EL DEMONIO QUE QUISO SER BUENO
By César Mallorquí
Había
una vez un demonio llamado Pharphas. Su edad solo podía expresarse en eones,
pues era uno de los ángeles primigenios que, en el amanecer de la creación, se
alzaron contra Dios durante la rebelión de Lucifer, y que luego siguieron a
este en su caída transformados en diablos. Eso era Pharphas, un ángel caído
más.
Sin
embargo, Pharphas también era diferente al resto de los demonios. No en cuanto
a su aspecto, pues era rojo, con cuernos, rabo terminado en punta de flecha y
patas de carnero, como todos los demonios, pero sí en lo que a mentalidad se
refiere. Pharphas se estaba replanteando sus ideas y valores.
En
realidad, se trataba de algo muy reciente, al menos desde un punto de vista
temporal demoniaco. Durante miles de años, Pharphas se dedicó a lo que se
espera de un diablo: tentar a los humanos, invitarlos a hacer el mal y
apoderarse de sus almas, y en todo ese tiempo jamás se preguntó nada acerca de
su trabajo; sencillamente, cumplía con la labor que le habían encomendado, sin
buscarle más sentido que la obediencia ciega a un plan que, en el fondo, no
acababa de comprender.
Pero
eso cambió a principios del siglo II, en Roma, mientras tentaba al escritor y
orador llamado Plinio el Joven. Cuando, finalmente, se mostró ante él en su
forma demoniaca, Plinio se lo quedó mirando con una sonrisa irónica en los
labios.
--¿Tú
eres el adalid del mal? –le preguntó.
--Lo
soy –respondió Pharphas con solemnidad.
Plinio
soltó una risita y dijo:
--Pues
tienes mucha competencia, amigo mío, pues el mayor número de los males que
sufre el hombre proviene del hombre mismo.
Ese
comentario dejó perplejo a nuestro demonio, porque después de pensarlo,
comprendió que Plinio tenía razón: por mucho mal que provocaran las huestes de
Lucifer, los humanos se las apañaban para quintuplicarlo por su cuenta.
Entonces, ¿qué sentido tenía la actividad demoniaca?
Durante
los siguientes siglos, Pharphas siguió cumpliendo con su maléfica labor, pero
con la simiente de la duda germinando en su cabeza. Hasta que en 1953 se ocupó
de tentar a un filósofo francés llamado Jean-Paul Charles Aymard Sartre. De
entrada, esa misión ya era un sinsentido, porque el infierno poseía el alma de
ese hombre desde hacía años; pero lo perturbador ocurrió cuando se apareció
ante el filósofo, presentándose como el representante del mal. Sartre se lo
quedó mirando, inexpresivo, le dio una calada a su pipa, se limpió las lentes
con un pañuelo, volvió a fumar y finalmente dijo:
--¿Sabes
qué es lo peor del mal? Que a la larga resulta aburrido.
Aquellas
palabras fueron un mazazo para Pharphas. Súbitamente, comprendió que llevaba
milenios aburriéndose, que nada de lo que había hecho hasta entonces tenía el
menor sentido. El placer de toda actividad reside en superar las dificultades
que esta actividad ofrece –como hacer crucigramas, por ejemplo-; pero ¿qué
dificultad podía encontrarse en tentar a unos seres que se tentaban por sí
solos? Era como pastorear a unas ovejas que ya quieren ir al sitio que tú
quieres que vayan.
Tras
esa revelación, Pharphas leyó casi todos los libros sobre ética que pudo
entontrar, desde la Ética nicomáquea,
de Aristóteles, hasta el Tratado de la
naturaleza humana, de Hume, pasando por las obras completas de Paulo Coelho
y un puñado de títulos de autoayuda. Tras ese prolongado estudio, lejos de
obtener las respuestas que buscaba, Pharphas se encontró con más dudas que
antes. Así que decidió hablar con su supervisor, un demonio de la segunda
jerarquía llamado Orcalius.
--Como
sabe, señor –le dijo-, he cumplido con mi trabajo diligentemente, y lo seguiré
haciendo, por supuesto; pero para mejorar mi cometido le agradecería que me
respondiera a algunas preguntas que me han surgido.
--Adelante,
muchacho –dijo Orcalius rascándose con displicencia la punta del rabo.
Pharphas
reflexionó durante unos segundos y preguntó:
--¿Por
qué hacemos el mal?
--¿Qué?
--Bueno,
ya sabe, nos pasamos la vida manipulando a los humanos para que se vuelvan
malos. ¿Por qué lo hacemos?
--Pues
porque somos demonios y eso es lo que hacen los demonios.
--Ya,
pero ¿para qué lo hacemos?
--Para
adueñarnos de sus almas, muchacho, está claro.
Phaphas
asintió, pensativo.
--Entiendo
–dijo-. Luego volveré sobre este punto. La pregunta es: ¿Para qué queremos sus
almas?
Orcalius
se lo quedó mirando con una ceja levantada. En vez de responder, preguntó:
--Tú
conoces nuestra historia, ¿no, muchacho?
--Claro,
señor; está escrita en el Libro de Enoc,
y además yo estaba allí. Descontento con la tiranía de Dios, Lucifer se alzó
contra Él junto con la tercera parte de la corte celestial. Y... Bueno, resumiendo:
Dios ganó y a los ángeles rebeldes nos desterró al inframundo. Pero, ¿qué tiene
eso que ver con las almas de los humanos?
Orcalius
se cruzó de brazos.
--Tu
ignorancia me abruma –dijo-. Dios nos condenó al infierno para toda la
eternidad. ¿Te parece bien?
Pharphas
se encogió de hombros.
--Después
de tantos eones supongo que me he acostumbrado. Es aburrido, pero no se está
tan mal aquí.
--¡Es
injusto! –bramó su supervisor-. ¡Como lo es todo lo relacionado con ese
dictador omnipotente! Dios ama a los humanos, así que cada vez que nos
adueñamos del alma de uno de ellos, le causamos dolor. Esa es nuestra venganza.
--Ya
veo. Pero ¿qué culpa tienen los humanos de eso? Es como el que le va mal en el
trabajo y cuando llega a casa le pega una patada al perro.
--¿Y
a quién le importa lo que le pase a los humanos?
Pharphas
volvió a reflexionar.
--A
ver si lo he entendido –dijo-. Estamos enfadados con Dios, y se supone que hay
una especie de competición que gana el que más almas humanas consiga. ¿Es así?
--Más
o menos.
--Pues
entonces –concluyó Pharphas-, Lucifer ya ha ganado, y por goleada; porque según
las estadísticas, por cada alma que sube al Paraíso, nueve bajan al infierno.
Orcalius
parpadeó, confundido.
--Hasta
que nos adueñemos de las almas del cien por cien de los humanos –replicó-, no
cesaremos en nuestro empeño.
--¡Ahí
quería yo llegar! –exclamó Pharphas, sonriente-. Porque de nuevo las
estadísticas demuestran que por cada diez almas que van al infierno, nueve y
media lo hacen por sus propios méritos, sin intervención demoniaca. Los humanos
no nos necesitan en absoluto para condenarse.
Orcalius
se lo quedó mirando con una mezcla de incredulidad y bochorno. De pronto, le
brotaron llamaradas de los oídos, de las fosas nasales, de la boca y del culo.
--¡¿Pero
qué dices, insensato?! –bramó-. ¡Estás cayendo en la herejía! –Respiró hondo,
intentando contener la indignación-. Mira, muchacho, voy a hacer como si no te
hubiera oído, como si jamás hubieras estado aquí. Déjate de tonterías y
lárgate.
--Vale,
pero...
Orcalius
lo enmudeció fulminándolo con la mirada.
--Estás
poniendo a prueba mi paciencia –masculló en tono amenazador-. Esfúmate.
Así
que Pharphas se esfumó.
*
Pero
sus dudas no se esfumaron; al contrario, se incrementaron. ¿Qué sentido tenía
hacer siempre el mal? Sobre todo cuando ese mal no servía para nada ni llevaba
a ninguna parte. Peor que eso: los ángeles que se alzaron contra Dios –algunos
por propia voluntad y otros, como él, porque los liaron- solo consiguieron ser
exiliados al infierno. Fue una rebelión absurda, destinada desde el principio
al fracaso, así que lo lógico habría sido disculparse con Dios, confiar en su
misericordia y correr un tupido velo sobre lo sucedido. Pelillos a la mar,
vamos. Pero no, Lucifer era demasiado orgulloso para agachar la cabeza, así que
siguió intentando tocarle las narices al Sumo Hacedor a base de corromper a los
humanos. ¿Y qué conseguía? Prolongar su exilio y putear a la humanidad.
