12.24.2024

El retorno de la pequeña cerillera. Cuento de Navidad

 


El retorno de la pequeña cerillera

By César Mallorquí

 

 

            Ocurrió en Odense, Dinamarca, a finales de diciembre de 1845.

Comenzaba a nevar. ¡Qué frío hacía! Era la noche de San Silvestre, la última noche del año y mientras todas las familias se preparaban para sentarse a la mesa rodeados de ricos manjares, pasaba por la calle una pobre niña de apenas diez años, descalza y con la cabeza descubierta bajo aquel frío y en aquella oscuridad. Era la joven vendedora de cerillas. La pobre llevaba el día entero en la calle, sus huesecitos estaban ateridos de frío por culpa de la nieve y lo peor de todo es que no había conseguido ni una sola moneda.

—¡Cerillas, cerillas! –decía-. ¿No quiere una cajita de cerillas señora?

            Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; de modo que volvía a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello.

            Un hombre de mediana edad, grueso y bien vestido, cruzó la calle en dirección a una de las casas, haciendo repiquetear su bastón al apoyarlo contra el adoquinado. Era el banquero más rico de la ciudad.

            —¿Quiere cerillas, señor? –dijo la niña aproximándose a él.

            El hombre se detuvo y la evaluó con la mirada.

            —¿Cuántos años tienes?-preguntó.

            —Diez, señor.

            —Bien, bien... –murmuró el hombre, pensativo-. No quiero cerillas, pero podemos llegar a un acuerdo tú y yo. ¿Ves ese callejón? Nos metemos dentro y si me haces una buena mamada te daré unos chelines.

            La niña parpadeó, desconcertada.

            —¿Qué es una “mamada”, señor? –preguntó.

            —Vaya por Dios; aparte de pobre, tonta. Una mamada es que yo me saco la polla y tú me la chupas. ¿Qué me dices?

            La cerillera retrocedió un paso.

            —Pero eso está mal, señor –musitó.

            El hombre se encogió de hombros.

            —Pues depende –dijo-. Quizá mal para ti, aunque ganarías honradamente unos chelines, pero en lo que a mí respecta, una mamada siempre viene bien. Es la ley del mercado, niña; si quieres mi dinero tendrás que darme algo a cambio.

            —Mis cerillas...

            —No necesito para nada tus cerillas, idiota; tengo un chisquero de oro. Lo que me interesa es que me la chupes. ¿Aceptas?

            La niña negó con la cabeza.

            —No señor, está mal.

            —Pues no me hagas perder el tiempo.

            Dicho esto, el banquero se dio la vuelta y entró en su suntuosa morada. La pequeña cerillera se aproximó a la casa y a través de una de las ventanas vio cómo el banquero se reunía afectuosamente con su esposa y sus cinco hijos. Había un gran árbol de Navidad, y una mesa llena de manjares, y una chimenea donde ardían unos troncos.

            Una ráfaga de aire helado le azotó el rostro; los copos de nieve eran como agujas clavándose en su piel. Para protegerse del viento, la niña se internó en el callejón que se abría entre la casa del banquero y la de al lado. Se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo.

Encogió los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo. No se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre la pegaría y, además, en su casa hacía frío también y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.

La pequeña cerillera temblaba violentamente, tenía las manitas ateridas de frío. De pronto, se le ocurrió que un fósforo podría aliviarla. Si se atreviese a sacar uno solo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos... Casi sin darse cuenta de lo que hacía, cogió uno y lo encendió.

            ¡Cómo chispeaba y qué calor daba! Era una llama clara y cálida, una luz maravillosa. La resguardó con la mano; al hacerlo, imaginó que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tanto! La niña alargó los pies para calentárselos, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

            Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente, como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. De pronto, el pato saltó fuera de la fuente y, con un tenedor y un cuchillo clavados en la espalda, se dirigió hacia la atónita muchacha. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa pared.

