Nochebuena en
Kaluvalula
by César Mallorquí
El profesor Ulises
Zarco, director de la sociedad geográfica SIGMA, reprimió por enésima vez el
acuciante deseo de propinarle un puñetazo al padre Blasco. A decir verdad,
Zarco experimentaba con frecuencia cierta inclinación a maltratar, de obra o de
palabra, a las personas que le molestaban; y, desde luego, jamás había
tropezado con nadie tan irritante como el sacerdote. Pero, por desgracia, ahora
no podía dar rienda suelta al justo impulso de cerrarle la boca, mediante un
contundente uppercut, a ese
insufrible religioso.
—¡Fornicación!
–clamaba Blasco en su interminable soliloquio-. ¡Sus hombres fornican con las
nativas en las playas, fornican en las cabañas, fornican en los bosques,
fornican en el poblado, fornican en los palmerales!...
—Ya, ya, lo capto
–intervino Zarco aprovechando una pausa para respirar del sacerdote-. Fornican
por todas partes.
—¡Y como conejos! ¡No
respetan las leyes de Dios! ¡Atentan contra el sexto mandamiento cometiendo una
y otra vez el terrible pecado capital de la lujuria...!
Zarco dejó de prestarle
atención; desde que llegó a Kaluvalula había escuchado decenas de veces aquella
inagotable sarta de reproches y ya estaba más que harto.
Se encontraban junto a la entrada de la cabaña que
le habían asignado al profesor, en el extremo sur de Kokoda, el poblado de los
Kaysaki. Zarco miró de soslayo hacia el interior de la choza, donde, sobre un
tapete de fibra de coco, se enfriaban las costillas de cerdo que le había
traído Tokulubakiki, el nativo que le servía de traductor y asistente. En fin,
estaba harto de comer cerdo –la dieta de los Kaysaki consistía básicamente en
ñame, cerdo, pescado y, en general, cualquier cosa que sacasen del mar-, pero
tenía hambre y aquel cura no paraba de hablar, como si fuera por la vida subido
en un púlpito.
—¡Me desvivo por
corregir las malas costumbres de los nativos! –decía el padre Blasco, henchido
de justa indignación-. ¡Dedico cada minuto, cada aliento, a llevarles la
palabra de Dios, las enseñanzas de nuestro señor Jesucristo! ¡Y los primeros
occidentales que llegan, en vez de darles ejemplo, se dedican a practicar la
concupiscencia como paganos!...
Zarco contempló al
sacerdote. Era un hombre de mediana edad, delgado, con el pelo corto y oscuro,
y un rostro severo que parecía inhabilitado para la sonrisa. Pese al húmedo
calor que reinaba en aquella isla de la Melanesia, el padre Blasco vestía
siempre una negra sotana cerrada del cuello a los pies. Y sin embargo, no
sudaba; era como si la sequedad de su carácter se hubiera extendido a los poros
de su piel.
Tras un suspiro de
resignación, mientras el cura seguía proclamando su santa cólera, Zarco desvió
la mirada hacia el poblado. Las chozas de madera con techo de paja, asentadas sobre
pilares, como palafitos, se extendían a lo largo de la playa, entre palmeras
cocoteras e inmensos ficus. A la derecha, un mar intensamente azul, y a la
izquierda, hacia el interior de la isla, la masa verde del bosque tropical.
Los Kaysaki, nativos
melanesios de piel oscura y pelo ensortijado, deambulaban por el poblado y la
playa ocupados en sus quehaceres cotidianos. Las mujeres vestían faldas de
hierbas teñidas de rojo, con los senos descubiertos, y los hombres se cubrían
con exiguos taparrabos igualmente rojos. Por lo general, a Zarco le sacaban de
quicio los nativos de cualquier clase y lugar, pues solían ser entrometidos,
gritones, obtusos y poco colaboradores, cuando no abiertamente hostiles. Pero
los Kaysaki eran distintos; discretos, tranquilos, silenciosos, amigables,
pacíficos... se trataba, sin duda, de los salvajes más civilizados que había
encontrado jamás. La verdad es que Kaluvalula podría haber sido lo más parecido
al Paraíso en la Tierra... de no ser por el padre Blasco, aquel grano en el
culo con apariencia de sacerdote.
Zarco dejó escapar un
nuevo suspiro y contempló la silueta del Saint
Michel fondeado en la bahía. Al principio, cuando llegaron a la isla, la
tripulación se alegró de poder bajar a tierra para estirar las piernas; y más
se alegraron los marineros cuando descubrieron hasta qué punto eran permisivas
las costumbres sexuales de las nativas. Pero, tras unos cuantos desagradables tropiezos
con el religioso, los hombres decidieron dejar la isla y dormir en el barco. Lo
cual no significaba, ni mucho menos, que hubieran renunciado a tener encuentros
amorosos con las Kaysaki; sencillamente, ahora lo hacían a escondidas.
—El deber de los
buenos católicos –seguía diciendo el sacerdote- es dar ejemplo de los valores
cristianos. ¡Pero sus hombres, profesor, se comportan como bestias en celo! ¡Es
intolerable, intolerable...!
