El sábado por la tarde, al acabar la jornada, mientras los operarios guardaban los mapas en que estaban trabajando y recogían las herramientas, Hernán le pidió permiso a maese Oliveira para quedarse aquella noche trabajando en el taller. Oliveira, un viejo cartógrafo de origen portugués establecido desde hacía mucho en Sevilla, le preguntó con un deje de recelo qué trabajo tan urgente era ése que exigía robarle horas al sueño.
—Es un regalo para la mujer que amo –respondió Hernán, sonrojándose.
—En tal caso –dijo Oliveira con una sonrisa-, ¿quién soy yo para ponerle trabas al amor?
Así pues, una vez que todos abandonaron el taller, Hernán prendió un candil de aceite, se acomodó en uno de los bancos de trabajo, extendió sobre la tabla el pergamino que, pese a no ser muy grande, le había costado la casi totalidad de sus reducidos ahorros, mojó la punta de una pluma de cisne en tinta negra y comenzó a dibujar. Para aquel obsequio, Hernán había escogido el territorio del Nuevo Mundo; en concreto, las islas del Mar Caribe, así que trazó primero las costas de Virginia, Florida, México y Guatemala, prosiguiendo luego con el contorno de las principales islas, Cuba, La Española, Puerto Rico, las Antillas... Acto seguido, procedió a dibujar la ornamentación: a la izquierda, un compás entre un leviatán y una carabela; en el centro, abajo, una rosa de los vientos sobre una ballena, y a la izquierda un emblema con la siguiente inscripción: Indiae Occidentalis Insularumque Adiacienti. Ya bien entrada la madrugada, comenzó a iluminar el mapa empleando tres colores -rojo, verde, amarillo- y aplicándolos sobre la vitela con un fino pincel de marta. Finalmente, tras aguardar a que la tinta sacase, se dispuso a añadir el detalle más importante: la isla. Pero, ¿dónde situarla?... Tras meditarlo unos minutos, la dibujó al suroeste de Cuba, en el Golfo de México, y al lado rotuló cuidadosamente su nombre: Ínsula Valentina. Como su amada. Luego, escribió la fecha en una esquina, debajo del emblema: 10 de mayo de 1693 A.D.
A la mañana siguiente, tras pasar por el cuartucho que tenía alquilado cerca del convento de San Leandro para cambiarse de ropa y asearse un poco, Hernán se dirigió a la Catedral con la intención de asistir a la misa mayor y, por supuesto, encontrarse con Valentina. Y allí la encontró, sentada en uno de los bancos situados frente al altar, junto a doña Úrsula, su anciana ama de compañía. Ella no le vio a él, y él no se acercó a ella -pues no sería correcto-, de modo que Hernán permaneció junto a la entrada, contemplándola desde la distancia. Aquel mismo día, Valentina cumplía dieciséis años y, fuera por esto, o por el influjo de la primavera, estaba más hermosa que nunca. Asomando por entre los pliegues del pañuelo que le cubría la cabeza, unos rizos delataban la negrura de su cabello y, aunque desde donde se encontraba no podía verla con claridad, Hernán no tenía ningún problema en evocar el gentil óvalo de su rostro y el azul de su mirada.
Sin duda, era la muchacha más hermosa de Sevilla y, además, hija de don Bernardo de Atienza, un acaudalado comerciante, razones por las cuales el número de sus pretendientes se multiplicaba como las estrellas en el cielo al anochecer. No obstante, pese a que podía escoger entre lo más granado de la sociedad, Valentina le había elegido a él, a un pobre aprendiz de cartógrafo de diecinueve años de edad, sin rentas ni apellido. Cada mañana, al despertar, Hernán le daba gracias al cielo por aquel don inesperado, y probablemente inmerecido, que era el amor de Valentina.
Se encontraron a la salida de misa, en la plazoleta situada frente al templo. Al verle, Valentina se aproximó a Hernán con una sonrisa alborozada, mientras doña Úrsula permanecía a unos pasos de distancia, discreta pero vigilante. Tras saludarla y felicitarla por su aniversario, Hernán, un poco cohibido, le entregó el pergamino en que había trabajado toda la noche. Valentina lo desplegó y se quedó mirándolo con un punto de desconcierto.
