Embajada de buena
voluntad
By César MallorquíÉrase una vez una civilización extraterrestre situada a decenas de años luz de distancia. Dado que su idioma es absolutamente impronunciable, los llamaremos “ofiucos”, porque su estrella natal se encuentra más o menos hacia la constelación de Ofiuco, y no porque se parezcan lo más mínimo a las serpientes, ya que en realidad son bípedos de algo menos de un metro de altura con cierta apariencia de gnomos.
La cultura ofiuco era
muy antigua y muy sabia; dominaban el viaje estelar, controlaban la energía de
los soles, el espacio-tiempo era para ellos un juego de niños. Además, los
ofiucos eran extremadamente pacíficos y bondadosos; quizá porque su especie no
provenía de carnívoros ni omnívoros, sino de simpáticos frugívoros nacidos en
un planeta plagado de árboles frutales. Seres agradables; la clase de vecinos
galácticos que te gustaría tener.
A lo largo de su
expansión por el espacio, los ofiucos se habían encontrado con otras dos razas
alienígenas inteligentes, los taurianos y los geminianos, tan vegetarianas y
amables como ellos, pero mucho menos evolucionadas. Llegado el momento, los
ofiucos ayudaron a ambas culturas, aterrizando en sus planetas, contactando con
ellas y colmándolas de regalos tecnológicos que potenciaron exponencialmente su
calidad de vida. Y es que, por si todavía no ha quedado claro, los ofiucos eran
encantadores.
Aunque, para ser
fieles a la verdad, no fueron dos las especies alienígenas con que se toparon;
hubo una tercera, situada en una vulgar estrella de una desangelada esquina de
la galaxia: los terrestres. Pero es que la cultura de la Tierra era un inmenso
enigma.
Los ofiucos
descubrieron la civilización terrestre cuando captaron sus primeras emisiones
de televisión: la retransmisión de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Para
unos seres tan inteligentes, fue coser y cantar traducir los distintos idiomas
humanos, pero supuso un auténtico quebradero de cabeza entender lo que decían.
Los ofiucos poseían
dos características que les diferenciaban radicalmente de los humanos. En
primer lugar, no solo no practicaban ninguna forma de violencia, sino que
además eran incapaces de concebirla. Para ellos, la idea de agredir a un ser
vivo, y no digamos ya matarlo, era tan absurda como un triángulo de cuatro
lados.
De ahí el shock
cuando descubrieron que los humanos comían... ¡animales muertos! Los técnicos
que contemplaron por primera vez las imágenes de un banquete humano, aún tienen
pesadillas. Pero el pasmo y el horror fueron aún mayores cuando comprobaron que
los terrestres no solo mataban animales, sino que también se mataban entre sí,
tanto de forma individual como colectiva, mediante algo llamado “guerra”. Aquello
era inexplicable. ¿Cómo una especie carnívora podía haber evolucionado hacia la
inteligencia? Y, sobre todo, ¿cómo una especie tan desaforadamente violenta no
se había destruido a sí misma hacía mucho tiempo?
La segunda peculiaridad
ofiuca era su incapacidad para mentir o para desarrollar cualquier forma de
ficción. De nuevo, la mera idea de expresar voluntariamente algo distinto a la
realidad les resultaba inconcebible.
Por eso, partían de
la base de que todo lo que veían en la transmisiones terrestres de televisión,
desde los anuncios hasta las telecomedias, era fiel reflejo de la realidad, lo
cual les sumía en el desconcierto. Los dibujos animados, en particular, les
traían de cabeza.
En resumen: eran
incapaces de entender a los humanos.
Debido a ello, aunque
el momento adecuado para contactar con una especie alienígena era cuando dicha
especie desarrollaba el viaje espacial, el 21 de julio de 1969, tras la llegada
de los terrestres a su satélite, los ofiucos no hicieron nada, a la espera de
que un comité de expertos resolviese los enigmas que planteaban los humanos.
Finalmente, tras años
de debate, el comité llegó a una conclusión. Para ello, resultó fundamental el
análisis de dos productos audiovisuales: Star
Wars y Star Trek. Ambos mostraban
a los humanos viajando entre las estrellas, pero los ofiucos sabían que los
humanos aún no dominaban el vuelo estelar, de modo que aquello no podía ser
real. Ésa fue la Piedra Rosetta que les dio la clave para descifrar el misterio.
El comité de expertos
dictaminó que los terrestres habían desarrollado una extraña forma de arte
basada en la ficción, en la mentira. Una conclusión acertada, pero excesiva,
pues a partir de entonces, los ofiucos decidieron que todo lo que veían en las
imágenes de televisión era, o podía ser, falso, incluyendo los telediarios o
los documentales sobre la Segunda Guerra Mundial.
Despejado el
panorama, los ofiucos se pusieron manos a la obra para hacer lo que más les
gustaba hacer: ayudar a los demás. Iban a enviar un embajador de buena voluntad
a la Tierra, pero el asunto no era tan fácil. Había muchas cuestiones que
resolver.