Según dicen, el máximo grado de
estupidez se alcanza cuando alguien hace algo que daña a los demás y le daña a él
mismo. Justo el comportamiento habitual de los demonios. Su labor, pensó Pharphas,
no solo era inútil, sino también estúpida. Y monótona hasta la extenuación; ahora
se daba cuenta de que llevaba eones sumido en el más profundo hastío. La chispa
de la vida, decidió, residía en la variación, en la aleatoriedad, en el cambio.
La obcecada repetición de la misma conducta solo conducía al tedio.
Huelga
señalar que estas conclusiones acabaron afectando al desempeño profesional de
Pharphas, como quedó patente cuando, poco después, le tocó aparecerse ante un
mortal que había invocado al Diablo.
Se
llamaba Gervasio y, aparte de un nombre horrible, tenía treinta y seis años,
era bajito, entrado en carnes y con una galopante alopecia clareándole el
cráneo. También era feo, tonto y aburrido. Había dibujado un pentáculo en el
centro del salón de su humilde piso, había colocado una vela en cada uno de sus
extremos y había esparcido por el suelo una mezcla de sangre de gallo y semen
(el suyo, no el del gallo). Luego formuló el conjuro diabólico que había
encontrado en un viejo grimorio llamado Enchiridion
Leonis Papae, y Pharphas apareció ante él en su forma demoniaca.
Gervasio
retrocedió un paso con los ojos como platos. Tras unos segundos de pasmo, tragó
saliva y dijo:
--Hostias,
funciona... ¿Eres el Príncipe del Mal?
Pharphas
ahogó un bostezo con el dorso de la mano.
--Si
te estás refiriendo a Lucifer, no –respondió-; soy un demonio de la tercera
jerarquía. Lucifer solo se aparece a la gente importante y, no nos engañemos,
tú y yo somos de clase baja.
--Pero
puedes concederme un deseo, ¿no?
--Claro,
para eso estoy aquí. ¿Qué quieres?
Sin
dudarlo un instante, Gervasio respondió:
--El
amor de Dolores.
Pharphas
revisó el dosier que el Departamento de Documentación Infernal le había
aportado. Aquella mujer a la que se refería el mortal era Dolores Latorre, de
veintinueve años, sin más oficio que algunos ocasionales trabajos como modelo y
azafata. Muy hermosa, pero fría, egoísta y engreída.
--Vamos
a ver –dijo Pharphas guardando el dosier-: Tú estás enamorado de la tal Dolores
y ella no te hace ni caso. Y lo que me estás pidiendo es que consiga que
Dolores se enamore de ti. ¿Es eso?
--Exacto.
--Pues
ni yo ni ningún otro demonio puede hacer que alguien se enamore. Eso no se
cuenta entre nuestras potestades.
--¿No
puedes? –musitó Gervasio en un tono que destilaba decepción.
--No,
no puedo. Pero lo que sí puedo hacer es que Dolores esté contigo, que sea tu
pareja.
--Ah,
bueno –exclamó el hombre con suspiro de alivio-. Pues adelante, venga, hazlo.
--Espera.
Supongo que sabes que a cambio me entregarás tu alma inmortal, ¿no?
--Sí,
sí; no hay problema.
--Pero,
¿lo has pensado bien? Ya sabes lo que dijo Oscar Wilde: “Ten cuidado con lo que
deseas, porque podrías conseguirlo”.
Gervasio
se lo quedó mirando con una expresión de profunda estulticia.
--¿Oscar
qué...? –murmuró.
Pharphas
exhaló una bocanada de aire y contó mentalmente hasta diez.
--Da
igual –dijo, armándose de paciencia-. Lo que esa frase significa es que una
cosa es lo que deseas y otra lo que necesitas. Y Dolores no te conviene,
créeme.
Gervasio
frunció el ceño.
--¿Sabes
que eres un demonio muy raro? ¿Puedes o no puedes conseguirme a Dolores?
--Puedo.
Pero no me prestas atención: será malo para ti. Escucha, ¿no has leído
historias de pactos demoniacos?
--Leer
es de maricones.
--Pues
en esos relatos las cosas nunca salen como se espera y siempre gana el Diablo.
No porque los demonios seamos muy listos, sino porque los humanos sois muy
tontos. Hazme caso: olvídate de Dolores.
Gervasio
frunció aún más el ceño.
--Oye
–dijo-, ¿no habrá por ahí otro demonio que pueda atenderme?
--Pues
no. Y tienes suerte de que sea yo, porque estoy intentando ayudarte. –Pharphas
reflexionó brevemente-. Te he dicho que puedo conseguir que Dolores esté
contigo, pero no cómo lo voy a hacer. ¿Quieres saberlo?
--Mientras
lo hagas, me la suda.
--Da
igual, te lo voy a contar de todas formas: Haré que seas millonario. Supongo
que mediante la lotería, porque no se me ocurre otra forma de que te
enriquezcas. Entonces, Dolores vendrá a ti.
--Pues
cojonudo, ¿no? Millonario y con Dolores, ¿qué más se puede pedir a la vida?
Venga, firmo donde me digas.
--Aún
no he acabado. Dolores no estará contigo porque le gustes, sino por tu dinero.
--¿Pero
podré follármela?
--Sí,
pero ¿a qué coste?
--Me
la suda –repitió Gervasio.
--Espera,
porque ahora te diré lo que va a pasar: Dolores acabará despreciándote; te
volverá loco con sus caprichos e infidelidades, te hará la vida imposible y
dentro de tres años, cuando haya conseguido arruinarte, te abandonará.
Entonces, desesperado, te colgarás de un árbol y tu alma arderá en el infierno.
¿Qué te parece?
Gervasio
permaneció unos segundos inexpresivo y dijo:
--Vale,
lo pillo. Adelante con el pacto.
Pharphas
suspiró con cansancio.
--Mira
que sois capullos los machos humanos; solo sabéis pensar con el pito –murmuró-.
Te digo que te vas a arruinar la existencia y tú como quien oye llover.
–Comenzó a alzar el tono-. Además, ni siquiera estás enamorado de esa tía;
estás encoñado, gilipollas, que es muy distinto. Ah, y sé que eres virgen; por
eso te vuelves loco en cuanto husmeas un chocho. Menudo imbécil estás hecho.
Eres patético.
Rojo
de ira, Gervasio abrió y cerró la boca, incapaz de encontrar las palabras
adecuadas para expresar su indignación.
--Oye...
un respeto... –logró articular.
--¿Respetar
a un capullo como tú? –Pharphas soltó una carcajada sarcástica-. ¿Sabes lo que
te digo? Que ni pacto ni leches.
--¡Es-esto
es in-inadmisible! –tartamudeó Gervasio-. ¡Voy a presentar una queja!
Pharphas
abrió la boca para contestar, pero cambió de idea y dijo:
--A
la mierda. Mírame a los ojos.
Como
si le hubieran arrebatado la voluntad (que era exactamente lo que acababa de
pasar), Gervasio fijó sus pupilas en la rojiza mirada del demonio. Entonces,
Pharphas empleó su poder hipnótico infernal.
--¿Me
escuchas, Gervasio? –dijo con voz profunda.
--Sí,
amo.
¿Amo?...
Ese tipo no podía ser más patético.
--Vas
a hacer todo lo que te ordene, Gervasio –prosiguió Pharphas-. En primer lugar,
te olvidarás de Dolores, de este encuentro y de mí. En segundo lugar, jamás
volverás a intentar hacer un pacto demoniaco. Por último, ve al gimnasio, ponte
en forma, vístete mejor, déjate barba para ocultar esa cara de memo, y así a lo
mejor encuentras a alguna desesperada que esté dispuesta a enamorarse de un idiota
como tú. ¿Entendido?
--Sí,
amo.
--Vale.
Cuando me vaya despertarás y no recordarás nada de lo sucedido. Ah, y lee un
poco, hombre. Cultívate.
Dicho
esto, Pharphas desapareció.
*
Más
tarde, cuando reflexionó sobre lo sucedido, Pharphas experimentó una sensación
ambigua. Por primera vez en su existencia, había hecho el bien, salvando a un
mortal de su propia estupidez. ¿Se sentía mejor por ello? La verdad es que
había sido un encuentro de lo más irritante, y tentado estuvo de tirar la
toalla y condenar a aquel imbécil a las llamas eternas, pero por otro lado... no
es que hacer el bien fuera más divertido que hacer el mal, pero al menos era
distinto.