—Para ser precisos,
padre –le interrumpió Zarco, cada vez más harto-, entre la tripulación hay tres
mahometanos, un protestante, un taoísta, un ortodoxo y varios que no sé lo que
son, si es que son algo. Por otro lado, convendrá conmigo que los nativos no
necesitan precisamente ningún ejemplo, porque, según he podido comprobar,
fornican entre ellos con verdadero entusiasmo.
El rostro del cura se
ensombreció aún más de lo usualmente sombrío que era.
—Es cierto –dijo en
tono compungido-. Tanto el padre Herralde como yo nos hemos esforzado en
corregir la turbia promiscuidad de los Kaysaki... sin obtener muchos
resultados, lo confieso. Es difícil luchar contra las costumbres paganas. ¡Y
precisamente por eso el deber de sus hombres es dar ejemplo de castidad!...
¿Un marino dando
ejemplo de castidad?, pensó Zarco. Eso sería como pedirle a un carnicero que diese
ejemplo de vegetarianismo. El padre Blasco prosiguió con su rosario de
reproches y Zarco cerró los ojos. Él no debía estar en esa isla, se dijo.
¡Maldita suerte!
Todo había comenzado
un par de meses atrás, cuando el profesor Zarco y su ayudante, Adrián Cairo,
embarcaron en el Saint Michel, el
navío de SIGMA que estaba bajo el mando del capitán Gabriel Verne, para
dirigirse al Archipiélago Malayo con el objetivo de explorar el interior de
Papúa, una isla también conocida como Nueva Guinea.
Uno de los problemas
de aquella expedición era la situación política de la isla, que había sido
colonizada en la costa norte por Alemania y en la costa sur por Gran Bretaña.
Al comenzar la Gran Guerra, el ejército australiano ocupó, sin encontrar
resistencia, la colonia alemana, pero permitió que las empresas germanas
siguiera funcionando. El caso es que a causa del conflicto, que había
finalizado hacía apenas un mes con la capitulación de Alemania, la situación
del territorio era de absoluta confusión. Y, desde luego, nadie controlaba el
interior de la isla. De hecho, la única organización que mantenía cierto grado
de orden en aquel lugar era la Iglesia Católica mediante su red de misiones.
Así que Zarco se puso
en contacto por carta con el padre François Aubriot, superior de la Misión del
Verbo Divino en Papúa, solicitándole ayuda para viajar al interior de la isla;
petición a la que el padre Aubriot había accedido amablemente, ofreciéndole al
profesor mapas, guías, intérpretes, porteadores, provisiones y cuanto
necesitase.
Con esta garantía, el
Saint Michel había partido de España
a mediados de noviembre para dirigirse a Port Said, cruzar el Canal de Suez y
poner rumbo hacia el Océano Índico. Finalmente, tras atravesar el Estrecho de
Torres, al norte de Australia, bordeó el Archipiélago de la Luisiada y se
dirigió al noroeste, hacia Madang, en la costa oriental de Papúa, lugar donde
se encontraba la Misión del padre Aubriot. Entonces, a mitad de camino en el
Mar de las Salomón, se estropeó la válvula de distribución del motor.
Como es natural,
llevaban una de repuesto, pero resultó que era defectuosa, de modo que Marcel
Vincent, el Jefe de Máquinas del Saint
Michel, realizó una reparación de emergencia y el navío se dirigió a la
tierra firme más cercana, que resultó ser la isla Kaluvalula del Archipiélago
de las Trobiand. Llegaron allí el cinco de diciembre de 1918.
Kaluvalula estaba
habitada por la tribu Kaysaki y por tan solo dos occidentales: el padre Antonio
Blasco, superior y único miembro de la misión local, que también pertenecía a
la Congregación del Verbo Divino –algo que, ingenuamente, al principio le
pareció una suerte al profesor-, y Joshua Taylor, un australiano que
administraba una factoría dedicada a la producción de aceite de coco.
El padre Blasco,
encantado de recibir a occidentales en aquel apartado rincón del planeta, sobre
todo tratándose de españoles como él, los recibió con los brazos abiertos. Les
cedió a Zarco, Cairo y Verne la cabaña que hacía las veces de casa parroquial y
puso a su disposición al único nativo
que hablaba castellano, un Kaysaki de mediana edad llamado Tokulubakiki.
Entre tanto, el
capitán Verne había enviado un radiograma a Port Darwin, en el norte de
Australia, solicitando una válvula de recambio. El problema era que sólo un
barco recalaba habitualmente en Kaluvalula -para recoger los cargamentos de
aceite de coco de la factoría de Taylor-, y ese navío no llegaría a la isla
hasta después de Navidad.
