12.24.2023

Cuento de Navidad: El demonio que quiso ser bueno.

 


            EL DEMONIO QUE QUISO SER BUENO

            By César Mallorquí

 

            Había una vez un demonio llamado Pharphas. Su edad solo podía expresarse en eones, pues era uno de los ángeles primigenios que, en el amanecer de la creación, se alzaron contra Dios durante la rebelión de Lucifer, y que luego siguieron a este en su caída transformados en diablos. Eso era Pharphas, un ángel caído más.

            Sin embargo, Pharphas también era diferente al resto de los demonios. No en cuanto a su aspecto, pues era rojo, con cuernos, rabo terminado en punta de flecha y patas de carnero, como todos los demonios, pero sí en lo que a mentalidad se refiere. Pharphas se estaba replanteando sus ideas y valores.

            En realidad, se trataba de algo muy reciente, al menos desde un punto de vista temporal demoniaco. Durante miles de años, Pharphas se dedicó a lo que se espera de un diablo: tentar a los humanos, invitarlos a hacer el mal y apoderarse de sus almas, y en todo ese tiempo jamás se preguntó nada acerca de su trabajo; sencillamente, cumplía con la labor que le habían encomendado, sin buscarle más sentido que la obediencia ciega a un plan que, en el fondo, no acababa de comprender.

            Pero eso cambió a principios del siglo II, en Roma, mientras tentaba al escritor y orador llamado Plinio el Joven. Cuando, finalmente, se mostró ante él en su forma demoniaca, Plinio se lo quedó mirando con una sonrisa irónica en los labios.

            --¿Tú eres el adalid del mal? –le preguntó.

            --Lo soy –respondió Pharphas con solemnidad.

            Plinio soltó una risita y dijo:

            --Pues tienes mucha competencia, amigo mío, pues el mayor número de los males que sufre el hombre proviene del hombre mismo.

            Ese comentario dejó perplejo a nuestro demonio, porque después de pensarlo, comprendió que Plinio tenía razón: por mucho mal que provocaran las huestes de Lucifer, los humanos se las apañaban para quintuplicarlo por su cuenta. Entonces, ¿qué sentido tenía la actividad demoniaca?

            Durante los siguientes siglos, Pharphas siguió cumpliendo con su maléfica labor, pero con la simiente de la duda germinando en su cabeza. Hasta que en 1953 se ocupó de tentar a un filósofo francés llamado Jean-Paul Charles Aymard Sartre. De entrada, esa misión ya era un sinsentido, porque el infierno poseía el alma de ese hombre desde hacía años; pero lo perturbador ocurrió cuando se apareció ante el filósofo, presentándose como el representante del mal. Sartre se lo quedó mirando, inexpresivo, le dio una calada a su pipa, se limpió las lentes con un pañuelo, volvió a fumar y finalmente dijo:

            --¿Sabes qué es lo peor del mal? Que a la larga resulta aburrido.

            Aquellas palabras fueron un mazazo para Pharphas. Súbitamente, comprendió que llevaba milenios aburriéndose, que nada de lo que había hecho hasta entonces tenía el menor sentido. El placer de toda actividad reside en superar las dificultades que esta actividad ofrece –como hacer crucigramas, por ejemplo-; pero ¿qué dificultad podía encontrarse en tentar a unos seres que se tentaban por sí solos? Era como pastorear a unas ovejas que ya quieren ir al sitio que tú quieres que vayan.

            Tras esa revelación, Pharphas leyó casi todos los libros sobre ética que pudo entontrar, desde la Ética nicomáquea, de Aristóteles, hasta el Tratado de la naturaleza humana, de Hume, pasando por las obras completas de Paulo Coelho y un puñado de títulos de autoayuda. Tras ese prolongado estudio, lejos de obtener las respuestas que buscaba, Pharphas se encontró con más dudas que antes. Así que decidió hablar con su supervisor, un demonio de la segunda jerarquía llamado Orcalius.

            --Como sabe, señor –le dijo-, he cumplido con mi trabajo diligentemente, y lo seguiré haciendo, por supuesto; pero para mejorar mi cometido le agradecería que me respondiera a algunas preguntas que me han surgido.

            --Adelante, muchacho –dijo Orcalius rascándose con displicencia la punta del rabo.

            Pharphas reflexionó durante unos segundos y preguntó:

            --¿Por qué hacemos el mal?

            --¿Qué?

            --Bueno, ya sabe, nos pasamos la vida manipulando a los humanos para que se vuelvan malos. ¿Por qué lo hacemos?

            --Pues porque somos demonios y eso es lo que hacen los demonios.

            --Ya, pero ¿para qué lo hacemos?

            --Para adueñarnos de sus almas, muchacho, está claro.

            Phaphas asintió, pensativo.

            --Entiendo –dijo-. Luego volveré sobre este punto. La pregunta es: ¿Para qué queremos sus almas?

            Orcalius se lo quedó mirando con una ceja levantada. En vez de responder, preguntó:

            --Tú conoces nuestra historia, ¿no, muchacho?

            --Claro, señor; está escrita en el Libro de Enoc, y además yo estaba allí. Descontento con la tiranía de Dios, Lucifer se alzó contra Él junto con la tercera parte de la corte celestial. Y... Bueno, resumiendo: Dios ganó y a los ángeles rebeldes nos desterró al inframundo. Pero, ¿qué tiene eso que ver con las almas de los humanos?

            Orcalius se cruzó de brazos.

            --Tu ignorancia me abruma –dijo-. Dios nos condenó al infierno para toda la eternidad. ¿Te parece bien?

            Pharphas se encogió de hombros.

            --Después de tantos eones supongo que me he acostumbrado. Es aburrido, pero no se está tan mal aquí.

            --¡Es injusto! –bramó su supervisor-. ¡Como lo es todo lo relacionado con ese dictador omnipotente! Dios ama a los humanos, así que cada vez que nos adueñamos del alma de uno de ellos, le causamos dolor. Esa es nuestra venganza.

            --Ya veo. Pero ¿qué culpa tienen los humanos de eso? Es como el que le va mal en el trabajo y cuando llega a casa le pega una patada al perro.

            --¿Y a quién le importa lo que le pase a los humanos?

            Pharphas volvió a reflexionar.

            --A ver si lo he entendido –dijo-. Estamos enfadados con Dios, y se supone que hay una especie de competición que gana el que más almas humanas consiga. ¿Es así?

            --Más o menos.

            --Pues entonces –concluyó Pharphas-, Lucifer ya ha ganado, y por goleada; porque según las estadísticas, por cada alma que sube al Paraíso, nueve bajan al infierno.

            Orcalius parpadeó, confundido.

            --Hasta que nos adueñemos de las almas del cien por cien de los humanos –replicó-, no cesaremos en nuestro empeño.

            --¡Ahí quería yo llegar! –exclamó Pharphas, sonriente-. Porque de nuevo las estadísticas demuestran que por cada diez almas que van al infierno, nueve y media lo hacen por sus propios méritos, sin intervención demoniaca. Los humanos no nos necesitan en absoluto para condenarse.

            Orcalius se lo quedó mirando con una mezcla de incredulidad y bochorno. De pronto, le brotaron llamaradas de los oídos, de las fosas nasales, de la boca y del culo.

            --¡¿Pero qué dices, insensato?! –bramó-. ¡Estás cayendo en la herejía! –Respiró hondo, intentando contener la indignación-. Mira, muchacho, voy a hacer como si no te hubiera oído, como si jamás hubieras estado aquí. Déjate de tonterías y lárgate.

            --Vale, pero...

            Orcalius lo enmudeció fulminándolo con la mirada.

            --Estás poniendo a prueba mi paciencia –masculló en tono amenazador-. Esfúmate.

            Así que Pharphas se esfumó.

*

            Pero sus dudas no se esfumaron; al contrario, se incrementaron. ¿Qué sentido tenía hacer siempre el mal? Sobre todo cuando ese mal no servía para nada ni llevaba a ninguna parte. Peor que eso: los ángeles que se alzaron contra Dios –algunos por propia voluntad y otros, como él, porque los liaron- solo consiguieron ser exiliados al infierno. Fue una rebelión absurda, destinada desde el principio al fracaso, así que lo lógico habría sido disculparse con Dios, confiar en su misericordia y correr un tupido velo sobre lo sucedido. Pelillos a la mar, vamos. Pero no, Lucifer era demasiado orgulloso para agachar la cabeza, así que siguió intentando tocarle las narices al Sumo Hacedor a base de corromper a los humanos. ¿Y qué conseguía? Prolongar su exilio y putear a la humanidad.