Aunque
había un problema. Cuando en el infierno descubrieran que había malogrado un
pacto que estaba prácticamente hecho, tomarían represalias contra él. Pero eso
no sucedió; pasaron los días, pasaron las semanas, y nadie se puso en contacto
con él. Tampoco le encomendaron ningún otro trabajo, lo cual era extraño; pero
no hubo reprimenda ni castigo. Hasta que treinta días más tarde, el mismísimo
Lucifer, Príncipe del Mal y Soberano del Infierno, le convocó a una reunión.
Huelga decir que Pharphas se alarmó; esperaba un rapapolvo, pero no que
interviniera en persona el Señor de las Moscas.
Llegado el momento, Phaphas se
presentó en el despacho del Gran Tentador resignado a lo peor; sin embargo lo
que encontró fue muy distinto. Al verlo llegar, Lucifer se levantó del sillón,
lo saludó con un afectuoso apretón de manos y le invitó a sentarse frente a él,
al otro lado del escritorio.
Lucifer
era imponente y hermoso. Sus rasgos parecían tallados por el Miguel Ángel más
inspirado, aunque la frialdad de su mirada era capaz de congelar el alma del más
templado. Era bello, sí, pero también temible.
--Así
que tú eres Pharphas, demonio de la tercera jerarquía –comentó el Maligno
mientras ojeaba un documento-. Tu expediente está impoluto, felicidades.
¿Impoluto?,
pensó Pharphas, sorprendido. ¿No se habían enterado de lo de Gervasio?
--Por
otro lado –prosiguió el Gran Dragón-, tú estuviste a mi lado cuando nos alzamos
contra el Tirano Celestial, así que se supone que eres de confianza. ¿Lo eres,
Pharphas? ¿Puedo confiar en ti?
--Sí
señor, claro; a muerte con usted.
--Bien,
eso me congratula; porque voy a encomendarte una misión de gran relevancia.
Presta atención: Faltan seis meses para la Navidad; va a ser el cumpleaños del
Sumo Dictador, y quiero hacerle un regalo.
--¿Un
regalo... a Dios? –preguntó Phaphas, extrañado.
--Sí,
súbdito mío, un regalo. Pero envenenado. Como sabes, Dios ama a los humanos;
vete tú a saber por qué, pero los ama. Por eso nos apoderamos de sus almas,
para herir al Déspota donde más le duele. Ahora bien, de entre todos los
humanos hay algunos, una minúscula minoría, que son los preferidos del Gran
Autócrata. Lo son por su pureza, por su bondad, por su perfección moral... ya
sabes, todas esas babosadas. Como es natural, apoderarnos de las almas de esos
humanos, tan buenísimos ellos, nos resulta más difícil que conseguir las de los
mortales corrientes. Pero vale la pena, porque no hay nada que le duela más al
Tirano Celestial que la corrupción de esas almas tan perfectas. ¿Lo entiendes,
amigo mío? ¿Está claro?
--Niquelado
–asintió Pharphas.
--Bien.
El caso es que, de entre todos esos mortales tan puñeteramente piadosos, hay
uno que destaca por su pureza. Podríamos decir que es el preferido entre los
preferidos. Se trata de una hembra humana llamada Alicia Dante y obtener su
alma sería un inmenso triunfo para el infierno. Ahora bien, ¿cómo se puede
manipular a una persona que destila amor?
--¿Con
el odio? –sugirió Pharphas, diciendo lo primero que se le pasó por la cabeza.
--Todo
lo contrario, mi ingenuo amigo. La debilidad de los que aman es, precisamente,
el amor. ¿Entiendes?
No,
Pharphas no lo entendía; de hecho, aquella frase le sonaba a proverbio chino
barato, pero asintió con firmeza.
--Te
diré lo que voy a hacer –prosiguió el Príncipe del Abismo-: Adoptaré una forma
humana masculina de gran belleza, seduciré a Alicia Dante y, cuando esté más
enamorada de mí, la abandonaré. Ella se desesperará y, entonces, el día de
Navidad, le haré llegar un regalo anónimo: un grimorio, uno cualquiera que
contenga sortilegios para convocarme. La tal Alicia, loca de amor, me invocará
y yo apareceré con mi forma demoniaca. Ella me ofrecerá su alma inmortal a
cambio de reunirse de nuevo con su amado, y yo le concederé el deseo. –Soltó una
risa malévola-. Lo que ella no sabrá es que su amado soy yo, y que en efecto
estará toda la eternidad a mi lado, ¡ardiendo en el infierno!
Lucifer
prorrumpió en sonoras carcajadas, a cual más siniestra. Cuando el eco de la
última risotada se disolvió en el aire, Pharphas dijo:
--Un
plan estupendo, señor. Solo a un genio del mal como usted se le puede ocurrir
algo tan infame. Pero, una preguntita: ¿Qué tengo yo que ver con eso?
--Tú
serás mi caballo de Troya –respondió el Gran Tentador-. Adoptarás una forma
humana agradable, amistosa, y te ganarás la confianza de Alicia Dante. Te
convertirás en su mejor amigo y, llegado el momento, le hablarás bien de otro
amigo tuyo (que seré yo). Finalmente, me presentarás a ella. Serás mi
introductor, ¿entiendes?
--Sí,
señor.
--Y
algo más: Mientras labras una amistad con esa mujer, averiguarás todo lo que
puedas sobre ella y luego me lo contarás; eso me ayudará a seducirla. ¿Está
claro?
--Como
el cristal.
Lucifer
cogió una carpeta y se la entregó.
--Esto
es el dosier de Alicia Dante –dijo-. Estúdialo y ve al mundo de los mortales
para empezar a poner en marcha mi plan. Y date prisa, porque quiero apoderarme
de su alma exactamente el día de Navidad. –Sonrió de una forma que daba grima y
añadió-: Vamos a amargarle el cumpleaños al Gran Tirano.
*
Alicia
Dante tenía veintiocho años y trabajaba como médico en un hospital de la
Seguridad Social. No era especialmente guapa, pero poseía uno de esos rostros
tan agradables que uno no se cansa de contemplarlos, y cuando sonreía era como
si el sol asomara entre las nubes en un día de tormenta. Había nacido en el
norte, pero estudió medicina en la capital, donde ahora residía. Aparte de su
trabajo, colaboraba con varias ONG y durante las vacaciones viajaba con Médicos
sin Fronteras a países del tercer mundo para cuidar de los desvalidos. Amaba la
música, la lectura, el cine y las artes en general. Durante cuatro años, tuvo
una pareja que acabó rompiéndole el corazón.
Esos
datos aparecían en el dosier que le había entregado Lucifer; pero había algo
más que dejó a Pharphas estupefacto: A lo largo de su vida, Alicia Dante jamás
había cometido un pecado, ni mortal ni venial, ni por acción ni por omisión, ni
de palabra ni de obra, ni siquiera de pensamiento. Ni la más mínima falta,
nada, cero. Era el espíritu más puro jamás visto.
Sin
duda, eso era una novedad, pensó Pharphas; apoderarse del alma de alguien tan
bondadoso suponía todo un reto.
Diligentemente, procedió a poner en marcha el plan de Lucifer. En primer
lugar, adoptó una apariencia humana meticulosamente estudiada. Un hombre de
treinta y pocos años, de mediana estatura, pelo castaño y un rostro simpático
que inspiraba confianza. Decidió llamarse Álex Salem; Álex, por Edward
Alexander Crowley, y Salem por razones evidentes. Y como supuesta profesión,
asistente social.
A
continuación, visitó al vecino que residía en la vivienda contigua a la de
Alicia y, utilizando hipnotismo infernal, lo obligó a abandonar su apartamento.
Un apartamento que acto seguido alquiló Álex Salem, convirtiéndose así en el
vecinito de al lado de Alicia.
El
siguiente paso lo dio el mismo día en que se mudó. Al anochecer, cogió una
taza, llamó al timbre de Alicia y, cuando ella abrió, él se presentó como su
nuevo vecino y le pidió un poco de azúcar. Ella, amablemente, se la dio. Dos
días después, al atardecer, Pharphas volvió a llamar al timbre de Alicia,
llevando en la mano una tarta de manzana.
--Es
para ti –dijo, entregándole la tarta en el umbral de la puerta-. Por ayudarme
el otro día.
--Muchas
gracias, pero no tenías que haberte molestado –protestó Alicia, sonriente-. En
realidad, debería ser yo quien te regalara una tarta a ti para darte la
bienvenida al edificio.
--Eso
es lo que se ve en las películas americanas –dijo él, devolviéndole la
sonrisa-. Pero ya fuiste suficientemente dulce conmigo regalándome el azúcar.
Permíteme que ahora te endulce la vida yo a ti.