Más de tres semanas
de retraso sobre los planes previstos. A Zarco se le llevaron los demonios,
pero finalmente decidió matar el tiempo de espera investigando Kaluvalula y a
sus habitantes. El padre Blasco le puso al día sobre el asunto:
—Antes, profesor, en
esta isla reinaba la barbarie. Había otra tribu además de los Kaysaki, los
Makala, y ambos grupos se pasaban la vida matándose entre sí. Eran terribles
–susurró-: cortaban cabezas. –Dejó escapar un suspiro-. Gracias a Dios, hace
tres años llegó aquí la santa madre Iglesia para iluminarles con la luz de los
Evangelios. Justo es reconocer que todo el mérito le corresponde a mi
antecesor, el padre Herralde, pues fue él quien construyó el templo y le llevó
a los nativos la palabra de Cristo. –Volvió a suspirar-. Por desgracia,
falleció de una fiebres el año pasado, así que en febrero llegué aquí para
proseguir su labor apostólica. –Suspiró por tercera vez-. Pero no es fácil,
profesor; he tenido que aprender el lenguaje local, el kilivila, que no es nada
sencillo. Afortunadamente, me ha ayudado Tokulubakiki, un nativo al que el
padre Herralde le enseñó a hablar en cristiano. Pero es que, además, resulta
muy dificultoso erradicar las costumbres paganas, que están muy arraigadas.
Aunque me esfuerzo en ello y cada día los Kaysaki están más cerca de ser buenos
católicos.
Como pudo comprobar
Zarco poco después, eso no era del todo cierto; en realidad, los Kaysaki
estaban muy lejos de ser un ejemplo de catolicismo. De hecho, la principal
actividad del sacerdote consistía en ir de un lado a otro del poblado
intentando impedir que los nativos mascaran nuez de betel –la droga local- y
haciendo lo posible por evitar que los nativos y las nativas copularan entre sí
en cualquier momento y cualquier lugar.
Precisamente ésa era
una de las principales peculiaridades, no sólo de los Kaysaki, sino de todos
los nativos de las Trobiand: la absoluta libertad sexual. En Kaluvalula,
cualquiera podía copular con cualquiera, aunque no fueran pareja estable. De
hecho, ni siquiera existía en la isla la institución del matrimonio ni nada que
se le pareciese. La promiscuidad estaba tan extendida que los nativos disponían
de una cabaña, llamada bukumatula, cuyo único objetivo era proporcionar cobijo
a las parejas que desearan fornicar un rato.
No obstante, el padre
Blasco, inasequible al desaliento, se pasaba el día espantando a los amantes
furtivos y adoctrinándoles sobre la virtud de la castidad; aunque lo único que
conseguía era que se fueran a otro lado, lejos de su vista, para seguir
practicando su afición favorita: el sexo libre y desinhibido. A decir verdad,
los Kaysaki no parecían hacerle mucho caso al sacerdote; le toleraban
amablemente, le decían que sí a todo, pero luego hacían lo que les venía en
gana, siempre con una apacible sonrisa.
Sin embargo, la mayor
parte de los nativos asistían puntualmente a las misas que el religioso
oficiaba cada domingo en la choza-iglesia que había erigido su antecesor, el
padre Herralde. Aquella afición a las misas le causaba cierta perplejidad a
Zarco, así que un día le preguntó al respecto a Tokulubakiki, su intérprete. Y
éste le respondió:
—Las palabras del
padrecito son sabias. Nos gusta mucho la última cena de Jesús y sus discípulos.
Y la comunión. Es bonita. Además, padrecito Blasco es divertido, mucho.
Zarco arqueó las
cejas, escéptico; aquel cura podía ser muchas cosas, pero ninguna de ellas
encajaba en el apartado de la diversión.
—¿El padre Blasco
divertido? –dijo con incredulidad.
—Oh, sí, muy
divertido. El padrecito no habla demasiado bien kilivila y en los sermones dice
cosas raras. Es gracioso. Mucho.
Fuera como fuese,
salvo en lo que respecta a las misas, la labor pastoral del sacerdote no había
llegado demasiado lejos, pues sus feligreses se pasaban todo el tiempo
drogándose y fornicando. Lo cual, por otro lado, le importaba un bledo a Zarco,
ya que, en su opinión, mientras los nativos no le molestasen podían hacer lo
que les viniera en gana.
Los problemas
empezaron cuando la tripulación descubrió las licenciosas costumbres de las
Kaysaki, y todos los marineros, sin excepción decidieron frecuentar la compañía
de tan amistosas nativas.
Fue entonces cuando
el padre Blasco, armado de justa indignación, comenzó a sermonear a Zarco, a
Cairo y a Verne, exigiéndoles que, como responsables de la expedición, pusieran
coto el comportamiento de sus hombres. Tanto insistió que, finalmente, el
capitán Verne ordenó a los tripulantes del Saint
Michel que en lo sucesivo se abstuvieran de tener trato carnal con las
nativas. Pero todo el mundo sabía que era una orden retórica que en realidad
nadie estaba obligado a obedecer.
A los marineros
puedes pedirles que pasen hambre, sed y todo tipo de penurias, que se embarquen
en largas travesías que los mantendrán alejados de sus familias durante quién
sabe cuánto tiempo, que corran todo tipo de riesgos y realicen toda clase de
esfuerzos; pero lo que no puedes pedirles de ninguna manera es que se mantengan
alejados de un montón de hermosas, apasionadas y semidesnudas nativas, salvo
que quieras arriesgarte a un motín.
