de La Tierra antes de Adán, un programa de divulgación sobre la prehistoria, mi padre tropezó con un problema técnico: al llegar al periodo jurásico tuvo que plantearse cómo reproducir la “voz” de los dinosaurios. Después de muchísimas pruebas, tras varios días de trabajo constante, encontró la solución mezclando los sonidos de diversos animales (rugidos de león, barritos de elefante, incluso mugidos de toro) y reproduciéndolos al revés. El resultado era espectacular. Aquellos terribles bramidos que brotaban de la radio sólo podían proceder de los saurios titánicos que dominaron la Tierra durante millones de años. Aún ahora, cuando los recuerdo, me ponen los pelos de punta.
El desmesurado interés de mi padre por los aspectos técnicos de la narración radiofónica le llevó a reunir una inmensa discoteca de música country, y también una amplia colección de discos de efectos especiales, auténticos catálogos sonoros de ruidos. Recuerdo que, en cierta ocasión, durante una calmada tarde de verano, mis dos hermanos mayores, con la divertida complicidad de mi padre, volvieron los altavoces del equipo de música hacia la calle e hicieron sonar a toda potencia la llegada de una locomotora de vapor a una estación. Jamás he visto rostros tan perplejos como los que mostraban nuestros vecinos mientras se asomaban a los balcones en busca de un enigmático tren fantasma.
Anécdotas aparte, creo que la principal contribución de mi padre a la historia de la radio no residió tanto en la calidad literaria de sus guiones, que era mucha, sino en su modo de concebir la narración radiofónica. De hecho, inventó una forma nueva de lenguaje en la que el efecto especial y la música no eran meramente descriptivos, sino que actuaban como imágenes y metáforas sonoras, integrándose plenamente en el proceso narrativo del relato. José Mallorquí fue uno de los hombres que forjaron la edad de oro de la radio, un meticuloso creador que aportó nuevas vías a un género -la narrativa radiofónica- que, por desgracia, tenía fijada ya su fecha de extinción.
Pero antes de que eso sucediese, una nueva vida se abrió ante mi padre. De entrada, se trasladó, junto con el resto de la familia, a Madrid, primero a un piso de la calle Modesto Lafuente, después a otro de la calle Españoleto. Ignoro por qué, pero a mi padre le gustaba mucho más Madrid que la Barcelona donde nació. De hecho, le molestaba profundamente todo lo que oliese a nacionalismo catalán, y se enorgullecía de ser un gran españolista. Tanto es así que, pese a que hablaba catalán con fluidez, no le oí emplear esa lengua más allá de dos o tres veces.
El caso es que amaba Madrid. Le gustaba pasear por sus calles, visitar sus museos y monumentos, recorrer sus tiendas y fotografiar la ciudad, todos sus lugares, desde todos los ángulos posibles. Madrid era un sueño para él y, una vez instalado en la capital, su modo de vida cambió notablemente, entre otras cosas porque en aquel momento estaba ganando más dinero que nunca. Mi padre jamás tuvo problemas económicos, al menos no por mucho tiempo. Se ganó bien la vida como traductor y mucho mejor cuando el éxito de El Coyote le sonrió, pero fue su trabajo para la SER el mejor remunerado de todos. Eso se notó, entre otras cosas, en los niveles de automoción que, progresivamente, fue alcanzando la familia.
Al principio, mi padre tenía una Vespa con sidecar. En mis más remotos y neblinosos recuerdos, me veo a mí mismo en ese sidecar, junto a mi madre, con mi padre al manillar y uno de mis hermanos sentado a horcajadas detrás de él; todos, en particular yo, pasando un frío terrible. Más adelante, mi padre decidió que la Vespa se quedaba pequeña, y compró una Sanglas, también con sidecar. Después llegó la SEAT con los Seiscientos y él fue de los primeros españoles en comprarse uno. Sólo había un pequeño problema: no sabía conducir ni tenía carné. La solución fue sencilla: el director de la Guardia Civil de tráfico, de no recuerdo qué ciudad cercana a Madrid, era un gran admirador suyo. Y le regaló el carné de conducir sin pasar examen alguno. En conclusión, mi padre no tenía ni puñetera idea de manejar un coche. Después del Seiscientos llegó un Seat 1400, y luego un 1500, y otro Seiscientos, y un Dos Caballos, y un Seat 850. y un MG, y todos esos automóviles los condujo igual de mal. Baste decir que sostenía la absurda teoría de que, por la noche, no había que usar nunca las luces largas, pues al pasar a cortas se veía peor. En el fondo fue un milagro que sólo tuviera un accidente grave, un aparatoso vuelco en el que yo participé y donde, afortunadamente, nadie sufrió excesivos daños.
Detengámonos aquí un instante. Hasta el momento, la mayor parte de lo que he narrado lo supe indirectamente, pero de lo que cuente a partir de ahora fui testigo. Yo viví con José Mallorquí desde finales de los cincuenta hasta comienzos de los setenta. ¿Cómo era?
Era un hombre al que la timidez le hacía parecer reservado, aunque no distante. Solía sumirse en prolongados silencios, pero disfrutaba de la conversación y el debate. Era serio y, al tiempo, estaba dotado de un extraordinario sentido del humor. Tenía una voz extraña, cascada, como de arena, y hablaba en voz muy baja; todo ello, unido a una leve sordera, le planteaba ciertos problemas de comunicación con los demás, por eso se apoyaba mucho en mi madre para su vida social. Y es que mi madre era la relaciones públicas de la familia, una mujer dotada de un extraordinario encanto.
