La historia del indiano
By
César Mallorquí
Sentado
a la barra del bar, el hombre bebía su cerveza de forma extraña, a tragos
pausados y cortos, cerrando los ojos y paladeándola como si degustara un vino
exquisito. “Pero si sólo es una Mahou”, pensó Jorge, el camarero y dueño del
local. “Qué tío tan raro...”.
El
bar se llamaba El Encuentro. Tenía
una barra de mármol con seis taburetes altos frente a ella y, más allá, cinco
mesas rodeadas de sillas, todas ahora desocupadas. Tras la barra, en lo alto, a
lo largo de una fila de botellas situadas sobre un estante, luces de colores
titilaban entre guirnaldas de espumillón oro y plata. En el ventanal que daba a
la calle había dibujos navideños hechos con nieve artificial. Por los altavoces
sonaba, tenue, un villancico. Colgado en una de las paredes, un viejo reloj de
péndulo marcaba, entre tic-tac y tic-tac, las siete y treinta y seis de la
tarde.
Las
siete y treinta y seis del veinticuatro de diciembre.
Más
allá del ventanal, la noche se había adueñado de la ciudad. Salvo por algún que
otro viandante que caminaba apresurado rumbo a su hogar, la calle estaba vacía,
sin apenas tráfico.
El
hombre, el último cliente que quedaba en el bar, apuró su cerveza, chasqueó la
lengua y dijo:
—¿Tendría
la amabilidad de ponerme otra Mahou?
—Claro,
señor –respondió Jorge. Y tras una breve pausa añadió-: Pero voy a cerrar
dentro de veinte minutos. Ya sabe, es Nochebuena...
—Descuide
–respondió el hombre con una sonrisa-. Acabaré antes.
Jorge
sacó una botella de cerveza del refrigerador y, mientras la servía en una copa,
observó de soslayo a su cliente. Debía de tener sesenta y tantos años; era de
mediana estatura y complexión fuerte, con el pelo entrecano peinado hacia
atrás. Vestía un traje azul marino de impecable factura, camisa blanca de seda
y corbata roja; todo lo cual, junto al abrigo de alpaca que había dejado en el
taburete contiguo, revelaba su condición de persona adinerada.
Cuando
Jorge dejó la bebida sobre la barra, el hombre se quedó mirando la botella con
expresión soñadora y murmuró:
—Mahou
Cinco Estrellas... Hacía siglos que no la probaba.
Hablaba
en perfecto castellano, pero con un leve acento que Jorge no supo identificar.
—Usted
no es de por aquí, ¿verdad? –dijo.
El
hombre le dedicó una sonrisa.
—Pues
sí y no –respondió-. Llegué ayer a Madrid. Vivo en Argentina, pero nací en España.
De hecho vivía aquí, en el barrio.
—¿En
Chamberí?
El
hombre asintió.
—En
la calle Zurbarán, aquí al lado. Ahí estaba la casa de mis padres.
—¿Y
hacía mucho que no volvía?
Durante
un instante una nube de tristeza veló la sonrisa del hombre.
—Me
fui de España en 1973 –respondió-. De modo que hace cuarenta y cuatro años.
—¿Y
en todo ese tiempo nunca regresó? ¿Por qué? –preguntó Jorge, sorprendido. Y al
instante añadió-: Disculpe, estoy siendo indiscreto.
—Tranquilo;
me gusta hablar. Pero, por favor, tuteémonos. –Le tendió la mano-. Me llamo
Gonzalo Albero.
—Jorge
Corral –dijo Jorge, estrechándosela.
—Encantado.
¿Puedo invitarte a una cerveza?
—No,
no, muchas gracias.
Gonzalo
se llevó la copa a los labios, cerró los ojos y paladeó un sorbo.
—Adoro
su sabor –murmuró-. De joven yo solía venir a este bar, ¿sabes? Pero entonces
se llamaba Taberna Soria y era muy distinto. Había una barra de estaño ahí al
fondo y vendían vino a granel. La verdad es que olía muchísimo a vino barato...
El dueño era bizco y nunca sabías hacia qué lado miraba. –Frunció el ceño-.
Ahora no recuerdo cómo se llamaba...
—Gervasio
García, pero todo el mundo le llamaba Tano. Me traspasó el local hace tres
años.