En primer lugar, el
aspecto. Los ofiucos eran bajitos y verdes, pero no especialmente feos; no
obstante, sabían que su apariencia podía alarmar a los terrestres, así que
construyeron un robot de camuflaje con apariencia humana, dentro del cual
viajaría el embajador. Ahora bien, ¿qué clase de apariencia humana tendría el
robot? Tras largos debates, los ofiucos decidieron que el humano más apreciado
por sus congéneres era un anciano indistintamente llamado San Nicolás, Santa
Claus o Papá Noel. Esa elección tenía ventajas añadidas: por un lado, Santa
Claus se dedicaba a hacer regalos, algo que coincidía con la forma de ser de
los ofiucos; por otro, el embajador podría instalarse cómodamente en la enorme
tripa del robot.
En segundo lugar, el
punto de aterrizaje. Tras un riguroso análisis de las emisiones televisivas,
los expertos determinaron que la zona terrestre con mayor concentración de
poder era un lugar llamado Estados Unidos. En concreto, la ciudad de Nueva
York.
En tercer lugar, la
identificación del líder. ¿Ante quién debía presentarse el embajador para
entregarle los regalos, quién era el jefe supremo de los terrestres? La conclusión
de los expertos redujo las alternativas a tres nombres. El líder de los
terrestres podía ser, por orden de probabilidad: 1. Jesucristo, 2. Superman, 3.
Barak Obama. Y es que, reconozcámoslo, los ofiucos no acababan de pillarle el
punto a los terráqueos.
En cuarto lugar, el
momento del contacto. Aquello fue más sencillo; todos los expertos coincidieron
en que durante la época del año llamada Navidad era cuando los terrestres se
mostraban más conciliadores y pacíficos. Además, en esa época se conmemoraba el
nacimiento de su más probable líder, Jesucristo, algo que también estaba
relacionado de algún extraño modo con Santa Claus.
En quinto lugar, los
obsequios. Dos de ellos estaban claros; eran por así decirlo el kit básico
necesario para promover una cultura a un estado evolutivo más elevado: una
Placa Mnemónica y un Ultracubo. La Placa Mnemónica era un acumulador de datos
que contenía toda la avanzadísima ciencia y la no menos avanzada tecnología de
los ofiucos. En cuanto al Ultracubo, se trataba de una megabatería, de una pila
a lo bestia que contenía toda la energía de un sol. Los ofiucos escogían un
sistema solar deshabitado, exprimían todo el jugo energético de su estrella,
como si fuera una naranja cósmica, y lo almacenaban en el interior de un
Ultracubo.
De modo que esos eran
los grandes regalos de los ofiucos: sabiduría y energía limpia y segura para
cientos de miles de años. Pero los ofiucos, siempre tan detallistas, añadieron
un tercer obsequio, un detalle no demasiado práctico, pero agradable para quien
lo recibiese. Un gesto de buena voluntad, por así decirlo. Según habían
deducido de las emisiones de televisión, lo que más le gustaba a los terrestres
era el oro, así que el tercer regalo era un transmutador que convertía
cualquier material en oro puro.
En sexto y último
lugar, el embajador. Tras un riguroso proceso de selección, los ofiucos
escogieron a su mejor experto en relaciones alienígenas, un individuo al que,
ante la imposibilidad de traducir su verdadero nombre, llamaremos Quark, por el
sencillo motivo de que suena científico.
Una vez completados
todos los preparativos, cuando llegó el momento preciso, los ofiucos embarcaron
en un platillo volador a Quark, junto con el traje robot y los regalos, y lo
enviaron a la Tierra. Dieciocho día después, al anochecer del 24 de diciembre,
el platillo aterrizó tras una arboleda de Kane’s Park, al sur del Bronx. Nadie
presenció el acontecimiento, pues la nave espacial estaba insonorizada y
protegida bajo un manto de invisibilidad; además el lugar de aterrizaje fue
elegido por ser una de las zonas más solitarias y aisladas de Nueva York.
Nada más tomar
tierra, Quark se dispuso diligentemente a comenzar su misión. Se introdujo en
la panza del robot Santa Claus y se conectó a él mediante enlace neuronal. A
continuación, comprobó su funcionamiento estirando y encogiendo los brazos y
las piernas, como si hiciera gimnasia.
—¡Jo, jo, jo! –dijo
para asegurarse de que el sistema de fonación estaba en orden.
Todo marchaba como un
reloj. Quark, manejando el robot desde su interior, cogió los obsequios y los
introdujo en el saco de Santa Claus. Incluso a él le resultaba sorprendente que
unos objetos tan valiosos tuvieran un aspecto tan insignificante. La Placa
Mnemónica era una lámina rectangular de metal, de 8 centímetros de largo por
cuatro de ancho. El Ultracubo era un cubo de 21,5 centímetros de lado, con
protuberancias en cinco de sus caras y un montón de ruedecitas, palancas y
botones en la sexta. El Transmutador era un tubo de 14 centímetros de largo por
8 de diámetro, con un orificio de entrada en un extremo, otro de salida en el
lado contrario y un botón en el centro. En conjunto, sólo pesaban 19 kilos y
148 gramos, pero bastaban para elevar a una raza a las más altas cumbres de la civilización.