—¿Un mapa? –preguntó, extrañada.
—Pero no un mapa cualquiera. Fíjate en esa isla...
La muchacha inclinó la cabeza para leer lo que él le señalaba y exclamó:
—¡Ínsula Valentina! ¡Tiene mi mismo nombre!
—Claro –repuso Hernán-; yo la he bautizado así. Verás, hace unas semanas, en el puerto, conocí al piloto de un bergantín que acababa de regresar del Nuevo Mundo. Según me contó, en el curso de su singladura, mientras navegaban por el Mar de México, una tormenta los apartó de la ruta y acabaron recalando en una isla que no figura en ningún mapa. Dado que nadie más la conoce, y puesto que carecía de nombre, he decidido darle el tuyo. –Hizo una pausa y agregó tímidamente-: Como obsequio de aniversario.
El rostro de Valentina se iluminó con una sonrisa; si le hubieran regalado el mayor diamante del mundo, no se habría sentido más feliz. Apretó el mapa contra el pecho, tomó a su amado del brazo y dijo:
—Demos un paseo, Hernán. Y cuéntame más cosas de esa isla.
Echaron a andar en dirección al río, cogidos del brazo y seguidos a unos pasos de distancia por doña Úrsula. Mientras caminaban, Hernán comenzó a relatar la historia que había inventado aquella misma noche.
—El piloto me contó que la isla está presidida por una montaña en cuya cima se alza la inmensa estatua de un ídolo pagano con un solo ojo. En otro tiempo, al parecer, la isla estuvo habitada por una civilización desconocida de la que aún quedan algunos restos: templos revestidos de piedras preciosas, torres de jade y marfil, puentes de alabastro y malaquita. Todo está construido con los materiales más nobles; tanto es así que hasta las calzadas son de oro. Quién sabe, puede que ese lugar fuera el último reducto de los atlantes...
—Cuéntame más –dijo Valentina con el rostro embelesado.
—Según el piloto –prosiguió Hernán-, hay manadas de unicornios recorriendo los campos, y pájaros de cristal multicolor que surcan los cielos al tiempo que emiten trinos semejantes al sonido de un clavecín, y grandes flores con pétalos de color púrpura que en vez de corolas tienen bocas con las que entonan himnos al milagro de la creación...
Cuando Hernán concluyó su fantástica historia, Valentina permaneció unos minutos silenciosa, con la mirada soñadora. Luego, al llegar a la orilla del Guadalquivir, la muchacha tiró del brazo de su amado para obligarle a avivar el paso.
—Vamos, camina deprisa –le instó.
Comenzaron a andar más rápido y poco a poco, doña Ursula, a quien la edad y el reuma le impedían correr, fue quedándose atrás. La anciana, alarmada, los llamó a gritos, pero ellos siguieron adelante sin hacerle caso hasta que, al llegar a un lugar donde la vegetación crecía frondosa, Valentina abandonó el camino y se ocultó con Hernán detrás de unos arbustos. Y una vez allí, protegidos de miradas indiscretas, ella se abrazó a él y le besó en los labios con pasión.
—Gracias –le dijo cuando sus bocas se separaron-. Tú isla es el regalo más hermoso que me han hecho jamás.
Durante unos instantes, Hernán experimentó una punzada de culpa. La Ínsula Valentina no existía y la historia que acababa de contar no era más que una sarta de invenciones; su regalo sólo era una ilusión. No obstante, se confortó pensando que una mentira no es pecado si sirve para hacer feliz a alguien.
—Seré el mejor cartógrafo de la cristiandad, Valentina –dijo-. Los navegantes pagarán lo que les pida con tal de conseguir mis mapas y ganaré tanto dinero que podré comprar un navío de tres palos, el mejor y más rápido. Entonces, tú y yo nos embarcaremos en él y partiremos hacia el Nuevo Mundo para visitar tu isla.
—¿Me lo prometes? –le preguntó ella con los ojos llenos de amor.
—Te lo juro –respondió él antes de volver a besarla.