Mi padre estaba profundamente enamorado de mi madre. Más que eso: la necesitaba. Se había criado sin recibir el cariño de sus padres, y el amor de su mujer lo era todo para él. No estoy exagerando, ni entregándome al tópico; mi padre dependía de mi madre a un nivel casi simbiótico y si de algo estoy seguro es de que lo más importante para él, lo fundamental, era su esposa, no sus hijos. Y no es que no nos quisiera; nos quería y mucho, pero no nos necesitaba, al menos no tanto como a ella.
Si tuviera que definir a mi padre con una única palabra, ésta sería “paradoja”. Su vida y su carácter, la esencia misma de su personalidad, todo ello era una suma de contrastes, de actitudes antitéticas. Mi padre era uno de los hombres más pacíficos que he conocido, y sin embargo coleccionaba armas de fuego. Era un gran trabajador, y basta con enumerar su obra para constatarlo, pero siempre dilataba lo más posible el momento de ponerse a trabajar. Era un hombre extremadamente desordenado –su despacho estaba constantemente sumido en el caos-, pero también era un coleccionista nato que mantenía en perfecto orden sus múltiples y diversas colecciones (monedas, latas de cerveza, botellines de whisky, pistolas, vitolas de puro... y, sobre todo, sellos de correo). Era radicalmente abstemio, pero siempre tenía en casa cajas enteras de las más diversas bebidas alcohólicas. Era un hombre de ideas conservadoras, y sin embargo había un componente profundamente anarquista en su actitud vital.
Mi padre solía levantarse muy temprano, a eso de las siete de la mañana, todos los días, incluso los festivos. Se aseaba concienzudamente (era un maniático de la higiene), desayunaba y se encerraba en su despacho. No para trabajar, sino para leer. Se sentaba en un sillón, encendía una pipa y se enfrascaba en un libro durante una o dos horas. Solía leer a autores ingleses y americanos, directamente en inglés, y textos de Historia. Entre las nueve y las diez de la mañana comenzaba a escribir, en una Olivetti eléctrica, hasta las dos de la tarde. Comía, veía un poco de televisión y luego, a las cuatro, regresaba a su despacho, donde trabajaba hasta las nueve o las diez de la noche. Cenaba, otro poquito de TV, y a las doce, como muy tarde, se iba a la cama. Las mañanas de los sábados solía dedicarlas a resolver asuntos fuera de casa. Los fines de semana le gustaba coger el coche y hacer viajes cortos por los alrededores de Madrid (Segovia, Toledo, Gredos, Cuenca...). Y es que a mi padre le encantaba viajar. Sobre todo en coche, para riesgo de propios y extraños.
Solíamos veranear en Santander, pues allí vivían dos de los mejores amigos de mis padres, Antonio Martínez e Isabel González, también escritores de novela popular (más conocidos por sus seudónimos César Torre y Patricia Montes). Durante aquellas largas vacaciones -de dos meses o más-, mi padre no paraba de moverse. Pese a su obesidad, era un gran caminante que no cesaba de hacer excursiones por los alrededores, de visitar monumentos y conocer pueblos. Lo cierto es que, cuando se encontraba de vacaciones, le costaba mucho estarse quieto. De hecho, algunas de esas vacaciones fueron en realidad largas peregrinaciones (toda la cornisa cantábrica, toda Galicia, toda Andalucía, todo Levante...). Ahora, con la perspectiva del tiempo, creo que fue durante aquellos viajes cuando más feliz y relajado vi a mi padre.
Uno de sus rasgos más característicos era la generosidad, aunque en esto, como en todo, también se mostraba paradójico. No soportaba prestar sus cosas, nunca lo hacía. Le pedías, por ejemplo, su pluma y se negaba en redondo a prestártela. Pero al día siguiente podías estar seguro de que te regalaría una espléndida Mont Blanc. Le encantaba hacer regalos, por cualquier motivo, y a todo el mundo, no sólo a su familia. El último obsequio que me hizo, unos meses antes de morir, fue un Rolex. Sencillamente, porque sí. Aunque la verdad es que le encantaban los relojes. Enfrente de Radio Madrid se encuentra la Unión Relojera Suiza, uno de los lugares preferidos de mi padre. Iba allí a pasar el rato; miraba relojes y charlaba con los dependientes (llegó a ser muy amigo suyo). Cuando murió, encontramos entre sus cosas cinco o seis relojes sin usar. Los había comprado porque le apetecía comprarlos, no eran para él ni para nadie. ¿Por qué esa extraña fijación con los relojes? Nunca lo he sabido.
Su generosidad se manifestaba también en las propinas. Había leído en algún lugar que lo correcto era dar propinas por un montante equivalente al veinte por ciento de la consumición, y esa regla la llevaba a rajatabla. Un 20% de propina en la España de los sesenta era una barbaridad, y no es de extrañar que mi padre fuera el cliente más popular de cuantos restaurantes frecuentaba. Y es que, si quiero ser fiel a la verdad, mi padre era un derrochador nato. Ganaba mucho dinero, sí, pero se lo gastaba a manos llenas. ¿En qué? En caprichos, en restaurantes, en regalos, en viajes... resumiendo, en vivir lo mejor posible. Jamás ahorró ni un duro, y ahora, con la perspectiva del tiempo, creo que hizo muy bien. Qué demonios, sólo se vive una vez.