Quark abandonó el
platillo cargando con el saco y se detuvo en la explanada que había en el
centro del parque. El lugar estaba desierto. Tanto detrás de él como a su
izquierda y derecha estaba el mar, así que el único camino viable era seguir la
mal asfaltada carretera que, jalonada por postes telefónicos de madera, se
dirigía recta hacia el noroeste. El embajador echó a andar.
Había coches y
camiones aparcados a ambos lados del camino, y una sucesión de humildes casas
de una o dos plantas que se alzaban entre solares y descampados. El primer ser
humano con que se encontró fue un joven chicano que caminaba en dirección
contraria.
—¡Jo, jo, jo! ¡Feliz
Navidad! –le dijo Quark con una sonrisa-. ¿Podrías llevarme ante tu líder?
—Que te den por culo,
viejo de mierda –respondió el joven pasando de largo.
Como experto en el
tema, Quark sabía que los alienígenas no siempre se comportaban de forma
razonable, así que siguió andando impertérrito. Los siguientes humanos que se
cruzaron en su camino fueron dos negros que, ignorándole abiertamente, ni
siquiera se molestaron en insultarle. Con el cuarto tuvo algo más de suerte,
aunque no mucha. Era un viejo borracho que caminaba haciendo eses mientras
mascullaba algo incomprensible.
—¡Jo, jo, jo! –le
saludó Quark-. ¡Feliz Navidad!
El viejo se detuvo y
le miró fijamente, tambaleándose como un tentetieso.
—La Navidad es una
conspiración del gobierno –dijo con voz estropajosa-. Hay mensajes ocultos en
los villancicos..., para lavarnos el cerebro y... y extraernos los fluidos
vitales y quitarnos el dinero con impuestos...
Huelga decir que
Quark no entendió nada; y no porque aquel viejo fuese un alienígena, sino
porque lo que decía era sencillamente incomprensible.
—¿Podrías llevarme
ante tu líder, por favor? –dijo el embajador.
El viejo frunció el
ceño hasta adquirir la apariencia de una gárgola.
—¡¿Líder?! –exclamó-.
¡Los americanos somos libres, no tenemos líderes! –Le miró con una ceja
alzada-. No serás un comunista, ¿eh?... Vistes de rojo, eres un sucio comunista
y... y has venido a follarte a nuestras hijas y a nuestras hermanas... ¡Pero no
lo conseguirás! ¡Os vencimos en la Segunda Guerra Mundial, y en Vietnam y...
y... y en Irak...!
Tras escuchar durante
unos minutos la balbuceante e incomprensible confusión histórica del viejo,
Quark se dio la vuelta y siguió andando.
—¡No huyas, puerco
ruso! –le gritó el borracho-. ¡Os vamos a meter una bomba atómica por el culo!
Qué extraña manía
tenían los terrestres con el culo, pensó Quark. Al parecer, aquella misión iba
a ser más compleja de lo que en principio había supuesto.
Unos minutos más
tarde, cuando el sol ya se había ocultado tras el horizonte, el embajador se
topó con el ser humano más amable que había encontrado hasta el momento, una
encantadora anciana negra que caminaba por la acera cargando con una bolsa de
la compra.
—¡Jo, jo, jo! –la
saludó Quark-. ¡Feliz Navidad!
—Feliz Navidad para
ti también –respondió ella con una dulce sonrisa-. Qué estupendo disfraz
llevas; eres el mejor Santa Claus que he visto nunca.
—Gracias. ¿Tendrías
la amabilidad de llevarme ante tu líder?
—¿Mi líder? –La
anciana arqueó las cejas, confundida-. ¿Qué líder?
Bien, había llegado
el momento de poner a prueba las conjeturas de los sabios ofiucos.
—Jesucristo –respondió
Quark.
La sonrisa de la
anciana se volvió pura miel.
—Oh, qué tierno
–dijo-. Estás buscando al buen Jesús...
—Sí.
—Pues entonces, ya le
has encontrado, hermano.
Quark miró a un lado
y a otro.
—¿Dónde está?
–preguntó.
—En tu corazón.
¿Jesucristo estaba en
el interior de una víscera? Aquello, se mirase como se mirase, no tenía el
menor sentido.
—Me temo que debe de
haber algún problema semántico en nuestra comunicación –dijo Quark-. Quiero
entrevistarme con su líder, Jesucristo, en persona. ¿Dónde se encuentra?
—Jesús está en todas
partes.
—Comprendo. Pero,
¿ahora en concreto?
La anciana frunció
levemente el entrecejo. Sin duda, era un Santa Claus fabuloso, con esas
mejillas sonrosadas y esos cabellos de algodón, tan regordete y aterciopelado
que daban ganas de abrazarle, pero empezaba a parecer un poco cortito.
—Jesucristo está en
el cielo –respondió la anciana pacientemente-, sentado a la diestra de su
padre.
—En el cielo –repitió
Quark, cada vez más confuso-. ¿Podría indicarme en qué planeta exactamente?
—En ningún planeta,
por Dios. Hablo del paraíso de los justos.
Aquella charla estaba
tomando un rumbo manifiestamente oscuro, así que Quark decidió cambiar el
enfoque.
—Quizá no estoy
buscando a Jesucristo –dijo-. ¿Podrías llevarme ante la presencia de Superman?