Así que los
tripulantes, ignorando la orden de su capitán, siguieron frecuentando a las
nativas, si bien ahora lo hacían a escondidas. Pero no lo suficientemente a
escondidas como para eludir la férrea vigilancia del padre Blasco, que,
husmeando como un sabueso, solía sorprenderles en actitud comprometida con las
Kaysaki.
Razón por la cual, el
sacerdote multiplicó su quejas y reprimendas a los jefes de la expedición,
haciéndoles responsables del disoluto comportamiento de sus hombres. Tanto
insistía, tan pesado se ponía, que al cabo de una semana Adrián Cairo y el
capitán Verne decidieron abandonar la isla y refugiarse en Saint Michel, dejando al profesor solo ante el peligro.
La verdad es que
Zarco no se lo reprochaba; de haber podido, habría hecho lo mismo. Pero no
podía. La cuestión era que Blasco pertenecía a la misma orden que Aubriot, el
superior de la misión de Papúa que había ofrecido su ayuda a la expedición. Por
otro lado, Blasco disponía de una emisora de radio con la que, llegado el caso,
podría ponerse en contacto con Aubriot para quejarse del profesor si éste se comportaba
de forma descortés (es decir, si se comportaba como, en circunstancias
normales, se habría comportado). Y Zarco no quería de ninguna manera poner en
riesgo la expedición, de modo que se tragó las ganas de estrangular al
misionero y, haciendo acopio de paciencia, aguantó mansamente sus constantes
diatribas.
Pero también procuró
mantenerse alejado, de modo que decidió explorar la isla. Lo primero que hizo
fue visitar las factoría de Joshua Taylor, aunque el padre Blasco le había
prevenido enérgicamente contra el australiano.
—Ese hombre es un
demonio –le dijo-. Un pagano, un salvaje, un fariseo... Le recomiendo
encarecidamente que se mantenga alejado de él.
Huelga decir que esa
advertencia no hizo más que agudizar el interés de Zarco en conocer al
australiano, pues, en su opinión, nadie que se ganase el rechazo del sacerdote
podía ser del todo mala persona. Así que, bordeando la costa, se dirigió a la
factoría de aceite de coco, que estaba al sur de la isla, a unos ocho
kilómetros del poblado Kaysaki.
La factoría era un
cochambroso barracón donde unos cuantos nativos se afanaban en almacenar cocos.
Estaba situada cerca del mar, junto a un pequeño muelle de madera; a su
izquierda, a unos cincuenta metros, frente a un playa de arena dorada, se
alzaba la cabaña del australiano. Y allí le encontró Zarco, tumbado en una
hamaca, dando taciturnos tragos a una botella de whisky. Taylor era un hombre
de mediana edad, alto, de rostro afilado y carácter adusto y reservado. A su
lado, tres nativas se ocupaban de las tareas del hogar. El australiano se las
presentó:
—Son Isepuna,
Ilaka’isi y Kaycumita, mis esposas.
Zarco contempló con
curiosidad a las mujeres; la mayor no tendría más de dieciséis años.
—¿Y este... eh...
matrimonio le parece bien al padre Blasco? –preguntó.
—No, le parece fatal
–respondió Taylor-. Solía venir a sermonearme, hasta que un día le disparé con
mi rifle.
—Pero no le dio...
–murmuró el profesor con un punto de decepción.
—Sólo era un disparo
de advertencia. Pero fue suficiente: no ha vuelto a aparecer por aquí.
Aunque el haber
disparado al sacerdote le granjeó la inmediata simpatía de Zarco, lo cierto es
que Taylor no solo era extremadamente lacónico, sino que además se pasaba el
día borracho; de modo que el profesor no volvió a visitarle y prosiguió la
exploración de la isla. Su siguiente visita fue a las ruinas del poblado
Makala, la otra tribu que en el pasado había compartido territorio con los
Kaysaki; pero lo único que encontró fue un puñado de cabañas derruidas
pudriéndose en la espesura.
Luego, se acabaron
los lugares adonde ir. Kaluvalula medía unos veinticinco kilómetros de largo
por nueve en su punto más ancho; era una isla muy pequeña y la mayor parte de su
superficie estaba cubierta por la jungla, así que no había ningún sitio de
interés que valiera la pena visitar.
Y Zarco no tuvo más
remedio que seguir aguantando las indignadas e interminables monsergas del
sacerdote. Como la que estaba soportando en ese momento.
—Incluso el señor
Vázquez, su fotógrafo, cae en el pecado –seguía diciendo Blasco-. Se supone que
debería ser un hombre ilustrado, pero constantemente le sorprendo fotografiando
a las nativas desnudas. Él dice que es arte, pero no me explica por qué siempre
las hace posar en actitudes provocativas. ¡Lujuria y pasiones animales, eso es
todo lo que veo en su tripulación! ¡Esto tiene que acabarse de una vez por
todas, profesor! Es usted un hombre instruido y civilizado, así que apelo a su
autoridad. Debe atar corto a sus hombres y obligarles a comportarse como buenos
cristianos...
Por el rabillo del
ojo, Zarco vio que el capitán Verne y Adrián Cairo se aproximaban por la playa
en compañía de Tokulubakiki.