Una de las debilidades de mi padre eran los animales. En casa tuvimos periquitos, peces, perros e incluso una gallina (aunque a ésta última, si mal no recuerdo, nos la comimos –era el regalo de un admirador rural-). En la vida de mi padre siempre hubo uno o dos perros; Bari, Bari II, Paty, Jack, Tarik... En el alféizar de la ventana de su despacho, mi padre dejaba montoncitos de alpiste, para alimentar a las golondrinas. Más de una vez le acompañé a los montes del Pardo para dar de comer a los ciervos. Y también al zoológico; una vez, estando en la vieja Casa de Fieras del Retiro, un mono logró escapar de su jaula y arrebatarle a mi padre la bolsa de pan duro que llevaba. En otra ocasión, mientras visitábamos un pueblo de Segovia, vimos a un galgo extremadamente delgado que paseaba por la calle con aire triste. Sin pensárselo un segundo, mi padre entró en una carnicería, compró un montón de despojos y se los ofreció al galgo. ¿Alguien ha visto alguna vez a un perro flaco dejar de comer porque ya no puede más? Yo sí; aquel galgo, cuando había devorado más o menos la mitad de la carne, contempló lo que quedaba con impotente desolación, eructó sonoramente y se tumbó a la sombra para hacer la digestión. Entonces apareció su dueño y se puso hecho una furia. El buen hombre pensaba salir a cazar liebres al día siguiente, precisamente con aquel perro que, ahora, resoplaba feliz de puro hartazgo, absolutamente incapaz de realizar ningún esfuerzo cinegético durante mucho, mucho tiempo. El cazador estaba indignado, pero mi padre –amigo de los perros y enemigo de la caza-, le puso a parir por no alimentar al animal y se marchó dignamente. Le gustaban mucho los animales, sí; era miembro de la Sociedad Protectora y de Adena, le bastaba con ver a un perro vagabundo para que los ojos se le llenaran de lágrimas y promovió encendidas cruzadas contra la fiesta taurina. En ese aspecto, era todo un carácter.
¿Y qué puedo decir en cuanto a su formación intelectual? Mi padre era autodidacta; poseía una gran cultura, pero muy deslavazada. Le interesaba mucho la Historia, y probablemente fue el máximo experto español en Historia de Estados Unidos. De hecho, en cierta ocasión conoció a un historiador norteamericano y apostaron a ver quién sabía más sobre el Oeste estadounidense. Ganó mi padre, pues contestó a todas las preguntas del yanqui y formuló una que su contrincante no supo responder: Davy Crockett murió en El Álamo, pero ¿dónde nació? (lo siento, yo tampoco lo sé).
Aparte de la Historia, mi padre era un entusiasta de la Geografía. Estuvo suscrito al National Geographic desde los años cincuenta y reunió una excelente colección de cartografía. Le interesaba mucho la literatura anglosajona y poseía una gran biblioteca, en la que, por supuesto, abundaban los libros de documentación. También mostraba un gran interés por la arquitectura medieval y por la pintura clásica (su criterio estético no pasó del impresionismo). Visitaba museos con frecuencia, en particular el Lázaro Galdiano de Madrid, y en cuanto a la música... me temo que ahí sus gustos no eran muy sofisticados. Prácticamente sólo escuchaba country y tangos. Era, por otro lado, un entusiasta del cine, sobre todo del cine clásico norteamericano y, en particular, del western. Como no podía ser de otra forma, admiraba profundamente a John Ford, pero también a Peckinpah, a Lean, a Chaplin, a Keaton o a Kubrick.
Mi padre era un gran aficionado a la fotografía y llegó a reunir un equipo fotográfico realmente sofisticado. Sin embargo, en lo que respecta a esta afición, su evolución fue tan extraña como inexplicable. Después de su muerte, encontré un buen número de fotografías en blanco y negro realizadas por él en Barcelona, durante los años cuarenta. Son unas fotos excelentes, dignas en algún caso de figurar, por ejemplo, en una exposición de la Agencia Magnum. Hay en ellas un evidente cuidado en la elección del motivo, en el encuadre, en la composición, en la luz. Son muy buenas, de verdad, no me ciega el amor de hijo. Sin embargo, a partir de los años cincuenta, decidió cambiar calidad por cantidad. Desde ese momento, la economía de varios laboratorios de revelado madrileños pasó a depender de mi padre. Hacía cientos, miles de fotografías, todas ellas realizadas sin el menor cuidado estético. Fotografiaba a su familia, a sus amigos, a los conocidos, a la gente que pasaba por la calle, a las calles sin gente, a las cosas, a los animales, a las plantas. En fin, lo fotografiaba todo. ¿Por qué lo hacía? Nunca lo he sabido; por darle gusto al dedo, supongo. Sin embargo, esa manía fotográfica tuvo, al menos para mí, un curioso rédito: poseo un álbum con trescientas sesenta y cinco fotografías mías, una por cada día de mi primer año de vida.
Y ahora, abramos un nuevo paréntesis. Este pequeño artículo no tiene, en realidad, una pretensión biográfica. Me he limitado a intentar ofrecer una visión general sobre el José Mallorquí que yo conocí. Quizá lo he hecho demasiado deslavazadamente, sin excesivo orden. Pero así es como conocemos a la gente, mediante la suma de diversas impresiones obtenidas de forma desordenada. También es cierto que el punto de vista que he escogido para hablar de mi padre es el de un observador externo, una mirada incluso un poco superficial. Pero no pretendo hacer psicología de salón, no me siento capaz de explicar a mi padre.
Durante los primeros años de mi vida, mi padre gozaba, tras su éxito en la novela popular, de una nueva época de esplendor como guionista de radio. Fueron unos años de optimismo para la familia Mallorquí. Pero ahora llega el momento que menos deseo recordar. La decadencia final de mi familia, el drama de mis padres. Creo que fue allá por el sesenta y siete cuando mi madre comenzó a sentirse mal. Acudió al médico y unos análisis revelaron la terrible noticia: mieloma múltiple. Cáncer de sangre. Mi madre estaba condenada a muerte.
El optimismo se esfumó de mi casa como una nube de humo arrastrada por un vendaval. Los viajes cesaron, la buena vida se remansó, el ambiente se volvió enrarecido. Mi padre estaba destrozado y más de una vez le vi llorar a escondidas, cuando creía que nadie le miraba.
