DULCE MUERTE
By César
Mallorquí.
La
mañana del día de su muerte, la mañana de la Nochebuena, Andrés salió a dar un paseo,
como acostumbraba hacer.
Todo el mundo pensaba que Andrés
Sousa era un hombre triste. Y lo era; su corazón estaba lleno de melancolía y
abatimiento. También era un hombre solitario, reservado y callado, de modo que
solo unos pocos conocían las causas de su tristeza.
Tenía
setenta y dos años de edad y durante casi tres décadas había trabajado como
aparejador en una constructora, hasta que la empresa realizó un ajuste de
personal y le invitaron a jubilarse anticipadamente. Viudo desde hacía mucho,
apenas contaba con amigos. En el pasado los tuvo y, cuando sobrevino la
tragedia, muchos intentaron ayudarlo, aunque solo fuera acompañándolo en su
dolor. Pero Andrés no buscaba compañía, la rehuía poniendo excusas, así que con
el tiempo los amigos dejaron de llamar, hasta que solo le quedó Matías, su fiel
amigo de la infancia.
La
desgracia que truncó su vida había ocurrido hacía veintiséis años, cuando el
automóvil que conducía Isabel, su mujer, con su hijo Quique como pasajero, se
salió de la carretera al reventarse un neumático y se estrelló contra un árbol.
Ambos murieron en el acto. Isabel tenía cuarenta y dos años, y Quique once. Ese
día, la vida de Andrés se desmoronó; lo había perdido todo y solo quedaba el
dolor.
Un
dolor que comenzaba cada mañana, cuando abría los ojos y, tras unos instantes
de aturdimiento, recordaba que ellos, su mujer y su hijo, ya no estaban; un
dolor que se extendía a lo largo del día convertido en un peso, el de su
ausencia, que le robaba el aliento; un dolor sordo y tenaz que jamás le
abandonaba.
Pero,
aunque el dolor siempre estaba ahí, en determinadas fechas se incrementaba
hasta estrujarle el corazón y anegarle los ojos de lágrimas; su aniversario de
bodas, los cumpleaños de Isabel y de Quique, y sobre todo la Navidad, una época
en que la felicidad ajena le hacía más consciente de su propia infelicidad, una
época llena de recuerdos dulces que la fatalidad había vuelto amargos. Pero
sobre todo porque fue durante las fiestas navideñas, el 29 de diciembre de 1999,
cuando se produjo el fatal accidente.
Esa
mañana al mediodía, la mañana de la Nochebuena, la última mañana de su vida,
Andrés se despidió de Patricia, su asistenta, deseándole una feliz Navidad.
Ella le dijo que estaba preparando croquetas y bacalao para la cena, y crema de
espárragos y pastel de carne para la comida de Navidad.
—Solo
tendrá que calentarlos en el microondas, señor –concluyó-. Y cómaselos, por
favor. Disfrute un poco de estas fiestas.
—Muchas
gracias, Patricia –respondió él-. Pero váyase pronto a casa, que su familia la
espera.
—Lo
haré en cuanto acabe, señor. Feliz Navidad.
—Feliz
Navidad, Patricia.
Andrés
salió de la casa y se detuvo un momento en la acera. La mañana era soleada pero
fría, así que se abotonó el abrigo y echó a andar sin rumbo fijo. Siempre había
vivido en el barrio; primero en casa de sus padres y luego, situado a cuatro
manzanas de distancia, en su actual domicilio, el piso que había comprado con
Isabel. Por ello, las distintas calles del barrio le evocaban recuerdos de
diferentes épocas; unas las de su infancia y primera juventud, y otras las de
la familia que él había creado con Isabel. Y cada recuerdo feliz era como una
aguja que se le clavaba en el corazón.
Recorrió
las calles engalanadas con guirnaldas de luces de colores, ahora dormidas a la
espera de la noche. Paseó por delante del mercado y contempló el ir y venir de
la gente atareada con las últimas compras. Se tomó un café en el bar que tanto
había frecuentado en su juventud. Contempló un partido de petanca en la plaza,
y lamentó no haberse aficionado nunca a ese juego. Finalmente, se encaminó a un
jardín cercano a su casa y tomó asiento en un banco situado frente a un parque
infantil. Ahí solía llevar a Quique.
