12.24.2016

Doña Julia y los pobres



 
 
 
         Doña Julia y los pobres
 
          By César Mallorquí

 

 

          Aquella mañana, como solía hacer, Julia salió de su casa tirando de un carrito de la compra y se dirigió al mercado. Pero ésa no era una mañana normal; era la mañana del veinticuatro de diciembre, la mañana previa a la Nochebuena, la mañana que daba paso a las fiestas navideñas. Y a Julia le gustaban tanto aquellas fechas...

          Julia tenía setenta y cuatro años; era bajita, algo gordita, con el pelo teñido de castaño para espantar las canas, siempre recogido en un moño, y, aunque la vida le había castigado mucho, una perenne sonrisa instalada en los labios. Era risueña, algo pizpireta, muy parlanchina.

          --Buenos días, señora Julia –la saludó Matías, el panadero, cuando pasó delante de su tienda-. Y felices fiestas.

          --Felices fiestas, hijo. Y feliz noche, para ti y tu familia.

          Todo el mundo quería a Julia. Al principio, cuando se instalaron en el barrio, sólo era la esposa de Germán, el carnicero, una mujer amable y discreta que atendía la caja de la carnicería y a la que nadie prestaba demasiada atención. Pero luego, cuando, siete años atrás, Germán murió y su comercio tuvo que cerrar, Julia se convirtió, poco a poco, en la viuda más popular del barrio.

          No es de extrañar; siempre dispuesta a echar una mano, Julia ayudaba en la iglesia, visitaba a enfermos, recogía ropa y alimentos para los necesitados y participaba en toda suerte de actos caritativos. Gracias a su carácter optimista, a su buen corazón y a su entrega a los demás, Julia se ganó el afecto de sus convecinos, convirtiéndose en algo así como el alma de la comunidad.

          Aunque el mercado se encontraba a apenas tres manzanas de su casa, Julia tardó mucho en llegar, pues constantemente se encontraba con conocidos y se detenía para intercambiar con ellos felicitaciones y buenos deseos. Ese era el precio de la popularidad, un precio de Julia pagaba de muy buen grado. Y es que a Julia le gustaba la gente, en todos los sentidos.

          Al entrar en el mercado, la sucesión de encuentros prosiguió, obligándola a saludar a los encargados de todos los puestos por donde cruzaba. Aunque “obligándola” no es la palabra adecuada, pues ya ha quedado claro que a Julia aquello le encantaba. Finalmente, logró llegar a su destino, la verdulería y frutería de Cosme.

          --Benditos los ojos, señora Julia –la saludó éste, sonriente-. Está usted muy guapa esta mañana. Se nota que ya es Navidad.

          --Ay hijo, muchas gracias –rió ella-. Pero no soy guapa, sino vieja. Aunque no te voy a rechazar el piropo, porque dicen que quien rehúsa un halago es porque quiere oírlo dos veces.

          --Quite, quite; está usted hecha un bombón.

          --Un bombón un poco pasado –volvió a reír-. Pero gracias otra vez, y felices fiestas, hijo.

          --Felices fiestas también para usted, señora Julia. Dígame, ¿qué se le ofrece?

          --Quería una lombarda y bien grande. Es para le cena de esta noche.

          --¿Tiene invitados?

          --Sí. Seremos cuatro.

          --¿Familia?

          --Todo el mundo es mi familia, hijo.

          Con una sonrisa en los labios, Cosme eligió su mejor y más morada lombarda y, tras pesarla, la dejó sobre el mostrador.

          --¿Algo más, señora Julia?

          --Dos manzanas golden, docena y media de pimientos del piquillo, una cebolla y una cabeza de ajos.

          Cosme sirvió el pedido y lo introdujo en una bolsa, pero añadió algo más: cuatro orondas chirimoyas. Al ir a meterlo todo en el carrito, Julia dijo extrañada:

          --¿Pero qué es esto, Cosme? No te he pedido chirimoyas...

          --Es un regalo, señora Julia. Ahora están en sazón, riquísimas. Para que se acuerde de mí esta noche.

          --Siempre me acuerdo de ti. Pero gracias, hijo; eres muy amable.

          --Y usted una santa, señora Julia. Una santa.

          A continuación, Julia se dirigió al contiguo puesto de ultramarinos y, tras intercambiar las felicitaciones de rigor, compró mantequilla, leche, pan, una lata de tomate y huevos. También añadió dos botellas de vino tinto, el más barato que encontró envasado en cristal, porque no le parecía adecuado el brick para una noche tan señalada. Luego, tras pensárselo un poco, agregó una botella de El Gaitero.