Según dicen, el máximo grado de estupidez se alcanza cuando alguien hace algo que daña a los demás y le daña a él mismo. Justo el comportamiento habitual de los demonios. Su labor, pensó Pharphas, no solo era inútil, sino también estúpida. Y monótona hasta la extenuación; ahora se daba cuenta de que llevaba eones sumido en el más profundo hastío. La chispa de la vida, decidió, residía en la variación, en la aleatoriedad, en el cambio. La obcecada repetición de la misma conducta solo conducía al tedio.

            Huelga señalar que estas conclusiones acabaron afectando al desempeño profesional de Pharphas, como quedó patente cuando, poco después, le tocó aparecerse ante un mortal que había invocado al Diablo.

            Se llamaba Gervasio y, aparte de un nombre horrible, tenía treinta y seis años, era bajito, entrado en carnes y con una galopante alopecia clareándole el cráneo. También era feo, tonto y aburrido. Había dibujado un pentáculo en el centro del salón de su humilde piso, había colocado una vela en cada uno de sus extremos y había esparcido por el suelo una mezcla de sangre de gallo y semen (el suyo, no el del gallo). Luego formuló el conjuro diabólico que había encontrado en un viejo grimorio llamado Enchiridion Leonis Papae, y Pharphas apareció ante él en su forma demoniaca.

            Gervasio retrocedió un paso con los ojos como platos. Tras unos segundos de pasmo, tragó saliva y dijo:

            --Hostias, funciona... ¿Eres el Príncipe del Mal?

            Pharphas ahogó un bostezo con el dorso de la mano.

            --Si te estás refiriendo a Lucifer, no –respondió-; soy un demonio de la tercera jerarquía. Lucifer solo se aparece a la gente importante y, no nos engañemos, tú y yo somos de clase baja.

            --Pero puedes concederme un deseo, ¿no?

            --Claro, para eso estoy aquí. ¿Qué quieres?

            Sin dudarlo un instante, Gervasio respondió:

            --El amor de Dolores.

            Pharphas revisó el dosier que el Departamento de Documentación Infernal le había aportado. Aquella mujer a la que se refería el mortal era Dolores Latorre, de veintinueve años, sin más oficio que algunos ocasionales trabajos como modelo y azafata. Muy hermosa, pero fría, egoísta y engreída.

            --Vamos a ver –dijo Pharphas guardando el dosier-: Tú estás enamorado de la tal Dolores y ella no te hace ni caso. Y lo que me estás pidiendo es que consiga que Dolores se enamore de ti. ¿Es eso?

            --Exacto.

            --Pues ni yo ni ningún otro demonio puede hacer que alguien se enamore. Eso no se cuenta entre nuestras potestades.

            --¿No puedes? –musitó Gervasio en un tono que destilaba decepción.

            --No, no puedo. Pero lo que sí puedo hacer es que Dolores esté contigo, que sea tu pareja.

            --Ah, bueno –exclamó el hombre con suspiro de alivio-. Pues adelante, venga, hazlo.

            --Espera. Supongo que sabes que a cambio me entregarás tu alma inmortal, ¿no?

            --Sí, sí; no hay problema.

            --Pero, ¿lo has pensado bien? Ya sabes lo que dijo Oscar Wilde: “Ten cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo”.

            Gervasio se lo quedó mirando con una expresión de profunda estulticia.

            --¿Oscar qué...? –murmuró.

            Pharphas exhaló una bocanada de aire y contó mentalmente hasta diez.

            --Da igual –dijo, armándose de paciencia-. Lo que esa frase significa es que una cosa es lo que deseas y otra lo que necesitas. Y Dolores no te conviene, créeme.

            Gervasio frunció el ceño.

            --¿Sabes que eres un demonio muy raro? ¿Puedes o no puedes conseguirme a Dolores?

            --Puedo. Pero no me prestas atención: será malo para ti. Escucha, ¿no has leído historias de pactos demoniacos?

            --Leer es de maricones.

            --Pues en esos relatos las cosas nunca salen como se espera y siempre gana el Diablo. No porque los demonios seamos muy listos, sino porque los humanos sois muy tontos. Hazme caso: olvídate de Dolores.

            Gervasio frunció aún más el ceño.

            --Oye –dijo-, ¿no habrá por ahí otro demonio que pueda atenderme?

            --Pues no. Y tienes suerte de que sea yo, porque estoy intentando ayudarte. –Pharphas reflexionó brevemente-. Te he dicho que puedo conseguir que Dolores esté contigo, pero no cómo lo voy a hacer. ¿Quieres saberlo?

            --Mientras lo hagas, me la suda.

            --Da igual, te lo voy a contar de todas formas: Haré que seas millonario. Supongo que mediante la lotería, porque no se me ocurre otra forma de que te enriquezcas. Entonces, Dolores vendrá a ti.

            --Pues cojonudo, ¿no? Millonario y con Dolores, ¿qué más se puede pedir a la vida? Venga, firmo donde me digas.

            --Aún no he acabado. Dolores no estará contigo porque le gustes, sino por tu dinero.

            --¿Pero podré follármela?

            --Sí, pero ¿a qué coste?

            --Me la suda –repitió Gervasio.

            --Espera, porque ahora te diré lo que va a pasar: Dolores acabará despreciándote; te volverá loco con sus caprichos e infidelidades, te hará la vida imposible y dentro de tres años, cuando haya conseguido arruinarte, te abandonará. Entonces, desesperado, te colgarás de un árbol y tu alma arderá en el infierno. ¿Qué te parece?

            Gervasio permaneció unos segundos inexpresivo y dijo:

            --Vale, lo pillo. Adelante con el pacto.

            Pharphas suspiró con cansancio.

            --Mira que sois capullos los machos humanos; solo sabéis pensar con el pito –murmuró-. Te digo que te vas a arruinar la existencia y tú como quien oye llover. –Comenzó a alzar el tono-. Además, ni siquiera estás enamorado de esa tía; estás encoñado, gilipollas, que es muy distinto. Ah, y sé que eres virgen; por eso te vuelves loco en cuanto husmeas un chocho. Menudo imbécil estás hecho. Eres patético.

            Rojo de ira, Gervasio abrió y cerró la boca, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar su indignación.

            --Oye... un respeto... –logró articular.

            --¿Respetar a un capullo como tú? –Pharphas soltó una carcajada sarcástica-. ¿Sabes lo que te digo? Que ni pacto ni leches.

            --¡Es-esto es in-inadmisible! –tartamudeó Gervasio-. ¡Voy a presentar una queja!

            Pharphas abrió la boca para contestar, pero cambió de idea y dijo:

            --A la mierda. Mírame a los ojos.

            Como si le hubieran arrebatado la voluntad (que era exactamente lo que acababa de pasar), Gervasio fijó sus pupilas en la rojiza mirada del demonio. Entonces, Pharphas empleó su poder hipnótico infernal.

            --¿Me escuchas, Gervasio? –dijo con voz profunda.

            --Sí, amo.

            ¿Amo?... Ese tipo no podía ser más patético.

            --Vas a hacer todo lo que te ordene, Gervasio –prosiguió Pharphas-. En primer lugar, te olvidarás de Dolores, de este encuentro y de mí. En segundo lugar, jamás volverás a intentar hacer un pacto demoniaco. Por último, ve al gimnasio, ponte en forma, vístete mejor, déjate barba para ocultar esa cara de memo, y así a lo mejor encuentras a alguna desesperada que esté dispuesta a enamorarse de un idiota como tú. ¿Entendido?

            --Sí, amo.

            --Vale. Cuando me vaya despertarás y no recordarás nada de lo sucedido. Ah, y lee un poco, hombre. Cultívate.

            Dicho esto, Pharphas desapareció.

*

            Más tarde, cuando reflexionó sobre lo sucedido, Pharphas experimentó una sensación ambigua. Por primera vez en su existencia, había hecho el bien, salvando a un mortal de su propia estupidez. ¿Se sentía mejor por ello? La verdad es que había sido un encuentro de lo más irritante, y tentado estuvo de tirar la toalla y condenar a aquel imbécil a las llamas eternas, pero por otro lado... no es que hacer el bien fuera más divertido que hacer el mal, pero al menos era distinto.