En
el parque solo había una madre con dos hijos. Uno de ellos, el mayor, tenía la
edad de Quique, aunque no se parecía. Pero le recordaba a él. Andrés cerró los
ojos y evocó a su hijo cuando era muy pequeño, y recordó los besos que le daba,
besos de ventosa llenos de babas, y recordó su risa, y recordó su cuerpecito
descansando sobre el suyo. Y las lágrimas se desbordaron en sus ojos, como una
inundación de pena y dolor.
Avergonzado,
Andrés ocultó el vidrio de su mirada con una mano y, cuando consiguió dejar de
llorar, enjugó las lágrimas con un pañuelo de papel y mucha discreción, aunque
la mujer y los niños ya se había ido y no quedaba nadie más en el parque.
Regresó a su casa caminando lentamente. Patricia ya no estaba, pero le había
dejado una nota informándole de que en el horno estaba la comida, vainas
rehogadas y tortilla de queso, y en la nevera los menús de Nochebuena y Navidad.
Luego, con su mala caligrafía, le deseaba felices fiestas, y añadía: “Le he
comprado un poco de turrón. Está en la alacena. Procure disfrutar de la Navidad,
señor. Que Dios le bendiga”.
Una
sonrisa se insinuó en los labios de Andrés. Le estaba muy agradecido a
Patricia, una emigrante colombiana con el corazón de oro que le hacía la
existencia más soportable. A veces pensaba que si seguía vivo era gracias a
ella.
Comió
sentado a la mesa de la cocina, sin molestarse en calentar la comida. Luego,
fue al salón, se acomodó en el sofá y comenzó a leer el periódico. Frente a él,
detrás de un sillón, se alzaba el árbol de Navidad que cada año instalaba
Patricia para intentar animar a su patrón. A los diez minutos se quedó dormido.
Tres cuartos de hora más tarde, algo lo despertó; no un ruido, ni una luz, sino
la intuición de una presencia.
Abrió
los ojos; primero un poco, luego mucho, porque frente a él, sentada en un
sillón, una anciana le miraba sonriente. Andrés se sorprendió, pero no se
asustó, porque la mujer aparentaba unos ochenta años e irradiaba dulzura y
bondad. También irradiaba luz, una especie de resplandor lechoso, lo que
resultaba muy desconcertante.
—¿Cómo
ha entrado aquí? –preguntó Andrés.
—Siempre
he estado aquí, cariño –respondió ella con una voz que era miel transformada en
sonido.
Por
algún motivo, Andrés la creyó. Tras unos segundos de perplejo silencio,
preguntó:
—¿Quién
es usted?
La
dulce sonrisa de la anciana se amplió.
—Soy
la Muerte, querido –respondió-. Tu muerte.
De
nuevo, Andrés la creyó. Quizá porque las ancianas normales no brillan; aunque
también porque quería creerla.
—Pensaba
que tendría usted otra apariencia –comentó tras una larga pausa.
La
risa de la anciana tintineó como una campanilla. En el suelo, a su lado, había
un bolso; tendió una mano y sacó de su interior un muñeco que representaba a un
pequeño esqueleto con una guadaña.
—Esperabas
algo así, ¿verdad? –dijo con una gran sonrisa-. Pero esto solo es un juguete,
un tópico. Lo cierto es que cada persona tiene una muerte distinta, acorde con
sus circunstancias. Está la Muerte Agónica, que tiene aspecto de plañidera. O
la Muerte Suicida, que tiene la misma apariencia de quien va a matarse. O la
Muerte Súbita, que es tan rápida que siempre parece desenfocada. Por cierto, es
la que tuvieron tu mujer y tu hijo, una Muerte caritativa, sin duda. Y también
tenemos la Muerte de Miedo, a la que, créeme, no te gustaría conocer. –Suspiró
beatíficamente-. Tú has tenido suerte, hijo mío, porque yo soy Muerte Dulce.
Andrés
asintió, pensativo.
—Entonces
–dijo-, ¿estoy muerto?
—Oh
no, querido, aún no. Morirás a las cuatro y doce minutos de la madrugada,
mientras duermes.
—Pero...
me encuentro bien, no estoy enfermo.
La
anciana asintió con un pausado cabeceo.