Hay promesas que nacen para ser incumplidas; ésa fue una de ellas, y no porque la Isla Valentina sólo existiera sobre el pergamino de aquel mapa, sino porque en última instancia siempre es el destino quien decide por nosotros. Y, en ocasiones, de forma inexplicablemente cruel, pues al día siguiente de aquel encuentro, mientras Hernán se dirigía al taller de maese Oliveira, un carro cargado con toneles, cuyos caballos se habían desbocado, atropelló al joven cartógrafo matándolo al instante.
Sorprendentemente, cuando le comunicaron la terrible noticia, Valentina no derramó ni una lágrima. En vez de ello, se encerró en su dormitorio y pasó allí tres días y tres noches, sin probar bocado ni beber un sorbo de agua, limitándose a contemplar en silencio un pergamino cuya naturaleza nadie más conocía. Después de aquello, la muchacha retomó sus quehaceres habituales, pero su existencia jamás volvió a ser la misma. A partir de entonces, abandonó toda vida social, rechazó de forma definitiva a cuantos hombres la pretendían y se dedicó en cuerpo y alma al cuidado del hogar paterno, a realizar obras de caridad y a atender a los enfermos del Hospital de las Cinco Llagas. Su padre, don Bernardo, cuya esposa había fallecido al dar a luz a Valentina, siempre se había sentido un tanto inseguro a la hora de educar a su única hija; pese a ello, alarmado por la espartana vida que había adoptado la muchacha, intentó convencerla de que escogiera un marido. Ante su negativa, le sugirió que ingresara en un convento, pero ella volvió a negarse. Valentina no quería un esposo, ni dedicarse a la oración; en realidad, sólo anhelaba una cosa, un imposible, algo con lo que soñaba cada noche cuando, antes de retirarse a dormir, dedicaba unos minutos a contemplar el mapa que le había regalado Hernán.
Pasaron los años –nueve, para ser precisos-, y un día de invierno, tras una repentina enfermedad, don Bernardo falleció. De nuevo, nadie vio llorar a Valentina –era como si la pérdida de su amado hubiera secado el manantial de sus lágrimas-; durante seis meses, honró la memoria de su padre dedicándole una misa diaria. Luego, tras ese periodo de luto, procedió a convertir en realidad su sueño. Ella era la única heredera de don Bernardo, así que vendió las posesiones familiares, reunió todo el dinero que pudo conseguir y compró un barco, una goleta de tres palos llamada La Intrépida. Por último, contrató a un capitán –don Alonso Mendoza-, reunió una tripulación y una mañana de verano abandonó Sevilla con rumbo al Nuevo Mundo. Su único propósito, claro está, era encontrar la fabulosa isla que ostentaba su mismo nombre.
Durante dos largos años, La Intrépida surcó tenazmente las aguas del Mar de México, de norte a sur, de este a oeste. Recorrieron todas las islas del golfo, desde las grandes -Cuba, La Española, Puerto Rico, Jamaica-, hasta las diminutas Antillas, mayores y menores, las islas Vírgenes, las Granadinas y las Caimán. En todos los puertos preguntaban a nativos y marinos acerca de una ínsula presidida por un inmenso ídolo, pero nadie, nunca, supo darles noticias de ella. Finalmente, al cabo de veintiséis meses de infructuosa búsqueda, el capitán Mendoza se reunió con Valentina y le dijo:
—Nunca encontraremos ese lugar, señora.
—Puede ser –respondió ella-; pero seguiremos buscando.
—Será inútil –insistió el capitán-. Hemos preguntado en todas partes, a todo el mundo, y nadie ha oído hablar de esa isla. Debería aceptar lo evidente, señora: la ínsula que aparece en su mapa no existe.
Valentina encajó la mandíbula y le dirigió al hombre una resuelta mirada.
—Existe –dijo con determinación, poniendo punto final al debate.
