El retorno de la pequeña cerillera
By César Mallorquí
Ocurrió en
Odense, Dinamarca, a finales de diciembre de 1845.
Comenzaba a nevar. ¡Qué frío hacía! Era la noche de
San Silvestre, la última noche del año y mientras todas las familias se
preparaban para sentarse a la mesa rodeados de ricos manjares, pasaba por la
calle una pobre niña de apenas diez años, descalza y con la cabeza descubierta bajo
aquel frío y en aquella oscuridad. Era la joven vendedora de cerillas. La pobre
llevaba el día entero en la calle, sus huesecitos estaban ateridos de frío por
culpa de la nieve y lo peor de todo es que no había conseguido ni una sola
moneda.
—¡Cerillas, cerillas! –decía-. ¿No quiere una cajita
de cerillas señora?
Y así la
pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados
por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete
en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había
dado un mísero chelín; de modo que volvía a su casa hambrienta y medio helada,
¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo
cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello.
Un hombre de
mediana edad, grueso y bien vestido, cruzó la calle en dirección a una de las
casas, haciendo repiquetear su bastón al apoyarlo contra el adoquinado. Era el
banquero más rico de la ciudad.
—¿Quiere
cerillas, señor? –dijo la niña aproximándose a él.
El hombre se
detuvo y la evaluó con la mirada.
—¿Cuántos años
tienes?-preguntó.
—Diez, señor.
—Bien, bien... –murmuró
el hombre, pensativo-. No quiero cerillas, pero podemos llegar a un acuerdo tú
y yo. ¿Ves ese callejón? Nos metemos dentro y si me haces una buena mamada te
daré unos chelines.
La niña parpadeó,
desconcertada.
—¿Qué es una “mamada”,
señor? –preguntó.
—Vaya por Dios;
aparte de pobre, tonta. Una mamada es que yo me saco la polla y tú me la
chupas. ¿Qué me dices?
La cerillera
retrocedió un paso.
—Pero eso está
mal, señor –musitó.
El hombre se
encogió de hombros.
—Pues depende –dijo-.
Quizá mal para ti, aunque ganarías honradamente unos chelines, pero en lo que a
mí respecta, una mamada siempre viene bien. Es la ley del mercado, niña; si
quieres mi dinero tendrás que darme algo a cambio.
—Mis cerillas...
—No necesito para
nada tus cerillas, idiota; tengo un chisquero de oro. Lo que me interesa es que
me la chupes. ¿Aceptas?
La niña negó con
la cabeza.
—No señor, está
mal.
—Pues no me hagas
perder el tiempo.
Dicho esto, el
banquero se dio la vuelta y entró en su suntuosa morada. La pequeña cerillera
se aproximó a la casa y a través de una de las ventanas vio cómo el banquero se
reunía afectuosamente con su esposa y sus cinco hijos. Había un gran árbol de
Navidad, y una mesa llena de manjares, y una chimenea donde ardían unos
troncos.
Una ráfaga de
aire helado le azotó el rostro; los copos de nieve eran como agujas clavándose
en su piel. Para protegerse del viento, la niña se internó en el callejón que
se abría entre la casa del banquero y la de al lado. Se sentó en el suelo y se
acurrucó hecha un ovillo.
Encogió los piececitos todo lo posible, pero el frío
la iba invadiendo. No se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un
fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre la pegaría y, además, en su
casa hacía frío también y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y
los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.
La pequeña cerillera temblaba violentamente, tenía
las manitas ateridas de frío. De pronto, se le ocurrió que un fósforo podría
aliviarla. Si se atreviese a sacar uno solo, frotarlo contra la pared y
calentarse los dedos... Casi sin darse cuenta de lo que hacía, cogió uno y lo
encendió.
¡Cómo chispeaba y
qué calor daba! Era una llama clara y cálida, una luz maravillosa. La resguardó
con la mano; al hacerlo, imaginó que estaba sentada junto a una gran estufa de
hierro; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tanto! La
niña alargó los pies para calentárselos, pero se extinguió la llama, se esfumó
la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la
mano.
Encendió otra,
que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente,
como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba
la mesa puesta, con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado
humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. De pronto, el pato
saltó fuera de la fuente y, con un tenedor y un cuchillo clavados en la espalda,
se dirigió hacia la atónita muchacha. Pero en aquel momento se apagó el
fósforo, dejando visible tan solo la gruesa pared.