          Antes de abandonar el mercado, Julia revisó su monedero. Había gastado más de lo previsto, pero no importaba; en esas fechas había que tirar la casa por la ventana. Además tenía invitados a los que agasajar.

          Al salir al exterior, Julia buscó con la mirada a Braulio, Dimas y Carmen; los había conocido la semana anterior allí, en la entrada del mercado, pero ahora no se veía ni rastro de ellos. Aún era temprano, pensó con un leve encogimiento de hombros; y echó a andar de regreso a casa.

          Como ya había saludado a casi todo el mundo que tenía que saludar, Julia pudo caminar sin interrupciones, fijándose en las huellas de la Navidad que la rodeaban por todas partes. Las guirnaldas de bombillas, ahora apagadas, que, como un dosel eléctrico, engalanaban la calle; las marquesinas publicitarias con motivos navideños; las notas de un villancico flotando en el aire; las tiendas adornadas con bolas de colores y espumillón...

          Al pasar frente a la sastrería de Abilio Sánchez se detuvo. Era el comercio más antiguo del barrio, y su dueño, un anciano chapado a la antigua, siempre adornaba el escaparate de la misma manera: rodeado de telas, con montañas de cheviot castaño y praderas de franela verde, un nacimiento clásico. El niño Jesús en una cuna de paja, la Virgen, San José, el asno y el buey.

          A Julia le entusiasmaba todo lo relacionado con la Navidad; los Papá Noel, las bolas de colores, los árboles ataviados de luces o el muérdago, pero prefería los motivos de siempre, el Belén, los Reyes Magos, con sus pajes y camellos, el acebo, la estrella... Por eso le gustaba tanto aquel escaparate; es cierto que las figuritas estaban desproporcionadas –el niño Jesús era más grande que el buey-, pero eso no importaba, porque ese viejo nacimiento le recordaba a su infancia y primera juventud.

          Tras un melancólico suspiro, Julia echó a andar de nuevo. Cuando llegó a su casa se detuvo un instante y contempló la tienda que había a la derecha del portal, bajo un ajado letrero que rezaba: Carnicería Germán Gutierrez. Una persiana metálica, ahora tiznada de graffitis, sellaba el local desde que, hacía casi ocho años, su marido enfermó demasiado para seguir llevándolo.

          Con un nuevo suspiro, abrió el portal y remontó los dos tramos de escalera que conducían a la primera planta, donde se encontraba su hogar. Era un viejo piso de noventa metros cuadrados, con el suelo de parqué y los techos altos, adornados con frisos de escayola. Todo estaba igual que cuando vivía Germán; de hecho, muy pocas cosas habían cambiado desde que, casi medio siglo atrás, compraron el piso. El comedor de estilo castellano, con la vitrina donde Julia exhibía su colección de figuritas de cristal, los muebles del salón que había heredado de sus padres, la Última Cena de Da Vinci reproducida en plata, el dormitorio, con aquella cama de matrimonio que cada vez parecía más grande y solitaria... Todo igual, menos Germán.

          Julia guardó la compra en la cocina y luego pasó el resto de la mañana ocupada en las tareas del hogar. Aquella noche tenía invitados y quería que la casa estuviera impecable. Comió temprano y ligero, un consomé y una tortilla, pues por la noche cenaría fuerte y no quería hacer excesos. Después, tras fregar los cacharros, comenzó a preparar la cena. Mientras hervía la lombarda, cocinó el relleno de los pimientos y aderezó la salsa de tomate. Luego, guisó la lombarda con trozos de manzana. Un par de horas más tarde ya lo tenía todo listo para darle el último toque y servirlo.

          Aseó la cocina y se dirigió al salón para descansar un ratito. Tomó asiento en un sillón de pana verde, frente a la cómoda donde había instalado el Belén, y paseó la mirada por las montañas de corcho, la estrella de purpurina, la gruta con el nacimiento... Cerró los ojos y a punto estuvo de quedarse dormida, pero entonces recordó que tenía un compromiso y se pellizcó las mejillas para espabilarse. Su vecina del tercero derecha, Marga, se había luxado una muñeca y tenía dificultades para preparar la cena, así que Julia se ofreció a ayudarla. A las cinco en punto, salió de casa y subió al tercero para cumplir su promesa.