—Tiene toda la razón,
padre Blasco –dijo, interrumpiendo la perorata del misionero-. Pero,
técnicamente hablando, la tripulación del Saint
Michel no son mis hombres, sino los hombres del capitán Verne. Él tiene la
culpa de todo; es un individuo disipado, ya conoce usted a los marinos. Mire,
precisamente viene por ahí. Voy a hablar ahora mismo con él y a dejarle muy
claro que tanto usted como yo estamos abochornados por el comportamiento de los
tripulantes.
El sacerdote, molesto
por haber sido interrumpido, pero al tiempo satisfecho de que le dieran la
razón, titubeó durante unos segundos.
—Bien, de acuerdo...
–dijo-. Pero exíjale con firmeza que refrene a sus hombres.
—Así lo haré, padre.
No lo dude.
Zarco se encasquetó
el sombrero Panamá, dispuesto a irse. La estampa de ambos hombres no podía ser
más diferente: el sacerdote delgado, de mediana estatura y complexión frágil, y
el profesor alto y robusto, con un fiero mostacho cabalgando sobre sus labios.
Eran, en todo, polos opuestos.
—Un momento, profesor
–le contuvo Blasco-. Como recordará, esta noche los Kaysaki celebrarán
comunalmente la cena de Nochebuena.
No, Zarco no lo
recordaba. ¿Ya era veinticuatro de diciembre?
—La tripulación del Saint Michel está invitada a cenar con
la tribu –prosiguió el misionero-. Pero usted, el señor Cairo y el capitán
Verne cenarán con el jefe Yobukwa’u y su séquito. Después, a media noche,
celebraremos todos la santa Misa del Gallo.
Zarco suspiró. Para
complacer al sacerdote, ya se había tragado tres interminables misas en
kilivila, o en la versión humorística del kilivila que, al parecer, hablaba
Blasco.
—Por supuesto, padre.
Allí estaremos.
—Y espero –añadió el
misionero en tono admonitorio- que los tripulantes del Saint Michel respeten la santidad de esta noche comportándose como
personas civilizadas, y no como perros en celo.
—Me ocuparé personalmente
de ello, padre. Adiós.
Zarco se alejó a toda
prisa hacia la playa, donde le esperaban Cairo, Verne y Tokulubakiki. Al llegar
a su altura, señaló con un indignado dedo a los dos occidentales y les espetó:
—Sois unos cobardes
traidores. Habéis huido como conejos dejándome solo ante ese insoportable
santurrón.
—Usted es el jefe,
profesor –respondió Cairo, su mano derecha, con una sonrisa irónica-, así que
su deber es enfrentarse a los peligros más graves. Además, sólo se trata de un
curita inofensivo...
—¿Te crees muy
gracioso, Adrián? –replicó Zarco, fulminándolo con la mirada-. ¿O es que tú
también has estado tonteando con las nativas?
—Acabo de casarme con
Sarah –repuso Cairo con expresión de fingida ofensa-. Soy un marido fiel.
Zarco se volvió hacia
Verne.
—Le advierto, Gabriel
–dijo-, que le he echado a usted la culpa de todo.
El capitán, un
cincuentón de rostro afable enmarcado por una cuidada barba, arqueó la cejas.
—Vaya –murmuró-; qué
bonito...
—¡Es que la tiene!
–bramó Zarco-. ¿Acaso no puede impedir que sus hombres vayan, como abejorros de
flor en flor, con las Kaysaki?
—Ya se lo he
prohibido –se excusó Verne-; pero no hacen caso.
—Como era de esperar
–apuntó Cairo.
—Los hombres se
deslizan por la borda a escondidas y nadan hacia la playa –prosiguió el
capitán-. No hay forma de evitarlo. ¿Qué quiere, Ulises; que encierre en la
bodega a los que vayan con las nativas? ¡Tendría que encerrar a toda la
tripulación! Además, los hombres van con las nativas porque las nativas
quieren. Nadie fuerza a nadie. ¿Qué tiene eso de malo?
—Oh, nada; es tan
romántico que me entran ganas de tocar el violín –ironizó Zarco-. Pero ¿por qué
no se lo cuenta usted a ese cura del demonio?
Hubo un largo
silencio. Zarco dejó escapar un cansado suspiro y contempló a Tokulubakiki con
incredulidad.
—Sinceramente, Toku
–le dijo-: no entiendo cómo aguantáis al padre Blasco.
El nativo sonrió
bonachonamente, mostrando unos dientes rojos a causa de la nuez de betel.
—El padrecito es
sabio –respondió.
—Quizá. Pero es un
pesado.
—Sí, es un poco
pesado –dijo Tokulubakiki-. Pero sus palabras son sabias y nos da ejemplo para
ser buenos cristianos.
Zarco sacudió la
cabeza, abatido.
—Y encima –musitó-,
esta noche nos toca celebrar la Nochebuena.
—Sí –asintió Verne-.
El padre Blasco ha enviado al barco a un nativo con una nota invitándonos a la
cena.
