Doña Julia
y los pobres
By
César Mallorquí
Aquella
mañana, como solía hacer, Julia salió de su casa tirando de un carrito de la
compra y se dirigió al mercado. Pero ésa no era una mañana normal; era la
mañana del veinticuatro de diciembre, la mañana previa a la Nochebuena, la
mañana que daba paso a las fiestas navideñas. Y a Julia le gustaban tanto
aquellas fechas...
Julia
tenía setenta y cuatro años; era bajita, algo gordita, con el pelo teñido de castaño
para espantar las canas, siempre recogido en un moño, y, aunque la vida le
había castigado mucho, una perenne sonrisa instalada en los labios. Era
risueña, algo pizpireta, muy parlanchina.
--Buenos
días, señora Julia –la saludó Matías, el panadero, cuando pasó delante de su
tienda-. Y felices fiestas.
--Felices
fiestas, hijo. Y feliz noche, para ti y tu familia.
Todo
el mundo quería a Julia. Al principio, cuando se instalaron en el barrio, sólo
era la esposa de Germán, el carnicero, una mujer amable y discreta que atendía
la caja de la carnicería y a la que nadie prestaba demasiada atención. Pero
luego, cuando, siete años atrás, Germán murió y su comercio tuvo que cerrar, Julia
se convirtió, poco a poco, en la viuda más popular del barrio.
No
es de extrañar; siempre dispuesta a echar una mano, Julia ayudaba en la
iglesia, visitaba a enfermos, recogía ropa y alimentos para los necesitados y
participaba en toda suerte de actos caritativos. Gracias a su carácter
optimista, a su buen corazón y a su entrega a los demás, Julia se ganó el
afecto de sus convecinos, convirtiéndose en algo así como el alma de la
comunidad.
Aunque
el mercado se encontraba a apenas tres manzanas de su casa, Julia tardó mucho
en llegar, pues constantemente se encontraba con conocidos y se detenía para
intercambiar con ellos felicitaciones y buenos deseos. Ese era el precio de la
popularidad, un precio de Julia pagaba de muy buen grado. Y es que a Julia le
gustaba la gente, en todos los sentidos.
Al
entrar en el mercado, la sucesión de encuentros prosiguió, obligándola a saludar
a los encargados de todos los puestos por donde cruzaba. Aunque “obligándola”
no es la palabra adecuada, pues ya ha quedado claro que a Julia aquello le
encantaba. Finalmente, logró llegar a su destino, la verdulería y frutería de
Cosme.
--Benditos
los ojos, señora Julia –la saludó éste, sonriente-. Está usted muy guapa esta
mañana. Se nota que ya es Navidad.
--Ay
hijo, muchas gracias –rió ella-. Pero no soy guapa, sino vieja. Aunque no te
voy a rechazar el piropo, porque dicen que quien rehúsa un halago es porque
quiere oírlo dos veces.
--Quite,
quite; está usted hecha un bombón.
--Un
bombón un poco pasado –volvió a reír-. Pero gracias otra vez, y felices fiestas,
hijo.
--Felices
fiestas también para usted, señora Julia. Dígame, ¿qué se le ofrece?
--Quería
una lombarda y bien grande. Es para le cena de esta noche.
--¿Tiene
invitados?
--Sí.
Seremos cuatro.
--¿Familia?
--Todo
el mundo es mi familia, hijo.
Con
una sonrisa en los labios, Cosme eligió su mejor y más morada lombarda y, tras
pesarla, la dejó sobre el mostrador.
--¿Algo
más, señora Julia?
--Dos
manzanas golden, docena y media de pimientos del piquillo, una cebolla y una
cabeza de ajos.
Cosme
sirvió el pedido y lo introdujo en una bolsa, pero añadió algo más: cuatro orondas
chirimoyas. Al ir a meterlo todo en el carrito, Julia dijo extrañada:
--¿Pero
qué es esto, Cosme? No te he pedido chirimoyas...