La sonrisa de la
anciana se esfumó instantáneamente.
—Superman... –repitió
en tono sombrío.
—Sí. El hombre de acero.
Clark Kent. Kar-El. Llévame ante él, por favor.
La anciana alzó una
mano y blandió un reprobador dedo frente a la nariz de Santa Claus.
—Debería darte
vergüenza –le espetó-. Burlarte así de una pobre mujer.
—No me burlo. ¡Jo,
jo, jo! ¡Feliz Navidad! Sólo quiero entrevistarme con Superman.
— ¿Tú eres tonto o te
lo haces?
Al parecer, tampoco
era ése el camino correcto.
—¿Barak Obama?
–tanteó Quark-. ¿Es tu líder? ¿Te importaría llevarme ante su presencia?
—¿Pero tú de qué
manicomio te has escapado?
La anciana,
visiblemente enfadada, dio una patadita en el suelo y se alejó mascullando algo
por lo bajo.
Inasequible al
desaliento, Quark continuó caminando. Sus siguientes encuentros con humanos
fueron muy similares a los anteriores: la mayoría no le hizo el menor caso, y
los que se lo hacían no tardaban en desentenderse de él, por lo general insultándole.
Una pandilla de puertorriqueños estuvo a punto de darle una paliza, pero un
coche patrulla pasó por delante y los pandilleros escaparon a la carrera. Algo
después, una mujer se echó a gritar y le roció los ojos con un espray de
pimienta; afortunadamente, eran los ojos del robot, no los de Quark, pero aun
así fue una experiencia muy turbadora.
Un par de horas más
tarde, Quark comenzó a experimentar emociones muy similares a las humanas:
sobre todo, frustración y desánimo. Y quizá un poquito de irritación. Pese a
ello, y aunque era ya noche cerrada y las calles estaban desiertas, el
embajador no estaba dispuesto a darse por vencido, así que siguió caminando. Lo
que no sabía es que, sin darse cuenta, su errático deambular le estaba
conduciendo a Morris Heights, una de las zonas más peligrosas del sur del
Bronx.
De pronto, al doblar
una esquina, Quark se encontró en una calle mucho más animada. Había varios
locales abiertos, de cuyo interior brotaba música, y un buen número de humanos
paseando por la acera. En concreto, se fijó en cuatro hembras de piel oscura
que parecían ser especialmente sociables, pues entablaban breves conversaciones
con todos los machos que pasaban por su lado. Alentado por tan prometedora
actitud, Quark se aproximó a una de ellas, una hembra con el pelo teñido de
rubio que, pese al frío reinante, se cubría con una muy sucinta vestimenta.
—¡Jo, jo, jo! –la
saludó-. ¡Feliz Navidad!
—Hola, guapo –dijo la
mujer, cuyo nom de guerre era Daisy-.
¿Quieres pasar un buen rato?
—Sí, gracias
–respondió educadamente Quark-. ¿Podrías llevarme ante tu líder?
—Claro, cariño; yo te
llevo adónde quieras. Pero te va a costar cincuenta pavos.
¿Pavos?...
—¿Tengo que darte
cincuenta aves de corral? –preguntó Quark, extrañado.
—Vaya, qué graciosillo
nos ha salido el nene. Cincuenta dólares. Cien si quieres un completo, por
delante y por detrás, chupa-chupa y una cubana con las tetas. Te va a encantar,
créeme; soy una máquina de follar.
Al iniciar la misión,
Quark era consciente de que habría dificultades de comunicación con los
terrestres, pero ni en la peor de sus pesadillas hubiera imaginado que aquellos
alienígenas fueran tan incomprensibles. De lo que había dicho la hembra sólo
había entendido una palabra: “dólares”. Unidades de cambio.
—¿Quieres oro?
–preguntó.
—Oro, plata, pasta,
parné... –Daisy se encogió de hombros-. Cincuenta por media hora y cien por un
completo. Venga, anímate, cariño; lo pasarás bien.
—De acuerdo. Gracias.
Quark extrajo del
saco el transmutador, cogió un puñado de tierra, lo vertió en el orificio de
entrada, apretó el botón y, al cabo de unos segundos, una esfera de oro del
tamaño de una canica salió por el otro extremo.
—¿Es suficiente?
–preguntó, entregándosela a la hembra.
Daisy contempló con
desconcierto la esfera dorada que sostenía entre los dedos.
—¿Pero qué coño es
esto? –murmuró.
—Oro –respondió
Quark-. Lo que me has pedido para llevarme ante tu líder. ¿Es suficiente?
Daisy estuvo a punto
de mandarle a tomar por culo..., pero lo cierto era que aquella bolita parecía
oro de verdad.
—Espera un momento,
guapo –dijo-. Ahora vuelvo.
Y echó a andar en
busca de su chulo.