—Estás
sano como una manzana, querido. Salvo por un pequeño detalle: Tu arteria basilar,
que se encuentra en el cerebro, tiene un pequeño abultamiento. Esta noche se
romperá, provocando una hemorragia subaracnoidea masiva asociada a parada
cardiorrespiratoria refleja y a daño catastrófico del tronco encefálico. Eso
suena muy mal, pero en realidad significa que morirás en el acto, sin darte
cuenta ni sufrir el menor dolor. Por eso me llamo Muerte Dulce.
Andrés
dejó escapar un suspiro y esbozó una sonrisa tan triste como él.
—Hace
años que la esperaba –murmuró-. Lo único que lamento es que haya tardado tanto
en llegar. Anhelaba la muerte, cualquier muerte, menos el suicidio; para eso ni
tuve ni tengo el valor necesario.
Muerte
le devolvió la sonrisa, en su caso radiante, y negó con el índice de la mano
derecha.
—No,
querido, cualquier muerte no. Disculpa la falta de humildad, pero soy la mejor
muerte que pudieras desear. Y ya, ya sé que me aguardabas desde hace veintiséis
años, porque soy lo único que puede aliviar tu dolor. –Hizo un gesto, mostrando
las palmas de las manos-. Pues ya estoy aquí.
Andrés
se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las piernas.
—¿Puedo
hacerle una pregunta? –dijo.
—Claro,
hijo mío.
—¿Qué
hay más allá de usted? ¿Qué hay después de morir?
El
rostro de la anciana se ensombreció.
—Oh,
cariño, cuánto lo siento –musitó-. No hay nada. La muerte es el fin, no hay un
después.
Andrés
cerró los ojos y exhaló una bocanada de aire. No era creyente, pero una ínfima
fracción de su intelecto albergaba la esperanza de que existiera un más allá
donde poder encontrarse de nuevo con sus seres queridos.
—Pero
existe la posibilidad de algo parecido –prosiguió ella, leyéndole la mente-.
Dime, querido, ¿crees que todas las Muertes se aparecen al futuro difunto horas
antes del deceso?
Andrés
se encogió de hombros.
—No
lo sé –respondió-. Es la primera vez que me muero.
—Pues
no, querido, no es algo habitual. De hecho, es muy infrecuente. Hace falta un
motivo muy poderoso para que eso suceda. –Hizo una pausa-. En tu caso, hijo
mío, tengo dos –prosiguió-: En primer lugar, que vas a morir en Navidad, una
fecha en la que nosotras, las Muertes, deberíamos tomarnos unas vacaciones.
–Suspiró-. Pero desgraciadamente no es así. En segundo lugar... Verás, hijo
mío, he estado a tu lado desde que naciste, siempre presente, aunque invisible.
Te conozco mejor que tú mismo y sé el desastre que supuso para ti el
fallecimiento de tu mujer y de tu hijo. Otros hombres logran superar esa clase
de pérdidas y rehacen sus vidas. Pero tú no; los amabas de tal manera, que sin
ellos la existencia carecía de sentido. Y has sufrido tanto, mi cielo, ha sido
tanto tu dolor y tu tristeza, y desde hace tanto tiempo... Mereces algo de
alivio, una mínima satisfacción. Y por eso me he hecho presente ante ti, porque
quiero hacerte un regalo: Un sueño.
—¿Un
sueño?
Muerte
asintió.
—Un
sueño, pero muy especial. Presta atención, querido: Debes intentar recordar el
momento más feliz de tu vida. Luego, cuando duermas, soñarás con ese momento.
Pero será un sueño del todo realista, será como volver a vivir aquel momento. Y
a continuación...
—Moriré.
—Así
es, cariño; pero en tu sueño no sabrás que vas a morir. Nada velará tu
felicidad.
Una
débil sonrisa se asomó a los labios de Andrés.
—Es
un bonito regalo –dijo-. Gracias.
—De
nada. –La anciana entrecruzó los dedos de las manos y las depositó en el
regazo-. Voy a explicarte cómo va a ser: Al principio, en tu sueño, verás ese
momento feliz desde fuera y desde el punto de vista de tu yo actual. Será lo
que llaman un “sueño lúcido”. Luego, poco a poco, te convertirás en tu yo de
aquel entonces y volverás a sentir esa felicidad como si la vivieras de nuevo.