Mi madre, que siempre fue una mujer gruesa, adelgazó mucho y se fue debilitando poco a poco, como una llama que se extingue. Poco antes de morir, a los cincuenta y seis años de edad, se sacó el carné de conducir, cumpliendo así un deseo que había ido relegando desde su juventud.
Finalmente, en junio de 1971, Leonor del Corral, la mujer que le prestó su nombre a la primera esposa de don César de Echagüe, murió en un hospital. Yo estaba allí, y sé que su muerte estuvo presidida por un especial dramatismo. Mi madre se hallaba en coma y si aún vivía era porque estaba conectada a un respirador, una máquina cuyo rítmico sonido podíamos escuchar con claridad desde la sala de espera donde nos encontrábamos mi padre, mis dos hermanos, mi cuñada Teresa y yo.
A última hora de la tarde entró un médico y nos informó de que mi madre jamás saldría del coma y que, aun en el caso de que lograra sobrevivir, lo haría como un vegetal, pues su cerebro había estado demasiado tiempo sin oxígeno. Luego, el médico le pidió permiso a mi padre para desconectar el respirador. Mi padre, los ojos llenos de lágrimas, asintió con un desolado cabeceo y el médico abandonó la sala de espera. Al poco, el sonido del respirador se interrumpió bruscamente. Mi madre había muerto. Los tres hermanos nos abrazamos a nuestro padre y juntos lloramos en silencio. Fue terrible.
Sin embargo, aquel mismo día, sucedió algo que jamás he podido olvidar, algo sorprendente, casi inexplicable, en cierto modo mágico. Abandonamos el hospital y nos dirigimos a casa. Al llegar, mi padre nos contempló demudado y dijo que tenía que trabajar. Se encerró en su despacho y José Carlos, mi hermano mayor, fue con él. Al cabo de unos minutos, mi padre le dijo a mi hermano: “Vete. No me voy a matar”. Y comenzó a escribir.
Por aquel entonces, mi padre era el autor de los guiones de un programa de radio llamado Miss Moniker, un serial de humor. Aquella tarde, la tarde en que había muerto su esposa, mi padre escribió un guión de Miss Moniker. Al día siguiente, mis hermanos y yo lo leímos, y puedo asegurar que aquel guión estaba lleno de humor y de ingenio, de frescura y de optimismo, y estoy seguro de que nadie, leyéndolo, podría jamás imaginar que era la obra de un hombre destrozado.
Esto que acabo de contar no es una mera anécdota; es la única explicación que hay en este artículo sobre quién y cómo era mi padre. José Mallorquí vivía en dos mundos; uno de ellos sólo existía dentro de su cabeza, y era ahí, en ese universo interior, el único lugar donde podía encontrar algo de paz.
El año y medio que siguió a la muerte de mi madre fue terriblemente triste. Mi padre se convirtió en una sombra de lo que fue; llenó la casa con retratos de su mujer, visitaba constantemente su tumba, se sumió en un prolongado estado de melancolía. Para colmo, la radio estaba cambiando y, frente al empuje de la TV, las radionovelas perdían cada vez más oyentes.
En diciembre de 1971, mi padre viajó con mi hermano mayor a Londres. Le encantó esa ciudad, y aquel viaje pareció animarle un poco. Ahí se produjo la última anécdota que recuerdo de él. Mi padre estaba con el dependiente de una tienda londinense, cuando se acercó a él mi hermano y le preguntó algo. Mi padre respondió y, entonces, el dependiente puso cara de asombro, mientras que mi padre se ruborizaba como una damisela. ¿Qué había pasado? Pues que mi padre podía leer y escribir perfectamente en inglés, pero jamás lo había hablado, así que desconocía por completo la pronunciación del idioma. Entonces, para poder comunicarse con los nativos, fingía ser sordomudo y recurría al inglés escrito, que sí dominaba. Al responder mi padre, en voz alta, a la pregunta de mi hermano, el dependiente descubrió la farsa; todavía debe de comentar lo excéntricos que somos los españoles.
Durante 1972 sobrevino la postrer desgracia. Un problema de espalda le impidió a mi padre escribir a máquina; a partir de ese momento tuvo que contratar a una secretaria y dictar sus guiones. Ya no podía ejercer su oficio del modo que siempre lo había hecho. La depresión se abatió sobre él como un mazazo; ni siquiera el nacimiento de Leonor, su primera nieta, le devolvió un ápice de alegría. Le dolía la pérdida de su mujer, le dolía la espalda, estaba cansado de vivir. De aquella época recuerdo el pasaje de una carta que mi padre le escribió a Juana Ginzo: “A veces creo que me retiraría a un convento, de no ser por lo mucho que me aburren las misas”. Incluso en la desesperación, un último rasgo de humor.
Una mañana de noviembre, Mary, la muchacha de servicio, me despertó a primera hora y, con el rostro desencajado, me dijo que a mi padre le pasaba algo. Salté de la cama y, repentinamente espabilado, eché a correr hacia el dormitorio principal. Allí se encontraba el practicante que, a diario, le administraba a mi padre la insulina que necesitaba para controlar su diabetes. El buen hombre sacudía la cabeza, abatido, y no cesaba de musitar: “pobrecito, pobrecito”...
Volví la vista hacia la cama. Mi padre estaba tumbado, con la cabeza ladeada y el brazo derecho extendido. Parecía dormir. Las sábanas estaban empapadas de sangre y yo pensé que mi padre había vomitado. Contemple al practicante y quise preguntarle por qué no hacía nada, por qué se quedaba ahí parado, pero el hombre seguía sacudiendo la cabeza mientras repetía con un hilo de voz: “pobrecito, pobrecito”.