            Aunque había un problema. Cuando en el infierno descubrieran que había malogrado un pacto que estaba prácticamente hecho, tomarían represalias contra él. Pero eso no sucedió; pasaron los días, pasaron las semanas, y nadie se puso en contacto con él. Tampoco le encomendaron ningún otro trabajo, lo cual era extraño; pero no hubo reprimenda ni castigo. Hasta que treinta días más tarde, el mismísimo Lucifer, Príncipe del Mal y Soberano del Infierno, le convocó a una reunión. Huelga decir que Pharphas se alarmó; esperaba un rapapolvo, pero no que interviniera en persona el Señor de las Moscas.

Llegado el momento, Phaphas se presentó en el despacho del Gran Tentador resignado a lo peor; sin embargo lo que encontró fue muy distinto. Al verlo llegar, Lucifer se levantó del sillón, lo saludó con un afectuoso apretón de manos y le invitó a sentarse frente a él, al otro lado del escritorio.

            Lucifer era imponente y hermoso. Sus rasgos parecían tallados por el Miguel Ángel más inspirado, aunque la frialdad de su mirada era capaz de congelar el alma del más templado. Era bello, sí, pero también temible.

            --Así que tú eres Pharphas, demonio de la tercera jerarquía –comentó el Maligno mientras ojeaba un documento-. Tu expediente está impoluto, felicidades.

            ¿Impoluto?, pensó Pharphas, sorprendido. ¿No se habían enterado de lo de Gervasio?

            --Por otro lado –prosiguió el Gran Dragón-, tú estuviste a mi lado cuando nos alzamos contra el Tirano Celestial, así que se supone que eres de confianza. ¿Lo eres, Pharphas? ¿Puedo confiar en ti?

            --Sí señor, claro; a muerte con usted.

            --Bien, eso me congratula; porque voy a encomendarte una misión de gran relevancia. Presta atención: Faltan seis meses para la Navidad; va a ser el cumpleaños del Sumo Dictador, y quiero hacerle un regalo.

            --¿Un regalo... a Dios? –preguntó Phaphas, extrañado.

            --Sí, súbdito mío, un regalo. Pero envenenado. Como sabes, Dios ama a los humanos; vete tú a saber por qué, pero los ama. Por eso nos apoderamos de sus almas, para herir al Déspota donde más le duele. Ahora bien, de entre todos los humanos hay algunos, una minúscula minoría, que son los preferidos del Gran Autócrata. Lo son por su pureza, por su bondad, por su perfección moral... ya sabes, todas esas babosadas. Como es natural, apoderarnos de las almas de esos humanos, tan buenísimos ellos, nos resulta más difícil que conseguir las de los mortales corrientes. Pero vale la pena, porque no hay nada que le duela más al Tirano Celestial que la corrupción de esas almas tan perfectas. ¿Lo entiendes, amigo mío? ¿Está claro?

            --Niquelado –asintió Pharphas.

            --Bien. El caso es que, de entre todos esos mortales tan puñeteramente piadosos, hay uno que destaca por su pureza. Podríamos decir que es el preferido entre los preferidos. Se trata de una hembra humana llamada Alicia Dante y obtener su alma sería un inmenso triunfo para el infierno. Ahora bien, ¿cómo se puede manipular a una persona que destila amor?

            --¿Con el odio? –sugirió Pharphas, diciendo lo primero que se le pasó por la cabeza.

            --Todo lo contrario, mi ingenuo amigo. La debilidad de los que aman es, precisamente, el amor. ¿Entiendes?

            No, Pharphas no lo entendía; de hecho, aquella frase le sonaba a proverbio chino barato, pero asintió con firmeza.

            --Te diré lo que voy a hacer –prosiguió el Príncipe del Abismo-: Adoptaré una forma humana masculina de gran belleza, seduciré a Alicia Dante y, cuando esté más enamorada de mí, la abandonaré. Ella se desesperará y, entonces, el día de Navidad, le haré llegar un regalo anónimo: un grimorio, uno cualquiera que contenga sortilegios para convocarme. La tal Alicia, loca de amor, me invocará y yo apareceré con mi forma demoniaca. Ella me ofrecerá su alma inmortal a cambio de reunirse de nuevo con su amado, y yo le concederé el deseo. –Soltó una risa malévola-. Lo que ella no sabrá es que su amado soy yo, y que en efecto estará toda la eternidad a mi lado, ¡ardiendo en el infierno!

            Lucifer prorrumpió en sonoras carcajadas, a cual más siniestra. Cuando el eco de la última risotada se disolvió en el aire, Pharphas dijo:

            --Un plan estupendo, señor. Solo a un genio del mal como usted se le puede ocurrir algo tan infame. Pero, una preguntita: ¿Qué tengo yo que ver con eso?

            --Tú serás mi caballo de Troya –respondió el Gran Tentador-. Adoptarás una forma humana agradable, amistosa, y te ganarás la confianza de Alicia Dante. Te convertirás en su mejor amigo y, llegado el momento, le hablarás bien de otro amigo tuyo (que seré yo). Finalmente, me presentarás a ella. Serás mi introductor, ¿entiendes?

            --Sí, señor.

            --Y algo más: Mientras labras una amistad con esa mujer, averiguarás todo lo que puedas sobre ella y luego me lo contarás; eso me ayudará a seducirla. ¿Está claro?

            --Como el cristal.

            Lucifer cogió una carpeta y se la entregó.

            --Esto es el dosier de Alicia Dante –dijo-. Estúdialo y ve al mundo de los mortales para empezar a poner en marcha mi plan. Y date prisa, porque quiero apoderarme de su alma exactamente el día de Navidad. –Sonrió de una forma que daba grima y añadió-: Vamos a amargarle el cumpleaños al Gran Tirano.

*

            Alicia Dante tenía veintiocho años y trabajaba como médico en un hospital de la Seguridad Social. No era especialmente guapa, pero poseía uno de esos rostros tan agradables que uno no se cansa de contemplarlos, y cuando sonreía era como si el sol asomara entre las nubes en un día de tormenta. Había nacido en el norte, pero estudió medicina en la capital, donde ahora residía. Aparte de su trabajo, colaboraba con varias ONG y durante las vacaciones viajaba con Médicos sin Fronteras a países del tercer mundo para cuidar de los desvalidos. Amaba la música, la lectura, el cine y las artes en general. Durante cuatro años, tuvo una pareja que acabó rompiéndole el corazón.

            Esos datos aparecían en el dosier que le había entregado Lucifer; pero había algo más que dejó a Pharphas estupefacto: A lo largo de su vida, Alicia Dante jamás había cometido un pecado, ni mortal ni venial, ni por acción ni por omisión, ni de palabra ni de obra, ni siquiera de pensamiento. Ni la más mínima falta, nada, cero. Era el espíritu más puro jamás visto.

            Sin duda, eso era una novedad, pensó Pharphas; apoderarse del alma de alguien tan bondadoso suponía todo un reto.  Diligentemente, procedió a poner en marcha el plan de Lucifer. En primer lugar, adoptó una apariencia humana meticulosamente estudiada. Un hombre de treinta y pocos años, de mediana estatura, pelo castaño y un rostro simpático que inspiraba confianza. Decidió llamarse Álex Salem; Álex, por Edward Alexander Crowley, y Salem por razones evidentes. Y como supuesta profesión, asistente social.

            A continuación, visitó al vecino que residía en la vivienda contigua a la de Alicia y, utilizando hipnotismo infernal, lo obligó a abandonar su apartamento. Un apartamento que acto seguido alquiló Álex Salem, convirtiéndose así en el vecinito de al lado de Alicia.

            El siguiente paso lo dio el mismo día en que se mudó. Al anochecer, cogió una taza, llamó al timbre de Alicia y, cuando ella abrió, él se presentó como su nuevo vecino y le pidió un poco de azúcar. Ella, amablemente, se la dio. Dos días después, al atardecer, Pharphas volvió a llamar al timbre de Alicia, llevando en la mano una tarta de manzana.

            --Es para ti –dijo, entregándole la tarta en el umbral de la puerta-. Por ayudarme el otro día.

            --Muchas gracias, pero no tenías que haberte molestado –protestó Alicia, sonriente-. En realidad, debería ser yo quien te regalara una tarta a ti para darte la bienvenida al edificio.

            --Eso es lo que se ve en las películas americanas –dijo él, devolviéndole la sonrisa-. Pero ya fuiste suficientemente dulce conmigo regalándome el azúcar. Permíteme que ahora te endulce la vida yo a ti.