–Hizo una pausa y alzó el índice de la mano izquierda, dando a entender que lo
que iba a decir era importante-. Hay algo más, querido: Si eliges bien, si el
recuerdo que has escogido es realmente el más feliz de tu vida, entonces quizá
suceda algo maravilloso.
—¿El
qué?
—No
importa. Puede que ocurra y puede que no, todo depende de si elijes bien o te
equivocas. Y es fácil equivocarse, porque muchas veces somos felices y no nos
damos cuenta. Ahora, una última cuestión: 29 de diciembre de 1999. ¿Recuerdas
esa fecha?
El
rostro de Andrés se ensombreció.
—Preferiría
no recordarla –dijo.
—El
día en que se produjo el fatal accidente –prosiguió Muerte-. 29 de diciembre de
1999, debes grabarte esa fecha en la mente. Deja a un lado lo que sucedió y
céntrate en el día, el mes y el año. Hazme un favor, cariño: Imagínate esa
fecha escrita con letras de fuego, hazlo con todas tus fuerzas. ¿Sí?
Andrés
ignoraba qué pretendía la anciana, pero obedeció; cerró los ojos e imaginó la
fecha maldita envuelta en llamas.
—Con
eso vale –dijo Muerte al cabo de un minuto-. Ahora debo despedirme de ti,
Andrés. Recuerda: Dejarás de verme, pero yo seguiré estando a tu lado. Feliz
Navidad, cariño.
Dicho
lo cual, se desvaneció, como el vaho del aliento en el cristal de una ventana.
Durante más de media hora, Andrés permaneció sentado en el sofá, pensativo.
Luego, consultó su reloj: eran las cinco y veinte de la tarde, le quedaban unas
once horas de vida; ¿en qué y cómo las iba a ocupar?
Sacó
el móvil de un bolsillo y pulsó el teléfono de Matías. Tras un par de llamadas,
la voz de su amigo sonó en el auricular:
—Qué
pasa, viejo jamelgo. ¿Has cambiado de idea y vienes a cenar con nosotros?
—Gracias,
pero no; ya tengo la cena preparada.
—Qué
cena ni qué hostias, si vas a estar solo como un perro. Venga, hombre, vente.
—¿Recuerdas
lo que pasó la vez que te hice caso? No podía parar de llorar y os amargué la
cena.
—¿Pero
qué dices, chaval? Por Nochebuena, siempre invitamos a cenar a alguien que esté
muy jodido, para alegrarnos María y yo por lo bien que estamos en comparación. Eres imprescindible. Anímate, hombre.
—Te
lo agradezco, de verdad, pero no insistas.
Matías
masculló algo por lo bajo y preguntó:
—Entonces,
¿para qué hostias me llamas, pedazo de cabezota?
—Para
desearte felices fiestas.
—Ah,
eso... Pues felices fiestas, amigote.
—También
quería disculparme –prosiguió Andrés-. Tú siempre has demostrado ser un buen
amigo, siempre has estado a mi lado, y yo... creo que te he desatendido.
—Eso
es verdad.
—Pero,
en fin, ya sabes por qué, aunque sé que no es una excusa. Solo quería decirte
que te quiero, tío.
Hubo
un silencio.
—Oye,
eso suena a despedida, chaval. No estarás pensando en hacer una gilipollez, ¿verdad?
—Si
no la he hecho hasta ahora, es que no la haré nunca, descuida. Debe de ser...
bueno, no sé, es Navidad y supongo que en estas fechas uno se pone más
blandito.
—Vale.
Yo también te quiero; pero no se lo digas a nadie, porque tengo una reputación
que mantener.
Otro
silencio.
—Felices
fiestas, Matías.
—Felices
fiestas, Andrés. Y si cambias de idea con lo de la cena y la comida, recuerda
que siempre hay un sitio para ti en casa.
Cortaron
la llamada. Andrés permaneció con el móvil en la mano, pensativo. Aquella había
sido la última conversación con su mejor amigo. De hecho, pensó, a partir de
aquel momento todo lo haría por última vez. Aquello le produjo una sensación
muy extraña, como de ajenidad, y también la necesidad de despedirse. Tenía que
decirle adiós al mundo; no a todo, pero sí al suyo.
Se
levantó y se puso el abrigo. Estaba anocheciendo cuando salió a la calle y
comenzó a recorrer los escenarios de su vida. Su viejo colegio, la iglesia
donde le bautizaron e hizo la primera comunión, la casa de sus padres, la casa
de Isabel, la clínica donde nació Quique... Un autobús le condujo a la
Universidad Politécnica, y allí deambuló por los alrededores de su escuela.