--Es
un regalo, señora Julia. Ahora están en sazón, riquísimas. Para que se acuerde de
mí esta noche.
--Siempre
me acuerdo de ti. Pero gracias, hijo; eres muy amable.
--Y
usted una santa, señora Julia. Una santa.
A
continuación, Julia se dirigió al contiguo puesto de ultramarinos y, tras
intercambiar las felicitaciones de rigor, compró mantequilla, leche, pan, una
lata de tomate y huevos. También añadió dos botellas de vino tinto, el más
barato que encontró envasado en cristal, porque no le parecía adecuado el brick
para una noche tan señalada. Luego, tras pensárselo un poco, agregó una botella
de El Gaitero.
Antes
de abandonar el mercado, Julia revisó su monedero. Había gastado más de lo
previsto, pero no importaba; en esas fechas había que tirar la casa por la
ventana. Además tenía invitados a los que agasajar.
Al
salir al exterior, Julia buscó con la mirada a Braulio, Dimas y Carmen; los
había conocido la semana anterior allí, en la entrada del mercado, pero ahora
no se veía ni rastro de ellos. Aún era temprano, pensó con un leve encogimiento
de hombros; y echó a andar de regreso a casa.
Como
ya había saludado a casi todo el mundo que tenía que saludar, Julia pudo
caminar sin interrupciones, fijándose en las huellas de la Navidad que la
rodeaban por todas partes. Las guirnaldas de bombillas, ahora apagadas, que,
como un dosel eléctrico, engalanaban la calle; las marquesinas publicitarias
con motivos navideños; las notas de un villancico flotando en el aire; las
tiendas adornadas con bolas de colores y espumillón...
Al
pasar frente a la sastrería de Abilio Sánchez se detuvo. Era el comercio más
antiguo del barrio, y su dueño, un anciano chapado a la antigua, siempre
adornaba el escaparate de la misma manera: rodeado de telas, con montañas de
cheviot castaño y praderas de franela verde, un nacimiento clásico. El niño
Jesús en una cuna de paja, la Virgen, San José, el asno y el buey.
A Julia
le entusiasmaba todo lo relacionado con la Navidad; los Papá Noel, las bolas de
colores, los árboles ataviados de luces o el muérdago, pero prefería los
motivos de siempre, el Belén, los Reyes Magos, con sus pajes y camellos, el
acebo, la estrella... Por eso le gustaba tanto aquel escaparate; es cierto que
las figuritas estaban desproporcionadas –el niño Jesús era más grande que el
buey-, pero eso no importaba, porque ese viejo nacimiento le recordaba a su
infancia y primera juventud.
Tras
un melancólico suspiro, Julia echó a andar de nuevo. Cuando llegó a su casa se
detuvo un instante y contempló la tienda que había a la derecha del portal,
bajo un ajado letrero que rezaba: Carnicería
Germán Gutierrez. Una persiana metálica, ahora tiznada de graffitis,
sellaba el local desde que, hacía casi ocho años, su marido enfermó demasiado
para seguir llevándolo.
Con
un nuevo suspiro, abrió el portal y remontó los dos tramos de escalera que
conducían a la primera planta, donde se encontraba su hogar. Era un viejo piso
de noventa metros cuadrados, con el suelo de parqué y los techos altos,
adornados con frisos de escayola. Todo estaba igual que cuando vivía Germán; de
hecho, muy pocas cosas habían cambiado desde que, casi medio siglo atrás,
compraron el piso. El comedor de estilo castellano, con la vitrina donde Julia
exhibía su colección de figuritas de cristal, los muebles del salón que había
heredado de sus padres, la Última Cena de Da Vinci reproducida en plata, el
dormitorio, con aquella cama de matrimonio que cada vez parecía más grande y
solitaria... Todo igual, menos Germán.