          En ocasiones, Julia se preguntaba si su dedicación a los demás no sería más un acto de egoísmo que de altruismo. Cuando falleció Germán, Julia se quedó completamente sola. No habían tenido hijos y carecían de parientes cercanos; tampoco contaban con demasiados amigos. En fin, Julia tenía unos primos en Atarés, el pueblo de Huesca donde nació, pero les había perdido la pista cuando, hacía casi cincuenta años, emigró a Madrid. Por lo demás, era hija única, sus padres habían muerto hacía mucho y no tenía familia política, pues Germán también era hijo único y emigrante. Al morir su marido, Julia se quedó irremediablemente sola.

          Entonces, en vez de encerrarse a rumiar su soledad, comenzó a frecuentar la iglesia y la casa parroquial, las organizaciones vecinales y las entidades caritativas; se abrió al mundo, dispuesta a tenderle la mano a cualquiera que se lo pidiese, y el mundo le devolvió el gesto colmándola de cariño y amistad. Pero Julia, a veces, no podía evitar preguntarse si lo que hacía, ese volcarse en los demás, era fruto de la bondad o de la necesidad de compañía. Aunque, en el fondo, ¿qué importaba?

          Regresó a casa a las siete y media de la tarde, puso la mesa con el mejor mantel, la vajilla buena -la de la Cartuja de Sevilla- y la cubertería de plata, y luego se dirigió al dormitorio para cambiarse de ropa y acicalarse. Quería estar lo más presentable posible para sus invitados.

          Sus invitados... La primera Nochebuena que pasó sola, tras la muerte de Germán, fue terrible. La casa vacía y silenciosa, con el fantasma del recuerdo de su marido impregnando cada rincón del lugar... La segunda Nochebuena fue aún peor, todavía más solitaria. Es cierto que, por entonces, ya tenía muchos amigos, y que varios de ellos la habían invitado a cenar en sus casas, pero Julia no había aceptado, pues pensaba que esas fechas eran para estar en familia, y sabía que se sentiría más una intrusa que una invitada.

          Entonces recordó una campaña muy popular en su juventud, allá por los años 50: Esta Navidad siente a un pobre a su mesa. ¡Sí, esa era la solución!, pensó alborozada. Además, una solución muy a su estilo, pues haría una buena obra y, al tiempo, aliviaría su necesidad de compañía.

          El primer mendigo al que invitó fue una mujer tímida y discreta llamada Rosario. La encontró pidiendo limosna por el barrio. Al año siguiente invitó a Gabriel, un joven que llevaba dos años huido de su casa. Después llegaron Dolores y Arturo, un matrimonio que, tras perder sus trabajos y ser desahuciados de su hogar, dormían en un portal. Por último, el año anterior había cenado con un pobre de edad madura llamado Leoncio, un hombre con cara de tortuga, agradable y educado, pero al que se le iba la cabeza con quizá excesiva frecuencia.

          Y este año Julia había encontrado a Carmen. Tenía treinta y tantos años de edad, aunque aparentaba el doble, y estaba pidiendo limosna en una de las puertas del mercado. Julia le dio unos céntimos y entabló conversación con ella. Parecía agradable, así que la invitó a cenar en Nochebuena. A Carmen se le iluminó la mirada, pero un instante después su rostro se ensombreció.

          --Muchas gracias, señora –dijo-. Pero tengo dos amigos, Braulio y Dimas, y no puedo dejarlos solos esa noche...

          A Julia se le enterneció aún más el corazón. Incluso estando en la miseria aquella mujer albergaba sentimientos tan nobles como la amistad. Preguntó por sus amigos, y Carmen le dijo que estaban a la vuelta de la esquina, en la otra entrada del mercado, así que fueron a reunirse con ellos. Resultaron ser dos hombres correctos y respetuosos; Braulio un cuarentón de aspecto tosco y Dimas más joven, aunque de edad indefinida. Finalmente, Julia los invitó a los tres.

          Más tarde sintió una punzada de arrepentimiento por aquella decisión, pues tres invitados encarecerían la cena y le darían mucho más trabajo, pero luego pensó que ese esfuerzo valía la pena si servía para hacer felices, aunque solo fuera durante una noche, a unos pobres desamparados.

          A las ocho y media, después de que Julia se pusiera su mejor traje de los domingos y justo cuando acaba de darse los últimos toques de maquillaje, sonó el zumbido del portero automático. Eran sus invitados. Les abrió el portal y, cuando llamaron al timbre, la puerta.