Y
mientras paseaba, mientras se despedía de su pasado, pensaba en lo que le había
dicho la anciana: ¿Cuál había sido el momento más feliz de su vida? ¿Cuando
hizo el amor por primera vez con Isabel? Sí, pero en ese recuerdo faltaba su
hijo. ¿Cuando nació Quique? No, no; Andrés era feliz, por supuesto, pero
también estaba preocupado porque algo pudiera ir mal. Desechó todos los
recuerdos de su infancia y primera juventud, porque excluían a Isabel y Quique,
y lo mismo hizo con todos los recuerdos anteriores al nacimiento de su hijo.
Sus últimos pensamientos antes de morir debían incluir a sus dos seres más
queridos, eso lo tenía claro.
Regresó
a casa en otro autobús, el último que recorría la línea esa noche. Por el
camino contemplaba las guirnaldas de luces de colores, ahora encendidas. De
pequeño le encantaban; para su sorpresa, descubrió que seguían gustándole. Y
mientras su vista paseaba por los Santa Claus luminosos, las estrellas de
Belén, los Reyes Magos, los árboles de Navidad, Andrés seguía buscando el
recuerdo más dichoso que los englobara a los tres. Y había muchos, pero ¿cuál
era el mejor?
Llegó
a casa pasadas las nueve y media de la noche. Calentó la cena en el microondas.
Sirvió las croquetas de jamón y el bacalao a la riojana en la mesa que había
dispuesto Patricia con el mantel de hilo, la cubertería de plata y la vajilla
de Rosenthal que heredó de sus padres. Antes de comenzar a cenar, Andrés
descorchó una botella de vino, encendió una vela roja y puso en el equipo de
música un disco de Cat Stevens, el cantante que más le gustaba a Isabel. Era su
última cena y había que cuidar los detalles.
Cuando
acabó, llevó los platos y los cubiertos a la cocina y los dejó en el fregadero.
Entonces recordó el turrón que le había comprado Patricia; cortó un poco y lo
comió de pie, en la cocina, pensativo. ¿Cuándo había sido más feliz?
Regresó
al salón, cogió un cuaderno y un bolígrafo, se sirvió una copa de vino y se
acomodó en el sofá, dispuesto a hacer una lista de sus momentos más dichosos. Y
eso hizo, hasta que a la una y veintitrés de la madrugada, sin darse cuenta ni
haber tomado decisión alguna, se quedó dormido.
Durante
algo menos de tres horas no sucedió nada. De pronto, comenzó a soñar: volaba
por encima de un territorio escarpado y, a causa de la lujuriosa vegetación,
intensamente verde. Andrés era consciente de todo; sabía que estaba soñando y
sabía que le quedaban escasos minutos de vida. Pero, ¿dónde y cuándo estaba?
A
lo lejos divisó el mar y la línea de costa. Voló vertiginosamente hacia allí.
Cuando estuvo más cerca distinguió una pequeña playa situada entre acantilados.
Conforme descendía hacia ella, vio tres personas en la arena: un hombre, una
mujer y un niño jugando con un cachorro de golden retriever. Al llegar al nivel
del suelo, Andrés comenzó a recordar.
El
hombre era él con treinta y nueve años; la mujer era Isabel con treinta y
cinco, y el niño Quique a los cuatro años. El cachorro se llamaba Yak y lo
habían comprado para Quique. Años más tarde, después del accidente, Andrés se
lo regaló a un amigo, porque su presencia le recordaba mucho la pérdida que
había sufrido.
¿Cuándo
tuvo lugar aquella escena...? En agosto de 1992, recordó, durante unas
vacaciones en Cantabria. Alguien les recomendó la playa del Silencio,
asegurándoles que era la más tranquila y bella del lugar. Y no se equivocaba:
El acceso resultaba tan complicado que, haciendo honor a su nombre, nunca había
nadie, y la playa era realmente maravillosa, un pequeño arenal encajado entre
altos acantilados frente a un mar turquesa salpicado de diminutos islotes.