Miré de nuevo a mi padre. Estaba tan inmóvil... No sé cuánto tiempo transcurrió; supongo que sólo unos segundos, pero a mí se me antojaron siglos. Y, de pronto, lo vi. Había estado ahí todo el rato, bien visible, pero mi cerebro se negaba a registrarlo: en su mano derecha, mi padre empuñaba una pistola Astra del calibre nueve. Era un arma muy grande y podía verse con absoluta claridad; sin embargo, tardé unos quince o veinte segundos en advertir su presencia. Supongo que uno no ve lo que no quiere ver.
Dije algo, no recuerdo qué, y descargué un puñetazo contra un mueble. Abandoné el dormitorio, fui a la sala de estar, me dejé caer en un sillón, oculté la cara entre las manos y permití que las lágrimas fluyeran. Lloraba por mi padre, pero aquel fogonazo, aquella bala, no sólo había significado el punto final de la vida de José Mallorquí; junto con él murieron César de Echagüe, Duke Straley, Joao da Silveira, miss Moniker, Pablo Rido y todos los cientos, quizá miles, de personajes que vivían en el interior de la mente del escritor.
Antes de matarse, mi padre escribió una nota, terrible en su simplicidad y pragmatismo: “No puedo más. Me mato. En el cajón de mi mesa hay cheques firmados”. En vez de firmar con su nombre, puso: “Papá”. Y debajo, como algo recordado en el último momento, escribió: “Perdón”.
Si existiera vida después de la muerte, cosa que dudo profundamente, pero si existiera un paraíso en el más allá, no me cabe duda de que mi padre estaría allí, junto a mi madre, con todos sus perros, rodeado de relojes, viajando por celestiales carreteras donde el no saber conducir no supusiera problema alguno, y reuniéndose de vez en cuando con Diamantes Wardell para echar una manos de poker, o con don Goyo Paz para discutir acaloradamente, o con el querido don César, el gran amigo de siempre, para charlar un rato y brindar por los viejos tiempos; don César con una copa de vino californiano, mi padre con un vaso de burbujeante Coca cola.
La Máscara
Si aceptamos que las personas somos como una de esas muñecas rusas que contiene una versión más pequeña de sí misma, que a su vez contiene otra muñeca aún más reducida, y así sucesivamente hasta llegar un diminuto núcleo, si aceptamos que somos eso, entonces podemos estar seguros de que José Mallorquí fue siempre un niño tímido y solitario, falto de afecto, que llegado el momento se puso la máscara de adulto y, poco después, el antifaz de escritor de éxito. Pero no caigamos en la tentación de creer que lo único verdadero fue el niño, porque la máscara de escritor, con el tiempo, llegó a convertirse en un rostro auténtico.
Estoy seguro de que mi padre era un hombre de grandes inseguridades, pero con igual certeza puedo afirmar que jamás dudó de su valía como escritor. Y es lógico: había tenido tanto éxito, había sido tan alabado por sus lectores, que en ese aspecto se sentía seguro. Mi padre se consideraba a sí mismo un buen escritor. ¿Lo era realmente?
No pretendo realizar aquí un ejercicio de crítica sobre la obra de José Mallorquí; ni soy la persona apropiada para hacerlo, ni éste es el lugar adecuado. No obstante, poseo una ventaja sobre cualquier posible crítico: yo vi trabajar a mi padre (¿recuerdan el comienzo de este artículo?), y eso me enseñó algo sobre su método de escritura. Y en el fondo, creo, esa forma de trabajar fue lo que le convirtió en un escritor memorable.
Existen muchos modos de enjuiciar una creación literaria. Por ejemplo, cabe preguntarse qué se proponía el autor y luego comprobar si ha logrado plasmarlo en el texto. Desde este punto de vista, mi padre era un escritor que voluntariamente decidió dedicarse a la novela popular, en una época en la que el género dominante era el pulp. Es cierto que ese género ha producido una inmensa mayoría de obras deleznables redactadas por escritores semi-analfabetos. Muchos recordamos con cariño a personajes tan entrañables como La Sombra o Doc Savage, pero al leer ahora las novelas de Maxwell Grant y Lester Dent se comprueba lo rematadamente malas que eran. Sí, en el pulp hay muchísima basura, pero como en todo estercolero, entre los despojos pueden encontrarse diamantes perdidos. En las amarillentas páginas de las revistas pulp iniciaron su carrera autores de la talla de Dashiell Hammett, Kurt Vonnegut, Philip K. Dick, Fredric Brown o Conan Doyle.
Pues bien, a esa estirpe de escritores populares creo yo que perteneció mi padre. Probó fortuna en todos los géneros, salvo en el erótico, aunque es cierto que no en todos obtuvo buenos resultados. La novela policíaca se le dio muy mal, por motivos que luego veremos. La ciencia ficción, que promovió con la pionera colección Futuro, tampoco le brindó ningún éxito. Casi todo lo que escribió dentro de este género fueron adaptaciones de autores norteamericanos, y hay que reconocer que sus novelas de creación personal –las del Capitán Rido, por ejemplo- estaban ya anticuadas cuando fueron escritas (aun así, poseen un encantador sabor retro). Con respecto a sus relatos de terror, son ingenuos y poco habilidosos, pero recordemos que fueron escritos al comienzo de su carrera.
En cuanto a la novela romántica, ahí si que los resultados fueron brillantes. No escribió muchas, pero El despertar de la Cenicienta sigue siendo hoy una novela deliciosa. Con respecto a las Novelas Deportivas... Bueno, quizá ahora huelan un poco a naftalina, pero conservan intacto todo el ingenuo optimismo con que las escribió un joven barcelonés aspirante a escritor. Y la serie Duke; puro pulp, sí: una versión de Doc Savage infinitamente mejor escrita y mucho más divertida.