Julia
guardó la compra en la cocina y luego pasó el resto de la mañana ocupada en las
tareas del hogar. Aquella noche tenía invitados y quería que la casa estuviera
impecable. Comió temprano y ligero, un consomé y una tortilla, pues por la
noche cenaría fuerte y no quería hacer excesos. Después, tras fregar los
cacharros, comenzó a preparar la cena. Mientras hervía la lombarda, cocinó el
relleno de los pimientos y aderezó la salsa de tomate. Luego, guisó la lombarda
con trozos de manzana. Un par de horas más tarde ya lo tenía todo listo para
darle el último toque y servirlo.
Aseó
la cocina y se dirigió al salón para descansar un ratito. Tomó asiento en un
sillón de pana verde, frente a la cómoda donde había instalado el Belén, y
paseó la mirada por las montañas de corcho, la estrella de purpurina, la gruta
con el nacimiento... Cerró los ojos y a punto estuvo de quedarse dormida, pero
entonces recordó que tenía un compromiso y se pellizcó las mejillas para
espabilarse. Su vecina del tercero derecha, Marga, se había luxado una muñeca y
tenía dificultades para preparar la cena, así que Julia se ofreció a ayudarla.
A las cinco en punto, salió de casa y subió al tercero para cumplir su promesa.
En
ocasiones, Julia se preguntaba si su dedicación a los demás no sería más un
acto de egoísmo que de altruismo. Cuando falleció Germán, Julia se quedó
completamente sola. No habían tenido hijos y carecían de parientes cercanos;
tampoco contaban con demasiados amigos. En fin, Julia tenía unos primos en
Atarés, el pueblo de Huesca donde nació, pero les había perdido la pista
cuando, hacía casi cincuenta años, emigró a Madrid. Por lo demás, era hija
única, sus padres habían muerto hacía mucho y no tenía familia política, pues
Germán también era hijo único y emigrante. Al morir su marido, Julia se quedó
irremediablemente sola.
Entonces,
en vez de encerrarse a rumiar su soledad, comenzó a frecuentar la iglesia y la
casa parroquial, las organizaciones vecinales y las entidades caritativas; se
abrió al mundo, dispuesta a tenderle la mano a cualquiera que se lo pidiese, y
el mundo le devolvió el gesto colmándola de cariño y amistad. Pero Julia, a
veces, no podía evitar preguntarse si lo que hacía, ese volcarse en los demás,
era fruto de la bondad o de la necesidad de compañía. Aunque, en el fondo, ¿qué
importaba?
Regresó
a casa a las siete y media de la tarde, puso la mesa con el mejor mantel, la
vajilla buena -la de la Cartuja de Sevilla- y la cubertería de plata, y luego
se dirigió al dormitorio para cambiarse de ropa y acicalarse. Quería estar lo
más presentable posible para sus invitados.
Sus
invitados... La primera Nochebuena que pasó sola, tras la muerte de Germán, fue
terrible. La casa vacía y silenciosa, con el fantasma del recuerdo de su marido
impregnando cada rincón del lugar... La segunda Nochebuena fue aún peor,
todavía más solitaria. Es cierto que, por entonces, ya tenía muchos amigos, y
que varios de ellos la habían invitado a cenar en sus casas, pero Julia no
había aceptado, pues pensaba que esas fechas eran para estar en familia, y sabía
que se sentiría más una intrusa que una invitada.
Entonces
recordó una campaña muy popular en su juventud, allá por los años 50: Esta Navidad siente a un pobre a su mesa.
¡Sí, esa era la solución!, pensó alborozada. Además, una solución muy a su
estilo, pues haría una buena obra y, al tiempo, aliviaría su necesidad de
compañía.
El
primer mendigo al que invitó fue una mujer tímida y discreta llamada Rosario.
La encontró pidiendo limosna por el barrio. Al año siguiente invitó a Gabriel,
un joven que llevaba dos años huido de su casa. Después llegaron Dolores y
Arturo, un matrimonio que, tras perder sus trabajos y ser desahuciados de su
hogar, dormían en un portal. Por último, el año anterior había cenado con un
pobre de edad madura llamado Leoncio, un hombre con cara de tortuga, agradable
y educado, pero al que se le iba la cabeza con quizá excesiva frecuencia.
