Una muñeca para Sofía
By César
Mallorquí
El
trineo, tirado por nueve renos mágicos, surcó el cielo nocturno, veloz como una
centella, se detuvo en el aire y flotó sobre la pequeña aldea a unos mil metros
de altura.
--¡Ho,
ho, ho! –exclamó el orondo ocupante del vehículo.
Le
encantaba decir “¡Ho, ho, ho!”, aunque nadie le oyese. Era su signo distintivo,
su marca personal, incluso podría decirse que era su grito de guerra, de no ser
porque “guerra”, en su caso, resultaba una palabra totalmente inadecuada; pero
aquel “¡Ho, ho, ho!” también era una expresión de auténtico júbilo. Nada le
gustaba más a Santa Claus que hacer regalos a los niños; aquella tarea le
llenaba de optimismo y placer, así que para soltar presión en la caldera de su felicidad,
siempre exclamaba “¡Ho, ho, ho!” al principio y al final de cada encargo.
--Bien
hecho, Donner, Blitzen, Vixen y Cupid –dijo, dirigiéndose a los renos que
ocupaban el lado izquierdo del tiro-. Buena travesía, Comet, Dasher, Dancer y
Prancer –añadió, señalando a los del lado derecho.
El
reno situado en primera posición, un vigoroso macho con la nariz roja, giró la
cabeza y le miró con aire compungido. Santa Claus rió suavemente.
--Estaba
bromeando, Rudolph –dijo-. ¿Cómo iba a olvidarme de ti? Has guiado a tus
hermanos con maestría, como siempre. Pero basta de alabanzas; tenemos mucho
trabajo que hacer.
Sacó
del bolsillo su lista mágica y la consultó.
--Bueno,
amiguitos –dijo sin apartar la mirada de la lista-, el siguiente regalo es para
una niña. Se llama Sofía, tiene seis años y se ha portado muy bien, así que le
traemos lo que ha pedido: una preciosa muñeca de porcelana. –Miró a los renos
de soslayo y aclaró-: Antes tenía una de trapo, pero se le rompió; merece una
muñeca nueva. –Consultó de nuevo la lista y dijo en voz alta-: Sofía vive en la
tercera casa, por la derecha, de la Calle Mayor de Brzezinka, esa aldea de ahí
abajo.
Santa
Claus contempló el poblado y frunció el ceño. Veía la casa de Sofía, pero un
sexto sentido le revelaba que ella no estaba allí.
Como
resulta lógico, a poco que reflexionemos sobre ello, Santa Claus poseía poderes
mágicos. Por ejemplo, su trineo podía volar más rápido que la luz; algo que, de
saberlo, le habría levantado un fuerte dolor de cabeza a Albert Einstein. Pero,
de no ser así, ¿cómo podría recorrer tan largas distancias en una noche?
También poseía el don de la ubicuidad, estaba en cientos de miles de sitios
simultáneamente, pues de otro modo no podría atender a millones de niños. Y
también tenía una especie de radar interno que le permitía localizar a
cualquier persona destinataria de un regalo.
Y
ahora ese radar le decía que Sofía no estaba en su casa, sino... Volvió la
mirada hacia atrás y le fijó en un no muy lejano y oscuro edificio. Allí
estaba.
Santa
Claus sonrió. Esas cosas pasaban; los niños se mudaban, o estaban de visita, y
los elfos del Polo Norte no incluían el cambio en los archivos. Debía echarles
una buena reprimenda a esos elfos, pensó; pero luego recordó el enorme trabajo
que tenían para que todo estuviera preparado al llegar la Navidad y su sonrisa
se tornó aún más bondadosa. Mejor pensado, decidió, bastaría con una mera
advertencia. Cogió las riendas, las sacudió y dijo en voz alta:
--¡Rudolph,
Donner, Blitzen, Vixen, Cupid, Comet, Dasher, Dancer y Prancer: media vuelta!
¡Nos hemos equivocado de dirección!
Ciertamente,
Santa Claus no tenía por qué llamar a los renos por su nombre; pero le gustaba
que supieran que cada uno de ellos era importante para él. El trineo giró en
redondo y voló raudo hacia el edificio.
Era
una casa de piedra, de una altura, con un par de elevadas chimeneas alzándose
sobre un tejado a dos aguas. Guiado por su mágico radar, Santa Claus detuvo el
trineo junto a la de la izquierda –la que conducía al hogar de Sofía-, cogió su
saco mágico y se dispuso a descender por el cañón de la chimenea.
El
hueco era amplio, pero en apariencia no lo suficiente como para permitir el
paso de alguien tan rollizo; mas ya hemos convenido que Santa Claus poseía
poderes extraordinarios, así que bajó del trineo, se situó encima de la
chimenea y, de pronto, su voluminoso cuerpo adquirió una consistencia viscosa y
se deslizó por el tiro como si fuera jarabe de arce.