Y llegamos a las novelas del Oeste, claro. Ahí es donde mi padre demostró su maestría, no sólo elevando hasta las nubes la calidad de la novela popular española, sino inventando, o contribuyendo a inventar, un género nuevo: el western latino. Lo mejor de la producción de José Mallorquí se circunscribe a este género, pero no voy a hablar de El Coyote, ni de los Tres hombres buenos, ni de Pueblos del Oeste. Sobre ello ya se ha escrito mucho. De lo que quiero hablar es de cómo escribía mi padre.
Él era un escritor pulp, pero ¿qué significa eso? Significa trabajar mucho, escribir casi tres novelas al mes (El Coyote, por ejemplo, era una publicación quincenal, a lo que hay que añadir los números extraordinarios y los títulos destinados a otras series). Ese ritmo de trabajo tiene consecuencias, claro.
En primer lugar, afecta a los argumentos. La construcción y diseño de la trama, atar los cabos, decidir el punto de vista de la novela, planificar el ritmo y el tono, y, en resumen, todo lo que constituye eso que llaman “carpintería narrativa”, es uno de los aspectos más laboriosos y lentos de la escritura. Además, mientras el autor se dedica a tales menesteres, no escribe (a lo sumo, toma notas). Y nada de eso podía permitírselo un escritor tan prolífico como mi padre; sencillamente, porque no tenía tiempo para hacerlo.
Ahí radicaba el problema de sus novelas policíacas, pues ese género exige un rigor en el diseño de la trama que mi padre estaba lejos de ofrecer. De hecho, los argumentos suelen ser lo más flojo de sus novelas. En la serie de El Coyote, por ejemplo, es frecuente que muchos títulos posean comienzos impactante, llenos de posibilidades y atractivo, pero también es habitual que el desarrollo de la novela acabe defraudando las expectativas argumentales levantadas, o que, sencillamente, la trama se vaya por los cerros de Úbeda.
El problema de la construcción de argumentos afectó a la gran mayoría de los escritores pulp (¿alguien ha comprendido del todo la trama de El sueño eterno?); sin embargo, muchos de ellos insistieron en toparse una y otra vez con el mismo muro al basar la eficacia de sus obras en unos argumentos cada vez más endebles y tópicos. Mi padre, afortunadamente, eligió otro camino. La línea argumental le importaba poco, y a cambio basculó todo el peso de su narrativa hacia la composición de los personajes, los diálogos y las situaciones. Una sabia decisión, porque no se pueden improvisar los argumentos, pero, cuando se dispone del talento adecuado, basta con dejar fluir libremente la imaginación para componer atractivas personalidades, chispeantes charlas y sorprendentes situaciones.
El Coyote es un excelente ejemplo de esta estrategia narrativa. Los argumentos básicos son tópicos y repetitivos: venganza, ambición, odio, violencia y unas gotitas de amor. No obstante, las líneas argumentales eran para mi padre un mero pretexto destinado a que los personajes interactuaran. En numerosas ocasiones, don César se entrega a largos soliloquios que nada tienen que ver con la trama; habla por el mero placer de hablar. Pero al ser don César un personaje tan extraordinario, el lector se interesa por lo que dice. Con frecuencia, caracteres secundarios adquieren un inesperado protagonismo, y no es raro que la trama derive hacia situaciones muy lejanas de los planteamientos iniciales.
Ahí residía el talento de mi padre, en su capacidad de recrear todo un mundo y sus habitantes, un universo que, como la vida misma, carece de argumento, pero está lleno de color y de vida. No nos interesan tanto las peripecias de El Coyote como la personalidad de su alter ego; no es cada título de la serie, en concreto, lo que nos atrae, sino la suma de todos ellos. Vistas así las cosas, El Coyote no sería un serie de ciento noventa y dos novelas, sino una única novela, incompleta y desordenada, compuesta por ciento noventa y dos largos capítulos.
A esta estrategia narrativa, mi padre añadió un rasgo que, en realidad, formaba parte de su propia personalidad: intentar ver las cosas desde un punto de vista distinto al habitual. Cuando se propuso escribir novelas del Oeste no se conformó con imitar a los escritores norteamericanos, como hicieron tantos otros, sino que desde el principio se planteó las cosas con una óptica distinta. Es como si hubiera dicho: “¿Queréis novelas del Oeste? De acuerdo, pero las escribiré a mi modo. ¿Los yanquis lo hacen desde un punto de vista yanqui? Pues yo, que soy español, lo haré desde un punto de vista español”. Pero eso no es todo: cuando mi padre escribió sobre el mito de Don Juan, lo hizo recreando el personaje no como un mujeriego, sino como un mujeriego que quería dejar de serlo (Don Juan se quiere casar). Jíbaro Vargas no es un héroe, sino todo lo contrario, y el Oeste que se describe en sus novelas es exactamente lo opuesto a la romántica imagen que proponía el Hollywood de aquella época. En realidad, ese afán de originalidad alcanzaba al diseño de los caracteres -no cabe duda de que personajes como César de Echagüe o Duke Straley son intrínsecamente paradójicos- e incluso a sus propios nombres (Crisóstomo Sepúlveda de Simón Ostolaza y Sánchez Bohórquez, por poner un ejemplo extremo).
En definitiva, los argumentos de las novelas de José Mallorquí suelen ser esquemáticos y tópicos, pero siempre están presentados desde una óptica distinta a la usual. La originalidad de su obra, por tanto, no proviene de la materia narrativa en sí misma, sino del modo en que se contempla dicha materia.
Otro problema que plantea la necesidad de mantener un ritmo alto de escritura es el estilo. Cuando se han de escribir una docena o más de páginas diarias, resulta prácticamente imposible corregir el material (y más en aquellos tiempos, cuando no había procesadores de texto).