La pequeña sacudió
la cabeza; el frío la estaba haciendo alucinar. Encendió otro fósforo y se
quedó mirándolo, pensativa. Su problema era que se iba a quedar congelada, pero
las cerillas no eran la solución; daban poco calor y se consumían rápido.
Temblando, exhaló una bocanada de aire, que se volvió blanca nada más salir de
la boca, y miró en derredor. Entonces los vio: unos listones de madera tirados
en el suelo.
Al consumirse, la
cerilla le quemó los dedos. La muchacha dio un gritito y se incorporó. Partió
en trozos los listones y los juntó formando una pira alrededor y encima de un
periódico viejo arrugado; prendió el papel con una cerilla y, al poco, una fogata
ardía frente a ella. La niña dejó escapar un suspiro de alivio; ese fuego sí
que calentaba. Sin embargo, era consciente de que no era la solución definitiva
al problema, sino un mero parche, pues había poca madera y en menos de una hora
solo quedarían cenizas. Y después, de nuevo el frío y la muerte.
Pensativa, contempló
la casa del banquero. Estaba construida con piedra y ladrillo, pero el techo,
los marcos de las ventanas y las puertas eran fina marquetería de madera.
Entonces caviló sobre las palabras del banquero. La “Ley del Mercado”, había
dicho. Pues bien, ¿acaso el Mercado no consistía en arriesgar un capital menor
para obtener otro mayor? Adaptando esa premisa su actual situación, su capital
inicial era la hoguera que acababa de encender, y el capital a obtener, la casa
del banquero, que al arder sería una hoguera mucho más grande. Lo único que tenía
que hacer era invertir.
La cerillera
cogió una de las teas que ardían en la fogata y la arrojó al techo de la casa;
luego, puso otra tea en la puerta principal y otra en la salida trasera. A
continuación, se situó frente al edificio y, temblando de frío, aguardó el
resultado de su inversión. No tuvo que esperar mucho; la casa tenía suelos de
parqué, las paredes estaban empapeladas, había numerosos tapices y cortinajes,
y mobiliario de madera. Es decir, abundante material inflamable. Al cabo de unos
minutos, la mansión del banquero ardía por los cuatro costados. En el interior
sonaban gritos de espanto y desesperación.
—–Es la ley del
mercado -susurró la muchacha. Y añadió en voz bajita-: Te la va chupar tu puta
madre.
Era la primera
vez en su vida que decía una palabra malsonante, pero por algún motivo –quizá
la proximidad de la muerte por congelación-, algo había cambiado en su
interior. Extendió los brazos y disfrutó del intenso calor que brotaba del
incendio. De pronto, un estruendo de cristales rotos la sobresaltó; alguien
envuelto en llamas había atravesado una de las ventanas y se retorcía en el
suelo, achicharrándose. Era una niña de más o menos su edad, una de las hijas
del banquero. Al poco, dejó de retorcerse y se quedó inmóvil.
La pequeña
cerillera se aproximó al chamuscado cadáver de la niña y lo contempló con
curiosidad. Su vestido estaba medio carbonizado, pero los zapatos parecían intactos;
la pequeña se los quitó y se los puso. ¡Qué gusto daba tener los pies
calentitos! En ese momento, los vecinos,
alarmados por el fuego, comenzaron a salir de sus casas provistos de cubos y
palanganas. Pero las cañerías de la fuente se habían congelado y no disponían
de agua para combatir las llamas, de modo que no les quedó más que contemplar
impotentes la deflagración.
Media hora más
tarde llegaron los bomberos a bordo de un coche bomba tirado por cuatro
caballos. Uno de los operarios apartó a la niña de un empujón y, empuñando una
manguera, comenzó a arrojar agua; pero no sobre la casa del banquero –ese incendio
ya era inapagable-, sino sobre la casa de al lado para evitar que las llamas se
propagaran.
Se había congregado mucha gente; demasiada para el
gusto de la cerillera, así que se dio la vuelta y puso rumbo a la casa del
alcalde. Aquella mañana se lo había encontrado frente al ayuntamiento y, al
verla, el hombre torció el gesto y comentó: “A ver si se muere toda esta chusma
que afea mi bonita ciudad”.