            Alicia contempló la tarta.

            --Tiene un aspecto estupendo–dijo-. ¿La has hecho tú?

            Pharphas asintió.

            --Soy un cocinillas –respondió-. Espero que te guste. Oye, no quiero molestarte más. Solo he venido para traértela.

            --¿No vas a probar tu obra? –respondió ella, invitándolo a entrar con un gesto-. Puedo preparar té.

            Pharphas aceptó. El apartamento de Alicia era pequeño, pero acogedor. El salón contaba con una pequeña cocina de tipo americano; la joven fue allí y preguntó:

            --Tengo varias clases de infusiones. ¿Cuál prefieres?

            --Mi favorito es el té Earl Grey –respondió él.

            --Qué casualidad –dijo ella, siempre sonriente-; el mío también.

            Pharphas ya lo sabía, claro; lo había leído en el dosier de Alicia.

            Aquella tarde comenzaron a conocerse. Ella probó la tarta y dijo que era deliciosa (lo era; Pharphas dominaba los fogones). Hablaron de sus respectivos trabajos, de su vida, de sus aficiones, y a las nueve y media, él se despidió discretamente. Ella le aseguró que había disfrutado de la conversación.

            Pharphas regresó a su apartamento con la satisfacción del deber cumplido. El primer contacto ya estaba hecho y ahora había que consolidarlo.

*

            Tres días más tarde, Alicia le invitó a cenar en su casa. Charlaron hasta muy tarde; el poder de los demonios no reside en lo que dicen, sino en lo que escuchan, así que Pharphas era un atento conversador. Ella le comentó que los fines de semana ayudaba en un comedor de caridad, y él la acompañó la siguiente vez. Poco después, fueron al cine juntos. Otro día, Pharphas consiguió unas entradas para la ópera e invitó a Alicia, y más tarde ella, en reciprocidad, le invitó a él al teatro. En otra ocasión fueron junto a ver una exposición de pintura. Cada vez se veían con más frecuencia.

            Durante cinco meses, Pharphas lo averiguó todo sobre Alicia. Descubrió que le gustaba el cine clásico; que Boccherini le ponía de buen humor, pero Mahler le deprimía; que le encantaba caminar descalza sobre la hierba húmeda; que adoraba a Dickens y a Wilde; que le gustaban los perros; que las tardes de lluvia le ponían triste; que era amable con todo el mundo; que cuando uno de sus pacientes fallecía ella lloraba al llegar a casa; que sentía una inmensa piedad por los débiles y los desfavorecidos...

            Alicia tenía un corazón de oro, pero eso Pharphas ya lo sabía. Lo que ignoraba era que, además, poseía una notable inteligencia y un gran sentido del humor, que era culta, divertida e ingeniosa. En resumen: a Pharphas, Alicia le caía bien. Demasiado bien para verla arder en el infierno.

            Por ello, a finales de noviembre, cuando ya lo sabía todo acerca de ella, Pharphas decidió no contarle nada a Lucifer, incluso engañarlo con datos falsos si llegaba el caso. Pero el caso no llegó, porque el Príncipe de las Tinieblas no volvió a contactar con él. Quizá se había olvidado del asunto, pensó Pharphas; con tantas almas pendientes de entrar en el infierno era fácil perderle la pista a alguna. En cualquier caso, decidió quedarse en el mundo de los mortales hasta después de Navidad, pues entonces, pasado el cumpleaños de Dios, Lucifer ya no tendría especial interés en poseer el alma de Alicia. Y si eso le suponía un castigo a Pharphas, lo aceptaría con satisfacción.

            Y así llegó diciembre. La ciudad se vistió de luces de colores, de espumillón y de estrellas navideñas; el aire se llenó de olor a hojas de abeto y machacones villancicos. Un sábado por la tarde, Pharphas y Alicia fueron al mercado de Navidad de la Plaza Mayor y compraron adornos. Luego, se dirigieron al apartamento de ella, y él la ayudó a montar el árbol y adornar la casa. Cuando acabaron, ya caída la noche, Alicia descorchó una botella de vino y ambos se acomodaron en el sofá para beber unas copas.

            Alicia le contó lo mucho que le gustaba la Navidad y rememoró su infancia en el Norte durante esas fechas, cuando la nieve se acumulaba sobre los prados, las vallas de piedra y los tejados, y el humo de las chimeneas impregnaba el aire de aroma a leña quemada. Alicia iba con otros niños del pueblo de casa en casa, cantando villancicos a cambio de modestos aguinaldos, y el veinticuatro, después de la Misa del Gallo, tomaban chocolate caliente en el atrio de la iglesia para ahuyentar el frío.

            Pharphas, como es natural, jamás había celebrado la Navidad, así que no le quedó más remedio que inventarse una historia; pero como cada vez le gustaba menos tener que mentirle a Alicia, fue una historia sencilla, plana y escasamente memorable.

            --¿Dónde pasarás la Nochebuena? –le preguntó ella.

            --En casa –respondió él con un encogimiento de hombros-. Ya sabes que mis padres murieron.

            --¿Y no tienes más familia? No sé, hermanos, tíos, primos...

            Pharphas negó con la cabeza.

            --No –dijo sonriente-. Estoy solito en el mundo.

            Hubo un silencio. Alicia lo miró con ternura.

            --No estás solo –susurró-. Me tienes a mí.

            Acto seguido, se inclinó hacia él y le besó en los labios.

*

            Decir que Pharphas se sorprendió sería quedarse tan corto como comparar la Revolución Francesa con una trifulca tabernaria, o la erupción del Krakatoa con una traca fallera. Pharphas se quedó helado, anonadado, rígido, estupefacto, petrificado, incapaz de reaccionar. Al advertir que él no le devolvía el beso, Alicia se apartó y lo miró con inseguridad.

            --Perdona –murmuró-. ¿Te he molestado?

            Pharphas parpadeó varias veces, muy rápido.

            --No, no... –dijo, intentando salir del estupor. Y repitió-: No, no, no... –Tragó saliva-. Es que... me ha cogido... por sorpresa...

            Alicia exhaló una bocanada de aire.

            --No puedo seguir ocultándolo, Álex –confesó-: estoy enamorada de ti.

            --Ah... –musitó Pharphas con la boca abierta.

            --Supongo que ya te habías dado cuenta.

            --¿Yo?... No... qué va...

            Una nube de desconcierto nubló la mirada de Alicia; algo, de hecho todo, no iba como ella esperaba.

            --¿Tú sientes algo por mí? –preguntó, insegura.

            --¿Por ti?... ¿Yo?... –balbuceó Pharphas-. Por supuesto que... Aunque, por otro lado...

            Enmudeció. Y al mismo tiempo se estremeció, porque acaba de descubrir algo absolutamente aterrador. Se incorporó bruscamente.

            --Tengo que irme –anunció.

            Alicia se puso en pie con una expresión desolada en el rostro.

            --Lo siento, perdóname –suplicó-. Creí que tú también sentías algo por mí. No quería incomodarte.

            --Y no lo has hecho –replicó Pharphas fingiendo una sonrisa que le salió del todo falsa-. Al contrario, ha sido fabuloso... uno de los mejores días de mi vida... Pero... –Ladeó la mirada y abrió y cerró la boca varias veces, intentando encontrar las palabras adecuadas-. Necesito estar solo –dijo al fin-, para poner en orden... mis sentimientos...

            --Lo entiendo, pero no te vayas así. Me siento culpable.

            --¿Culpable? No, no, no, no, para nada. Pero es que tengo que irme, porque... me tengo que ir.

            Y Pharphas abandonó el apartamento a toda prisa. Al llegar al rellano se detuvo y respiró hondo. A través de la puerta escuchó los sollozos de Alicia.

            Abatido, dejó caer la cabeza y se esfumó en el aire.

*

            En vez de regresar a su apartamento, Pharphas recuperó su forma demoniaca y se ocultó en el más recóndito rincón del infierno. Jamás había estado tan asustado.

            Que Alicia se hubiera enamorado de él había sido una desconcertante sorpresa; pero lo que le había anonadado, aterrorizándole hasta la médula de los huesos, fue descubrir que él... ¡también estaba enamorado de Alicia!