Se llamaba Washington
Smith, pero todo el mundo le conocía como F-Dog. Tenía treinta y tantos años,
era negro, alto y delgado; vestía un abrigo largo de imitación de piel de
leopardo, se cubría con un sombrero blanco de alas anchas y calzaba botas de
vaquero. Era puro ritmo. Porque lo que más le gustaba del mundo a F-Dog era el
hip hop; de hecho, su apodo provenía de sus dos raperos favoritos, Icecube y
Snoop Dogg. Había mezclado los nombres a su manera y había obtenido “Frozen
Dog”, pero como nadie lo pillaba acabaron llamándole F-Dog. O sencillamente
Dog. Sea como fuere, F-Dog consideraba que una vida escrupulosamente dedicada a
la delincuencia era imprescindible para triunfar en el mundo del rap, así que
aceptaba de buen grado su labor como proxeneta, considerándola sólo un paso más
en el ascenso al estrellato. Ascenso que empezaba a demorarse demasiado, aunque
F-Dog lo atribuía, no a su evidente falta de talento, sino a carecer de los
contactos adecuados y a la mala suerte.
Cuando Daisy se
aproximó a él, F-Dog estaba apoyado en una esquina, fumando un cigarrillo
mientras vigilaba distraídamente el trabajo de sus chicas.
—Ese tío de ahí –le
dijo Daisy, tendiéndole la bolita-, el gordo vestido de Santa Claus, quiere
pagarme con esto. Dice que es oro.
F-Dog cogió la esfera
y la examinó con un escepticismo que, a los pocos segundos, se transformó en
desconcierto. Lamió la bolita, la mordió y llegó a la sorprendente conclusión
de que aquello, en efecto, era puro oro. Más o menos una onza, lo que al cambio
actual equivalía a unos... ¡1200 dólares!
—¿Te ha dado esto por
echar un polvo? –dijo, asombrado.
—Y pregunta si es
suficiente –asintió Daisy-. Es un tío muy raro, Dog. Ha cogido del saco una
especie de tubo, ha echado tierra por un lado y por el otro ha salido esa bola.
Yo creo que está pirado.
El proxeneta
reflexionó durante unos segundos. Un loco era una cosa, pensó, pero un loco con
oro era otra muy distinta.
—Vamos a hablar con
él –decidió.
Y se aproximaron a
Quark.
—Te gusta mi chica,
¿eh? –le dijo F-Dog.
—Es una hembra muy
agradable –respondió educadamente el embajador.
—Daisy es la bomba,
colega; lo mejor de lo mejor. Ni te imaginas lo que sabe hacer con la boca.
—Habla muy bien –asintió
Quark, temiendo que la conversación volviese a derivar hacia lo incomprensible.
—Sí, tiene don de
lenguas. –F-Dog le guiñó un ojo-. Me gusta tu oro, colega, pero no es bastante.
Daisy vale por lo menos el doble.
—De acuerdo.
Quark sacó el
transmutador, echó un puñado de tierra en un extremo, recogió la canica de oro
que salió por el otro y se la entregó al proxeneta.
—¿Es suficiente?
–preguntó.
F-Dog lamió y mordió
la bolita. Era tan de oro como la otra.
—¿Qué es eso, colega?
–preguntó a su vez, señalando el transmutador.
—Un transmutador
–respondió Quark-. Convierte cualquier material en oro. Es un regalo para
vuestro líder.
Como es natural,
F-Dog no se lo creyó; pero lo que sí creyó es que en el interior de aquel tubo
había más esferas de oro.
—Aguarda un momento,
colega.
F-Dog cogió a Daisy
del brazo y se alejó unos pasos.
—Llévatelo a tu
apartamento –le susurró al oído-. Le invitas a una copa y le das una dosis de
lo que tú y yo sabemos. Cuando se quede dormido, me llamas.
Dicho esto, el
proxeneta regresó junto a Quark y le dijo:
—De acuerdo, tío;
Daisy es toda tuya.
—¿Me llevará ante
vuestro líder?
—Te llevará adónde tú
quieras, colega. Y sin prisas, tómate todo el tiempo que te venga en gana. Y
pídele cualquier cosa, por sucia que sea; a Daisy le van las guarradas. Te
aconsejo que se la metas por el culo, eso te va a encantar.
Una vez más, Quark no
entendió absolutamente nada, salvo que la obsesión de los terrestres con el culo
empezaba a resultar patológica. Desconcertado, respondió con lo que ya era su
mantra sagrado:
—¡Jo, jo, jo! ¡Feliz
Navidad!
—Sí, eso, feliz
Navidad para ti también, colega. Hala, a darle gusto al pajarito.
Acto seguido, Daisy
cogió a Quark del brazo y, procurando que sus pechos se apretaran lo más
posible contra él, le condujo a su hogar, que se encontraba en un edificio de
apartamentos situado a la vuelta de la esquina. Era un diminuto estudio con
tres exiguas habitaciones: un salón-cocina, un dormitorio y un cuarto de baño.
—Ponte cómodo, cariño –le dijo Daisy-. Voy a servir unas
copas.
Quark contempló con
extrañeza los muebles baratos y los dibujos de Vargas con chicas desnudas
colgando de las paredes.
—¿Va a venir aquí tu
líder? –preguntó.
—Claro, cariño.
Vendrá quien tú quieras que venga.
Daisy sirvió dos
vasos de whisky e, interponiendo su cuerpo para que Quark no viera lo que
hacía, añadió a uno de ellos una generosa dosis de escopolamina.
—Toma, cariño –dijo,
tendiéndole la bebida drogada.
—No, gracias
–respondió Quark.