—Y por eso habéis
tenido la deferencia de abandonar vuestro escondrijo y bajar a tierra, ¿no?
–gruñó Zarco-. Muy bien, Gabriel, pero cuando desembarque la tripulación, y antes
de que nadie dé un solo paso por la isla, quiero hablar con ellos. –Se giró
hacia Tokulubakiki y le preguntó-: ¿De qué va a ir la cena de esta noche, Toku?
—Oh, será muy bonita
–respondió el Kaysaki-. La cena de Nochebuena fue muy bonita el año pasado con
el padrecito Herralde, y también será muy bonita este año con el padrecito
Blasco.
—Ya, ya, pero ¿en qué
consistirá exactamente el asunto?
—Comenzará después
del anochecer. Habrá música y bailes ceremoniales, y un gran banquete para los
Kaysaki, y una cena especial para el jefe Yobukwa’u y los grandes hombres. Y
también cantaremos villancicos.
—Villancicos, genial
–masculló Zarco-. Y luego a la Misa del Gallo, ¿no?
—Sí. Pero la misa
será muy tarde y no sé si muchos Kaysaki querrán ir.
—Estupendo, un
programa de actos fascinante. –Zarco cerró los ojos y se frotó las sienes-.
Ahora voy a ver si consigo que se me pase el dolor de cabeza que me ha
provocado ese cura. Y no lo olvide, Gabriel: tengo un par de cosas que decirle
a la tripulación.
Horas más tarde,
cuando el sol estaba a punto de cruzar la frontera del horizonte, los
tripulantes del Saint Michel
desembarcaron en la playa, donde les estaba aguardando Zarco junto a Verne y
Cairo. Ahí, reunidos en torno al profesor, se congregaban catorce marineros,
Lacroix el cocinero, Manglano el radiotelegrafista, Vázquez el fotógrafo y los
oficiales. En el barco solo permanecieron montando guardia el primer oficial
Elizagaray y dos marineros. Zarco paseó una torva mirada por los hombres y,
tras un carraspeo, dijo en voz alta:
—Ya sé que os encanta
tontear con las nativas, pese a que os lo ha prohibido vuestro capitán. Pero por
lo visto, os resulta imposible mantener los pantalones en su lugar.
Zarco hizo una pausa.
Los tripulantes desviaron la mirada, avergonzados. Algunos incluso se
sonrojaron.
—De acuerdo –continuó
el profesor-; lo pasado, pasado está. Ahora vamos a hablar del presente. Esta
noche los Kaysaki nos han invitado a la cena de Nochebuena y todos nos vamos a
portar como niños buenos, ¿de acuerdo? Porque como a alguno de vosotros se os
ocurra tocar a una nativa... ¿Qué digo tocar? Con sólo que miréis demasiado
fijamente a una Kaysaki, os juro que os arrancaré esa cosita ridícula que
tenéis entre las piernas y se la echaré a los cerdos. ¿Está claro?
Los hombres
asintieron unánimemente. Todos conocían al profesor y sabían que sus amenazas
no eran en vano. Y todos apreciaban demasiado a sus cositas ridículas como para
ponerlas en peligro llevándole la contraria. Aquella noche serían castos.
Poco después, los
Kaysaki encendieron hogueras en la explanada que se extendía en el centro del
poblado y comenzaron a hacer los preparativos para la fiesta. A eso de las
nueve de la noche, los miembros de la tribu y los tripulantes del Saint Michel
se sentaron en el suelo, formando un amplio círculo, mientras que Zarco, Verne
y Cairo, acompañados por Tokulubakiki, se acomodaron en otro círculo, más
pequeño, donde se encontraban el jefe Yobukwa’u y sus hombres de confianza.
Presidiendo el
banquete se alzaba un tótem con los rostros tallados de diversas deidades
locales llamadas demas, lo que tenía
muy poco de cristiano. Para compensarlo, algún artesano había esculpido en
madera un portal de Belén decididamente extraño. No solo porque la virgen María
llevara los pechos descubiertos, a la usanza melanesia, sino porque, al no
haber visto jamás los indígenas un asno y un buey, el artesano los había
sustituido por una tortuga gigante y un cerdo, lo que confería al nacimiento un
aspecto un tanto perturbador.
Al poco, comenzaron a
servir la comida. Entonces, Zarco se dio cuenta de que el sacerdote no había
hecho acto de presencia.
—¿Y el padre Blasco,
Toku? –le preguntó a su traductor-. ¿No cenará con nosotros?
Tokulubakiki sonrió y
se encogió de hombros. Zarco supuso que el sacerdote estaría ocupado preparando
la misa y se olvidó de él: a fin de cuentas, no tenía el menor interés de
sufrir la compañía de un hombre tan increíblemente pesado.
El banquete consistió
en langostas a la brasa y un guiso de ñame y carne de cerdo sazonado con
hierbas aromáticas. Es decir, básicamente lo mismo de siempre, pero en mayor abundancia. Cuando concluyó la
cena, unos cuantos Kaysaki cogieron sus instrumentos musicales –sonajeros de
conchas marinas, tambores y flautas de bambú-, y comenzaron a interpretar una
animada, rítmica y salvaje melodía. Instantáneamente, nativos y nativas se
pusieron a bailar. Algunas Kaysaki intentaron que los marineros del Saint Michel se unieran al baile, pero
estos, advirtiendo que la fiera mirada del profesor Zarco no se apartaba de
ellos, rehusaron sin tan siquiera atreverse a mirar demasiado fijamente a las
muchachas.