            Y Phaphas jamás había experimentado el amor, era algo nuevo, no tenía experiencia. De hecho, fácilmente podría haberlo confundido con los síntomas de una gripe severa, o, si vamos a eso, de un cáncer terminal; pero no, era amor, un sentimiento que casaba muy mal con su naturaleza demoniaca. Un siervo de Satanás no puede amar; sin embargo, ahora Pharphas amaba con toda su alma. Y sufría por ello. No podía quitarse de la cabeza el beso que ella le había dado. Fue su primer beso en los labios; en el culo le habían besado muchas veces, pero en la boca sólo esa.

            Escondido en lo más profundo del averno, Pharphas se debatía intentando controlar una pasión que no entendía. Cuando recordaba los sollozos que había escuchado tras la puerta del apartamento de Alicia, se le partía el corazón; porque él era el culpable de su dolor. Y esa sensación, la culpabilidad, también era del todo nueva.

            Y así, oscilando entre la culpa, el amor y la pena, fueron pasando los días. A veces, Pharphas fantaseaba con volver junto a Alicia, confesarle sus sentimientos y vivir con ella, felices para siempre. Pero al instante se daba cuenta de que era imposible. Una relación no puede cimentarse en la mentira, de modo que él tendría que decirle quién era en realidad y mostrarse ante ella con su auténtica apariencia. Si lo hiciera, ¿Alicia podría seguir amando a alguien con rabo y patas de carnero? Lo dudaba muchísimo, y la mera posibilidad de que ella lo mirara con horror le partía una vez más el corazón.

            Además, ¿qué futuro tendrían? ¿Formar una familia, tener hijos? Phaphas se preguntaba cómo sería dar a luz a un bebé con cuernos, e imaginaba que algo así como recibir la embestida de un toro desde dentro. Entonces sacudía la cabeza con desánimo y se sumía una vez más en la depresión.

            Y así, inmerso en la negrura y la tristeza, los días siguieron pasando. Hasta que llegó el veinticinco de diciembre. Entonces, durante la mañana de Navidad, el mismísimo Lucifer apareció ante Pharphas con una enorme y grimosa sonrisa en los labios.

*

            --Buenos días, vasallo mío –dijo el Señor de las Tinieblas con untosa amabilidad-. ¿Qué haces aquí tan solo?

            Pharphas se incorporó rápidamente.

            --Buenos días, señor. Eh... -Carraspeó para aclararse la voz-. Estaba... planificando maldades...

            --Ah, ya veo. ¿Y no deberías estar con Alicia Dante?

            --Sí, claro... pero es que ya lo he hecho. Trabajo finalizado. Todo bien. Ningún problema.

            Los ojos del Gran Tentador titilaban con una mezcla de crueldad e ironía.

            --Estupendo –dijo-. Pero creo recordar que tendrías que haberme informado de tus avances hace ya tiempo, ¿no es cierto?

            Pharphas puso cara de sorpresa y se palmeó la frente, justo debajo del cuerno derecho.

            --Uy –musitó-; se me ha pasado...

            Lucifer le dedicó una mirada de abyecto desdén.

            --No se te ha pasado, miserable imbécil –dijo en un tono similar al chirrido de las uñas arañando una pizarra-. Me has desobedecido conscientemente para intentar impedir que me apoderara del alma de esa humana. ¿Y por qué? Pues porque te has enamorado de ella como el perfecto estúpido que eres.

            El Ángel del Abismo profirió una retahíla de sarcásticas carcajadas.

            --Creías que podrías burlarme, ¿verdad, pobre infeliz? –prosiguió tras las risas-. Pero en realidad eras una marioneta en mis manos. ¿Crees que yo iba a perder mi precioso tiempo seduciendo a una mortal? Tengo cosas mucho mejores que hacer, como tocarme los huevos, por ejemplo, así que te envié a ti. ¿Para obtener información sobre Alicia Dante? No seas ridículo; ya sé todo lo que necesito saber sobre ella. Te envié para que fueras encantador, simpático y atento, su alma gemela. En definitiva, te envié para que la enamoraras. Como ha ocurrido. Y luego, cuando descubriste tus estúpidos sentimientos hacia ella, corriste a esconderte. Como yo había previsto. Y al hacerlo, le rompiste el corazón a Alicia Dante. Como yo esperaba.

            Sobrevino un silencio tan denso como la lava y tan irritante como el azufre.

            --No se apodere de su alma, señor –musitó Pharphas en tono implorante-. Se lo ruego. Escuche, si la deja en paz seré su esclavo para toda la eternidad.

            --¡Ya eres mi esclavo para toda la eternidad, imbécil! –replicó Lucifer con otra carcajada-. Además, miserable iluso, llegas tarde.

            El Príncipe de las tinieblas extendió una mano y en ella apareció una hoja de papel. Se la mostró a Pharphas y dijo:

            --Esto es el contrato, debidamente rubricado, por el cual Alicia Dante me cede su alma a cambio de un pequeño servicio.

            Boquiabierto, Pharphas contempló el contrato con horror.

            --¿Qué?... –musitó.

            --Reconozco que has hecho un trabajo impecable: esa idiota está enamorada de ti hasta las trancas. No te puedes ni imaginar cuánto ha sufrido por tu abandono la muy mema. Lágrimas y más lágrimas, insomnio, desesperación... Pero, claro, no solo es que te haya perdido, sino que además cree que ella es la culpable. Y todo por un maldito beso. ¿Se puede ser más ridículo? –Sacudió la cabeza con desdén-. Esta misma mañana le he hecho llegar por mensajería un ejemplar del Albanum Maleficarum, el excelente grimorio árabe del siglo X. Ella, atolondradamente, me ha invocado y ha vendido su alma a cambio de que vuelvas a su lado. ¿Qué te parece?

            Pharphas dejó caer la cabeza; sentía como si el Everest se hubiera abatido sobre sus espaldas. Aquello ya no tenía solución; Alicia había firmado un pacto con Lucifer y nada, ni siquiera el más profundo arrepentimiento, podía anularlo. Un contrato diabólico es sagrado, valga la paradoja. El alma de la mujer que amaba ardería para siempre en las llamas del infierno y él no podía hacer nada por evitarlo. Abrumado por el dolor y la pena, dos lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas. Era la primera vez en su existencia que lloraba.

            --¡Oh, por favor, qué asco! –exclamó Lucifer, torciendo el gesto-. Solo te faltaba eso para dar más vergüenza ajena: ponerte a lloriquear. –Impostó la voz, burlón-: ¡Bua, bua, mi amada se ha condenado, qué pena más grande! Por los cuernos de Asmodeo, estás infectado de humanidad; para ser más patético tendrías que hacer un cursillo. –Chasqueó la lengua con desprecio-. Esto te ha pasado por hacerte demasiadas preguntas sobre el bien y el mal. ¿Acaso un tigre se pregunta por qué es carnívoro? No; sencillamente, caza a la gacela y se la come.

            Con la mirada clavada en el suelo, Pharphas guardó silencio.

            --¿No dices nada? –Lucifer soltó una risita sarcástica-. Claro, qué vas a decir... Has intentado engañarme, pero olvidaste que soy el Monarca del Averno desde hace eones. Sencillamente, no estás a mi altura, muchacho. –Bostezó ruidosamente-. En su momento serás severamente castigado; pero esto ya empieza a ser aburrido. Ahora tengo que cumplir mi parte del trato con Alicia Dante: devolverte a su lado. Que lo disfrutes, gilipollas.

            Lucifer chasqueó los dedos y Pharphas desapareció.

*

Afortunadamente, Alicia estaba de espaldas cuando Pharphas se materializó en medio de su salón, dándole a él tiempo para cambiar su forma diabólica por la apariencia humana de Álex Salem. Al darse la vuelta y verlo, Alicia dio un respingo de sorpresa; luego, su rostro se iluminó con una sonrisa y avanzó un par de pasos, como si fuera a abrazarlo; pero al ver la tristeza de su expresión se contuvo.

--Álex, yo... –dijo, sin completar la frase.

            --¿Qué has hecho, Alicia? –murmuró él, desolado.

            --Desapareciste; te eché por mi torpeza. Y tenía que volver a verte para disculparme, y para intentar...

            --No tienes por qué disculparte; no has hecho nada. Soy yo quien debería pedirte perdón.

            Se produjo un silencio.

            --¿Por qué no me quieres, Álex? –le preguntó Alicia.

            Pharphas suspiró.

            --Claro que te quiero. Es imposible no quererte.

            --Entonces, ¿por qué te fuiste?

            --Porque... –Bajó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro-. Es complicado...

            Otro silencio.

            --Tengo que preguntártelo, Álex –dijo ella-: ¿Eres gay?