Alicia
contempló la tarta.
--Tiene
un aspecto estupendo–dijo-. ¿La has hecho tú?
Pharphas
asintió.
--Soy
un cocinillas –respondió-. Espero que te guste. Oye, no quiero molestarte más.
Solo he venido para traértela.
--¿No
vas a probar tu obra? –respondió ella, invitándolo a entrar con un gesto-.
Puedo preparar té.
Pharphas
aceptó. El apartamento de Alicia era pequeño, pero acogedor. El salón contaba
con una pequeña cocina de tipo americano; la joven fue allí y preguntó:
--Tengo
varias clases de infusiones. ¿Cuál prefieres?
--Mi
favorito es el té Earl Grey
–respondió él.
--Qué
casualidad –dijo ella, siempre sonriente-; el mío también.
Pharphas
ya lo sabía, claro; lo había leído en el dosier de Alicia.
Aquella
tarde comenzaron a conocerse. Ella probó la tarta y dijo que era deliciosa (lo
era; Pharphas dominaba los fogones). Hablaron de sus respectivos trabajos, de
su vida, de sus aficiones, y a las nueve y media, él se despidió discretamente.
Ella le aseguró que había disfrutado de la conversación.
Pharphas
regresó a su apartamento con la satisfacción del deber cumplido. El primer
contacto ya estaba hecho y ahora había que consolidarlo.
*
Tres
días más tarde, Alicia le invitó a cenar en su casa. Charlaron hasta muy tarde;
el poder de los demonios no reside en lo que dicen, sino en lo que escuchan,
así que Pharphas era un atento conversador. Ella le comentó que los fines de
semana ayudaba en un comedor de caridad, y él la acompañó la siguiente vez.
Poco después, fueron al cine juntos. Otro día, Pharphas consiguió unas entradas
para la ópera e invitó a Alicia, y más tarde ella, en reciprocidad, le invitó a
él al teatro. En otra ocasión fueron junto a ver una exposición de pintura.
Cada vez se veían con más frecuencia.
Durante
cinco meses, Pharphas lo averiguó todo sobre Alicia. Descubrió que le gustaba
el cine clásico; que Boccherini le ponía de buen humor, pero Mahler le
deprimía; que le encantaba caminar descalza sobre la hierba húmeda; que adoraba
a Dickens y a Wilde; que le gustaban los perros; que las tardes de lluvia le
ponían triste; que era amable con todo el mundo; que cuando uno de sus
pacientes fallecía ella lloraba al llegar a casa; que sentía una inmensa piedad
por los débiles y los desfavorecidos...
Alicia
tenía un corazón de oro, pero eso Pharphas ya lo sabía. Lo que ignoraba era
que, además, poseía una notable inteligencia y un gran sentido del humor, que
era culta, divertida e ingeniosa. En resumen: a Pharphas, Alicia le caía bien.
Demasiado bien para verla arder en el infierno.
Por
ello, a finales de noviembre, cuando ya lo sabía todo acerca de ella, Pharphas
decidió no contarle nada a Lucifer, incluso engañarlo con datos falsos si
llegaba el caso. Pero el caso no llegó, porque el Príncipe de las Tinieblas no
volvió a contactar con él. Quizá se había olvidado del asunto, pensó Pharphas;
con tantas almas pendientes de entrar en el infierno era fácil perderle la
pista a alguna. En cualquier caso, decidió quedarse en el mundo de los mortales
hasta después de Navidad, pues entonces, pasado el cumpleaños de Dios, Lucifer
ya no tendría especial interés en poseer el alma de Alicia. Y si eso le suponía
un castigo a Pharphas, lo aceptaría con satisfacción.
Y
así llegó diciembre. La ciudad se vistió de luces de colores, de espumillón y
de estrellas navideñas; el aire se llenó de olor a hojas de abeto y machacones
villancicos. Un sábado por la tarde, Pharphas y Alicia fueron al mercado de
Navidad de la Plaza Mayor y compraron adornos. Luego, se dirigieron al
apartamento de ella, y él la ayudó a montar el árbol y adornar la casa. Cuando
acabaron, ya caída la noche, Alicia descorchó una botella de vino y ambos se
acomodaron en el sofá para beber unas copas.
Alicia
le contó lo mucho que le gustaba la Navidad y rememoró su infancia en el Norte
durante esas fechas, cuando la nieve se acumulaba sobre los prados, las vallas
de piedra y los tejados, y el humo de las chimeneas impregnaba el aire de aroma
a leña quemada. Alicia iba con otros niños del pueblo de casa en casa, cantando
villancicos a cambio de modestos aguinaldos, y el veinticuatro, después de la
Misa del Gallo, tomaban chocolate caliente en el atrio de la iglesia para
ahuyentar el frío.
Pharphas,
como es natural, jamás había celebrado la Navidad, así que no le quedó más
remedio que inventarse una historia; pero como cada vez le gustaba menos tener
que mentirle a Alicia, fue una historia sencilla, plana y escasamente
memorable.
--¿Dónde
pasarás la Nochebuena? –le preguntó ella.
--En
casa –respondió él con un encogimiento de hombros-. Ya sabes que mis padres
murieron.
--¿Y
no tienes más familia? No sé, hermanos, tíos, primos...
Pharphas
negó con la cabeza.
--No
–dijo sonriente-. Estoy solito en el mundo.
Hubo
un silencio. Alicia lo miró con ternura.
--No
estás solo –susurró-. Me tienes a mí.
Acto
seguido, se inclinó hacia él y le besó en los labios.
*
Decir
que Pharphas se sorprendió sería quedarse tan corto como comparar la Revolución
Francesa con una trifulca tabernaria, o la erupción del Krakatoa con una traca
fallera. Pharphas se quedó helado, anonadado, rígido, estupefacto, petrificado,
incapaz de reaccionar. Al advertir que él no le devolvía el beso, Alicia se
apartó y lo miró con inseguridad.
--Perdona
–murmuró-. ¿Te he molestado?
Pharphas
parpadeó varias veces, muy rápido.
--No,
no... –dijo, intentando salir del estupor. Y repitió-: No, no, no... –Tragó
saliva-. Es que... me ha cogido... por sorpresa...
Alicia
exhaló una bocanada de aire.
--No
puedo seguir ocultándolo, Álex –confesó-: estoy enamorada de ti.
--Ah...
–musitó Pharphas con la boca abierta.
--Supongo
que ya te habías dado cuenta.
--¿Yo?...
No... qué va...
Una
nube de desconcierto nubló la mirada de Alicia; algo, de hecho todo, no iba
como ella esperaba.
--¿Tú
sientes algo por mí? –preguntó, insegura.
--¿Por
ti?... ¿Yo?... –balbuceó Pharphas-. Por supuesto que... Aunque, por otro
lado...
Enmudeció.
Y al mismo tiempo se estremeció, porque acaba de descubrir algo absolutamente
aterrador. Se incorporó bruscamente.
--Tengo
que irme –anunció.
Alicia
se puso en pie con una expresión desolada en el rostro.
--Lo
siento, perdóname –suplicó-. Creí que tú también sentías algo por mí. No quería
incomodarte.
--Y
no lo has hecho –replicó Pharphas fingiendo una sonrisa que le salió del todo
falsa-. Al contrario, ha sido fabuloso... uno de los mejores días de mi vida...
Pero... –Ladeó la mirada y abrió y cerró la boca varias veces, intentando
encontrar las palabras adecuadas-. Necesito estar solo –dijo al fin-, para
poner en orden... mis sentimientos...
--Lo
entiendo, pero no te vayas así. Me siento culpable.
--¿Culpable?
No, no, no, no, para nada. Pero es que tengo que irme, porque... me tengo que
ir.
Y
Pharphas abandonó el apartamento a toda prisa. Al llegar al rellano se detuvo y
respiró hondo. A través de la puerta escuchó los sollozos de Alicia.
Abatido,
dejó caer la cabeza y se esfumó en el aire.
*
En
vez de regresar a su apartamento, Pharphas recuperó su forma demoniaca y se
ocultó en el más recóndito rincón del infierno. Jamás había estado tan
asustado.
Que
Alicia se hubiera enamorado de él había sido una desconcertante sorpresa; pero
lo que le había anonadado, aterrorizándole hasta la médula de los huesos, fue
descubrir que él... ¡también estaba enamorado de Alicia!
Y
Phaphas jamás había experimentado el amor, era algo nuevo, no tenía experiencia.