—¡Tano,
eso es! Pues fue aquí, en el bar de Tano, donde aprendí a amar la cerveza.
Siempre la misma marca, siempre Mahou... Luego, cuando me fui a Sudamérica,
tuve que acostumbrarme a otras cervezas; la Mujica
de Buenos Aires o la Costeña de
Colombia. No son mejores ni peores, pero ésta... –Alzó la copa y contemplo el
líquido al trasluz-. Ésta sabe a pasado, sabe a mi juventud.
Dio
un nuevo sorbo y guardó un breve silencio.
—Perdona,
estoy siendo maleducado –dijo-; aún no he contestado a tu pregunta. ¿Por qué no
he regresado hasta ahora?... La verdad es que no lo sé. –Se encogió de hombros-.
Supongo que nada me unía a España.
—¿No
tienes familia aquí?
Gonzalo
negó con la cabeza.
—Soy
hijo único. Mis padres fallecieron en el 72, en un accidente de autobús. Eran
los porteros de la finca, el cuatro de Zurbarán, y ese año se fueron por primera
vez de vacaciones. A Benidorm. A mitad de camino, el vehículo se salió de la
carretera, rodó por un terraplén y murieron cuatro pasajeros. Entre ellos mis
padres.
—Lo
siento.
Gonzalo
le quitó importancia con un ademán.
—Fue
hace mucho tiempo.
—Pero
alguien más debía de haber –insistió Jorge-. Amigos, alguna chica...
Gonzalo
asintió pausadamente.
—Sí,
había una chica –respondió-. Éramos novios, o algo así. Llevábamos casi un año
saliendo. Ella tenía dieciocho y yo veinte. Era preciosa y muy dulce. En el 73
le pedí que se viniera conmigo a América, pero no se atrevió, o no quiso.
—¿Y
por qué te fuiste tú?
—Por
muchos motivos. Estaba estudiando arquitectura; mis padres hacían un gran
esfuerzo para pagarme la carrera. –Sonrió-. No sabes lo orgullosos que estaban
de mí. Pero cuando murieron me quedé sin dinero, sin casa y sin trabajo, así
que no podía seguir en la universidad. Además, estaba la dictadura... Yo
militaba en el PC. –Rió entre dientes-. Ahora me cuesta verme a mí mismo como
comunista, pero entonces lo era. Cosas de la juventud, supongo; y también del
franquismo. Tú eres muy joven; ¿qué años tienes, treinta?
—Treinta
y dos.
—Naciste
en la democracia, así que no puedes imaginarte cómo era aquello. Vivir bajo el
régimen de Franco era... era como tener un peso encima todo el tiempo,
asfixiándote. Además, al dejar la universidad ya no podía pedir más prórrogas
de estudios, así que tendría que hacer el servicio militar. Y no estaba
dispuesto a eso. Me fui de España y me convertí en prófugo.
—Y
no volviste a verla.
—¿A
mi novia? No, no la volví a ver. Durante un par de años nos carteamos, cada vez
con menor frecuencia; hasta que un día me escribió para decirme que iba a
casarse con otro.
—Qué
putada...
—Fue
un palo, no lo niego, pero... –Dio un largo sorbo a la cerveza-. No la culpo;
hizo bien. Yo estaba lejos y por aquel entonces casi no podía mantenerme por mí
mismo. No era la pareja ideal para nadie, eso seguro.
—¿Y
ahora? –preguntó Jorge con curiosidad-. ¿Vas a intentar encontrarla?
Gonzalo
dejó escapar un suspiro.
—Antes
de regresar a España me juré a mí mismo que no lo haría. ¿Para qué remover el
pasado?, me dije. –Se encogió de hombros con una sonrisa de culpabilidad-. Pero
esta mañana, nada más salir del hotel, lo primero que he hecho ha sido ir a su
antigua casa. Aquí cerca, en el número doce de la calle General Goded.
—¿General
Goded?...
—Ah,
es cierto; le cambiaron el nombre, perdona. Ahora se llama General Arrando.