            Pharphas rió suavemente, sin alegría.

            --No, no lo soy –respondió-. Pero ahora eso no importa. ¿Te das cuenta de lo que has hecho, Alicia? Has pactado con el diablo; arderás en el infierno.

            Ella le dedicó una sonrisa.

            --Pero he podido volver a verte –dijo-. Ha valido la pena.

            Pharphas exhaló una bocanada de aire y se dejó caer en el sofá. De pronto se sentía atrozmente cansado.

            --Eres demasiado inocente, Alicia –murmuró-. Y has leído demasiadas novelas románticas.

            --No se puede controlar el amor –dijo ella, sentándose a su lado-. Nunca he conocido a nadie como tú, Álex. Creo que me enamoré de ti desde el día en que me trajiste la tarta. –Esbozó una sonrisa y bromeó-: Estaba tan rica que no me quedó más remedio que caer rendida a tus pies. –Suspiró-. Eres el hombre más bueno, atento, generoso y sensible del mundo, Álex. ¿Cómo no enamorarme de ti? A veces me pareces sobrenatural.

Vaya si era sobrenatural, pensó Pharphas; era sobrenatural de cojones; pero de una forma que a Alicia le horrorizaría si supiera la verdad. Abrumado por la culpa, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos; al hacerlo, advirtió que sobre la mesa de café descansaba un viejo y polvoriento libro. Era el Albanum Maleficarum, el grimorio que le había enviado Lucifer a Alicia. Desalentado, cerró los ojos.

            Y volvió a abrirlos un instante después. Pero mucho, muy, muy abiertos. Se le había ocurrido una idea. Una idea loca, absurda, disparatada, la clase de idea que cualquiera desecharía al instante, salvo que se estuviese desesperado. Y ahora él lo estaba. Se incorporó como un resorte.

            --Tengo que irme –anunció.

            --¿Otra vez? –dijo Alicia, poniéndose en pie-. No, por favor...

            --Solo voy a mi apartamento. Tú espérame aquí; tardaré una o dos horas como mucho. Y volveré, Alicia, te lo juro: volveré.

            Ella respiró hondo y fingió una sonrisa que le salió insegura.

            --¿Como Schwarzenegger? –bromeó.

            --Eso es –sonrió él-. Volveré; palabra de Schwarzenegger.

            Dicho esto, Pharphas abandonó el apartamento camino del suyo.

*

            Lucifer estaba sentado en un trono hecho con calaveras humanas. Era muy incómodo, pero ofrecía una imagen de lo más siniestra, y al Señor del Mal le encantaba lo siniestro. Esa mañana de Navidad estaba contento; al apoderarse del alma de Alicia Dante le había infringido al Autócrata Celestial una dolorosa afrenta, y además justo el día de su cumpleaños. Soltó una malévola carcajada al tiempo que se dedicaba a su principal ocupación: tocarse los huevos.

            Entonces, súbitamente, desapareció.

            Y apareció en el salón de un pequeño apartamento, encerrado en un pentáculo dibujado en el suelo. Y frente a él, un rostro familiar. El de Pharphas.

            --¡¿Pero qué es esto?! –bramó el Príncipe de las Tinieblas.

            --Una invocación –respondió Pharphas con naturalidad-. Soy un demonio y, por tanto, experto en invocaciones. Las conozco todas. Por ejemplo, en el Codex Hierarchiarum Infernalium, del alquimista loco Kaspar Kopecka, aparece un conjuro para invocar directamente a la máxima jerarquía infernal. Es decir, a ti. Como puedes comprobar, acabo de ponerlo en práctica.

            --¡¿Te has vuelto loco?! –rugió Lucifer-. ¡Libérame inmediatamente!

            Pharphas negó con la cabeza.

            --Te he invocado –dijo-, y reclamo mi derecho a pactar contigo.

            El Ángel del Abismo se lo quedó mirando boquiabierto, consternado por la osadía de aquel insignificante vasallo.

            --Definitivamente, estás loco –gruñó-. Un demonio no puede invocar a otro demonio.

            --Ah. Y eso, ¿dónde está escrito?

            --¡En ninguna parte! –respondió Lucifer, exasperado-. ¡Pero nadie lo ha hecho jamás!

            Pharphas se encogió de hombros.

            --Siempre hay una primera vez para todo –dijo-. Te he invocado siguiendo tus propias reglas y, de acuerdo con ellas, tú debes concederme un deseo a cambio de mi alma.

            --¡Pero si ya tengo tu alma, imbécil! –gritó el Tentador.

            --No –replicó Pharphas-; crees que la tienes, pero nunca has pagado por ella. Ahora lo harás.

            Lucifer se cruzó de brazos y lo miró con desprecio.

            --Ni borracho pactaría con un miserable gusano como tú –afirmó.

            Pharphas volvió a encogerse de hombros.

            --Como quieras. Pero te recuerdo que estás encerrado en ese pentáculo y que solo tienes dos maneras de salir: que yo te libere o pactando conmigo. Y yo no voy a liberarte, así que tú mismo.

            Sobrevino un silencio tan tenso que si le hubieran pasado un arco habría sonado como un violín. Lucifer clavó en él una mirada que destilaba odio puro.

            --¿Eres consciente de las consecuencias de lo que estás haciendo? –susurró en tono amenazador-. Te someteremos a un juicio infernal por desacato e insubordinación, y te juro que tu castigo pasará a los anales de la crueldad.

            --Vale. Contaba con ello.

            --Te arrepentirás.

            --Lo dudo. Bueno, ¿qué? ¿Pactas o prefieres pasarte la eternidad ahí encerrado?

            Lucifer puso en blanco los ojos y respiró hondo. Sendas columnas de humo le brotaron de las orejas.

            --De acuerdo, tú te lo has buscado –masculló-. Pactemos: ¿Qué quieres?

            Pharphas sonrió de oreja a oreja.

            --Quiero el alma de Alicia Dante –dijo.

            Lucifer apretó los puños y profirió un grito de rabia y frustración.

*

            Cuando sonó el timbre, Alicia corrió a la entrada. Apenas había transcurrido una hora desde que Pharphas se fue, pero a ella se le había antojado una eternidad. Sencillamente, no sabía si iba a regresar. Pero al abrir la puerta, ahí estaba él.

            --Has vuelto –murmuró Alicia con una resplandeciente sonrisa.

            --Ya te lo dije.

            Pharphas entró en el apartamento. Estaba agotado, pero feliz. Ella cerró la puerta y se lo quedó mirando.

            --¿Y ahora qué? –preguntó, insegura.

            --He ido a buscarte un regalo. –Pharphas sacó del bolsillo un papel doblado y se lo entregó-. Feliz Navidad, Alicia.

            Ella contempló el papel con desconcierto.

            --¿Qué es? –preguntó.

            --El contrato que firmaste con el diablo.

            Alicia lo desdobló.

            --¿Cómo lo has conseguido? –preguntó, mirándolo con asombro.

            --No importa. –Le ofreció un encendedor-. Si lo quemas, recuperarás tu alma.

            Hubo un perplejo silencio.

            --Gracias... –dijo ella.

            A continuación, encendió el mechero y le prendió fuego al documento. Un leve olor a azufre invadió el salón mientras las cenizas caían al suelo. Alicia se aproximó a él.

            --Supongo que no voy a conseguir que me cuentes cómo lo has hecho. No importa. –Suspiró-. Siempre he tenido la sensación de que no eres quien dices ser. ¿Quién eres en realidad, Álex? ¿Un ángel?

            Pharphas sonrió.

--No, qué va –respondió-; pero tú consigues que desee serlo. Estoy perdidamente enamorado de ti, Alicia. Jamás he querido a nadie tanto como te quiero.

            Era cierto. El rostro de Alicia resplandeció. Se abrazaron. Ella cerró los ojos y alzó la cabeza; él bajó la suya. Y sus labios se encontraron en un beso. Pero no un beso cualquiera, no uno de esos besos vulgares que solemos dar, ni como los besos grandilocuentes que vemos en las películas. Fue un beso perfecto, sencillo, luminoso, la nítida expresión del más puro amor. Cuando finalmente sus labios se separaron, Pharphas dijo:

            --Te quiero, Alicia, y jamás volveré a separarme de ti; siempre estaré a tu lado. Te lo juro. –Y antes de que ella pudiera hablar, añadió-: ¡Mírame a los ojos!