Y
este año Julia había encontrado a Carmen. Tenía treinta y tantos años de edad,
aunque aparentaba el doble, y estaba pidiendo limosna en una de las puertas del
mercado. Julia le dio unos céntimos y entabló conversación con ella. Parecía
agradable, así que la invitó a cenar en Nochebuena. A Carmen se le iluminó la
mirada, pero un instante después su rostro se ensombreció.
--Muchas
gracias, señora –dijo-. Pero tengo dos amigos, Braulio y Dimas, y no puedo
dejarlos solos esa noche...
A
Julia se le enterneció aún más el corazón. Incluso estando en la miseria
aquella mujer albergaba sentimientos tan nobles como la amistad. Preguntó por
sus amigos, y Carmen le dijo que estaban a la vuelta de la esquina, en la otra
entrada del mercado, así que fueron a reunirse con ellos. Resultaron ser dos
hombres correctos y respetuosos; Braulio un cuarentón de aspecto tosco y Dimas
más joven, aunque de edad indefinida. Finalmente, Julia los invitó a los tres.
Más
tarde sintió una punzada de arrepentimiento por aquella decisión, pues tres
invitados encarecerían la cena y le darían mucho más trabajo, pero luego pensó
que ese esfuerzo valía la pena si servía para hacer felices, aunque solo fuera
durante una noche, a unos pobres desamparados.
A
las ocho y media, después de que Julia se pusiera su mejor traje de los
domingos y justo cuando acaba de darse los últimos toques de maquillaje, sonó
el zumbido del portero automático. Eran sus invitados. Les abrió el portal y,
cuando llamaron al timbre, la puerta.
Y ahí,
al otro lado del umbral., se encontraban los tres, con aire tímido y apocado.
Estaban todo lo aseados que su condición les permitía; Braulio y Dimas se
habían rasurado, y Carmen incluso había aplicado algo de colorete a su ajado
rostro. Con el corazón enternecido por aquel intento de estar presentables,
Julia los invitó a pasar.
--¿Queréis
unas cervecitas? –preguntó una vez que sus invitados estuvieron instalados en
el salón.
Los
tres asintieron con aire cohibido. Julia fue a la cocina, puso a calentar la
lombarda y regresó al salón con tres botellas de cerveza e igual número de
vasos en una bandeja.
--¿No
bebe usted, señora? –preguntó Carmen.
--Ay
no, hija. El médico me lo ha prohibido; pero disfrutaré igual viéndoos a
vosotros.
Durante
unos minutos los tres mendigos bebieron en silencio, pausadamente, salvo
Carmen, que apuró su cerveza de tres largos tragos.
--Es
una casa muy bonita, señora –dijo Braulio, mirando en derredor-. Se nota que
tiene usted posibles.
--Tenía,
hijo, tenía –rió Julia-. Cuando vivía mi difunto Germán nunca nos faltó el
dinero. La carnicería iba bien, no podíamos quejarnos. Pero luego la enfermedad
de mi marido se llevó por delante nuestro ahorros; y después, cuando falleció,
me encontré con una pensión de viudedad miserable. Apenas puedo vivir con lo
que me dan; solo os diré que el recibo de la luz supone la mitad de la pensión.
–Suspiró-. Después de morir Germán tuve que renunciar a muchas cosas...
--¿La
carnicería de abajo era la de su señor esposo? –preguntó Braulio.
--Sí.
--¿Y
el local es suyo? En propiedad, quiero decir.
--Así
es; lo heredé.
--¿Y
por qué no lo vende? Así saldría usted de apuros.
--Ay,
no hijo, no podría. Me han hecho ofertas, pero esa tienda es todo lo que me
queda de mi Germán. No puedo deshacerme de ella. Hay tantos recuerdos...