            La pequeña sacudió la cabeza; el frío la estaba haciendo alucinar. Encendió otro fósforo y se quedó mirándolo, pensativa. Su problema era que se iba a quedar congelada, pero las cerillas no eran la solución; daban poco calor y se consumían rápido. Temblando, exhaló una bocanada de aire, que se volvió blanca nada más salir de la boca, y miró en derredor. Entonces los vio: unos listones de madera tirados en el suelo.

            Al consumirse, la cerilla le quemó los dedos. La muchacha dio un gritito y se incorporó. Partió en trozos los listones y los juntó formando una pira alrededor y encima de un periódico viejo arrugado; prendió el papel con una cerilla y, al poco, una fogata ardía frente a ella. La niña dejó escapar un suspiro de alivio; ese fuego sí que calentaba. Sin embargo, era consciente de que no era la solución definitiva al problema, sino un mero parche, pues había poca madera y en menos de una hora solo quedarían cenizas. Y después, de nuevo el frío y la muerte.

            Pensativa, contempló la casa del banquero. Estaba construida con piedra y ladrillo, pero el techo, los marcos de las ventanas y las puertas eran fina marquetería de madera. Entonces caviló sobre las palabras del banquero. La “Ley del Mercado”, había dicho. Pues bien, ¿acaso el Mercado no consistía en arriesgar un capital menor para obtener otro mayor? Adaptando esa premisa su actual situación, su capital inicial era la hoguera que acababa de encender, y el capital a obtener, la casa del banquero, que al arder sería una hoguera mucho más grande. Lo único que tenía que hacer era invertir.

            La cerillera cogió una de las teas que ardían en la fogata y la arrojó al techo de la casa; luego, puso otra tea en la puerta principal y otra en la salida trasera. A continuación, se situó frente al edificio y, temblando de frío, aguardó el resultado de su inversión. No tuvo que esperar mucho; la casa tenía suelos de parqué, las paredes estaban empapeladas, había numerosos tapices y cortinajes, y mobiliario de madera. Es decir, abundante material inflamable. Al cabo de unos minutos, la mansión del banquero ardía por los cuatro costados. En el interior sonaban gritos de espanto y desesperación.

            —–Es la ley del mercado -susurró la muchacha. Y añadió en voz bajita-: Te la va chupar tu puta madre.

            Era la primera vez en su vida que decía una palabra malsonante, pero por algún motivo –quizá la proximidad de la muerte por congelación-, algo había cambiado en su interior. Extendió los brazos y disfrutó del intenso calor que brotaba del incendio. De pronto, un estruendo de cristales rotos la sobresaltó; alguien envuelto en llamas había atravesado una de las ventanas y se retorcía en el suelo, achicharrándose. Era una niña de más o menos su edad, una de las hijas del banquero. Al poco, dejó de retorcerse y se quedó inmóvil.

            La pequeña cerillera se aproximó al chamuscado cadáver de la niña y lo contempló con curiosidad. Su vestido estaba medio carbonizado, pero los zapatos parecían intactos; la pequeña se los quitó y se los puso. ¡Qué gusto daba tener los pies calentitos!  En ese momento, los vecinos, alarmados por el fuego, comenzaron a salir de sus casas provistos de cubos y palanganas. Pero las cañerías de la fuente se habían congelado y no disponían de agua para combatir las llamas, de modo que no les quedó más que contemplar impotentes la deflagración.

            Media hora más tarde llegaron los bomberos a bordo de un coche bomba tirado por cuatro caballos. Uno de los operarios apartó a la niña de un empujón y, empuñando una manguera, comenzó a arrojar agua; pero no sobre la casa del banquero –ese incendio ya era inapagable-, sino sobre la casa de al lado para evitar que las llamas se propagaran.

Se había congregado mucha gente; demasiada para el gusto de la cerillera, así que se dio la vuelta y puso rumbo a la casa del alcalde. Aquella mañana se lo había encontrado frente al ayuntamiento y, al verla, el hombre torció el gesto y comentó: “A ver si se muere toda esta chusma que afea mi bonita ciudad”.

