12.24.2020

Cuento de Navidad: "El poni"




            El poni

            By César Mallorquí 

            Como buen Santa Claus que era, a Germán le encantaban los niños y la Navidad. Por eso cada año, cuando la ciudad se vestía de luces de colores y el aire se llenaba de villancicos, Germán se ponía un traje rojo con ribetes blancos y acudía a distintos centros comerciales para atender pacientemente las peticiones de los niños.

            Lo hacía por ellos, por los niños, pero también por el dinero que le pagaban, una cantidad que le venía muy bien para complementar su magra pensión. Y, justo es reconocerlo, Germán era un excelente Santa Claus. No necesitaba barba postiza, pues la suya era blanca, larga y algodonosa, y tampoco requería un traje acolchado, pues era de natural entrado en carnes. Además, tenía la edad adecuada: setenta y dos años. La verdad es que, incluso con traje de calle, Germán parecía Santa Claus. Eso por no mencionar su carácter, tranquilo, cariñoso, bonachón y apacible.

            Esa Navidad le había contratado un gran almacén situado en el centro de la ciudad. Era el establecimiento más prestigioso del país, así que Germán lo consideró el punto culminante de su carrera, un logro que sin duda sería motivo de envidia entre los demás Santa Claus. Además, le pagaban muy generosamente.

            Aquella tarde de mediados de diciembre, como todas las tardes, Germán se dirigió al gran almacén, se puso el traje rojo y blanco en el vestuario y se contempló en un espejo.

            —¡Jo, jo, jo! –dijo, practicando su cri de bataille.

            Satisfecho con su aspecto y entonación, Germán se dirigió al puesto que tenía asignado, un stand cercano a la entrada adornado con motivos navideños. Se acomodó en el sillón y se dispuso a esperar. Aún era temprano y no había mucha gente, pero tan solo una hora más tarde ya se había formado una cola de niños, acompañados por sus padres, esperando el turno para hablar con Santa Claus.

            A Germán le encantaba aquello, las caras embelesadas de los niños, su inocencia, sus voces temblorosas mientras desgranaban la lista de regalos, su mirada limpia y maravillada. En esas ocasiones, Germán se sentía como un abuelo que tuviera cientos de nietecitos.

            A media tarde, después de que Germán despachara con un gracioso pelirrojo, una madre le puso sobre las rodillas a una niña. Era preciosa, rubia, con coletas y ojos azules; una muñequita encantadora, aunque quizá demasiado seria.

            —¡Jo, jo, jo! –dijo Germán, sonriente-. ¿Cómo te llamas, pequeña?

            —Ya te lo dije el año pasado –respondió la niña con el ceño fruncido.

            —Claro, claro. Pero, verás, hablo con muchos niños y mi memoria ya no es lo que era...

            La niña vaciló durante un instante y luego, como a regañadientes, dijo:

            —Me llamo Adela.

            —¡Adela! Qué nombre más bonito. ¿Cuántos añitos tienes?

            —Pues si el año pasado tenía siete, este año tendré ocho, ¿no crees?

            Germán se quedó cortado. Estaba acostumbrado a niños tímidos, o extrovertidos, o asustadizos, pero aquella niña era... hosca.

            —Ocho añitos, qué mayor –dijo Germán sonriente-; ya eres toda una señorita. Y dime, Adela, ¿has sido buena este año?

            La niña clavó en él una mirada preñada de resentimiento.

            —Yo sí –respondió-. Pero tú no.

            Germán parpadeó, sorprendido.

            —¿Por qué dices eso, querida?

            Adela respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló de golpe.

            —Porque me engañaste –repuso en tono acusador-. El año pasado te pedí un poni y no me lo trajiste.

            —¿Un poni? Pero no se puede pedir eso.

            —Te lo pedí y me dijiste que sí, que me lo traerías. Y luego nada.

            Germán suspiró. Evidentemente, esa niña había hablado con otro Santa Claus. Con uno muy poco profesional, porque todo Santa Claus sabe que no se deben aceptar peticiones de regalos imposibles. Pero, claro, eso no podía decírselo.

            —Debí de equivocarme, pequeña –replicó en tono bonachón-. Yo nunca regalo animales vivos.

            —Ya estás mintiendo otra vez. A una amiga del colegio le trajiste un poni.

            Pues será que tu amiga es rica, nena, pensó Germán. Pero en vez de eso dijo:

            —A lo mejor tu amiga tiene un sito bonito donde un poni pueda estar bien. ¿Tú vives en un piso?

            —Sí.

            —Pues no se puede tener un poni en un piso, compréndelo.

            El ceño de Adela se frunció hasta límites insospechados para una niña tan pequeña.

            —Eso no es asunto tuyo –le espetó-. Quiero mi poni.

            —Pero no puede ser, nenita. ¿Qué te parece si te traigo un poni de peluche? Así podrías jugar con...

            —¿Y para qué voy a querer una mierda de peluche? –le interrumpió Adela con acritud-. Quiero un poni de verdad.