          Y ahí, al otro lado del umbral., se encontraban los tres, con aire tímido y apocado. Estaban todo lo aseados que su condición les permitía; Braulio y Dimas se habían rasurado, y Carmen incluso había aplicado algo de colorete a su ajado rostro. Con el corazón enternecido por aquel intento de estar presentables, Julia los invitó a pasar.

          --¿Queréis unas cervecitas? –preguntó una vez que sus invitados estuvieron instalados en el salón.

          Los tres asintieron con aire cohibido. Julia fue a la cocina, puso a calentar la lombarda y regresó al salón con tres botellas de cerveza e igual número de vasos en una bandeja.

          --¿No bebe usted, señora? –preguntó Carmen.

          --Ay no, hija. El médico me lo ha prohibido; pero disfrutaré igual viéndoos a vosotros.

          Durante unos minutos los tres mendigos bebieron en silencio, pausadamente, salvo Carmen, que apuró su cerveza de tres largos tragos.

          --Es una casa muy bonita, señora –dijo Braulio, mirando en derredor-. Se nota que tiene usted posibles.

          --Tenía, hijo, tenía –rió Julia-. Cuando vivía mi difunto Germán nunca nos faltó el dinero. La carnicería iba bien, no podíamos quejarnos. Pero luego la enfermedad de mi marido se llevó por delante nuestro ahorros; y después, cuando falleció, me encontré con una pensión de viudedad miserable. Apenas puedo vivir con lo que me dan; solo os diré que el recibo de la luz supone la mitad de la pensión. –Suspiró-. Después de morir Germán tuve que renunciar a muchas cosas...

          --¿La carnicería de abajo era la de su señor esposo? –preguntó Braulio.

          --Sí.

          --¿Y el local es suyo? En propiedad, quiero decir.

          --Así es; lo heredé.

          --¿Y por qué no lo vende? Así saldría usted de apuros.

          --Ay, no hijo, no podría. Me han hecho ofertas, pero esa tienda es todo lo que me queda de mi Germán. No puedo deshacerme de ella. Hay tantos recuerdos...

          Y Julia comenzó a recordar en voz alta. Les habló de su infancia en el pueblo, de su traslado a Madrid para trabajar como ayudante de enfermería, de cómo conoció a Germán, de su noviazgo... Cuando el carillón que descansaba en la cómoda, junto al Belén, hizo sonar nueve veces sus campanitas, Julia interrumpió el monólogo y les invitó a pasar al comedor para cenar.

          --¿Quiere que la ayude en la cocina, señora? –se ofreció Carmen.

          --No hija, gracias. Puedo hacerlo sola; así siento que aún sirvo para algo.

          Mientras los invitados se acomodaban en torno a la mesa del comedor, Julia fue a la cocina, sacó la lombarda del horno y puso los pimientos a calentar. Acto seguido regresó al comedor y sirvió la lombarda. Luego, tras descorchar una botella de vino, comenzaron a cenar; y Julia prosiguió, entre bocado y bocado, desgranando sus recuerdos.

          Acabado el entrante, Julia recogió los platos sucios y se dirigió a la cocina. Entonces Dimas, que hasta entonces apenas había despegado los labios (aunque, en realidad, nadie salvo Julia lo había hecho), se volvió hacia Braulio y preguntó:

          --¿Ya?

          --Todavía no.

          --No me jodas; si esa vieja sigue contándonos su vida se me va a reventar la cabeza...

          --Tranquilo, hombre. Después de cenar.

          --No le hagáis daño –dijo Carmen. Apuró su copa de un trago y agregó-: Es una buena mujer.

          --No le vamos a hacer daño –replicó Braulio en voz baja-. La ataremos, la amordazaremos, nos llevaremos todo lo que haya de valor y al irnos dejaremos la puerta abierta para que la encuentren los vecinos. No le va a pasar nada.

          --¿Y por qué no lo hacemos ya? –insistió Dimas.

          --Porque quiero acabar de cenar, hostias. Qué pesado eres...

          --No le hagáis daño –repitió Carmen sirviéndose su cuarta copa de vino-. Que os conozco y sois muy bestias.

          --Y tú una borracha –replicó Braulio-. Deja ya de pimplar, que te vas a agarrar un pedo.

          --Que te den por culo –contestó Carmen.

          En ese momento escucharon los pasos de la anciana aproximándose y guardaron silencio.

          --El plato principal –anunció Julia al entrar en el comedor. Dejó sobre la mesa la fuente que sostenía entre las manos y dijo-: Pimientos rellenos.

          --¿De Bacalao? –preguntó Braulio.