Como casi todo en la
cultura de las islas Trobiand, aquellas danzas estaban teñidas de sexualidad.
Los bailarines movían las pelvis adelante y atrás, espasmódicamente, y se
frotaban entre sí simulando el coito. Si el padre Blasco hubiese estado allí,
pensó Zarco, le habría dado un infarto.
Tras un par de horas
de danzas estimuladas por la nuez de betel, un coro de nativas cantó una
versión en kilivila de Noche de paz
que sonaba más a himno guerrero que a villancico. Y, llegada la medianoche, la
fiesta concluyó. Tal y como había anunciado Tokulubakiki, los Kaysaki, agotados
por tanto baile, se fueron a sus chozas; no obstante, como no quería
indisponerse aún más con el sacerdote, Zarco ordenó a los tripulantes del Saint
Michel que le acompañaran para asistir la Misa del Gallo.
Pero, cuando llegaron
a la cabaña que hacía las funciones de iglesia, el padre Blasco no estaba allí.
Le aguardaron durante media hora y, al cabo de ese tiempo, como el sacerdote no
aparecía, se fueron todos a dormir.
Al día siguiente,
Blasco siguió sin dar señales de vida.
Y al siguiente.
Y al siguiente.
Era inexplicable. En
la isla no había ningún depredador mayor que la palma de una mano, así que ¿qué
podía haberle sucedido? Quizá se había internado en la selva y había sufrido un
accidente, pensó Zarco: pero ¿por qué demonios se iba a meter el sacerdote en
la selva de noche? O quizá decidió darse un baño en el mar y se ahogó, aunque
eso tampoco parecía demasiado lógico. En cualquier caso, la desaparición de
Blasco, aparte de un enigma, fue un alivio para Zarco, que por fin se veía
liberado de sus constantes quejas; eso por no hablar de los marineros, que, a
partir de ese momento intensificaron aún más sus visitas a las nativas. De
hecho, los Kaysaki tampoco parecieron darle demasiada importancia a aquella
enigmática desaparición y siguieron a lo suyo, como si el sacerdote jamás
hubiera estado allí. Quizá fuese a causa de tanto sexo y tanta nuez de betel,
pero los nativos de Kaluvalula eran el pueblo más tranquilo y acomodaticio del mundo.
Finalmente, el
veintiocho de diciembre, llegó el barco procedente de Port Darwin con la
válvula de repuesto. Veinticuatro horas después, Mustafá Özdemir, el primer
oficial de máquinas, arregló el motor y el Saint
Michel estuvo listo para navegar de nuevo.
—Su barco es una
antigualla, Gabriel; casi tanto como usted –le dijo Zarco al capitán Verne-.
Deberíamos cambiar la vieja máquina de vapor por un moderno motor Diésel. En
cuanto regresemos a España lo propondré a la Fundación.
A media mañana del veintinueve
todo estaba listo para la partida. Zarco, Verne y Cairo se dirigieron a la
playa, donde aguardaba el bote que les conduciría al Saint Michel. También se congregaron allí gran parte de los
isleños, presididos por su jefe Yobukwa’u, para despedir a los extranjeros.
Incluso apareció Joshua Taylor, el director de la factoría, que hasta entonces
no había pisado el poblado.
—Me han dicho que el
cura ha desaparecido –le dijo el australiano a Zarco.
—Así es.
—Mejor. Era un plomo.
De pronto, una idea
cruzó la mente de Zarco.
—Oiga Taylor –dijo-,
¿no habrá tenido usted algo que ver con ese asunto? Es decir, y no lo tome como
una crítica, pero a lo mejor decidió afinar la puntería con Blasco...
El australiano perdió
la mirada y sonrío, como si aquella posibilidad le pareciese de lo más sugestiva.
—Si el cura hubiese
vuelto a aparecer por la factoría, lo habría hecho –respondió-. Pero hace meses
que no le veo.
Como el australiano
no parecía dispuesto a añadir nada más, Zarco, Verne y Cairo se aproximaron a
donde estaban Tokulubakiki y el jefe Yobukwa’u.
—Nos vamos, Toku
–dijo el profesor-. Dile a Yobukwa’u que agradecemos su hospitalidad y todo
eso.
Ambos indígenas
intercambiaron unas palabras en kilivila.
—El jefe dice que
siempre seréis bien recibidos en Kaluvalula –dijo Tokulubakiki-. Las mujeres
Kaysaki os echarán mucho de menos.
—Esperamos que
aparezca pronto vuestro sacerdote –intervino Verne.
Tokulubakiki sonrió
bonachonamente.
—Oh, el padrecito
Blasco estará siempre con nosotros –respondió, llevándose una mano, no al
corazón, ni a la cabeza, sino al estómago. Y añadió-: El padrecito Herralde
también estará siempre con nosotros.