De hecho, fácilmente podría haberlo confundido con los síntomas de una gripe
severa, o, si vamos a eso, de un cáncer terminal; pero no, era amor, un
sentimiento que casaba muy mal con su naturaleza demoniaca. Un siervo de
Satanás no puede amar; sin embargo, ahora Pharphas amaba con toda su alma. Y
sufría por ello. No podía quitarse de la cabeza el beso que ella le había dado.
Fue su primer beso en los labios; en el culo le habían besado muchas veces,
pero en la boca sólo esa.
Escondido
en lo más profundo del averno, Pharphas se debatía intentando controlar una
pasión que no entendía. Cuando recordaba los sollozos que había escuchado tras
la puerta del apartamento de Alicia, se le partía el corazón; porque él era el
culpable de su dolor. Y esa sensación, la culpabilidad, también era del todo
nueva.
Y
así, oscilando entre la culpa, el amor y la pena, fueron pasando los días. A
veces, Pharphas fantaseaba con volver junto a Alicia, confesarle sus
sentimientos y vivir con ella, felices para siempre. Pero al instante se daba
cuenta de que era imposible. Una relación no puede cimentarse en la mentira, de
modo que él tendría que decirle quién era en realidad y mostrarse ante ella con
su auténtica apariencia. Si lo hiciera, ¿Alicia podría seguir amando a alguien
con rabo y patas de carnero? Lo dudaba muchísimo, y la mera posibilidad de que
ella lo mirara con horror le partía una vez más el corazón.
Además,
¿qué futuro tendrían? ¿Formar una familia, tener hijos? Phaphas se preguntaba
cómo sería dar a luz a un bebé con cuernos, e imaginaba que algo así como
recibir la embestida de un toro desde dentro. Entonces sacudía la cabeza con
desánimo y se sumía una vez más en la depresión.
Y
así, inmerso en la negrura y la tristeza, los días siguieron pasando. Hasta que
llegó el veinticinco de diciembre. Entonces, durante la mañana de Navidad, el
mismísimo Lucifer apareció ante Pharphas con una enorme y grimosa sonrisa en
los labios.
*
--Buenos
días, vasallo mío –dijo el Señor de las Tinieblas con untosa amabilidad-. ¿Qué
haces aquí tan solo?
Pharphas
se incorporó rápidamente.
--Buenos
días, señor. Eh... -Carraspeó para aclararse la voz-. Estaba... planificando
maldades...
--Ah,
ya veo. ¿Y no deberías estar con Alicia Dante?
--Sí,
claro... pero es que ya lo he hecho. Trabajo finalizado. Todo bien. Ningún
problema.
Los
ojos del Gran Tentador titilaban con una mezcla de crueldad e ironía.
--Estupendo
–dijo-. Pero creo recordar que tendrías que haberme informado de tus avances
hace ya tiempo, ¿no es cierto?
Pharphas
puso cara de sorpresa y se palmeó la frente, justo debajo del cuerno derecho.
--Uy
–musitó-; se me ha pasado...
Lucifer
le dedicó una mirada de abyecto desdén.
--No
se te ha pasado, miserable imbécil –dijo en un tono similar al chirrido de las
uñas arañando una pizarra-. Me has desobedecido conscientemente para intentar
impedir que me apoderara del alma de esa humana. ¿Y por qué? Pues porque te has
enamorado de ella como el perfecto estúpido que eres.
El
Ángel del Abismo profirió una retahíla de sarcásticas carcajadas.
--Creías
que podrías burlarme, ¿verdad, pobre infeliz? –prosiguió tras las risas-. Pero
en realidad eras una marioneta en mis manos. ¿Crees que yo iba a perder mi
precioso tiempo seduciendo a una mortal? Tengo cosas mucho mejores que hacer,
como tocarme los huevos, por ejemplo, así que te envié a ti. ¿Para obtener
información sobre Alicia Dante? No seas ridículo; ya sé todo lo que necesito
saber sobre ella. Te envié para que fueras encantador, simpático y atento, su
alma gemela. En definitiva, te envié para que la enamoraras. Como ha ocurrido.
Y luego, cuando descubriste tus estúpidos sentimientos hacia ella, corriste a
esconderte. Como yo había previsto. Y al hacerlo, le rompiste el corazón a
Alicia Dante. Como yo esperaba.
Sobrevino
un silencio tan denso como la lava y tan irritante como el azufre.
--No
se apodere de su alma, señor –musitó Pharphas en tono implorante-. Se lo ruego.
Escuche, si la deja en paz seré su esclavo para toda la eternidad.
--¡Ya
eres mi esclavo para toda la eternidad, imbécil! –replicó Lucifer con otra
carcajada-. Además, miserable iluso, llegas tarde.
El
Príncipe de las tinieblas extendió una mano y en ella apareció una hoja de
papel. Se la mostró a Pharphas y dijo:
--Esto
es el contrato, debidamente rubricado, por el cual Alicia Dante me cede su alma
a cambio de un pequeño servicio.
Boquiabierto,
Pharphas contempló el contrato con horror.
--¿Qué?...
–musitó.
--Reconozco
que has hecho un trabajo impecable: esa idiota está enamorada de ti hasta las
trancas. No te puedes ni imaginar cuánto ha sufrido por tu abandono la muy
mema. Lágrimas y más lágrimas, insomnio, desesperación... Pero, claro, no solo
es que te haya perdido, sino que además cree que ella es la culpable. Y todo
por un maldito beso. ¿Se puede ser más ridículo? –Sacudió la cabeza con
desdén-. Esta misma mañana le he hecho llegar por mensajería un ejemplar del Albanum Maleficarum, el excelente grimorio
árabe del siglo X. Ella, atolondradamente, me ha invocado y ha vendido su alma
a cambio de que vuelvas a su lado. ¿Qué te parece?
Pharphas
dejó caer la cabeza; sentía como si el Everest se hubiera abatido sobre sus
espaldas. Aquello ya no tenía solución; Alicia había firmado un pacto con
Lucifer y nada, ni siquiera el más profundo arrepentimiento, podía anularlo. Un
contrato diabólico es sagrado, valga la paradoja. El alma de la mujer que amaba
ardería para siempre en las llamas del infierno y él no podía hacer nada por
evitarlo. Abrumado por el dolor y la pena, dos lágrimas resbalaron lentamente
por sus mejillas. Era la primera vez en su existencia que lloraba.
--¡Oh,
por favor, qué asco! –exclamó Lucifer, torciendo el gesto-. Solo te faltaba eso
para dar más vergüenza ajena: ponerte a lloriquear. –Impostó la voz, burlón-: ¡Bua, bua, mi amada se ha condenado, qué
pena más grande! Por los cuernos de Asmodeo, estás infectado de humanidad;
para ser más patético tendrías que hacer un cursillo. –Chasqueó la lengua con
desprecio-. Esto te ha pasado por hacerte demasiadas preguntas sobre el bien y
el mal. ¿Acaso un tigre se pregunta por qué es carnívoro? No; sencillamente,
caza a la gacela y se la come.
Con
la mirada clavada en el suelo, Pharphas guardó silencio.
--¿No
dices nada? –Lucifer soltó una risita sarcástica-. Claro, qué vas a decir... Has
intentado engañarme, pero olvidaste que soy el Monarca del Averno desde hace
eones. Sencillamente, no estás a mi altura, muchacho. –Bostezó ruidosamente-.
En su momento serás severamente castigado; pero esto ya empieza a ser aburrido.
Ahora tengo que cumplir mi parte del trato con Alicia Dante: devolverte a su
lado. Que lo disfrutes, gilipollas.
Lucifer
chasqueó los dedos y Pharphas desapareció.
*
Afortunadamente, Alicia estaba
de espaldas cuando Pharphas se materializó en medio de su salón, dándole a él tiempo
para cambiar su forma diabólica por la apariencia humana de Álex Salem. Al
darse la vuelta y verlo, Alicia dio un respingo de sorpresa; luego, su rostro
se iluminó con una sonrisa y avanzó un par de pasos, como si fuera a abrazarlo;
pero al ver la tristeza de su expresión se contuvo.
--Álex, yo... –dijo, sin
completar la frase.
--¿Qué
has hecho, Alicia? –murmuró él, desolado.
--Desapareciste;
te eché por mi torpeza. Y tenía que volver a verte para disculparme, y para
intentar...
--No
tienes por qué disculparte; no has hecho nada. Soy yo quien debería pedirte
perdón.
Se
produjo un silencio.
--¿Por
qué no me quieres, Álex? –le preguntó Alicia.
Pharphas
suspiró.
--Claro
que te quiero. Es imposible no quererte.
--Entonces,
¿por qué te fuiste?
--Porque...
–Bajó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro-. Es complicado...
Otro
silencio.