Y
Julia comenzó a recordar en voz alta. Les habló de su infancia en el pueblo, de
su traslado a Madrid para trabajar como ayudante de enfermería, de cómo conoció
a Germán, de su noviazgo... Cuando el carillón que descansaba en la cómoda,
junto al Belén, hizo sonar nueve veces sus campanitas, Julia interrumpió el
monólogo y les invitó a pasar al comedor para cenar.
--¿Quiere
que la ayude en la cocina, señora? –se ofreció Carmen.
--No
hija, gracias. Puedo hacerlo sola; así siento que aún sirvo para algo.
Mientras
los invitados se acomodaban en torno a la mesa del comedor, Julia fue a la
cocina, sacó la lombarda del horno y puso los pimientos a calentar. Acto
seguido regresó al comedor y sirvió la lombarda. Luego, tras descorchar una
botella de vino, comenzaron a cenar; y Julia prosiguió, entre bocado y bocado,
desgranando sus recuerdos.
Acabado
el entrante, Julia recogió los platos sucios y se dirigió a la cocina. Entonces
Dimas, que hasta entonces apenas había despegado los labios (aunque, en
realidad, nadie salvo Julia lo había hecho), se volvió hacia Braulio y preguntó:
--¿Ya?
--Todavía
no.
--No
me jodas; si esa vieja sigue contándonos su vida se me va a reventar la
cabeza...
--Tranquilo,
hombre. Después de cenar.
--No
le hagáis daño –dijo Carmen. Apuró su copa de un trago y agregó-: Es una buena
mujer.
--No
le vamos a hacer daño –replicó Braulio en voz baja-. La ataremos, la
amordazaremos, nos llevaremos todo lo que haya de valor y al irnos dejaremos la
puerta abierta para que la encuentren los vecinos. No le va a pasar nada.
--¿Y
por qué no lo hacemos ya? –insistió Dimas.
--Porque
quiero acabar de cenar, hostias. Qué pesado eres...
--No
le hagáis daño –repitió Carmen sirviéndose su cuarta copa de vino-. Que os
conozco y sois muy bestias.
--Y
tú una borracha –replicó Braulio-. Deja ya de pimplar, que te vas a agarrar un
pedo.
--Que
te den por culo –contestó Carmen.
En
ese momento escucharon los pasos de la anciana aproximándose y guardaron
silencio.
--El
plato principal –anunció Julia al entrar en el comedor. Dejó sobre la mesa la
fuente que sostenía entre las manos y dijo-: Pimientos rellenos.
--¿De
Bacalao? –preguntó Braulio.
--Uy
no, qué va. Siendo mi marido carnicero, siempre los he rellenado de carne.
Espero que os gusten.
Sirvió
los pimientos y empezaron a comer.
--Están
cojonu... buenísimos, señora –dijo Carmen con la voz algo enturbiada por el
alcohol-. ¿De qué es la carne?
--De
cerdo, hija, de cerdo, que la ternera está por las nubes. –Julia suspiró-.
Cuando vivía mi marido comíamos ternera de la mejor siete días a la semana.
Pero luego, al enviudar, con la miseria de pensión que me dan, sólo podía
comprar carne en ocasiones especiales, como ésta...
Mientras
daban cuenta de los pimientos, Julia se enredó en un largo soliloquio sobre las
privaciones que pasaba a causa del escaso montante de su pensión; pero, al
terminar, recuperó su habitual buen humor.
--Basta
de tristezas –dijo sonriente-. Es Nochebuena y hay que estar alegres. Voy a por
el postre, para que nos endulce la vida.
Julia
recogió los platos y fue a la cocina, para regresar al poco con una bandeja en
la que había una botella de sidra El
Gaitero, cuatro copas y una fuente con turrón de Jijona y polvorones. Dejó
los dulces en el centro de la mesa y sirvió la sidra en las copas; hasta arriba
en las de sus invitados y un culín en la suya.