Pero,
¿por qué estaba allí, por qué ese momento de su vida? No recordaba que aquel
día hubiera sucedido nada especial; de hecho, apenas recordaba ese día en
concreto; fue uno más entre los veinte de vacaciones que disfrutaron aquel año,
ni mejor ni peor. Andrés sintió una punzada de decepción; al final, no había
podido escoger el momento más feliz de su vida. Pero daba igual, decidió,
porque ahí estaban su mujer y su hijo. Dejó de pensar y contempló la escena. Su
yo de treinta y nueve años estaba sentado sobre una toalla de baño, mirando en
dirección a Isabel, que a su vez estaba sentada un metro más allá, dándole la
espalda y contemplando los juegos de Quique y el cachorro.
De
pronto, la consciencia del Andrés anciano se vio arrastrada hacia la
consciencia de su yo más joven, disolviéndose en ella, como un terrón de azúcar
en una taza de té, hasta desvanecerse por completo. Solo quedó el Andrés de
1992. Y algo más.
Andrés,
sentado en su toalla, contemplaba a su mujer, que se recortaba contra el cielo
de espaldas a él; en segundo término, Quique jugando con Yak; al fondo, el
inmenso mar. El sol irradiaba luz y calor, las gaviotas volaban sobre ellos, el
cachorro ladraba de vez en cuando, el niño reía. De repente, Andrés sintió que
aquello era perfecto, que todo estaba en armonía, que esa playa era la
eternidad, un arenal en la costa del infinito. Y se sintió feliz. No era una
felicidad exultante, como fuegos de artificio, sino serena, igual que el
crepitar del fuego en una chimenea. Era una felicidad envolvente, absoluta,
desbordante, y sin embargo apacible. Tendió una mano y rozó el hombro de
Isabel; ella volvió la cabeza, sonriente.
—Te
quiero –dijo Andrés.
—Y
yo a ti –respondió Isabel.
Luego,
ambos se inclinaron para unir sus labios. Al verlos besarse, Quique corrió
hacia ellos, se abalanzó sobre Andrés y le estampó un beso de ventosa lleno de
babas.
En
ese preciso momento, a las cuatro y doce de la madrugada, la arteria basilar se
rompió en el cerebro de Andrés, provocándole una muerte instantánea.
Acto
seguido, Andrés besó a Quique y comenzó a hacerle cosquillas. El niño rió y se
alejó corriendo. Con una sonrisa de felicidad, Andrés se tumbó en la toalla y
cerró los ojos; no pretendía dormirse, pero el rumor de las olas le acunaba. Y
tuvo un sueño.
¿Un
sueño dentro de otro sueño? Eso era nuevo, nunca ocurrió.
Andrés
soñó con una fecha envuelta en llamas y al instante se despertó, asustado,
profiriendo un gemido.
—¿Qué
te pasa? –le preguntó Isabel.
Todavía
sobresaltado, Andrés se incorporó para sentarse y miró a un lado y a otro, confundido.
—Una
pesadilla... –murmuró.
—¿Cómo
era?
—Pues...
Una fecha envuelta en llamas...
—¿Qué
fecha?
—Veintinueve
de diciembre de 1999.
—¿Y
qué más pasaba?
Andrés
se encogió de hombros.
—Nada
más –respondió-. Pero en el sueño tenía la sensación... no, la seguridad de que
ese día va iba a suceder algo horrible.
—¿Qué?
—No
lo sé, pero... nunca he sentido tanta angustia.
Isabel
le acarició en la mejilla.
—Solo
era un sueño –dijo.
Andrés
asintió, esbozó una sonrisa que le salió insegura y volvió a tumbarse sobre la
toalla. Cerró los ojos, pero no pudo volver a dormirse. Aquello no había sido
un mero sueño –pensó-. Era algo más.
En
otro tiempo y otro lugar, Muerte besó al cadáver de Andrés en la frente.
—Has
elegido bien, querido –susurró-. Feliz Navidad.
Epílogo. 29 de diciembre de 2005
Descendieron
por el sendero que conducía a la Playa del Silencio; delante iban Enrique y
Yak, detrás Isabel y Andrés, cogidos de la mano y con cuidado, porque el camino
era escabroso y estaba embarrado en muchos tramos. Cuando llegaron a la playa,
Enrique echó a correr por la arena, seguido por el perro y comenzaron a jugar;
igual que trece años antes, con la diferencia de que Enrique era ahora un
vigoroso adolescente de diecisiete años –que había exigido que dejaran de
llamarle Quique-, y Yak había entrado en la ancianidad canina, aunque todavía
se conservaba sano y vital. Andrés se detuvo y contempló la playa. Salvo porque
ahora el cielo era grisáceo y el mar plomizo, todo estaba igual que aquel
verano. Incluso la impresión de eternidad e infinito. Isabel, a su lado, le cogió
del brazo y dijo:
—Tu
playa.