Al
llegar abajo, Santa Claus sintió al instante que algo iba mal. De entrada, el
hogar de aquella chimenea era extraño, demasiado alargado. Pero lo que
realmente capturó su atención fueron las vibraciones que desprendía aquel
lugar. Santa Claus poseía otro radar interno que le permitía detectar la
tristeza y la alegría, y ahora ese radar registraba niveles de desconsuelo
nunca antes alcanzados.
Estremecido,
Santa Claus salió de la chimenea. La casa estaba a oscuras, como solían estar
todas las casas la noche de Navidad, así que recurrió a otro de sus asombrosos
poderes: la visión nocturna. Y sintió que el suelo oscilaba bajo sus pies, que
el mundo daba vueltas a su alrededor, que su mágico corazón se detenía un
instante, para luego acelerarse locamente, como un juguete al que se le salta
la cuerda. Durante un segundo pensó que
se había equivocado de fecha, que no era Navidad, sino Halloween...
Porque
allí, frente a él, desparramados sobre el suelo de cemento, había montones de
huesos humanos ennegrecidos por el fuego. Fragmentos de costillas, vértebras,
tibias reventadas a causa del calor, tarsos y metatarsos, clavículas,
calaveras... ¿Qué lugar era ése?,
pensó anonadado, mirando en derredor aquel recinto vació de mobiliario y
desnudo de adornos. Su radar de emociones vibraba como una sirena de incendios,
captando los ríos de dolor, los mares de desesperación, los océanos de angustia
que brotaban de los muros, del suelo, del techo, de todas partes. Era como si el
edificio rezumase maldad y horror.
Santa
Claus sentía el imperioso deseo –la asfixiante necesidad, más bien- de huir de
ese lugar maldito, de salir al exterior y respirar aire fresco, porque si se
quedaba ahí tan solo un minuto más temía volverse loco. Incluso dio un paso
atrás en dirección a la chimenea, pero un escalofrío recorriéndole la espalda
le detuvo en el último momento. Su radar interno de localización había guiado
su mirada hasta centrarla en una pequeña calavera ennegrecida que yacía en el
suelo, entre el resto de los huesos. Era todo lo que quedaba de Sofía.
Con
el vello erizado y los ojos muy abiertos, Santa Claus contempló desolado aquel
diminuto cráneo. No cabía duda: eran los restos de Sofía Kowalski, nacida en
1937 en Brzezinka, hija de Stanisław y de Miriam.
Los
ojos se le llenaron de lágrimas mientras contemplaba la calavera, incapaz de
apartar la mirada, como sumido en un trance. Hasta que los lejanos ladridos de
un perro le sacaron de su estupor. Entonces, Santa Claus metió la manos en su
mágico saco, extrajo del interior una delicada muñeca de porcelana y la dejó
cuidadosamente junto a lo poco que quedaba de Sofía Kowalski. La palidez del
rostro de la muñeca contrastaba dramáticamente con la calcinada negrura de la
calavera.
Santa
Claus se enjugó las lágrimas con la manga, entró en la chimenea y ascendió por
ella como un líquido impulsado por la capilaridad. Al salir al exterior, subió
al trineo, cerró los ojos y aspiró profundamente el frío aire nocturno. Incluso
los renos se dieron cuenta de que algo malo le sucedía a su amo, y se agitaron
nerviosos, pero sin atreverse a emitir el menor sonido.
De
pronto, Santa Claus abrió los ojos. ¿Qué
lugar era ése?, pensó, todavía tembloroso, por segunda vez. Miró hacia abajo
y advirtió que la casa de las chimeneas no era un edificio aislado, sino que
formaba parte de un complejo mucho más grande compuesto por varias
construcciones de piedra y decenas de grandes barracones de madera. Luego vio
los muros, las alambradas de espino, las garitas, los soldados, los perros.
Sus
ojos buscaron la entrada del recinto. Sobre el portalón, un rótulo metálico
mostraba una frase en alemán: Arbeit
macht frei. Y debajo: Auschwitz-Birkenau.
Santa
Claus perdió la mirada y recordó la calavera de la pequeña Sofía. Tuvo que parpadear varias veces para espantar
las lágrimas; en su rostro no quedaba nada de su bondadosa sonrisa, sino tan
solo una expresión de infinita tristeza. Tras un largo suspiro, cogió las
riendas y, sin pronunciar las habituales frases de ánimo a sus renos, las agitó
bruscamente para partir hacia su siguiente destino. Al alejarse no dijo, como
siempre solía hacer, “¡Ho, ho, ho!”.
No
volvió a decirlo durante toda la noche.