            Con la voluntad secuestrada por el poder hipnótico infernal, Alicia clavó su mirada en la de Pharphas.

            --¿Me oyes, Alicia?

            --Sí...

            --¿Obedecerás mis órdenes?

            --Sí...

            --Bien, presta atención: Cuando despiertes, te olvidarás de mí.

            Un temblor sacudió el cuerpo de Alicia.

            --Pero... –musitó-, no quiero...

            Pharphas abrió la boca, asombrado; el amor que ella sentía estaba a punto de quebrar su poder. Intensificó al máximo la hipnosis infernal.

            --Debes obedecerme, Alicia. Te olvidarás de mí y de todo lo que hemos hecho juntos. Olvidarás el pacto diabólico. Olvidarás este encuentro. No guardarás el menor recuerdo de lo que ha sucedido. ¿Lo harás?

            Alicia demoró mucho la respuesta. Una lágrima se deslizó por su mejilla.

            --Sí... –respondió con un hilo de voz.

            Pensativo, Pharphas comenzó a pasear despacio de un lado a otro, con las manos entrelazadas a la espalda.

            --El problema es que eres demasiado inocente –dijo-. En fin, forma parte de tu encanto, ya lo sé; pero eres tan buena que no concibes el mal en los demás, y eso te hace vulnerable. Tienes que desconfiar un poco de la gente; especialmente de los hombres. ¿Sabes?, los demonios y los hombres tenemos algo en común: somos todos unos cerdos. –Se detuvo frente a ella y ordenó-: Antes de volver a enamorarte, asegúrate de que sea de una persona digna de ti. ¿De acuerdo?

            --Sí...

            --Vale, pues supongo que eso es todo. Cuando yo desaparezca, te despertarás. Y recuerda: no recordarás nada.

            Durante unos segundos, se la quedó mirando en silencio. Luego, suspiró y dijo:

            --Adiós, Alicia. Feliz Navidad.

            Y se esfumó.

            Alicia recuperó la consciencia y miró a un lado y a otro, desconcertada. No sabía qué día era, ni qué hacía ahí, de pie en medio del salón. Y, sobre todo, no sabía por qué estaba llorando.

*

            Este sería un buen momento para ponerle el punto final a esta historia, con un toque romántico y un poquito triste. Pero es que la historia no acabó aquí. Tras abandonar el apartamento de Alicia Dante, Pharphas fue directo al infierno, donde le aguardaba un consejo de guerra. Lucifer estaba tan enfadado con él que le salían chispas del trasero, y había escogido al tribunal más severo para juzgar a aquel miserable demonio de tercera que había osado enfrentarse a él.

            Lo que el Príncipe de las Tinieblas no tuvo en cuenta fue que, si algo abunda en el infierno, son los abogados; y de entre todos los leguleyos que ardían en las llamas eternas, Pharphas escogió al más marrullero, uno que jamás había perdido un juicio: el muy ilustre y nada respetado Rufus J. Tricker.

            --Esto es pan comido –dijo el letrado cuando le expuso el caso-. Déjelo en mis manos y es posible que incluso le consiga una indemnización.

            El juicio se celebró al día siguiente. El juez que presidía la audiencia era Belcebú, que fue príncipe de los Serafínes y cuya autoridad solo estaba por debajo de la de Lucifer. Leviatán, el tercero en el escalafón infernal, ejercía de fiscal. Los doce miembros del jurado eran Asmodeo, Balberith, Astaroth, Verrine, Grésil, Sonnillon, Carreau, Carnivale, Oeillet, Rosier, Belias y Abadón, todos ellos demonios de la primera y segunda jerarquías.

            Pharphas se sentó en el banquillo de los acusados junto a su abogado. Los bancos del público estaban llenos a reventar. Belcebú dio inicio al juicio dándole la palabra al fiscal. Leviatán se incorporó y paseó con aire majestuoso por delante del jurado.

            --Amigos, demonios, compatriotas, prestadme atención –proclamó con voz tonante-. Estamos reunidos aquí para juzgar y castigar los oprobiosos delitos del demonio de tercera jerarquía llamado Pharphas, aquí presente. A lo largo de esta causa demostraré, sin opción a dudas, que ese individuo ha cometido insubordinación, desacato a la autoridad y traición. –Hizo una pausa y prosiguió-: Hace siete meses, se le encargó al acusado cerrar un pacto con un humano llamado Gervasio. Era un pacto sencillo, estaba prácticamente hecho, pero el acusado intentó convencer al mortal de que no lo realizase y, finalmente, se negó a formalizar el contrato.

            Un murmullo de consternación recorrió las filas del público.

            --Pero eso solo fue el aperitivo de su actividad delictiva –prosiguió Leviatán-. Un mes después, nuestro monarca en persona, el gran Lucifer, le encomendó al acusado la misión de manipular a una hembra humana para conseguir su alma. Pues bien, el acusado no solo desobedeció, sino que además, una vez cerrado el trato con la mujer, se apoderó del contrato mediante triquiñuelas y lo destruyó, privando al infierno de un alma muy valiosa. Para demostrar la culpabilidad del demonio Pharphas, presentaré pruebas y testimonios que...

            --Le ruego al señor fiscal que disculpe esta interrupción –dijo Rufus J. Tricker, poniéndose en pie-. Como no queremos hacer perder el tiempo a los ilustres miembros del jurado, no hará falta que se presenten pruebas, porque mi cliente reconoce haber hecho todo lo que el fiscal dice que ha hecho.

            --Entonces, se declara culpable –concluyó Belcebú.

            --Oh no, no he dicho eso, señoría. Mi cliente es inocente, porque afirmamos que los hechos por los que se le acusa no son en realidad constitutivos de delito. Y para demostrarlo nos basta con interrogar a un testigo. Solo a uno.  ¿Nos da su venia, señoría?

            --Adelante –repuso Belcebú con aire aburrido.

            El abogado se aclaró la garganta con un carraspeo y dijo:

            --Solicito que suba al estrado Lucifer, Señor de las Moscas y Príncipe de las Tinieblas.

            Otro murmullo, esta vez de sorpresa, se elevó en la sala.

            --Pero Lucifer es el denunciante –protestó el juez.

            --Así podrá defender mejor su causa –arguyó el abogado.

            --No sé, esto es muy inusual...

            --Da igual, amigo mío –intervino Lucifer, acercándose al estrado-. No tengo inconveniente en testificar.

            Un ujier se aproximó con una Biblia en las manos y preguntó:

            --¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

            --Lo juro.

            --Escupa en la Biblia.

            Lucifer lanzó un esputo sobre el libro sagrado y se sentó en el banquillo de los testigos.

            --¿Es usted Lucifer, el monarca absoluto del infierno? –le preguntó Tricker.

            --Bien sabes que lo soy, miserable alma atormentada.

            --¿Y se considera usted el adalid supremo del mal?

            --Por supuesto.

            --Entiendo –asintió el abogado-. En tal caso, supongo que en su reino, el infierno, rige el mal. ¿No es cierto?

            --El mal más abyecto, sin duda.

            --Y por tanto, usted exige a sus vasallos, los demonios, un comportamiento estrictamente malvado. ¿Sí?

            --Evidentemente.

            --Y quiere que sean malvados en todas partes. Que hagan el mal en el mundo de los humanos, en el cielo si pudieran entrar o en el mismísimo infierno. ¿Cierto?

            --Claro que sí –respondió Lucifer, comenzando a exasperarse-. ¿Va a seguir preguntándome obviedades?

            --Solo una obviedad más: Cuando mi cliente, Pharphas, cometió los hechos de que se le acusa, ¿cree que obró mal?

            --Rematadamente mal; esa es la razón de este juicio.

            Tricker sonrió como un zorro.

            --En efecto, mi cliente obró mal –dijo-. Que es, según usted mismo ha confesado, el comportamiento que se exige a los demonios: que hagan el mal.

            Lucifer parpadeó, desconcertado.

            --Pero es que hizo el bien –protestó.

            --Claro, y hacer el bien en el mundo humano es hacer el mal en el infierno, ¿no es cierto? –El abogado se volvió hacia el jurado y prosiguió con su argumentación-. Piénsenlo, señores. Estamos en el infierno y según los valores morales infernales, si aquí un demonio hace el mal, es lo correcto. Así que en realidad se está portando bien. Pero portarse bien en el infierno es portarse mal, y si se porta mal en realidad se porta bien, y así una y otra vez en un bucle infinito. Y lo mismo al revés: Hacer el bien es en realidad hacer el mal en el infierno, que es lo que debe hacerse y, por tanto, es el bien, y otra vez el bucle infinito. ¿Comprenden?