--Tengo
que preguntártelo, Álex –dijo ella-: ¿Eres gay?
Pharphas
rió suavemente, sin alegría.
--No,
no lo soy –respondió-. Pero ahora eso no importa. ¿Te das cuenta de lo que has
hecho, Alicia? Has pactado con el diablo; arderás en el infierno.
Ella
le dedicó una sonrisa.
--Pero
he podido volver a verte –dijo-. Ha valido la pena.
Pharphas
exhaló una bocanada de aire y se dejó caer en el sofá. De pronto se sentía
atrozmente cansado.
--Eres
demasiado inocente, Alicia –murmuró-. Y has leído demasiadas novelas
románticas.
--No
se puede controlar el amor –dijo ella, sentándose a su lado-. Nunca he conocido
a nadie como tú, Álex. Creo que me enamoré de ti desde el día en que me
trajiste la tarta. –Esbozó una sonrisa y bromeó-: Estaba tan rica que no me
quedó más remedio que caer rendida a tus pies. –Suspiró-. Eres el hombre más
bueno, atento, generoso y sensible del mundo, Álex. ¿Cómo no enamorarme de ti?
A veces me pareces sobrenatural.
Vaya si era sobrenatural, pensó
Pharphas; era sobrenatural de cojones; pero de una forma que a Alicia le
horrorizaría si supiera la verdad. Abrumado por la culpa, se inclinó hacia
delante y apoyó los codos en los muslos; al hacerlo, advirtió que sobre la mesa
de café descansaba un viejo y polvoriento libro. Era el Albanum Maleficarum, el grimorio que le había enviado Lucifer a
Alicia. Desalentado, cerró los ojos.
Y
volvió a abrirlos un instante después. Pero mucho, muy, muy abiertos. Se le
había ocurrido una idea. Una idea loca, absurda, disparatada, la clase de idea
que cualquiera desecharía al instante, salvo que se estuviese desesperado. Y
ahora él lo estaba. Se incorporó como un resorte.
--Tengo
que irme –anunció.
--¿Otra
vez? –dijo Alicia, poniéndose en pie-. No, por favor...
--Solo
voy a mi apartamento. Tú espérame aquí; tardaré una o dos horas como mucho. Y
volveré, Alicia, te lo juro: volveré.
Ella
respiró hondo y fingió una sonrisa que le salió insegura.
--¿Como
Schwarzenegger? –bromeó.
--Eso
es –sonrió él-. Volveré; palabra de Schwarzenegger.
Dicho
esto, Pharphas abandonó el apartamento camino del suyo.
*
Lucifer
estaba sentado en un trono hecho con calaveras humanas. Era muy incómodo, pero
ofrecía una imagen de lo más siniestra, y al Señor del Mal le encantaba lo
siniestro. Esa mañana de Navidad estaba contento; al apoderarse del alma de
Alicia Dante le había infringido al Autócrata Celestial una dolorosa afrenta, y
además justo el día de su cumpleaños. Soltó una malévola carcajada al tiempo
que se dedicaba a su principal ocupación: tocarse los huevos.
Entonces,
súbitamente, desapareció.
Y
apareció en el salón de un pequeño apartamento, encerrado en un pentáculo
dibujado en el suelo. Y frente a él, un rostro familiar. El de Pharphas.
--¡¿Pero
qué es esto?! –bramó el Príncipe de las Tinieblas.
--Una
invocación –respondió Pharphas con naturalidad-. Soy un demonio y, por tanto,
experto en invocaciones. Las conozco todas. Por ejemplo, en el Codex Hierarchiarum Infernalium, del
alquimista loco Kaspar Kopecka, aparece un conjuro para invocar directamente a
la máxima jerarquía infernal. Es decir, a ti. Como puedes comprobar, acabo de
ponerlo en práctica.
--¡¿Te
has vuelto loco?! –rugió Lucifer-. ¡Libérame inmediatamente!
Pharphas
negó con la cabeza.
--Te
he invocado –dijo-, y reclamo mi derecho a pactar contigo.
El
Ángel del Abismo se lo quedó mirando boquiabierto, consternado por la osadía de
aquel insignificante vasallo.
--Definitivamente,
estás loco –gruñó-. Un demonio no puede invocar a otro demonio.
--Ah.
Y eso, ¿dónde está escrito?
--¡En
ninguna parte! –respondió Lucifer, exasperado-. ¡Pero nadie lo ha hecho jamás!
Pharphas
se encogió de hombros.
--Siempre
hay una primera vez para todo –dijo-. Te he invocado siguiendo tus propias
reglas y, de acuerdo con ellas, tú debes concederme un deseo a cambio de mi
alma.
--¡Pero
si ya tengo tu alma, imbécil! –gritó el Tentador.
--No
–replicó Pharphas-; crees que la tienes, pero nunca has pagado por ella. Ahora
lo harás.
Lucifer
se cruzó de brazos y lo miró con desprecio.
--Ni
borracho pactaría con un miserable gusano como tú –afirmó.
Pharphas
volvió a encogerse de hombros.
--Como
quieras. Pero te recuerdo que estás encerrado en ese pentáculo y que solo
tienes dos maneras de salir: que yo te libere o pactando conmigo. Y yo no voy a
liberarte, así que tú mismo.
Sobrevino
un silencio tan tenso que si le hubieran pasado un arco habría sonado como un
violín. Lucifer clavó en él una mirada que destilaba odio puro.
--¿Eres
consciente de las consecuencias de lo que estás haciendo? –susurró en tono
amenazador-. Te someteremos a un juicio infernal por desacato e
insubordinación, y te juro que tu castigo pasará a los anales de la crueldad.
--Vale.
Contaba con ello.
--Te
arrepentirás.
--Lo
dudo. Bueno, ¿qué? ¿Pactas o prefieres pasarte la eternidad ahí encerrado?
Lucifer
puso en blanco los ojos y respiró hondo. Sendas columnas de humo le brotaron de
las orejas.
--De
acuerdo, tú te lo has buscado –masculló-. Pactemos: ¿Qué quieres?
Pharphas
sonrió de oreja a oreja.
--Quiero
el alma de Alicia Dante –dijo.
Lucifer
apretó los puños y profirió un grito de rabia y frustración.
*
Cuando
sonó el timbre, Alicia corrió a la entrada. Apenas había transcurrido una hora
desde que Pharphas se fue, pero a ella se le había antojado una eternidad.
Sencillamente, no sabía si iba a regresar. Pero al abrir la puerta, ahí estaba
él.
--Has
vuelto –murmuró Alicia con una resplandeciente sonrisa.
--Ya
te lo dije.
Pharphas
entró en el apartamento. Estaba agotado, pero feliz. Ella cerró la puerta y se
lo quedó mirando.
--¿Y
ahora qué? –preguntó, insegura.
--He
ido a buscarte un regalo. –Pharphas sacó del bolsillo un papel doblado y se lo
entregó-. Feliz Navidad, Alicia.
Ella
contempló el papel con desconcierto.
--¿Qué
es? –preguntó.
--El
contrato que firmaste con el diablo.
Alicia
lo desdobló.
--¿Cómo
lo has conseguido? –preguntó, mirándolo con asombro.
--No
importa. –Le ofreció un encendedor-. Si lo quemas, recuperarás tu alma.
Hubo
un perplejo silencio.
--Gracias...
–dijo ella.
A
continuación, encendió el mechero y le prendió fuego al documento. Un leve olor
a azufre invadió el salón mientras las cenizas caían al suelo. Alicia se
aproximó a él.
--Supongo
que no voy a conseguir que me cuentes cómo lo has hecho. No importa. –Suspiró-.
Siempre he tenido la sensación de que no eres quien dices ser. ¿Quién eres en
realidad, Álex? ¿Un ángel?
Pharphas
sonrió.
--No, qué va –respondió-; pero tú
consigues que desee serlo. Estoy perdidamente enamorado de ti, Alicia. Jamás he
querido a nadie tanto como te quiero.
Era
cierto. El rostro de Alicia resplandeció. Se abrazaron. Ella cerró los ojos y
alzó la cabeza; él bajó la suya. Y sus labios se encontraron en un beso. Pero
no un beso cualquiera, no uno de esos besos vulgares que solemos dar, ni como
los besos grandilocuentes que vemos en las películas. Fue un beso perfecto,
sencillo, luminoso, la nítida expresión del más puro amor. Cuando finalmente
sus labios se separaron, Pharphas dijo:
--Te
quiero, Alicia, y jamás volveré a separarme de ti; siempre estaré a tu lado. Te
lo juro. –Y antes de que ella pudiera hablar, añadió-: ¡Mírame a los ojos!