—Venga, te relajará.
—No tengo sed,
gracias.
Daisy puso cara de
desilusión.
—¿No vas a beber
conmigo?
El embajador titubeó.
—¿Es una norma
social, costumbre o hábito? –preguntó.
—Claro. Un caballero
no puede permitir que una chica beba sola.
—De acuerdo.
Quark cogió el vaso
que le ofrecía la mujer y se lo bebió de un trago. Aunque, claro, en realidad
no lo bebió él, sino el robot, y el whisky drogado no fue a parar a ningún
estómago, sino a una bolsa de residuos.
—Vaya, qué prisa
tienes –dijo Daisy, guiñándole un ojo con picardía-. Siéntate, cariño. Voy a
acicalarme un poco; enseguida vuelvo.
Contoneándose
provocativamente, la mujer se introdujo en el cuarto de baño. Acto seguido, se
sentó en la taza del váter y se dispuso a esperar a que la droga hiciera
efecto. Siete minutos más tarde, tiró de la cadena, abrió la puerta... y, para
su sorpresa, descubrió que el Santa Claus, en vez de haberse quedado dormido,
seguía de pie en medio del salón, con el saco a la espalda.
—¿Cuándo vendrá tu
líder? –preguntó Quark.
—Enseguida, cariño
–respondió Daisy, desconcertada-. Eh... ¿cómo te llamas?
—Santa Claus, San
Nicolás, Papá Noel.
—Vale, sin nombres.
–Le cogió de la mano y tiró de él hacia el dormitorio-. Venga, Santa, vamos a
divertirnos un poco.
En el dormitorio
había una cama, más dibujos de Vargas en las paredes y una lámpara con una
bombilla roja luciendo sobre una mesilla de Ikea. Nada más entrar, Daisy se
aproximó a la cama y se quitó lentamente el vestido hasta quedarse únicamente
con un diminuto tanga.
—Quítate la ropa,
cariño –dijo con voz insinuante.
—No, gracias.
—¿Prefieres hacerlo
vestido así? Te van los jueguecitos, ¿eh?
—No estoy seguro
–respondió Quark, contemplando con horror las curvas de la hembra. Los humanos
eran desagradables vestidos, pero desnudos resultaban repugnantes, así que
añadió-: ¿Tendrías la amabilidad de cubrirte las glándulas mamarias?
—¿Ahora eres tímido?
Daisy se aproximó a
él caminando como una gata y le puso una mano en la entrepierna.
Cuando los ingenieros
ofiucos diseñaron el robot Santa Claus, se esforzaron en que todas sus partes
visibles fueran idénticas a la anatomía humana,
pero en las zonas que estaban ocultas por la ropa sencillamente no pusieron
nada. Y eso fue lo que encontró Daisy cuando le tocó la entrepierna: nada.
—Eh... –musitó, dando
un paso atrás.
—¿Es esto una norma
social, costumbre o hábito? –preguntó el embajador.
—Pero si no tienes...
–Daisy sacudió la cabeza, alucinada-. ¿Cómo coño querías follar?
De pronto, Quark lo
comprendió.
—¿Se supone que
debemos copular? –preguntó.
—¿Copular?... Sí,
coño, a eso has venido, ¿no?, a echar un polvo.
—No. He venido a
encontrarme con tu líder.
—Pero de qué líder
hablas, no te entiendo...
—Tu líder. El jefe,
la autoridad, el caudillo, el preboste, el amo, el cacique, el pez gordo, el
emperador, el zar, el rey, el césar, el faraón, el bajá de tres colas, el
arconte, el mikado, el sátrapa, el sultán, el mandamás, el tirano, el paladín,
el supremo, el kan, el presidente...
—¿Obama? –le
interrumpió Daisy.
—Sí, Barak Obama
–asintió Quark, sintiendo que por fin un rayo de luz perforaba las tinieblas-.
¿Es tu líder?
—Es el presidente de
Estados Unidos...
—¿Podrías llevarme
ante su presencia?
—¿Quieres que te
lleve a ver a Barak Obama?
—Sí. Gracias.
Daisy sacudió la
cabeza. Aquel tipo estaba aún más loco de lo que parecía.
—Pero hombre, si el
presidente no vive en Nueva York.
—¿No? ¿Dónde vive?
—En Washington, en la
Casa Blanca.
Quark reflexionó durante
unos segundos. Así que se había equivocado de ciudad... Bueno, eso tenía fácil
solución.
—Gracias amable
señora –dijo, echando a andar hacia la salida-. Ahora tengo que ir a
Washington. Adiós.
—Espera, no te
vayas... –intentó contenerle Daisy.
—¡Jo, jo, jo! ¡Feliz
Navidad! –repuso Quark.
Y abandonó el
apartamento.
Daisy, por su parte,
cogió a toda prisa el móvil y telefoneó a su proxeneta.
—Se ha ido, Dog
–dijo-. Le he dado escopolamina para dormir a un caballo, pero el tío ni se ha
enterado.
—Joder, ¿y por qué no
le has entretenido? –replicó F-Dog.
—Porque está capado,
coño, es un eunuco. ¿Cómo quieres que le entretenga, jugando al ajedrez?