            Un silencio se adueñó del juzgado infernal.

            --No he entendido ni papa –dijo Balberith, uno de los jurados.

            --¡Porque es un disparate! –bramó Lucifer.

            --No, no lo es –intervino Abadón, pensativo-. Al contrario, no le falta razón al humano. El problema es que pensamos en términos binarios. Blanco y negro, el bien y el mal... ¿Y qué pasa con toda la gama de grises?

            --Nunca lo había contemplado así –terció Rosier-. Pero es cierto. Y la aparición de esta clase de paradojas es una evidencia clara de que el bien y el mal no son valores absolutos, sino relativos. Sin un marco fijo de referencia es imposible determinar la posición moral de un acto. Puro Heisenberg.

            De pronto todos, tanto el público como el jurado, se pusieron a hablar a la vez. Belcebú golpeó repetidamente con un matillo exigiendo orden. Cuando el vocerío se calmó, Lucifer se puso en pie y exclamó:

            --¡Eso son gilipolleces! ¡El mal es el mal y el bien es el bien, y todos sabemos distinguirlos!

            Tricker se encaró con él y le espetó:

            --¿Según qué ética, señor Lucifer? ¿La del Sumo Hacedor, la de Dios, la de su enemigo acérrimo? ¿Me está diciendo que su sistema de valores se rige por el criterio de su eterno rival? Pues si es así, permítame decirle que Dios ya le ha derrotado y desde el principio.

            Lucifer abrió la boca para responder, pero no encontró ningún argumento y volvió a cerrarla. Sacudió la cabeza y dijo:

            --No voy a enredarme en tonterías filosóficas. El hecho incontrovertible es que Pharphas desobedeció mis órdenes, y eso es desacato a la autoridad.

            El abogado asintió, pensativo.

            --Claro, porque usted es la autoridad –dijo-; es el monarca absoluto del infierno. Pero, acláreme algo: ¿En qué se basa su autoridad, cómo consiguió la corona?

            --¿Qué?... –murmuró, perplejo, el Señor de la Oscuridad.

            --Como bien sabe, durante la Edad Media la monarquía tenía un origen divino. Dios escogía al mejor de los hombres para que dirigiese a los demás. Por eso a los grandes reyes los coronaban los papas. Dígame, ¿fue así, por designio divino, como consiguió el trono?

            --¡Claro que no!

            --Entonces, ¿cómo? ¿Por votación democrática, por aclamación, por herencia, por la fuerza?...

            Lucifer frunció el ceño al tiempo que de sus orejas brotaban volutas de humo.

            --Soy el rey –masculló-, porque capitaneé a los ángeles rebeldes en la insurrección contra el Divino Déspota.

            Belcebú, que llevaba unos minutos en silencio, atento al interrogatorio, intervino:

            --Es cierto, nos capitaneaste. Conduciéndonos a una aplastante derrota. Si te paras a pensarlo, no parece una buena rezón para seguir ostentando el poder.

            --Pero... pero... –balbuceó Lucifer, desconcertado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos.

            --Es verdad –terció Leviatán-. Siempre te ufanas de que fuiste el primero en caer, pero Belcebú y yo caímos un nanosegundo después. ¿O debo recordar que la Gran Rebelión Celestial duró exactamente un segundo y tres centésimas? Eso tardó Dios en enviarnos a todos al infierno. Fue una cagada, reconozcámoslo.

            --Por no señalar lo absurdo que es basar su poder en haber sido el primero en caer derrotado –señaló Tricker-. No le veo la lógica.

            --Un momento, un momento –dijo Lucifer, intentando acallar los murmullos-; estamos aquí para juzgar a Pharphas, no a mí...

            Otro de los jurados, Carnivale, se incorporó y dijo:

            --Antes de juzgar a nadie, tenemos que aclarar las cosas, porque todo esto es muy turbio.

            --Exacto –terció Abadón-. En su momento, aceptamos la autoridad de Lucifer porque estábamos en shock por la derrota. Pero han pasado los eones y nuestra situación no ha mejorado ni un ápice. Creo que ya va siendo hora de que fluya savia nueva en el gobierno.

            Todo el mundo se puso a hablar a la vez, aunque ahora nadie llamó al orden. Tricker se aproximó a Pharphas sonriente y le estrechó la mano. Habían triunfado.

            Y el juicio, que ya no era un juicio, sino un tumulto, se prolongó durante días, semanas, meses y años.

*

            No puede decirse que Pharphas quedara absuelto, aunque tampoco cabe afirmar que lo condenaran. Sencillamente, ocupados con encendidos debates sobre política diabólica, el juez, el fiscal y los jurados se olvidaron de él y no hubo veredicto. Así que Pharphas quedó libre para hacer lo que le viniera en gana.

            Entretanto, el infierno se sumió en caos. Surgieron grupos disidentes, el Movimiento de Liberación Infernal, la Liga Diabólica Independiente, el Partido Pandemoniaco, la Alianza del Averno, la Coalición Satánica y muchos otros. Poco después sobrevino una guerra civil; Lucifer fue derrocado, pero nadie logró hacerse con el poder. La actividad demoniaca se interrumpió y, finalmente, el infierno cerró sus puertas y las instalaciones fueron clausuradas.

            Pero, ¿qué fue de los protagonistas de esta historia?

            Alicia Dante prosiguió con su vida; todo igual que antes, pero con una sutil diferencia: ahora, de repente, gozaba de una suerte casi sobrenatural. Todo le salía bien. Por ejemplo, iba al centro en hora punta y encontraba aparcamiento a la primera justo enfrente de donde se dirigía. Si perdía algo, lo encontraba al poco. Inesperadamente, la nombraron directora del hospital. Incluso le tocó la lotería, aunque donó la totalidad del premio a causas sociales.

En lo único que no le acompañaba la suerte era en el aspecto sentimental. De vez en cuando, conocía a hombres que le interesaban y se interesaban por ella, pero esos hombres desaparecían de su vida inexplicablemente, sin siquiera decir adiós. No obstante, al final, Alicia encontró a un hombre maravilloso con el que vivió feliz el resto de su vida. Por supuesto, se había olvidado por completo de Pharphas; sin embargo, le ocurría algo extraño: todos los años, al llegar la Navidad, Alicia se echaba a llorar sin saber la razón. No es que le entristecieran esas fiestas, al contrario; pero no podía evitar sentir un vacío en su interior, como si le faltara algo y no supiera qué.

            ¿Y qué pasó con Pharphas? Tras quedar libre de las acusaciones, abandonó el infierno para cumplir la promesa que le había hecho a Alicia: no volver a separarse de ella, estar siempre a su lado. Así que, adoptando una forma invisible, comenzó a seguirla a todas partes. Pero no solo la seguía, además le facilitaba la vida. Si Alicia tenía que conducir al centro, Pharphas usaba su poder hipnótico infernal para obligar a algún conductor a desaparcar justo cuando ella llegaba. En cierta ocasión, Alicia perdió el móvil y Pharphas lo recogió y lo depositó mágicamente en el buzón de su casa. Ningún paciente de Alicia fallecía, pues Pharphas los sanaba usando los conjuros adecuados. Llegado el momento, Pharphas manipuló hipnóticamente las mentes de los políticos que dirigían la sanidad para que nombraran directora del hospital a Alicia. Incluso usó su don profético para averiguar el próximo número premiado de la lotería y se lo susurró a Alicia en sueños. Pero donde más cuidado ponía era en la vida sentimental de ella. Cada vez que entraba en escena un hombre inadecuado, la clase de hombre que hace sufrir a las mujeres, Pharphas le obligaba a desaparecer del mapa hipnotizándolo. Y así lo hizo hasta que llegó la persona correcta.

            Podríamos decir, sin riesgo de faltar a la verdad, que Pharphas se convirtió en el demonio de la guarda de Alicia. Y ningún ángel cuidó jamás de un humano con tanto mimo, celo y amor.

            Y ya está, llegamos al final de la historia. Pero todo cuento, y esto lo es, debe aportar alguna enseñanza, y no va a ser esta excepción. La moraleja de nuestro relato es la siguiente: ¿Sabéis lo que pasó cuando el infierno echó el cierre y la actividad demoniaca cesó? Nada; todo siguió exactamente igual que antes.


F I N