--Sólo
un poquito –dijo-, para mojarme los labios y brindar. –Alzó su copa-. ¡Feliz
Navidad, amigos!
--Feliz
Navidad, señora –respondieron los tres mendigos al unísono.
Y
vaciaron sus copas. Luego, mientras Julia las rellenaba de sidra, empezaron a
comer el turrón y los polvorones. Diez minutos más tarde, cuando ya no quedaba
ningún dulce sobre la mesa, Braulio intercambió una mirada con Dimas y se
incorporó.
--Mire
señora... –comenzó a decir.
Pero
enmudeció al instante. De repente, la habitación se había puesto a dar vueltas
a su alrededor. Entreabrió los labios, soltó un débil gemido y se derrumbó
inconsciente.
Alarmado,
Dimas se puso en pie.
--Pero
qué cojones...
Sólo
pudo dar dos pasos antes de caer al suelo, tan inconsciente como su compañero. Siempre
sonriente, Julia volvió la mirada y vio que Carmen yacía sobre la mesa, con la
cara incrustada en el plato de postre, profundamente dormida. No era de
extrañar; pensó; había disuelto en la sidra somníferos suficientes para tumbar
a tres caballos.
Dejó
escapar un largo suspiro, se incorporó, caminó hasta la sala de estar, cogió un
cojín y regresó al comedor. Luego, con un nuevo suspiro, puso el cojín sobra la
boca y la nariz de Braulio y apretó con fuerza. Unos minutos más tarde, tras
debatirse un poco, el hombre dejó de respirar. Repitió la operación con Dimas y
finalizó el trabajo asfixiando a Carmen. Curiosamente, fue ella la que más se resistió,
tanto, que Julia temió que fuera a despertarse; pero finalmente siguió el mismo
camino que sus compañeros sin llegar a recuperar la consciencia.
Julia
contempló los tres cadáveres con una sonrisa beatífica.
--Ya
no sufriréis más –murmuró. Consultó su reloj y añadió-: Uy, qué tarde es. Tengo
que darme prisa...
Abandonó
el comedor y regresó al poco empujando la silla de ruedas que usaba su marido
cuando se quedó paralítico. Luego volvió a salir y trajo la grúa portátil que
utilizaba para mover a Germán. Le puso el arnés al cuerpo de Braulio, lo
levantó con la grúa y lo colocó en la silla. Acto seguido, empujó la silla
hacia el fondo de la casa.
Allí,
en la habitación contigua a la cocina, había una plataforma elevadora que
conducía directamente a la carnicería. Cuando Germán perdió el uso de las
piernas, se empeñó en seguir llevando la tienda; pero no podía acceder a ella a
causa de las escaleras, así que hizo construir aquella plataforma para poder
seguir trabajando. Había costado un montón de dinero, igual que la grúa, las
dos sillas de ruedas (la manual y la eléctrica) y los innumerables médicos
privados a los que recurrió Germán para intentar ponerle remedio a su dolencia.
Eso acabó con los ahorros familiares.
A
veces, Julia pensaba que de haber sabido que iba a producirse ese dispendio, y
que el tacaño de su marido pagaba lo mínimo a la Seguridad Social, no habría
matado a Germán de la misma manera. Pero fue lo mejor que se le ocurrió para no
despertar sospechas.
La
toxina botulínica es el veneno más potente que existe; basta menos de un
nanogramo de toxina por kilo de peso corporal para matar a una persona. Y un
nanogramo es la milmillonésima parte de un gramo... Pero Julia no quería matar
a Germán, al menos no de repente, pues la súbita muerte de un hombre sano podría
levantar suspicacias.
Sin
embargo, en dosis más reducidas la toxina botulímica produce, entre otros
síntomas, cólicos, nauseas, vómitos, dificultades respiratorias y parálisis de
las extremidades inferiores. Pero lo mejor de todo era que los médicos confundían
con frecuencia el botulismo -un mal decididamente anticuado, después de todo-
con algún tipo de enfermedad autoinmune, como el síndrome de Guillain-Barré o
la miastenia gravis. Es decir: una causa natural.