La mansión del
alcalde ardió como una hoguera de San Juan. Mientras contemplaba las llamas y
escuchaba los aterrados gritos de los habitantes de la casa, la pequeña
cerillera murmuró:
—Es verdad, la
chusma deber morir...
Al poco, igual
que había ocurrido en la casa del banquero, comenzó a congregarse gente frente
al incendio. Un rato después, llegó otro coche de bomberos y la pequeña volvió
a perder el interés. Ya no sentía frío; y no solo por el calor de los
incendios, sino también porque una llama se había prendido en su interior,
inundándole el cuerpo de una agradable calidez.
Echó a andar sin
tener claro a dónde se dirigía. Caminaba pensativa; sentía que había cambiado,
pero aún no sabía en qué se había convertido y necesitaba descubrirlo. De
pronto, en su errático deambular pasó por delante de una casa que le llamó la
atención. Era no muy grande, de madera exquisitamente trabajada, con el tejado
a dos aguas y un cuidado jardín rodeándola. Era una casita de cuento de hadas.
En la entrada había un buzón con un nombre: Hans Christian Andersen.
La niña había oído
hablar de él; decían que era el mejor escritor de Odense y quizá de toda
Dinamarca. Ella no había leído nada de él, pero por algún motivo que no acababa
de discernir, le provocaba una profunda animadversión.
Con una
escalofriante sonrisa en los labios, y las cerillas en una mano, la niña se
acercó a la casa. Ardió como la yesca. Mientras el edificio se consumía cual
falla valenciana, un hombre ardiendo como una tea salió al exterior, dio un
traspiés, cayó al suelo y se revolcó sobre la nieve que cubría la hierba del
jardín, intentando apagar las llamas. Lo consiguió, pero las quemaduras que le
aquejaban eran tan graves que casi no podía ni moverse.
La muchacha se
aproximó a él y le miró a los ojos. Era Andersen.
—Ayúdame... –susurró
el escritor con un hilo de voz.
—¿Que te ayude? –le
espetó ella-. ¿Me ayudaste tú cuando me estaba muriendo de frío? ¿O te
limitaste a narrar mi agonía con sádica minuciosidad? Que te jodan, Hans
Christian Andersen.
Los vecinos
empezaron a salir de sus hogares, alarmados por el incendio; la niña se dio la
vuelta y comenzó a alejarse. Al principio no sabía a dónde ir, pero tras
reflexionar un poco, supo exactamente cuál era su siguiente destino. A aquellas
horas tan tardías de la noche, su padre ya debería de haber acabado con su provisión
de aguardiente y estaría tirado, borracho e inconsciente, sobre un camastro.
Era el momento adecuado.
La pequeña aceleró
el paso; no quería que su progenitor se le pasara la borrachera y recuperara el
conocimiento antes de tiempo. Su casa,
una miserable chabola, estaba al sur de la ciudad, al lado de un vertedero.
Nada más llegar, lo primero que hizo fue bloquear la puerta con un madero.
Luego, amontonó trapos, papeles y restos de madera por los cuatro lados de la
choza y le prendió fuego. A continuación, se sentó en una caja de madera y
aguardó.
Cuando las llamas
llegaban al techo, su padre se despertó y, embotado por el alcohol, intentó
torpemente abrir la puerta, Al no conseguirlo, empezó a gritar pidiendo
auxilio, pero sus gritos no tardaron en convertirse en alaridos de dolor.
Mientras los escuchaba, la cerillera recordó todas las palizas y abusos que su
padre le había infringido, y una sonrisa iluminó su rostro. Al cabo de un rato
los gritos cesaron y poco después la chabola se desmoronó, convirtiéndose en un
montos de ascuas humeantes con un cadáver carbonizado.
La pequeña cerillera
se puso en pie y suspiró. Ahora que era definitivamente huérfana, ¿qué iba a
hacer? Casi sin proponérselo, repasó su breve vida, sus recorridos por las
calles de Odense en busca de unos chelines que le permitieran sobrevivir un día
más, la indiferencia de sus conciudadanos ante su miseria, los desprecios, las
burlas, los insultos... Entonces, tomó una decisión y echó a andar, de regreso
a la ciudad.
Aún le quedaban
muchas cerillas.