            Germán arqueó las cejas y buscó con la mirada a la madre de aquella niña, pero la mujer se había alejado unos pasos y estaba absorta en la pantalla de su móvil. En los altavoces del gran almacén sonaba Noche de paz: Germán se concentró en las notas de aquella dulce melodía, haciendo acopio de espíritu navideño.

            —Es imposible, querida –dijo en tono paternal-; no puedo traerte un poni. Pídeme otra cosa.

            —No quiero otra cosa. Quiero mi poni.

            —Pero...

            —Quiero mi poni.

            —Es que...

            —Quiero mi poni.

            —Sé razonable, pe...

            —Quiero mi poni.

            Durante diez eternos minutos, la conversación siguió similares derroteros: Germán intentando razonar con Adela, y Adela insistiendo obstinadamente en que le trajera lo que un Santa Claus irresponsable le había prometido la anterior Navidad.

            Aunque, internamente, Germán empezaba a comprender a aquel anónimo Santa Claus. Si esa niña era tan tozuda pidiendo regalos como exigiéndolos, cualquiera habría aceptado regalarle incluso un AK-47. Alzó la mirada y contempló la cada vez más larga fila de niños que aguardaban para encontrarse con él.

            —Escucha, pequeña –dijo en tono paciente-: Hay otros niños que quieren hablar conmigo. Tenemos que ir acabando...

            —Quiero mi poni –replicó Adela. Su mirada dejaba claro que no tenía la menor intención de levantarse de sus rodillas hasta haber conseguido lo que exigía.

            —Pero Adela, por favor...

            —Quiero mi poni.

            Uno de los niños que aguardaban se echó a llorar. Germán advirtió que el encargado del departamento contemplaba con el ceño fruncido la larga cola que se había formado. No era de extrañar; Germán tenía asignado un tiempo máximo de cinco minutos por niño, y ya llevaba casi veinte con aquella mocosa.

            —Adela...

            —Quiero mi poni.

            Otro niño se echó a llorar. Germán buscó con la mirada a la madre de Adela, que ahora le daba la espalda mientras hablaba por el móvil. El encargado clavó en él unos ojos que relampagueaban de reprobación. Germán contuvo el aliento y lo exhaló de golpe.

            —Vale –dijo.

            —Quiero mi... ¿qué?

            —Que vale, que te traeré un poni.

            La niña lo miró con desconfianza.

            —¿Cuándo? –preguntó.

            —Pues cuándo va a ser, pequeña: el día de Navidad.

            Adela negó con la cabeza.

            —De eso nada –dijo-. En Navidad son los regalos de este año, pero el poni era mi regalo del año pasado. Lo quiero ahora.

            —Pero pequeña, no tengo ponis aquí...

            —Quiero mi poni ya.

            Germán notó que la cabeza empezaba a darle vueltas. Tenía la sensación de haberse introducido en un bucle infinito del que jamás podría salir. Por primera vez en su vida sintió ganas de gritarle a un niño.

            —Mira, Adela –dijo, reprimiendo a duras penas la exasperación-: No. Tengo. Ponis. No llevo ponis en el bolsillo, ni en el saco; ni siquiera hay ponis en mi trineo, sino renos. Si quisieras un reno, te regalaría los nueve, incluyendo a Rudolph. Pero quieres un poni, y yo los ponis los tengo en mi casa del Polo Norte. Así que, cuando acabe, iré allí y volveré esta noche para traerte tu poni. ¿De acuerdo?

            De nuevo la mirada de Adela se tiñó de recelo.

            —¿Esta noche? –preguntó.

            —Esta noche –asintió Germán.

            —¿Lo prometes?

            —Te lo juro.

            La niña se quedó pensativa.

            —Vale –dijo.

            Acto seguido, saltó de las rodillas de Germán, se acercó a su madre –que seguía hablando por el móvil-, la cogió de una mano y ambas se alejaron hasta perderse entre la clientela. Germán experimentó un alivio casi físico, como si en vez de una niña se hubiera quitado de encima un bulldozer. Pero también sintió un puntito de remordimiento; a fin de cuentas, le había mentido a una niña pequeña. Aunque, se dijo, en ese caso se trataba de una mentira en defensa propia.

            Fuera como fuese, cualquier rastro de culpabilidad se esfumó de su mente cuando una madre puso sobre sus rodillas a un niño... normal. Un niño que, entre extasiado y nervioso, se limitaba a enumerar los regalos que quería recibir esa Navidad. Y así, charlando con niños encantadores, fue como Germán se olvidó por completo de la pequeña y obcecada Adela.

            Hasta el día siguiente. Por la tarde, como siempre, Germán se dirigió al gran almacén, se vistió de Santa Claus, ensayó su “jo-jo-jo” y ocupó su lugar en el stand. Los niños llegaban, pedían sus regalos y se iban, con toda normalidad, sin sobresaltos. Pero a las seis y treinta y cinco de la tarde, en un momento en que él estaba distraído, alguien puso sobre sus rodillas un cuerpo menudo y liviano.

            —¡Jo, jo, jo! –comenzó a decir-. ¿Cómo te llamas pe...?