Allí vivía ella con sus padres, en el segundo izquierda del número doce. Llamé
por el telefonillo, pero los actuales inquilinos no sabían nada. Pregunté a
otros vecinos y fue inútil; nadie había oído hablar de Alicia Rivera. Después
de casi medio siglo es normal. –Bebió un sorbo de cerveza-. También he
intentado encontrar a mis tres mejores amigos de aquel entonces; Leoncio López,
Félix Pérez y Josemari Moreno. De Leoncio y de Félix no he encontrado ni rastro,
y Josemari... –Su rostro se ensombreció-. Me han dicho que murió hará cosa de
seis años. –Suspiró y agregó en voz baja-: Cuánto los he echado de menos...
Hubo
un silencio. Jorge había desviado la mirada y parecía abstraído en sus
pensamientos. El péndulo del reloj, como un metrónomo, se fundía con la música
navideña. Fuera, la ciudad guardaba silencio. Al cabo de unos segundos, Jorge le
miró de nuevo y dijo:
—¿Sabes
qué, Gonzalo? Ahora sí que me voy a tomar esa cerveza. Pero no pagas tú; ni
esta ni las demás: invita la casa. ¿Quieres otra?
—No
gracias, todavía me queda. –Señaló el reloj-. Pero ya son casi las ocho e ibas
a cerrar.
—¿Tienes
prisa?
—No
qué va, pero tú...
—Aún
tengo algo de tiempo. Espera un momento.
Jorge
salió de detrás de la barra, le echó el pestillo a la entrada y puso el cartel
de cerrado. Luego, apagó todas las luces menos las de la barra, sacó una
cerveza, la sirvió en una copa y se acomodó en un taburete.
—Por
tu regreso –dijo, chocando su copa con la de Gonzalo. Tras dar un largo trago a
la cerveza, agregó-: ¿Cómo fue tu vida en Sudamérica?
Gonzalo
arqueó las cejas.
—Si
te la cuento entera no llegarás a cenar –dijo.
—Hazme
un resumen. Perdona si me paso de curioso, pero eres una persona muy especial y
has debido de llevar una vida apasionante.
—Apasionante
no sé, pero complicada desde luego. –Gonzalo hizo una pausa y prosiguió-:
Primero estuve en Argentina. Hice todo tipo de trabajos, desde acarrear ganado
hasta fregar platos, cualquier cosa para sobrevivir. Luego, en el 76, se
produjo el golpe de estado de Videla. Irónico, ¿verdad? Yo, que huía de una
dictadura, me vi metido de lleno en otra. Así que me trasladé a Colombia, donde
entré en el negocio de la exportación de café. Ah, también estuve seis meses
retenido por la guerrilla.
—Qué
horror...
—Es
una historia larga; fue incómodo, pero conocí gente muy interesante. En el 81
fui a Brasil y continué con el negocio del café; y también trabajé para una
multinacional farmacéutica buscando nuevas especies vegetales en la Amazonia.
Luego, en el 84, después de la dictadura de Videla, regresé a Argentina y... En
fin, desde entonces para acá me he arruinado dos veces y he vuelto a levantar
mi fortuna otras tantas. Hace poco vendí mis empresas y me retiré. Así que ya
me ves; soy un simple jubilado.
—¿Te
casaste, tienes hijos?
—Oh,
sí. Me casé dos veces, con una argentina y con una chilena. Y ambos matrimonios
acabaron en divorcio. Tengo dos hijos, uno con cada una, pero no los veo mucho.
–Esbozó una sonrisa triste-. Sólo se acuerdan de mí cuando necesitan dinero.
–Suspiró con resignación-. Supongo que no he sido demasiado buen marido ni
demasiado buen padre.
Hubo
un silencio que ambos aprovecharon para apurar sus cervezas. Por los altavoces
seguía sonado, bajito, un rosario de villancicos.
—¿Y
ahora qué vas a hacer? –preguntó Jorge-. ¿Te quedarás en España o volverás a
Argentina?
Gonzalo
se encogió de hombros.
—No
lo sé –respondió-. Ni siquiera sé por qué he regresado. Supongo que quería
recuperar algo que creía mío, pero aquí no hay nada para mí. La verdad es que
me siento como un extranjero. Todo ha cambiado demasiado... –De repente, prestó atención a la música-. El pequeño tamborilero... –musitó-. Hay cosas que no cambian; Raphael lo
cantaba todas las navidades.
—Y
lo sigue cantando.