          --Uy no, qué va. Siendo mi marido carnicero, siempre los he rellenado de carne. Espero que os gusten.

          Sirvió los pimientos y empezaron a comer.

          --Están cojonu... buenísimos, señora –dijo Carmen con la voz algo enturbiada por el alcohol-. ¿De qué es la carne?

          --De cerdo, hija, de cerdo, que la ternera está por las nubes. –Julia suspiró-. Cuando vivía mi marido comíamos ternera de la mejor siete días a la semana. Pero luego, al enviudar, con la miseria de pensión que me dan, sólo podía comprar carne en ocasiones especiales, como ésta...

          Mientras daban cuenta de los pimientos, Julia se enredó en un largo soliloquio sobre las privaciones que pasaba a causa del escaso montante de su pensión; pero, al terminar, recuperó su habitual buen humor.

          --Basta de tristezas –dijo sonriente-. Es Nochebuena y hay que estar alegres. Voy a por el postre, para que nos endulce la vida.

          Julia recogió los platos y fue a la cocina, para regresar al poco con una bandeja en la que había una botella de sidra El Gaitero, cuatro copas y una fuente con turrón de Jijona y polvorones. Dejó los dulces en el centro de la mesa y sirvió la sidra en las copas; hasta arriba en las de sus invitados y un culín en la suya.

          --Sólo un poquito –dijo-, para mojarme los labios y brindar. –Alzó su copa-. ¡Feliz Navidad, amigos!

          --Feliz Navidad, señora –respondieron los tres mendigos al unísono.

          Y vaciaron sus copas. Luego, mientras Julia las rellenaba de sidra, empezaron a comer el turrón y los polvorones. Diez minutos más tarde, cuando ya no quedaba ningún dulce sobre la mesa, Braulio intercambió una mirada con Dimas y se incorporó.

          --Mire señora... –comenzó a decir.

          Pero enmudeció al instante. De repente, la habitación se había puesto a dar vueltas a su alrededor. Entreabrió los labios, soltó un débil gemido y se derrumbó inconsciente.

          Alarmado, Dimas se puso en pie.

          --Pero qué cojones...

          Sólo pudo dar dos pasos antes de caer al suelo, tan inconsciente como su compañero. Siempre sonriente, Julia volvió la mirada y vio que Carmen yacía sobre la mesa, con la cara incrustada en el plato de postre, profundamente dormida. No era de extrañar; pensó; había disuelto en la sidra somníferos suficientes para tumbar a tres caballos.

          Dejó escapar un largo suspiro, se incorporó, caminó hasta la sala de estar, cogió un cojín y regresó al comedor. Luego, con un nuevo suspiro, puso el cojín sobra la boca y la nariz de Braulio y apretó con fuerza. Unos minutos más tarde, tras debatirse un poco, el hombre dejó de respirar. Repitió la operación con Dimas y finalizó el trabajo asfixiando a Carmen. Curiosamente, fue ella la que más se resistió, tanto, que Julia temió que fuera a despertarse; pero finalmente siguió el mismo camino que sus compañeros sin llegar a recuperar la consciencia.

          Julia contempló los tres cadáveres con una sonrisa beatífica.

          --Ya no sufriréis más –murmuró. Consultó su reloj y añadió-: Uy, qué tarde es. Tengo que darme prisa...

          Abandonó el comedor y regresó al poco empujando la silla de ruedas que usaba su marido cuando se quedó paralítico. Luego volvió a salir y trajo la grúa portátil que utilizaba para mover a Germán. Le puso el arnés al cuerpo de Braulio, lo levantó con la grúa y lo colocó en la silla. Acto seguido, empujó la silla hacia el fondo de la casa.

          Allí, en la habitación contigua a la cocina, había una plataforma elevadora que conducía directamente a la carnicería. Cuando Germán perdió el uso de las piernas, se empeñó en seguir llevando la tienda; pero no podía acceder a ella a causa de las escaleras, así que hizo construir aquella plataforma para poder seguir trabajando. Había costado un montón de dinero, igual que la grúa, las dos sillas de ruedas (la manual y la eléctrica) y los innumerables médicos privados a los que recurrió Germán para intentar ponerle remedio a su dolencia. Eso acabó con los ahorros familiares.

          A veces, Julia pensaba que de haber sabido que iba a producirse ese dispendio, y que el tacaño de su marido pagaba lo mínimo a la Seguridad Social, no habría matado a Germán de la misma manera. Pero fue lo mejor que se le ocurrió para no despertar sospechas.