—¿Un eunuco...?
—Y está como una
cabra. Quiere ver a Barak Obama y ha dicho que se va a Washington.
En ese preciso
instante, F-Dog vio que Quark cruzaba la calle, recorriendo a la inversa el
camino por el que había llegado.
—Vale, nena; luego
hablamos.
F-Dog guardó el móvil
y echó a correr en pos del Santa Claus. Le alcanzó un par de manzanas más
adelante.
—Eh, colega, espera
–le dijo, acercándose a él.
Quark se detuvo.
—¡Jo, jo, jo! ¡Feliz
Navidad! –le saludó.
—Sí, sí, felices
fiestas y todo eso. Oye, colega, ¿qué pasa? ¿No te ha gustado Daisy? Porque
tengo otras chicas que te volverán loco.
—Daisy me ha ayudado
mucho. Gracias.
—Ya, pero no puedes
irte así. Somos amigos, ¿no? Oye, ¿dónde está eso que hace oro? ¿Cómo lo
llamabas?
—Transmutador.
—Sí, eso. ¿Dónde lo
tienes?
—En el saco.
—¿Y qué más llevas
ahí?
—Una Placa Mnemónica
y un Ultracubo. Son regalos para tu líder.
—Pero mi líder está
muy lejos. ¿Por qué no me los das a mí?
—Porque tú no eres
Barak Obama.
F-Dog miró a su
alrededor; la oscuridad era casi completa en aquella mal iluminada y solitaria zona
del Bronx.
—Ya, es cierto, no
soy Obama –dijo-. Pero tengo esto.
Sacó algo del
bolsillo y el brillo de la hoja de un estilete destelló en la oscuridad. Quark
miró el cuchillo, miró a F-Dog y dijo:
—¡Jo, jo, jo! ¡Feliz
Navidad!
—¡Cállate hijo de
puta!
F-Dog nunca había
matado a nadie, pero a fin de cuentas el asesinato era un paso lógico más en su
camino a la cima del hip hop, así que se abalanzó sobre Quark y le propinó
cuatro navajazos en el estómago.
Pero sucedieron
varias cosas decididamente extrañas. En primer lugar, la hoja del estilete
penetró fácilmente en la pseudocarne, pero chocó a los pocos centímetros contra
la coraza del robot. En segundo lugar, las heridas no sangraron. Por último,
aquel loco vestido de Santa Claus se quedó completamente inmóvil, sin dar el
más leve respingo ni exhalar siquiera un gemidito.
—No soy comestible
–dijo Quark.
—Será cabrón...
F-Dog habría
preferido no hacer ruido, pero no le quedaba más remedio, de modo que sacó del
bolsillo interior del abrigo una automática Glock de nueve milímetros y le
descerrajó dos tiros en la cabeza.
Las balas rebotaron
inofensivamente contra la coraza del robot.
—¿Es esto una norma
social, costumbre o hábito? –preguntó Quark
F-Dog se lo quedó
mirando boquiabierto. Durante un instante, se le pasó por la cabeza que aquel
tipo quizá fuese el auténtico Santa Claus. Pero no, sólo era el bicho más raro
que había visto en su vida. Aunque no parecía tener muchas luces...
—De acuerdo, colega,
perdona –dijo, guardando la pistola-. Te había tomado por un terrorista, pero
ya veo que eres legal. Escucha, yo soy miembro del servicio de seguridad del
presidente.
—¿Conoces a Barak
Obama?
—Claro, tío. ¿No ves
que los dos somos negros? Aquí todos los negros nos conocemos.
Eso sonaba lógico.
—¿Podrías llevarme
ante él? –preguntó Quark.
—Sí, por supuesto.
Pero hay un problema: las normas.
—¿Qué normas?
—Las de seguridad,
colega. Es por esos regalos que llevas en el saco; alguno de ellos podría ser
una bomba. No es que yo lo crea, ¿eh?, porque somos amigos y sé que eres un tío
cojonudo, pero mis jefes andan con la mosca detrás de la oreja y no se fían de
nadie. Es por los comunistas y por esos árabes locos que estrellan aviones
contra los rascacielos, ya sabes. El caso es que no se le puede dar nada al
presidente sin revisarlo antes.
—¿Qué debo hacer?
–preguntó Quark.
—Te voy a ayudar,
colega. Como he dicho, soy miembro del servicio secreto del presidente, y
resulta que mi cuartel general secreto está aquí cerca. Allí pueden
inspeccionar los regalos.
—Vale. Llévame, por
favor. Gracias.
F-Dog sacudió la
cabeza con fingida pesadumbre.
—Lo siento, colega,
pero tú no puedes ir.
—¿Por qué?
—Porque es un cuartel
general secreto y si fueras dejaría de ser secreto.
Eso también sonaba
lógico.
—¿Qué hago entonces?
—Ya te he dicho que
te iba a ayudar. Somos amigos, ¿no? Mira, tú me das el saco a mí, yo lo llevo
al cuartel general, lo escaneamos y, cuando comprobemos que no hay nada raro,
vuelvo a buscarte con los regalos y nos vamos los dos a Washington a ver el
presidente. ¿Qué te parece?
Quark reflexionó
durante unos segundos.