Hace unos años, revisando los (innumerables) papeles de mi padre, encontré un puñado de copias a papel carbón de sus manuscritos originales (textos mecanografiados de El Coyote, Jíbaro Vargas o Novelas del Oeste). Al examinarlos descubrí que prácticamente carecían de correcciones –no más de quince o veinte por original-, y casi todas ellas consistían en errores tipográficos o tachaduras de texto. Es decir, que las novelas de mi padre se transcribían directamente del primer borrador a la imprenta, sin pasar antes por el tamiz de la corrección estilística.
El talón de Aquiles de la mayor parte de los escritores pulp reside en su prosa. La escasez de tiempo impide corregir los textos, y estos suelen adolecer de torpeza formal y numerosos errores técnicos. Algunos autores populares intentan remediar este problema impostando el estilo, retorciendo la prosa para darle ínfulas y solemnidad (los barrocos e hiperadjetivados textos de Robert Howard son un buen ejemplo de esto). Otros, por el contrario, renuncian a toda pretensión de estilo y escriben con la mayor simpleza posible (sirva de ilustración la infantil prosa que Lester Dent puso al servicio de su Doc Savage).
Mi padre optó por una tercera alternativa. Su prosa es voluntariamente sobria; elude la complejidad formal, pues sabe que esa forma de escribir requiere un pulido que él no tiene tiempo de aplicar. Sin embargo, no renuncia a los efectos estilísticos; lo que hace es reducir sus elementos al mínimo número imprescindible. Se trata de una prosa dotada de gran economía expresiva.
La necesidad de “escribir de un tirón” implica, por otro lado, estructurar mentalmente, con mucha precisión, el texto que se va a escribir. Eso, en el caso de mi padre, se traducía en el milimétrico orden de su prosa: cada frase encaja con la siguiente como las cuentas de un collar. Además, al ser mi padre un impenitente lector, su muy correcto castellano está dotado de una sintaxis precisa, una sencilla claridad y una notoria pureza que elude tanto los barbarismos como las frases hechas.
Ahora bien, esta técnica estilística que he intentado esbozar no es algo que se aplique de forma consciente. Mi padre tuvo que automatizar todo el proceso para poder aplicarlo de forma fluida mientras trabajaba.
Automatizar, ésa es la palabra clave.
Como hemos visto, mi padre no se ceñía a la rigidez de un argumento, sino que dejaba volar libremente su imaginación produciendo un constante flujo de personajes, diálogos y situaciones. En cierto modo, si nos paramos a pensarlo, el modo de trabajar de mi padre era muy similar a la escritura automática que preconizaban Breton y los surrealistas.
Ahora, regresemos un momento al comienzo de este artículo. ¿Recuerdan lo mucho que me fascinaba de pequeño ver trabajar a mi padre? Gesticulaba y murmuraba, tan concentrado en lo que estaba haciendo que ni siquiera se percataba de mi presencia. Era tal su grado de abstracción que, cuando yo traía malas notas del colegio, aprovechaba los momentos en que él estaba trabajando para entregarle la cartilla. Mi padre, literalmente en otro mundo, estampaba su firma sin darse realmente cuenta de lo que estaba firmando.
En realidad, lo cierto es que cuando mi padre escribía parecía sumirse en una especie de leve trance, y al verle en ese estado, la mirada perdida y los labios pronunciando palabras inaudibles, uno se daba perfecta cuenta de que aquel hombre, mi padre, se hallaba muy lejos de la realidad, inmerso en un mundo interior totalmente inaccesible para los demás.
Por eso, y aquí literatura y vida se mezclan, el día que murió su mujer, mi padre buscó refugio en el único lugar donde la realidad no podía herirle; con los ojos bañados en lágrimas, se sentó ante la máquina de escribir, insertó papel en el tambor, posó los dedos en el teclado, extravió la mirada, se sumió poco a poco en el familiar trance, y entró en el universo de Miss Moniker, un lugar apacible donde su mujer realmente no había muerto.
Más adelante, cuando un problema de espalda le impidió escribir, aquel último consuelo, la capacidad de evadirse del mundo real, le fue vedado. Entonces, mi padre, cansado de vivir en una mundo que ya no le gustaba, decidió redactar él mismo el último párrafo de su existencia.
Una noche, se levantó de la cama, fue a su despacho, eligió su pistola más potente, regresó al dormitorio y se suicidó. Quizá la suya fue una de las formas más literarias de morir.
Epílogo
Mi padre fue un escritor muy prolífico. Escribió muchísimas novelas; tantas, que probablemente ni siquiera él conociera su número. Como es lógico, no todos los títulos brillaron a igual altura.
Sin lugar a dudas, su creación más famosa fue El Coyote; sin embargo, yo no creo que sea la mejor. Es cierto que el personaje de don César es extraordinario, y que algunos secundarios son igualmente excelentes. También es verdad que la recreación de ese mundo decadente, la vieja California, es un hallazgo. No obstante, tengo la sensación de que, llegado un momento, el personaje del Coyote, el enmascarado, dejó de interesarle a mi padre. Debía mantenerlo, pues era la razón de ser de la serie, pero en el fondo le estorbaba. A mi modo de ver, esa tensión entre la riqueza de los personajes frente la simplicidad del concepto de “justiciero enmascarado”, acabó por perjudicar a la serie. Y también el cansancio inherente a su larga duración, por supuesto.
Si tuviera que elegir las mejores obras de mi padre, no escogería títulos individuales, sino cuatro series; o, mejor dicho, tres series y un serial. Estos son:
En primer lugar, Las aventuras de Pancho Cruz. Se trata de trece relatos cortos que aparecieron, como relleno, en diversos números de El Coyote y Nuevo Coyote. Su protagonista, Pancho Cruz, es una especie de pícaro transportado al Oeste. Feo, sucio, ladrón, timador, ruin, traidor, pendenciero... pero simpático. Es, sin duda, el mayor antihéroe creado por mi padre, y uno de los personajes más radicales aparecidos en el seno de la literatura popular. Sus historias, vagamente surrealistas, están llenas de ironía y de un perverso y estimulante humor negro. Lo cierto es que, en su género, esta pequeña serie es una auténtica obra maestra.