Con
la voluntad secuestrada por el poder hipnótico infernal, Alicia clavó su mirada
en la de Pharphas.
--¿Me
oyes, Alicia?
--Sí...
--¿Obedecerás
mis órdenes?
--Sí...
--Bien,
presta atención: Cuando despiertes, te olvidarás de mí.
Un
temblor sacudió el cuerpo de Alicia.
--Pero...
–musitó-, no quiero...
Pharphas
abrió la boca, asombrado; el amor que ella sentía estaba a punto de quebrar su
poder. Intensificó al máximo la hipnosis infernal.
--Debes
obedecerme, Alicia. Te olvidarás de mí y de todo lo que hemos hecho juntos.
Olvidarás el pacto diabólico. Olvidarás este encuentro. No guardarás el menor
recuerdo de lo que ha sucedido. ¿Lo harás?
Alicia
demoró mucho la respuesta. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
--Sí...
–respondió con un hilo de voz.
Pensativo,
Pharphas comenzó a pasear despacio de un lado a otro, con las manos
entrelazadas a la espalda.
--El
problema es que eres demasiado inocente –dijo-. En fin, forma parte de tu
encanto, ya lo sé; pero eres tan buena que no concibes el mal en los demás, y
eso te hace vulnerable. Tienes que desconfiar un poco de la gente;
especialmente de los hombres. ¿Sabes?, los demonios y los hombres tenemos algo
en común: somos todos unos cerdos. –Se detuvo frente a ella y ordenó-: Antes de
volver a enamorarte, asegúrate de que sea de una persona digna de ti. ¿De
acuerdo?
--Sí...
--Vale,
pues supongo que eso es todo. Cuando yo desaparezca, te despertarás. Y
recuerda: no recordarás nada.
Durante
unos segundos, se la quedó mirando en silencio. Luego, suspiró y dijo:
--Adiós,
Alicia. Feliz Navidad.
Y
se esfumó.
Alicia
recuperó la consciencia y miró a un lado y a otro, desconcertada. No sabía qué
día era, ni qué hacía ahí, de pie en medio del salón. Y, sobre todo, no sabía
por qué estaba llorando.
*
Este
sería un buen momento para ponerle el punto final a esta historia, con un toque
romántico y un poquito triste. Pero es que la historia no acabó aquí. Tras
abandonar el apartamento de Alicia Dante, Pharphas fue directo al infierno,
donde le aguardaba un consejo de guerra. Lucifer estaba tan enfadado con él que
le salían chispas del trasero, y había escogido al tribunal más severo para
juzgar a aquel miserable demonio de tercera que había osado enfrentarse a él.
Lo
que el Príncipe de las Tinieblas no tuvo en cuenta fue que, si algo abunda en
el infierno, son los abogados; y de entre todos los leguleyos que ardían en las
llamas eternas, Pharphas escogió al más marrullero, uno que jamás había perdido
un juicio: el muy ilustre y nada respetado Rufus J. Tricker.
--Esto
es pan comido –dijo el letrado cuando le expuso el caso-. Déjelo en mis manos y
es posible que incluso le consiga una indemnización.
El
juicio se celebró al día siguiente. El juez que presidía la audiencia era
Belcebú, que fue príncipe de los Serafínes y cuya autoridad solo estaba por
debajo de la de Lucifer. Leviatán, el tercero en el escalafón infernal, ejercía
de fiscal. Los doce miembros del jurado eran Asmodeo, Balberith, Astaroth,
Verrine, Grésil, Sonnillon, Carreau, Carnivale, Oeillet, Rosier, Belias y
Abadón, todos ellos demonios de la primera y segunda jerarquías.
Pharphas
se sentó en el banquillo de los acusados junto a su abogado. Los bancos del
público estaban llenos a reventar. Belcebú dio inicio al juicio dándole la
palabra al fiscal. Leviatán se incorporó y paseó con aire majestuoso por
delante del jurado.
--Amigos,
demonios, compatriotas, prestadme atención –proclamó con voz tonante-. Estamos
reunidos aquí para juzgar y castigar los oprobiosos delitos del demonio de
tercera jerarquía llamado Pharphas, aquí presente. A lo largo de esta causa
demostraré, sin opción a dudas, que ese individuo ha cometido insubordinación,
desacato a la autoridad y traición. –Hizo una pausa y prosiguió-: Hace siete
meses, se le encargó al acusado cerrar un pacto con un humano llamado Gervasio.
Era un pacto sencillo, estaba prácticamente hecho, pero el acusado intentó
convencer al mortal de que no lo realizase y, finalmente, se negó a formalizar
el contrato.
Un
murmullo de consternación recorrió las filas del público.
--Pero
eso solo fue el aperitivo de su actividad delictiva –prosiguió Leviatán-. Un
mes después, nuestro monarca en persona, el gran Lucifer, le encomendó al
acusado la misión de manipular a una hembra humana para conseguir su alma. Pues
bien, el acusado no solo desobedeció, sino que además, una vez cerrado el trato
con la mujer, se apoderó del contrato mediante triquiñuelas y lo destruyó,
privando al infierno de un alma muy valiosa. Para demostrar la culpabilidad del
demonio Pharphas, presentaré pruebas y testimonios que...
--Le
ruego al señor fiscal que disculpe esta interrupción –dijo Rufus J. Tricker,
poniéndose en pie-. Como no queremos hacer perder el tiempo a los ilustres
miembros del jurado, no hará falta que se presenten pruebas, porque mi cliente
reconoce haber hecho todo lo que el fiscal dice que ha hecho.
--Entonces,
se declara culpable –concluyó Belcebú.
--Oh
no, no he dicho eso, señoría. Mi cliente es inocente, porque afirmamos que los
hechos por los que se le acusa no son en realidad constitutivos de delito. Y
para demostrarlo nos basta con interrogar a un testigo. Solo a uno. ¿Nos da su venia, señoría?
--Adelante
–repuso Belcebú con aire aburrido.
El
abogado se aclaró la garganta con un carraspeo y dijo:
--Solicito
que suba al estrado Lucifer, Señor de las Moscas y Príncipe de las Tinieblas.
Otro
murmullo, esta vez de sorpresa, se elevó en la sala.
--Pero
Lucifer es el denunciante –protestó el juez.
--Así
podrá defender mejor su causa –arguyó el abogado.
--No
sé, esto es muy inusual...
--Da
igual, amigo mío –intervino Lucifer, acercándose al estrado-. No tengo
inconveniente en testificar.
Un
ujier se aproximó con una Biblia en las manos y preguntó:
--¿Jura
decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
--Lo
juro.
--Escupa
en la Biblia.
Lucifer
lanzó un esputo sobre el libro sagrado y se sentó en el banquillo de los
testigos.
--¿Es
usted Lucifer, el monarca absoluto del infierno? –le preguntó Tricker.
--Bien
sabes que lo soy, miserable alma atormentada.
--¿Y
se considera usted el adalid supremo del mal?
--Por
supuesto.
--Entiendo
–asintió el abogado-. En tal caso, supongo que en su reino, el infierno, rige
el mal. ¿No es cierto?
--El
mal más abyecto, sin duda.
--Y
por tanto, usted exige a sus vasallos, los demonios, un comportamiento
estrictamente malvado. ¿Sí?
--Evidentemente.
--Y
quiere que sean malvados en todas partes. Que hagan el mal en el mundo de los
humanos, en el cielo si pudieran entrar o en el mismísimo infierno. ¿Cierto?
--Claro
que sí –respondió Lucifer, comenzando a exasperarse-. ¿Va a seguir
preguntándome obviedades?
--Solo
una obviedad más: Cuando mi cliente, Pharphas, cometió los hechos de que se le
acusa, ¿cree que obró mal?
--Rematadamente
mal; esa es la razón de este juicio.
Tricker
sonrió como un zorro.
--En
efecto, mi cliente obró mal –dijo-. Que es, según usted mismo ha confesado, el
comportamiento que se exige a los demonios: que hagan el mal.
Lucifer
parpadeó, desconcertado.
--Pero
es que hizo el bien –protestó.
--Claro,
y hacer el bien en el mundo humano es hacer el mal en el infierno, ¿no es
cierto? –El abogado se volvió hacia el jurado y prosiguió con su
argumentación-. Piénsenlo, señores. Estamos en el infierno y según los valores
morales infernales, si aquí un demonio hace el mal, es lo correcto. Así que en
realidad se está portando bien. Pero portarse bien en el infierno es portarse
mal, y si se porta mal en realidad se porta bien, y así una y otra vez en un
bucle infinito. Y lo mismo al revés: Hacer el bien es en realidad hacer el mal en
el infierno, que es lo que debe hacerse y, por tanto, es el bien, y otra vez el
bucle infinito. ¿Comprenden?