Andrés
asintió con expresión ausente mientras contemplaba los juegos de Enrique y Yak.
Poco a poco, volvió a sentir la felicidad que había experimentado aquel día de
verano de hacía trece años, la misma armonía y calidez; aunque ahora era
invierno, hacía frío y él tenía cincuenta y dos años. La voz de Matías,
aproximándose, le sacó de la ensoñación.
—¡Me
cago en la leche! –decía mientras recorría el último tramo del sendero-. Casi
me mato por este puto camino de cabras. ¿No podíamos ir a sitios un poquito más
civilizados? ¿Qué hacéis ahí como pasmarotes?
—Contemplar
la playa –respondió Andrés-. Es preciosa, ¿verdad?
—Sí,
bonita que te cagas. Le echas un vistazo y te largas; pero vosotros lleváis
aquí casi media hora, coño.
—Es
que es la playa de Andrés –terció Isabel, sonriente-. Y hoy el aniversario de
algo que no ocurrió. ¿No conoces la historia?
—No.
—Pues
verás: Estuvimos de vacaciones en Cantabria en el 92 y un día vinimos a esta
playa. No había nadie y hacía un tiempo estupendo, todo genial. Andrés se quedó
dormido y, de repente, tuvo un sueño y una premonición. Soñó con una fecha en
llamas: el veintinueve de diciembre de 1999, y sintió que ese día iba a ocurrir
algo malo.
—¿El
qué?
—No
se sabe. El caso es que yo me olvidé del asunto, pero siete años después,
cuando llegó el día de la fecha, Andrés nos obligó a quedarnos en casa a Quique
y a mí. No nos dejó salir ni a por el pan.
—¿Os
secuestró?
—Exacto.
Me acuerdo de que habían invitado a Quique a una fiesta de cumpleaños. Era en
las afueras, así que yo iba a llevarlo en coche. Pero nada, Andrés se puso
hecho una furia y nos lo impidió.
Enrique,
que había regresado, comentó:
—A
mi viejo se le fue la olla. Me enfadé muchísimo con él.
—Y
todo por un presentimiento de mierda –dijo Matías. Luego, se encaró con Andrés
y añadió-: O sea, que nos has convencido de pasar el fin de año en Cantabria
¿porque querías visitar esta maldita playa?
—Entre
otros motivos –respondió Andrés, que había encajado con una sonrisa todos los
comentarios-. Cantabria es preciosa, se come de fábula y en el parador estamos
como reyes. Lo pasamos bien, ¿no?
Una
ráfaga de viento gélido siseó entre los farallones.
—Vale,
te perdono –dijo Matías-. Pero hace un frío de la hostia y María está en el
coche, esperándonos. No querrás
despertar la furia de mi mujer, ¿verdad? Es temible.
—Y
yo me muero de hambre –terció Enrique.
—Tú
siempre te mueres de hambre –bromeó Andrés.
—Porque
soy joven y necesito recargar energía, y no un viejo como tú.
—Vale,
tenéis razón; vámonos.
Comenzaron
a remontar el sendero. Al poco, Isabel le preguntó:
—No
habrás tenido otro presentimiento, ¿verdad?
—Eso
–dijo Matías-. ¿Has visto a la Virgen? ¿Oyes voces en la cabeza? Y si las oyes,
¿te piden que nos mates a todos?
Sin
perder la sonrisa, Andrés replicó:
—Podéis
cachondearos todo lo que queráis, pero yo sé que en esta playa ocurrió un
milagro. Y también sé que hace seis años, cuando os obligué a quedaros en casa,
nos salvé a todos de una terrible desgracia. ¿Qué o quién provocó ese milagro?
No lo sé, pero le estoy muy agradecido. Ahora podéis seguir metiéndoos conmigo,
porque me da igual: os voy a ignorar.
Caminando
a su lado, invisible para todos, Muerte sonrió.
F
I N