—Eso
está bien. Me gustan las cosas inmutables; son como boyas a las que aferrarte
cuando el mar se encrespa. Brindo por Raphael y por lo que nunca cambia.
Comenzó
a alzar su copa, pero volvió a dejarla sobre la barra al advertir que estaba
vacía.
—¿Te
sirvo otra? –preguntó Jorge.
—No,
gracias. Es tarde y te estoy entreteniendo.
Sobrevino
un silencio. Jorge contempló con fijeza a Gonzalo y preguntó.
—¿Qué
planes tienes para esta noche? ¿Dónde vas a cenar?
—Supongo
que estará todo cerrado, así que pediré algo al servicio de habitaciones del
hotel. Estoy en el Santo Mauro, aquí al lado.
Jorge
frunció el ceño.
—¿Quieres
decir que vas a pasar la Nochebuena solo en la habitación de un hotel
comiéndote un triste sándwich? Disculpa, Gonzalo, pero eso no puedo permitirlo.
Te invito a cenar conmigo y con mi familia.
Gonzalo
parpadeó, sorprendido.
—Eres
muy amable; pero no puedo aceptar. Sería un abuso.
—Para
nada. Escucha, cenaremos en casa de mi hermana, cerca de aquí. Sólo estará mi
familia; es buena gente, de verdad. En fin, mi cuñado se pone a veces un poco
pesado, pero no es mal tío. Además mi hermana cocina como los ángeles.
—No
puede ser, Jorge –titubeó Gonzalo-. Me sentiría un intruso.
—Tonterías.
Nos harás un favor, en serio. Todas las nochebuenas, desde que tengo memoria,
son iguales. Las mismas caras, los mismos comentarios, todo igual año tras año.
Pero tú serás una novedad. Puedes contarnos historias de cuando te capturó la
guerrilla, o de tus aventuras en la selva del Amazonas, o lo que quieras. Serás...
como un regalo de Papá Noel. Eso: un regalo.
—Pero
no cuentan conmigo...
—No
te preocupes; mi hermana siempre prepara comida de sobra; no pasaremos hambre.
–Jorge sonrió de oreja a oreja y dio un palmetazo sobre la barra-. Hecho –dijo-.
Voy a llamar para decir que te apuntas. Perdona un momento...
Se
incorporó, sacó un móvil del bolsillo y, mientras pulsaba las teclas, se
dirigió al fondo del local. Tras una breve pausa, comenzó a hablar en voz baja
con alguien. Desde donde estaba, Gonzalo no podía escuchar lo que decía. Al
poco, Jorge guardó el teléfono y volvió junto a él.
—Ya
está; ningún problema, nos esperan encantados –dijo-. Ahora voy a acabar de
cerrar esto y a cambiarme de ropa. ¿Quieres otra Mahou mientras esperas?
Gonzalo
sonrió.
—Ya
que insistes...
Quince
minutos después, tras echar el cierre del local, subieron al coche de Jorge y
arrancaron. La noche era fría; suspendida en el firmamento, la Luna en cuarto
creciente dibujaba una sonrisa.
—¿Dónde
vive tu hermana? –preguntó Gonzalo.
—En
Andrés Mellado, cerca de la Ciudad Universitaria. Llegaremos enseguida.
Las
calles estaban desiertas, había muy poco tráfico. Durante unos minutos, Gonzalo
guardó silencio mientras contemplaba –recordándolo al tiempo- el paisaje urbano
que se divisaba a través del parabrisas.
—Te
lo agradezco muchísimo, Jorge –dijo-. Si quieres que te diga la verdad, a mí
tampoco me hacía gracia estar solo esta noche. Es todo un detalle por tu parte.
Pero no puedo evitar sentirme un entrometido...
—Tonterías
–replicó Jorge-. Serás el alma de la reunión, ya lo verás.
—¿Tienes
mucha familia?
—No,
qué va; somos muy pocos. Estaremos mi hermana Carmen, su marido Nicolás, sus
hijos Diego y Marcos y mi madre.
—¿Y
tu padre?
—Murió
hace cuatro años. Un cáncer galopante.
—Lo
lamento... ¿No estás casado?
Jorge
negó, sonriente, con la cabeza.
—Soltero
y sin compromiso –dijo; y añadió en tono de broma-: Si conoces a alguna
millonaria, soy todo un partido.