Gracias
a sus conocimientos de enfermería, Julia cultivó botulina en un trozo de jamón
cocido en mal estado. Luego diluyó varias veces la toxina hasta conseguir dosis
no letales y comenzó a administrárselas a Germán en las comidas. Al cabo de un
mes, su marido ya no podía caminar. Un año más tarde, cuando se cansó de
cuidarle y ya todo el mundo sabía que estaba muy enfermo, Julia aumentó la
dosis y Germán murió sin que nadie sospechase que había sido asesinado. Ni
siquiera le hicieron la autopsia.
Lo
gracioso era que Julia ya ni se acordaba de por qué le había matado...
Espantando
los recuerdos con un cabeceo, Julia descendió en la plataforma hasta la
carnicería y empujó la silla hacia la trastienda, donde, detrás de una mesa de
despiece, había dos grandes cámaras frigoríficas. La de la izquierda era un
congelador y la otra un refrigerador. Abrió la de la derecha, entró con la
silla y la inclinó hacia delante para dejar caer al suelo el cuerpo de Braulio.
Acto seguido, subió al comedor y repitió el mismo proceso con los cadáveres de
Dimas y de Carmen.
Finalmente,
Julia contempló los cuerpos que se amontonaban en el suelo de la cámara
refrigeradora y se prometió a sí misma que nunca volvería a invitar a más de un
pobre. Tres eran demasiado trabajo; tardaría más de una semana en despiezarlos.
Además ya tenía suficiente carne.
Cerró
la puerta del refrigerador y echó a andar hacia la plataforma, pero en el
último momento recordó algo. Su vecina Marga, agradecida por la ayuda, había
insistido en invitarla a comer en su casa el día de Año Nuevo, y Julia aceptó
con la condición de preparar ella el plato principal, una de sus
especialidades: solomillo al jerez.
Se
dio la vuelta, regresó a la trastienda y abrió la puerta del congelador. Una
vaharada de aire helado la rodeó al entrar en la cámara. Se detuvo y paseó la
mirada por los anaqueles metálicos donde se amontonaban las piezas de carne.
Allí, sobre una balda, había seis piernas –cuatro de hombre y dos de mujer-,
junto a cinco brazos masculinos. Más allá, guardados en bolsas de plástico,
hígados, riñones, mollejas, corazones y toda suerte de vísceras. En el techo,
colgando de unos ganchos, cuatro costillares.
Y en
la balda superior, presidiendo la cámara, cinco cabezas congeladas: la de
Rosario, la de Gabriel, la de Dolores, la de Arturo y la de Leoncio, sus
invitados durante las cuatro últimas nochebuenas.
Julia
contempló con una cariñosa sonrisa aquellos cráneos decapitados, todos con los
ojos cerrados, como si durmieran un plácido sueño helado. Después de tanto
tiempo, eran casi su familia. Con un suave suspiro, Julia se aproximó a uno de
los anaqueles y cogió un solomillo, rígido por el frío. Leyó la etiqueta que le
puso cuatro años atrás: era el solomillo de Rosario, un mujer muy dulce y muy
tierna. Ése serviría.
Lo
metió en una bolsa de El Corte Inglés, salió de la cámara, cerró la puerta,
subió a su piso en la plataforma y guardó el solomillo en la nevera, para que
se descongelara lentamente, como debe hacerse si no quieres estropear la carne.
Luego, después de lavarse las manos y retocarse el maquillaje, se puso el
abrigo, una bufanda y un pañuelo, cogió el bolso y salió a la calle. Se detuvo
un instante frente al portal y consultó su reloj: faltaban siete minutos para
que dieran las doce.
Siempre sonriente, Julia echó a
andar hacia la iglesia; si se daba prisa, llegaría antes de que diera comienzo
la Misa del Gallo.