En segundo lugar, escojo Duke. De antemano reconozco que, literariamente, no está ni de lejos entre lo mejor de mi padre, pero se trata, al menos para mí, de una colección con mucho encanto. La serie Duke consta de diez novelas, publicadas todas ellas en Hombres Audaces Nuevos Héroes, entre los años 1943 y 1946. Duke Straley es un multimillonario neoyorquino (aunque de madre española) que se dedica a resolver casos policíacos de corte más o menos fantástico. En realidad, el personaje es una mezcla de diversos héroes pulp. Tiene algo de Doc Savage, sobre todo por los múltiples gadgets tecnológicos que utiliza, algo del Fu Man Chú de Rohmer y un poco del Donald Lam de Stanley Gardner.
Duke posee todo el sabor de las viejas novelas pulp norteamericanas, pero está mucho mejor escrita que sus referentes del otro lado del océano. Adolece, por supuesto, de gran parte de los defectos propios del género –ingenuidad, tramas disparatadas, exceso de truculencia-, pero está escrita con convicción y buen ritmo, y desprende una tonificante aura de optimismo y vitalidad. Además, Duke Straley, el protagonista de la serie, es un claro antecedente de lo que sería poco después el más famoso personaje creado por mi padre, don César de Echagüe. En efecto, ambos tienen sangre española, ambos son multimillonarios, ambos dedican sus esfuerzos a hacer justicia, ambos juegan con frecuencia a las paradojas y, por último, ambos suelen expresar sus opiniones mediante retorcidas parábolas. Quien haya leído Duke y El Coyote verá enseguida las grandes similitudes que existen entre ambos personajes. Por decirlo así, Duke Straley sería un César de Echagüe más joven e impetuoso (igual que, supongo, lo era su autor).
La tercera serie es Jíbaro Vargas. En su momento no fue un éxito inmediato de ventas (aunque sí en Italia y Austria), y no es de extrañar, pues se trata de un personaje y de una imagen del western muy adelantados a su época. En efecto, Juan Vargas, el protagonista de la serie, es un ser acomplejado, autodestructivo, violento, incluso desagradable. Se trata más bien de un animal –él mismo se compara con un perro- sangriento y vengativo, un personaje amargado y hosco, lleno de aristas, que se mueve en un Oeste ominoso donde los únicos valores imperantes son la ambición, el deseo y la crueldad.
De hecho, Jíbaro Vargas es en realidad un habilidoso cruce entre el western y el thriller -en su variante hard boiled-, y su propósito no es tanto ilustrar las peripecias del héroe –antihéroe en este caso-, como ofrecer una mirada sarcástica y muy critica de la humanidad. La serie duró un año (1951-1952) y sólo alcanzó doce títulos; sin embargo, probablemente sea la gran obra maestra de José Mallorquí.
Y, por último, el serial: Miss Moniker. Desde el principio de su carrera como guionista de radio, mi padre había mantenido un serial de media hora de duración patrocinado por Muebles López (por aquel entonces, una conocida empresa madrileña). Al principio, sus protagonistas fueron los famosos Dos hombres buenos, pero andando el tiempo, otros personajes, antes secundarios, tomaron las riendas del serial. Hacia finales de los sesenta, la protagonista era una mujer llamada Miss Moniker, propietaria de un rancho en California y miembro de una familia tan desmesuradamente amplia como extravagante.
Mi padre escribió ese serial para Juana Ginzo; ella era la protagonista absoluta, pero la acompañaban un buen número de personajes secundarios deliciosamente estrafalarios: Sokol, su ayudante, un bruto sin dos dedos de frente; Nube Negra, un viejísimo hechicero apache que tenía varias esposas adolescentes; Madame Zeleste, una auténtica hechicera...
Miss Moniker, según la describía mi padre, era la Sherezade del Oeste. El serial carecía casi por completo de argumento, pues la mayor parte de su contenido se basaba en las historias que Miss Moniker contaba, generalmente a Sokol, sobre su inconcebible familia. Eran historias delirantes, barrocas, llenas de humor, historias dentro de historias dentro de historias, como en El manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki; una auténtica explosión de fantasía y locura.
Creo que fue en Miss Moniker donde mi padre llevó al límite esa “escritura automática” de la que antes hablaba. El serial era un flujo constante de ideas expresadas con total libertad creativa, todo él respiraba surrealismo y humor absurdo. Ni siquiera el Oeste que mostraba –pese al rigor que mi padre confería a las descripciones- era un Oeste medianamente auténtico, sino una imagen deformada de la realidad. Estoy convencido de que Miss Moniker fue uno de los programas más originales y creativos de la historia de la radio.
Y esto es todo... No, realmente no es todo, claro. Supongo que en esta breve lista de lo mejor de mi padre debería haber incluido el ciclo Tombstone, de Pueblos del Oeste, y muchas otras novelas sueltas. Pero no trataba de ser exhaustivo, sino de recordar las obras de mi padre que dejaron en mí mejor recuerdo.
Por desgracia, gran parte de su producción se ha perdido para siempre. De sus veinte años dedicados a la radio tan sólo quedan algunas cintas magnetofónicas y un puñado de guiones. El resto ya no existe.
O quizá sí, porque es posible que las ondas de radio que transportaban sus programas lograran atravesar, al menos parcialmente, la ionosfera terrestre, y extenderse por el espacio más allá del Sistema Solar. De ser así, los programas que escribió José Mallorquí, mi padre, estarían alcanzando ahora las estrellas más cercanas a la Tierra, inconcebiblemente tenues, pero aún tangibles.
Exactamente igual que su autor.
César Mallorquí. Madrid, primavera de 2000