Un
silencio se adueñó del juzgado infernal.
--No
he entendido ni papa –dijo Balberith, uno de los jurados.
--¡Porque
es un disparate! –bramó Lucifer.
--No,
no lo es –intervino Abadón, pensativo-. Al contrario, no le falta razón al
humano. El problema es que pensamos en términos binarios. Blanco y negro, el
bien y el mal... ¿Y qué pasa con toda la gama de grises?
--Nunca
lo había contemplado así –terció Rosier-. Pero es cierto. Y la aparición de
esta clase de paradojas es una evidencia clara de que el bien y el mal no son
valores absolutos, sino relativos. Sin un marco fijo de referencia es imposible
determinar la posición moral de un acto. Puro Heisenberg.
De
pronto todos, tanto el público como el jurado, se pusieron a hablar a la vez.
Belcebú golpeó repetidamente con un matillo exigiendo orden. Cuando el vocerío
se calmó, Lucifer se puso en pie y exclamó:
--¡Eso
son gilipolleces! ¡El mal es el mal y el bien es el bien, y todos sabemos
distinguirlos!
Tricker
se encaró con él y le espetó:
--¿Según
qué ética, señor Lucifer? ¿La del Sumo Hacedor, la de Dios, la de su enemigo
acérrimo? ¿Me está diciendo que su sistema de valores se rige por el criterio
de su eterno rival? Pues si es así, permítame decirle que Dios ya le ha derrotado
y desde el principio.
Lucifer
abrió la boca para responder, pero no encontró ningún argumento y volvió a
cerrarla. Sacudió la cabeza y dijo:
--No
voy a enredarme en tonterías filosóficas. El hecho incontrovertible es que
Pharphas desobedeció mis órdenes, y eso es desacato a la autoridad.
El
abogado asintió, pensativo.
--Claro,
porque usted es la autoridad –dijo-; es el monarca absoluto del infierno. Pero,
acláreme algo: ¿En qué se basa su autoridad, cómo consiguió la corona?
--¿Qué?...
–murmuró, perplejo, el Señor de la Oscuridad.
--Como
bien sabe, durante la Edad Media la monarquía tenía un origen divino. Dios
escogía al mejor de los hombres para que dirigiese a los demás. Por eso a los
grandes reyes los coronaban los papas. Dígame, ¿fue así, por designio divino,
como consiguió el trono?
--¡Claro
que no!
--Entonces,
¿cómo? ¿Por votación democrática, por aclamación, por herencia, por la
fuerza?...
Lucifer
frunció el ceño al tiempo que de sus orejas brotaban volutas de humo.
--Soy
el rey –masculló-, porque capitaneé a los ángeles rebeldes en la insurrección
contra el Divino Déspota.
Belcebú,
que llevaba unos minutos en silencio, atento al interrogatorio, intervino:
--Es
cierto, nos capitaneaste. Conduciéndonos a una aplastante derrota. Si te paras
a pensarlo, no parece una buena rezón para seguir ostentando el poder.
--Pero...
pero... –balbuceó Lucifer, desconcertado por el rumbo que habían tomado los
acontecimientos.
--Es
verdad –terció Leviatán-. Siempre te ufanas de que fuiste el primero en caer,
pero Belcebú y yo caímos un nanosegundo después. ¿O debo recordar que la Gran
Rebelión Celestial duró exactamente un segundo y tres centésimas? Eso tardó
Dios en enviarnos a todos al infierno. Fue una cagada, reconozcámoslo.
--Por
no señalar lo absurdo que es basar su poder en haber sido el primero en caer
derrotado –señaló Tricker-. No le veo la lógica.
--Un
momento, un momento –dijo Lucifer, intentando acallar los murmullos-; estamos
aquí para juzgar a Pharphas, no a mí...
Otro
de los jurados, Carnivale, se incorporó y dijo:
--Antes
de juzgar a nadie, tenemos que aclarar las cosas, porque todo esto es muy
turbio.
--Exacto
–terció Abadón-. En su momento, aceptamos la autoridad de Lucifer porque
estábamos en shock por la derrota. Pero han pasado los eones y nuestra
situación no ha mejorado ni un ápice. Creo que ya va siendo hora de que fluya
savia nueva en el gobierno.
Todo
el mundo se puso a hablar a la vez, aunque ahora nadie llamó al orden. Tricker
se aproximó a Pharphas sonriente y le estrechó la mano. Habían triunfado.
Y
el juicio, que ya no era un juicio, sino un tumulto, se prolongó durante días,
semanas, meses y años.
*
No
puede decirse que Pharphas quedara absuelto, aunque tampoco cabe afirmar que lo
condenaran. Sencillamente, ocupados con encendidos debates sobre política
diabólica, el juez, el fiscal y los jurados se olvidaron de él y no hubo
veredicto. Así que Pharphas quedó libre para hacer lo que le viniera en gana.
Entretanto,
el infierno se sumió en caos. Surgieron grupos disidentes, el Movimiento de
Liberación Infernal, la Liga Diabólica Independiente, el Partido Pandemoniaco, la
Alianza del Averno, la Coalición Satánica y muchos otros. Poco después
sobrevino una guerra civil; Lucifer fue derrocado, pero nadie logró hacerse con
el poder. La actividad demoniaca se interrumpió y, finalmente, el infierno
cerró sus puertas y las instalaciones fueron clausuradas.
Pero,
¿qué fue de los protagonistas de esta historia?
Alicia
Dante prosiguió con su vida; todo igual que antes, pero con una sutil
diferencia: ahora, de repente, gozaba de una suerte casi sobrenatural. Todo le
salía bien. Por ejemplo, iba al centro en hora punta y encontraba aparcamiento
a la primera justo enfrente de donde se dirigía. Si perdía algo, lo encontraba
al poco. Inesperadamente, la nombraron directora del hospital. Incluso le tocó
la lotería, aunque donó la totalidad del premio a causas sociales.
En lo único que no le acompañaba
la suerte era en el aspecto sentimental. De vez en cuando, conocía a hombres
que le interesaban y se interesaban por ella, pero esos hombres desaparecían de
su vida inexplicablemente, sin siquiera decir adiós. No obstante, al final,
Alicia encontró a un hombre maravilloso con el que vivió feliz el resto de su
vida. Por supuesto, se había olvidado por completo de Pharphas; sin embargo, le
ocurría algo extraño: todos los años, al llegar la Navidad, Alicia se echaba a
llorar sin saber la razón. No es que le entristecieran esas fiestas, al
contrario; pero no podía evitar sentir un vacío en su interior, como si le
faltara algo y no supiera qué.
¿Y
qué pasó con Pharphas? Tras quedar libre de las acusaciones, abandonó el
infierno para cumplir la promesa que le había hecho a Alicia: no volver a
separarse de ella, estar siempre a su lado. Así que, adoptando una forma
invisible, comenzó a seguirla a todas partes. Pero no solo la seguía, además le
facilitaba la vida. Si Alicia tenía que conducir al centro, Pharphas usaba su
poder hipnótico infernal para obligar a algún conductor a desaparcar justo
cuando ella llegaba. En cierta ocasión, Alicia perdió el móvil y Pharphas lo
recogió y lo depositó mágicamente en el buzón de su casa. Ningún paciente de
Alicia fallecía, pues Pharphas los sanaba usando los conjuros adecuados.
Llegado el momento, Pharphas manipuló hipnóticamente las mentes de los
políticos que dirigían la sanidad para que nombraran directora del hospital a
Alicia. Incluso usó su don profético para averiguar el próximo número premiado
de la lotería y se lo susurró a Alicia en sueños. Pero donde más cuidado ponía era
en la vida sentimental de ella. Cada vez que entraba en escena un hombre
inadecuado, la clase de hombre que hace sufrir a las mujeres, Pharphas le
obligaba a desaparecer del mapa hipnotizándolo. Y así lo hizo hasta que llegó
la persona correcta.
Podríamos
decir, sin riesgo de faltar a la verdad, que Pharphas se convirtió en el
demonio de la guarda de Alicia. Y ningún ángel cuidó jamás de un humano con
tanto mimo, celo y amor.
Y ya está, llegamos al final de la historia. Pero todo cuento, y esto lo es, debe aportar alguna enseñanza, y no va a ser esta excepción. La moraleja de nuestro relato es la siguiente: ¿Sabéis lo que pasó cuando el infierno echó el cierre y la actividad demoniaca cesó? Nada; todo siguió exactamente igual que antes.
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