            Las palabras y la sonrisa se le congelaron en los labios al descubrir la identidad del niño que tenía encima. Era Adela, y la expresión de su rostro no auguraba nada bueno. El corazón le dio un vuelco a Germán, como si, en vez de un tierno infante, lo que acababan de depositar sobre su regazo fuera un crótalo. Durante unos segundos se quedaron inmóviles mirándose el uno al otro; él con abierta inquietud y ella con un odio impropio de su corta edad.

            —Me has vuelto a mentir –dijo finalmente Adela en tono gélido.

            Germán intentó hablar, pero se le escapó un gallito. Carraspeó y, fingiendo una sonrisa que le salió insegura, dijo:

            —Oh, no, no, pequeña. Verás, es que ayer fui a mi casa del Polo Norte para buscar tu poni, pero resulta no había ninguno en el almacén, así que tuve que pedirlo y tardarán unos días en traérmelo...

            —No digas tonterías –le interrumpió Adela con acritud-; eres Santa Claus, puedes hacer magia. Quiero mi poni.

            Tras experimentar un estremecido déjà vu, Germán volvió la mirada en busca de la madre de aquel pequeño monstruo, pero la mujer se había alejado unos metros y paseaba de un lado a otro mientras hablaba por teléfono. Haciendo de tripas corazón, Germán le dedicó a la niña la sonrisa más bondadosa que pudo componer.

            —Me han asegurado que me lo enviarán antes del veinticinco –dijo-, así que el día de Navidad tendrás tu poni. Te lo prometo.

            Adela soltó una carcajada sarcástica.

            —¡Ja! Como si tus promesas valieran algo. Quiero mi poni ahora.

            —Ya te dije ayer que no tengo ponis aquí –repuso Germán con cansancio.

            —Quiero mi poni.

            —Por favor, Adela, sé razonable...

            —Quiero mi poni.

            —Pero...

            —Quiero mi poni.

            Germán perdió la mirada en el infinito; aquello era una pesadilla. De pronto, su abatimiento se transformó en frialdad. Los diques de su paciencia cedieron y una oleada de determinación lo inundó. Por los altavoces sonaba El pequeño tamborilero, pero aquel repique de tambor, más que un villancico, se le antojó una marcha guerrera. Ya está bien, pensó. La sonrisa huyó de su rostro y fue sustituida por una expresión severa. Alzó un admonitorio dedo.

            —Basta ya, niña –dijo con sequedad-. Santa Claus no regala ponis, ¿entiendes? Y si a tu amiga le trajeron un poni, a lo mejor es que se lo regalaron sus papás, porque yo, desde luego, no. Así que basta de tonterías; si no tienes nada más que pedirme, será mejor que te vayas y le dejes el sito a algún niño más razonable. ¿He sido claro?

            Adela le lanzó una mirada capaz de perforar el cemento y dijo:

            —Quiero –hizo una pausa- mi –otra pausa- poni. ¿He sido clara?

            —Como si quieres la Luna –replicó Germán-. No hay poni. Lárgate.

            La niña apretó los puños y encajó la mandíbula.

            —Voy a contar hasta tres –dijo en un tono que, de haber un termómetro cerca, congelaría el mercurio-. Y antes de que acabe quiero mi poni.

            —Cuenta hasta mil si te apetece. Seguirá sin haber poni.

            —Uno...

            —Mira, guapa, te voy a bajar al suelo, ¿vale?

            —Dos...

            Germán tendió las manos y sujetó a la niña por la cintura. En ese momento, Adela susurró:

            —Y tres.

            Acto seguido, lanzó un aullido, saltó de las piernas de Germán y comenzó a gritar.

            —¡Me ha tocado! –berreó, señalando a Germán-. ¡Santa Claus me ha tocado!

            Las miradas de cuantos los rodeaban convergieron simultáneamente en la niña y luego, como si fuera un partido de tenis, en Germán.

            —Pero qué dices... –musitó este, incorporándose.

            —¡Me ha tocado! –insistió Adela entre lagrimones. Y añadió, señalándose la entrepierna-: ¡Santa Claus me ha tocado aquí!

            —¡Eso es mentira! –exclamó Germán-. ¡Yo nunca...!

            No pudo completar la frase, porque la madre de Adela se abalanzó sobre él y comenzó a darle bolsazos. Poco después, aparecieron dos vigilantes de seguridad, que tras lograr apartar a la furiosa mujer del maltrecho Santa Claus, se llevaron retenido a este último. Mientras lo sacaban de allí sujeto por los brazos, Germán volvió la cabeza y vio a Adela mirándole con una sonrisa que le heló la sangre en las venas.

            Más tarde llegaron unos policías y se llevaron detenido al bueno de Germán. Meses después hubo un juicio y Germán fue condenado al pago de una multa y un año de cárcel. Afortunadamente, como carecía de antecedentes penales, Germán no tuvo que cumplir la pena; pero su nombre pasó a engrosar las listas de los pedófilos.

            Como es lógico, jamás volvió a ejercer de Santa Claus; porque sus antecedentes penales se lo impedían, pero también porque desarrolló un temor patológico hacia los niños. Y también –aunque nadie se explicaba por qué- una extraña fobia hacia los caballos de pequeño tamaño.