—De acuerdo –dijo,
entregándole el saco-. Gracias.
—No hay por qué
darlas, colega –repuso F-Dog mientras se alejaba-. Tardaré diez minutos en
volver, quince como mucho. Tú no te muevas de aquí.
Y desapareció en la
oscuridad de la noche.
Tres horas y media
más tarde, Quark llegó a la conclusión de que algo no marchaba bien. Quizá
aquel humano había sufrido un accidente, o puede que practicase esa extraña
costumbre terrestre de expresar cosas distintas a la realidad. En cualquiera de
ambos casos, parecía muy improbable que pudiera recuperar los obsequios. Su
misión había fracasado.
El embajador se dio
la vuelta y echó a andar de regreso a Kane’s Park. Llegó allí bien entrada la
madrugada, subió al platillo, salió del robot, se sentó a los mandos y despegó.
Nadie fue testigo de aquello, pues la zona estaba desierta y la nave espacial,
como señalamos al principio de esta historia, era invisible.
Una hora más tarde,
cuando el platillo volador dejaba atrás las estribaciones del Sistema Solar,
Quark tuvo que reconocerse a sí mismo que estaba un poco preocupado. No por el
fracaso de su embajada –ya habría otras-, ni por la pérdida de la Placa
Menmónica y el Transmutador –ambos objetos podían duplicarse con facilidad-; lo
que le inquietaba era el Ultracubo. A fin de cuentas, contenía la energía de
una estrella y si alguien lo abría...
Pero, ¿quién iba a
ser tan idiota para abrir un Ultracubo? Hacía falta estar muy loco para girar
un cuarto a la izquierda la rueda del transfundidor, bajar la palanquita del
generador de fluzo, desplazar arriba el mando del dimensionador, ignorar la luz
violeta de peligro y pulsar sucesivamente el primer botón del energómetro, el
tercero del flasher, el segundo del tripster y el quinto del rotor de
fotoalimentación. Sólo así podía abrirse un Ultracubo, y nadie en su sano
juicio haría tal cosa.
Muy lejos de allí, a 7.529
millones de kilómetros de distancia, en su agradable apartamento del Bronx,
F-Dog estaba sentado en el salón, con un cubo lleno de esferas de oro a sus
pies. Porque, por increíble que pareciese, aquel gordo loco había dicho la
verdad: ese chisme, el transmutador, convertía cualquier cosa en oro. Así que
F-Dog había pasado las últimas horas introduciendo en el aparato todo lo que
tenía en su casa, desde la tierra de las macetas hasta macarrones, azúcar,
lentejas o cereales, y ahora tenía casi ocho kilos de oro puro.
¡Era rico y lo iba a
ser aún más! Por fin podría comprar los contactos necesarios para triunfar en
el mundo del espectáculo, tendría un Ferrari, y una mansión en Berverly Hills,
y follaría con actrices de Hollywood. Esa iba a ser la mejor Navidad de su
vida.
Pero, por desgracia,
ya no tenía a mano nada que pudiese meter por el orificio de entrada del
transmutador (no se le ocurrió probar con agua, que también servía), así que lo
dejó a un lado y examinó los otros dos objetos que había en el saco. La Placa
Mnemónica le pareció sólo un trozo de metal y lo tiró a la basura (adiós a la
más elevada ciencia y la más avanzada tecnología), pero el Ultracubo, sin
embargo, le llamó la atención. Era pesado, y las cosas pesadas
suelen ser valiosas, pero además estaba lleno de mandos con los que se podía
jugar. Así que estuvo más de media hora manipulando aquel cacharro al buen tun
tun sin que sucediera absolutamente nada.
Cansado de ese juego,
F-Dog probó por última vez. Giró un cuarto a la izquierda una ruedecita, bajó
una palanca y desplazó un mando hacia arriba. De pronto, una luz violeta se
encendió.
Vaya, pensó F-Dog;
por fin pasaba algo. Alentado por aquella novedad, se fijó en que había cuatro
filas verticales con nueve botones cada una. Pulsándolos al azar, oprimió el
primer botón de la primera fila, el tercero de la segunda, el segundo de la
tercera y... y el quinto de la cuarta.
Lejos de allí, en los
confines del Sistema Solar, las alarmas del platillo volador comenzaron a sonar
cuando la nave fue alcanzada por el brutal destello energético. Rápidamente,
Quark conectó el telescopio y enfocó con él la Tierra, pero ya no había Tierra.
En su lugar, una pequeña estrella brillaba con un intensísimo fulgor
paulatinamente decreciente.
—Vaya... –musitó
Quark.
Unos minutos después,
cuando el resplandor se extinguió, de la Tierra y su satélite sólo quedaban
cenizas.
Pensativo, Quark
desconectó el telescopio y perdió la mirada. Iba a tener que dar muchas
explicaciones cuando volviese con los suyos...
Hizo un gesto que era
el equivalente alienígena de un encogimiento de hombros. En cualquier caso, y
aunque no fuese un pensamiento muy apropiado para un ofiuco, tras las horas que
había pasado con los humanos, Quark no albergaba la menor duda de que la
desaparición del planeta Tierra y de la especie que lo habitaba tampoco suponían una gran pérdida.