Y volvió a llevarse
la mano al estómago.
Al estómago...
Zarco abrió mucho los
ojos y permaneció unos instantes inmóvil, petrificado, como si hubiese tenido
una súbita revelación. De repente, echó a andar hacia el australiano, seguido
por los desconcertados Cairo y Verne.
—Una pregunta, Taylor
–dijo el profesor cuando llegaron a su altura-. Blasco decía que los Kaysaki,
en el pasado, habían hecho cosas terribles, como cortar cabezas. ¿Hacían algo
más?
Taylor asintió con un
pausado cabeceo.
—Eran caníbales
–respondió-. ¿Ha oído hablar de esa otra tribu que había aquí, los Makala?
—Sí.
—Bueno, pues los
Kaysaki se los fueron comiendo poco a poco. Cuando sólo quedaba más o menos la
mitad de la tribu, los Makala huyeron de Kaluvalula a otra isla donde, supongo,
se los acabarían comiendo otros nativos.
—¿Y ahora los Kaysaki
ya no practican el canibalismo?
El australiano se
encogió de hombros.
—Los Makala emigraron
ocho o nueve años antes de que yo llegase a la isla, así que desde entonces los
Kaysaki ya no tienen a nadie a quien comerse.
Zarco perdió la mirada
y permaneció unos segundos pensativo.
—¡La misa! –exclamó
de repente.
—¿Qué? –dijo Verne.
—A los Kaysaki les
gusta la misa –respondió Zarco-. ¿Por qué?
—Ni idea, profesor
–terció Cairo-. Pero ¿qué importa eso?
Sin hacerle el menor
caso, Zarco, de nuevo seguido por los cada vez más perplejos Verne y Cairo,
echó a andar hacia Tokulubakiki.
—¿Por qué os gustan
las misas, Toku? –preguntó.
—Porque son bonitas
–respondió el nativo.
—Ya, ya, preciosas.
Pero el otro día me dijiste que os gustaba la última cena y la comunión, ¿por
qué?
—Porque son ritos
sabios, muy Kaysaki, como los ritos de los demas
Balum, Geb y Yawi, nuestros dioses. En la última cena, los discípulos de Jesús
se lo comieron para adquirir el valor y la sabiduría de su maestro. Eso está
bien.
Hubo un estupefacto
silencio.
—Pero no es así
–murmuró Verne, boquiabierto-. No se lo comieron...
—Oh, sí se lo
comieron –insistió Tokulubakiki-. Lo dicen las Escrituras: “Tomad y comed todos
de él, porque esto es mi cuerpo”. Y también dicen: “"Tomad y bebed todos
de él, porque éste es el cáliz de mi sangre”. Se lo comieron, y eso es muy
sabio, muy Kaysaki.
Un nuevo silencio.
Tras un parpadeo, Zarco musitó:
—Gracias, Toku. Ahora
nos vamos.
En ese momento, Yobukwa’u
soltó una breve parrafada en kilivila.
—¿Qué ha dicho?
–preguntó Zarco.
Tokulubakiki sonrió
de oreja a oreja y, aunque su expresión no podía ser más candorosa, los dientes
manchados de rojo por la nuez de betel adquirieron de pronto un aire siniestro.
—El jefe dice que
espera que el próximo padrecito que nos mande la santa madre iglesia sea más
gordo que el padrecito Blasco.
¿Más gordo?...
Zarco, Verne y Cairo
montaron en el bote y se dirigieron al Saint
Michel. Una vez en el barco, Verne se encaminó al puente de mando para fijar
la ruta. Al poco, el barco levó anclas y, tras hacer sonar su sirena, se puso
en marcha.
Entre tanto, Zarco y
Cairo permanecieron en cubierta, acodados a la barandilla, contemplando en
absoluto silencio cómo la isla se iba empequeñeciendo en la distancia conforme
se alejaban. Un cuarto de hora después, el capitán Verne bajó del puente de
mando y se unió a ellos. Nadie pronunció palabra.
Al cabo de unos minutos, Zarco, con la mirada fija en
Kaluvalula, que ahora sólo era una mota esmeralda sobre un infinito mar
turquesa, comentó:
—Me pregunto si lo
que nos sirvieron en la cena de Nochebuena era realmente carne de cerdo...
Pálido como un cirio,
Verne tragó saliva.
—Me voy a mi camarote
–musitó mientras se alejaba-. Tengo revuelto el estómago; creo que voy a
vomitar...
Cuando el capitán
desapareció, al cabo de un tétrico silencio, Cairo dijo:
—En el fondo era un
hombre bueno.
—¿Quién?
—El padre Blasco. En
el fondo era buena persona.
Los graznidos de las
gaviotas que volaban sobre ellos se mezclaban con el rumor de las olas
rompiendo contra la proa del navío. La columna de humo que brotaba de la
chimenea se extendía al paso del Saint
Michel como una larguísima cabellera negra.
—Tienes razón
–asintió finalmente Zarco, con el fantasma de una sonrisa maliciosa
insinuándose en sus labios-. Era bueno.