          La toxina botulínica es el veneno más potente que existe; basta menos de un nanogramo de toxina por kilo de peso corporal para matar a una persona. Y un nanogramo es la milmillonésima parte de un gramo... Pero Julia no quería matar a Germán, al menos no de repente, pues la súbita muerte de un hombre sano podría levantar suspicacias.

          Sin embargo, en dosis más reducidas la toxina botulímica produce, entre otros síntomas, cólicos, nauseas, vómitos, dificultades respiratorias y parálisis de las extremidades inferiores. Pero lo mejor de todo era que los médicos confundían con frecuencia el botulismo -un mal decididamente anticuado, después de todo- con algún tipo de enfermedad autoinmune, como el síndrome de Guillain-Barré o la miastenia gravis. Es decir: una causa natural.

          Gracias a sus conocimientos de enfermería, Julia cultivó botulina en un trozo de jamón cocido en mal estado. Luego diluyó varias veces la toxina hasta conseguir dosis no letales y comenzó a administrárselas a Germán en las comidas. Al cabo de un mes, su marido ya no podía caminar. Un año más tarde, cuando se cansó de cuidarle y ya todo el mundo sabía que estaba muy enfermo, Julia aumentó la dosis y Germán murió sin que nadie sospechase que había sido asesinado. Ni siquiera le hicieron la autopsia.

          Lo gracioso era que Julia ya ni se acordaba de por qué le había matado...

          Espantando los recuerdos con un cabeceo, Julia descendió en la plataforma hasta la carnicería y empujó la silla hacia la trastienda, donde, detrás de una mesa de despiece, había dos grandes cámaras frigoríficas. La de la izquierda era un congelador y la otra un refrigerador. Abrió la de la derecha, entró con la silla y la inclinó hacia delante para dejar caer al suelo el cuerpo de Braulio. Acto seguido, subió al comedor y repitió el mismo proceso con los cadáveres de Dimas y de Carmen.

          Finalmente, Julia contempló los cuerpos que se amontonaban en el suelo de la cámara refrigeradora y se prometió a sí misma que nunca volvería a invitar a más de un pobre. Tres eran demasiado trabajo; tardaría más de una semana en despiezarlos. Además ya tenía suficiente carne.

          Cerró la puerta del refrigerador y echó a andar hacia la plataforma, pero en el último momento recordó algo. Su vecina Marga, agradecida por la ayuda, había insistido en invitarla a comer en su casa el día de Año Nuevo, y Julia aceptó con la condición de preparar ella el plato principal, una de sus especialidades: solomillo al jerez.

          Se dio la vuelta, regresó a la trastienda y abrió la puerta del congelador. Una vaharada de aire helado la rodeó al entrar en la cámara. Se detuvo y paseó la mirada por los anaqueles metálicos donde se amontonaban las piezas de carne. Allí, sobre una balda, había seis piernas –cuatro de hombre y dos de mujer-, junto a cinco brazos masculinos. Más allá, guardados en bolsas de plástico, hígados, riñones, mollejas, corazones y toda suerte de vísceras. En el techo, colgando de unos ganchos, cuatro costillares.

          Y en la balda superior, presidiendo la cámara, cinco cabezas congeladas: la de Rosario, la de Gabriel, la de Dolores, la de Arturo y la de Leoncio, sus invitados durante las cuatro últimas nochebuenas.

          Julia contempló con una cariñosa sonrisa aquellos cráneos decapitados, todos con los ojos cerrados, como si durmieran un plácido sueño helado. Después de tanto tiempo, eran casi su familia. Con un suave suspiro, Julia se aproximó a uno de los anaqueles y cogió un solomillo, rígido por el frío. Leyó la etiqueta que le puso cuatro años atrás: era el solomillo de Rosario, un mujer muy dulce y muy tierna. Ése serviría.

          Lo metió en una bolsa de El Corte Inglés, salió de la cámara, cerró la puerta, subió a su piso en la plataforma y guardó el solomillo en la nevera, para que se descongelara lentamente, como debe hacerse si no quieres estropear la carne. Luego, después de lavarse las manos y retocarse el maquillaje, se puso el abrigo, una bufanda y un pañuelo, cogió el bolso y salió a la calle. Se detuvo un instante frente al portal y consultó su reloj: faltaban siete minutos para que dieran las doce.

Siempre sonriente, Julia echó a andar hacia la iglesia; si se daba prisa, llegaría antes de que diera comienzo la Misa del Gallo.