De modo que La Intrépida reanudó la búsqueda. Entonces, el destino intervino de nuevo: doce días más tarde, cuando se encontraban en medio de las aguas del golfo, una galerna les sorprendió. Otras veces se habían enfrentado a tormentas, pero a ninguna como aquella; olas más altas que el palo mayor zarandeaban la nave, alzándola y dejándola caer como si fuera un simple corcho, vientos huracanados arrojaban ráfagas de lluvia con la violencia de perdigones, el estampido de los truenos parecía anunciar el fin del mundo. En realidad, fue un milagro que el navío aguantara casi doce horas en medio de aquel infierno de agua y salitre; al cabo de ese tiempo, una inmensa ola impactó contra el casco de La Intrépida, partiéndolo por la mitad.
Valentina, que había abandonado su camarote y se encontraba en el puente, junto al capitán, se vio bruscamente lanzada al agua. Al principio, una corriente de succión la arrastró hacia el fondo, pero ella se debatió y, justo cuando sus pulmones estaba a punto de estallar, logró alcanzar la superficie, aunque sólo tuvo tiempo de aspirar una bocanada de aire, pues una ola volvió a sumergirla en las aguas. Entonces, notó que algo chocaba contra ella; era un madero desprendido del barco. Valentina se aferró a él y de ese modo logró mantenerse a flote, pero enfrentarse al oleaje y al viento era como luchar contra titanes, de modo que al cabo de poco más de media hora se le agotaron las fuerzas y, con un suspiro, soltó el madero. Su cuerpo se hundió en el agua y al instante el fragor de la tormenta se esfumó, dando paso a una calma húmeda y densa, semejante a un licor añejo. Mientras descendía hacia el fondo marino, un instante antes de que sus pulmones se inundaran de agua salada, Valentina recordó el mapa que le había regalado Hernán y sintió una infinita tristeza por haberlo perdido en el naufragio.
Luego, su mente se sumió en la negrura.
Quién sabe cuánto tiempo después, Valentina recobró el conocimiento. Fue un proceso lento, gradual; primero notó el agua, luego la arena en las manos y el rostro, y por último el calor del sol en la nuca y la espalda. Abrió los ojos. Estaba en una playa, tumbada boca abajo justo en la orilla del mar, entre el agua y la tierra; tímidas olas acariciaban sus piernas en un constante vaivén. El sol brillaba en un cielo intensamente azul sin mácula de nubes. Haciendo acopio de fuerzas, Valentina se incorporó y dio un par de vacilantes pasos sobre la arena. Entonces lo escuchó: en el aire, por encima de ella, un múltiple y tintineante batir de alas y una melodía similar a un coro de clavecines. Alzó la mirada y vio una bandada de aves surcando el cielo; pero no eran aves normales, sino iridiscentes pájaros de cristal. Conteniendo el aliento, Valentina giró sobre sí misma... y allí estaba, en la lejanía, una elevada montaña cónica sobre cuya cima se alzaba un cíclope de piedra tan inmenso como la más grande de las catedrales.
Valentina se echó a reír, alborozada. Estaba allí, se dijo, finalmente la había encontrado; ésa era su ínsula, el regalo que le había hecho Hernán hacía tanto, tanto tiempo. Con el pecho henchido de alegría, Valentina abandonó la playa y se adentró en la isla. Al poco, encontró una calzada construida con losas de oro y comenzó a seguirla. Mientras caminaba, un macizo de flores púrpuras que crecía a la orilla del camino entonó un himno en un idioma extraño. A lo lejos, en una extensa pradera, distinguió una manada de unicornios.
Tras caminar durante unos minutos, Valentina advirtió que, al final de la senda de oro, a una media milla de distancia, se alzaba una torre de jade y marfil. Pero también vio otra cosa: junto a la torre, algo se movía. Era una figura humana, un hombre que caminaba en su dirección. Valentina dejó de andar y contuvo el aliento. Al principio, dada la distancia que los separaba, no pudo distinguir los rasgos del desconocido, aunque intuyó algo familiar en sus movimientos. Luego, conforme se aproximaba, las facciones del hombre se fueron tornando progresivamente nítidas. Entonces, con los ojos dilatados de asombro, Valentina exhaló una bocanada de aire y musitó:
—Hernán...
Acto seguido, lanzó un grito de alegría y echó a correr en pos de su amado. La búsqueda había concluido.
César Mallorquí
Noviembre de 2006
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