            La mansión del alcalde ardió como una hoguera de San Juan. Mientras contemplaba las llamas y escuchaba los aterrados gritos de los habitantes de la casa, la pequeña cerillera murmuró:

            —Es verdad, la chusma deber morir...

            Al poco, igual que había ocurrido en la casa del banquero, comenzó a congregarse gente frente al incendio. Un rato después, llegó otro coche de bomberos y la pequeña volvió a perder el interés. Ya no sentía frío; y no solo por el calor de los incendios, sino también porque una llama se había prendido en su interior, inundándole el cuerpo de una agradable calidez.                                                                                                                                                                                     

            Echó a andar sin tener claro a dónde se dirigía. Caminaba pensativa; sentía que había cambiado, pero aún no sabía en qué se había convertido y necesitaba descubrirlo. De pronto, en su errático deambular pasó por delante de una casa que le llamó la atención. Era no muy grande, de madera exquisitamente trabajada, con el tejado a dos aguas y un cuidado jardín rodeándola. Era una casita de cuento de hadas. En la entrada había un buzón con un nombre: Hans Christian Andersen.

            La niña había oído hablar de él; decían que era el mejor escritor de Odense y quizá de toda Dinamarca. Ella no había leído nada de él, pero por algún motivo que no acababa de discernir, le provocaba una profunda animadversión.

            Con una escalofriante sonrisa en los labios, y las cerillas en una mano, la niña se acercó a la casa. Ardió como la yesca. Mientras el edificio se consumía cual falla valenciana, un hombre ardiendo como una tea salió al exterior, dio un traspiés, cayó al suelo y se revolcó sobre la nieve que cubría la hierba del jardín, intentando apagar las llamas. Lo consiguió, pero las quemaduras que le aquejaban eran tan graves que casi no podía ni moverse.

            La muchacha se aproximó a él y le miró a los ojos. Era Andersen.

            —Ayúdame... –susurró el escritor con un hilo de voz.

            —¿Que te ayude? –le espetó ella-. ¿Me ayudaste tú cuando me estaba muriendo de frío? ¿O te limitaste a narrar mi agonía con sádica minuciosidad? Que te jodan, Hans Christian Andersen.

            Los vecinos empezaron a salir de sus hogares, alarmados por el incendio; la niña se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Al principio no sabía a dónde ir, pero tras reflexionar un poco, supo exactamente cuál era su siguiente destino. A aquellas horas tan tardías de la noche, su padre ya debería de haber acabado con su provisión de aguardiente y estaría tirado, borracho e inconsciente, sobre un camastro. Era el momento adecuado.

            La pequeña aceleró el paso; no quería que su progenitor se le pasara la borrachera y recuperara el conocimiento antes de tiempo.  Su casa, una miserable chabola, estaba al sur de la ciudad, al lado de un vertedero. Nada más llegar, lo primero que hizo fue bloquear la puerta con un madero. Luego, amontonó trapos, papeles y restos de madera por los cuatro lados de la choza y le prendió fuego. A continuación, se sentó en una caja de madera y aguardó.

            Cuando las llamas llegaban al techo, su padre se despertó y, embotado por el alcohol, intentó torpemente abrir la puerta, Al no conseguirlo, empezó a gritar pidiendo auxilio, pero sus gritos no tardaron en convertirse en alaridos de dolor. Mientras los escuchaba, la cerillera recordó todas las palizas y abusos que su padre le había infringido, y una sonrisa iluminó su rostro. Al cabo de un rato los gritos cesaron y poco después la chabola se desmoronó, convirtiéndose en un montos de ascuas humeantes con un cadáver carbonizado.

            La pequeña cerillera se puso en pie y suspiró. Ahora que era definitivamente huérfana, ¿qué iba a hacer? Casi sin proponérselo, repasó su breve vida, sus recorridos por las calles de Odense en busca de unos chelines que le permitieran sobrevivir un día más, la indiferencia de sus conciudadanos ante su miseria, los desprecios, las burlas, los insultos... Entonces, tomó una decisión y echó a andar, de regreso a la ciudad.

            Aún le quedaban muchas cerillas.