Apenas
cinco minutos después, llegaron a su destino. Tras aparcar, se aproximaron a un
portal y Jorge pulsó un botón del telefonillo.
—Somos
nosotros –dijo cuando una voz de mujer respondió a la llamada a través del
altavoz.
La
puerta se desbloqueó con un zumbido eléctrico; entraron en el portal,
remontaron unos escalones y subieron en el ascensor hasta el segundo piso. Jorge
pulsó el timbre de la derecha y, casi al instante, una pareja les abrió la
puerta.
—Mi
hermana Carmen y mi cuñado Nicolás. –dijo Jorge, presentándolos, mientras
entraban en el recibidor-. Mi amigo es Gonzalo Albero y viene de América.
Intercambiaron
besos y apretones de manos. Luego, Carmen colgó el abrigo y la cazadora de los
recién llegados en un perchero y los invitó a pasar al salón. Era una
habitación de mediano tamaño, amueblada con un sofá, dos sillones y una mesita.
En el otro extremo había una mesa de comedor dispuesta para la cena con siete
servicios sobre un mantel de hilo blanco. En un rincón chispeaban la luces de
un árbol de Navidad, y sobre un aparador se desplegaba un pequeño Belén.
Sentados en el suelo frente a la televisión, dos niños de corta edad jugaban
con una consola.
—Marcos,
Diego –los llamó su madre-. Venid a saludar a nuestro invitado.
Sin
hacerle el menor caso, los niños siguieron jugando.
—Déjelos
–intervino Gonzalo-; hoy es su noche. La Navidad es para los niños.
Carmen
suspiró con resignación.
—Más
que la Navidad, su fiesta debe de ser Halloween –bromeó-. Son un par de
demonios.
—¿Dónde
está mamá? –le preguntó Jorge.
—En
la cocina –respondió Carmen-, preparando mayonesa. Dice que la de bote sabe a
química.
—Voy
a buscarla.
Jorge
abandonó el salón. Carmen y Nicolás se quedaron mirando a su invitado con
sendas sonrisas, sin decir nada, como si esperaran algo de él.
—Les
agradezco su amabilidad al invitarme –dijo Gonzalo al cabo de unos segundos-.
Son muy generosos conmigo.
—Quite,
quite –respondió Carmen-; es un placer.
—Eso,
un placer –corroboró Nicolás.
Y
siguieron contemplándolo en silencio, sonrientes y expectantes. Al poco,
sonaron unas voces aproximándose.
—Qué
pesado eres, Jorge –decía una mujer-. Se me va a cortar la mayonesa.
—No
se te va a cortar nada, mamá –replicaba Jorge-. Venga, quiero enseñarte algo.
—¿El
qué?
—Ya
lo verás.
Jorge
entró en el salón acompañado por una mujer de unos sesenta años. Tenía el pelo
corto, teñido de castaño, los ojos del color de la miel y un rostro que aún
conservaba rastros de un pasado esplendor. Vestía con elegancia, aunque llevaba
puesto un viejo delantal de cocina. Al ver a Gonzalo, la mujer puso cara de
sorpresa; evidentemente, no le habían avisado de que iban a tener un invitado.
Tras una breve vacilación, le dirigió a su hijo una mirada interrogadora.
—Mírale
bien, mamá –dijo Jorge, sonriente, señalando a Gonzalo con un ademán-. ¿No lo
reconoces?
La
mujer volvió la mirada hacia el desconocido y entrecerró los ojos. De pronto,
al cabo de unos segundos, la expresión de su rostro se transformó en sorpresa e
incredulidad.
—¿Gonzalo?...
–dijo en voz baja, sin apartar la mirada de él.
Los
ojos de Gonzalo se dilataron, asombrados.
—Alicia...
–musitó.
Durante
un largo minuto, el hombre y la mujer se miraron en silencio, sonriendo como
niños, absortos el uno en el otro. El salón, las personas que los rodeaban, el
mundo entero había dejado de existir y sólo estaban ellos dos. El tiempo se
detuvo y luego dio marcha atrás, devolviéndolos durante un instante a su
extraviada juventud.
Luego,
sin dejar de sonreír, se aproximaron lentamente y se fundieron en una abrazo
cuarenta y cuatro años postergado.