12.24.2015

Navidad 2015: Una muñeca para Sofía.




            Una muñeca para Sofía
            By César Mallorquí
 
            El trineo, tirado por nueve renos mágicos, surcó el cielo nocturno, veloz como una centella, se detuvo en el aire y flotó sobre la pequeña aldea a unos mil metros de altura.

            --¡Ho, ho, ho! –exclamó el orondo ocupante del vehículo.

            Le encantaba decir “¡Ho, ho, ho!”, aunque nadie le oyese. Era su signo distintivo, su marca personal, incluso podría decirse que era su grito de guerra, de no ser porque “guerra”, en su caso, resultaba una palabra totalmente inadecuada; pero aquel “¡Ho, ho, ho!” también era una expresión de auténtico júbilo. Nada le gustaba más a Santa Claus que hacer regalos a los niños; aquella tarea le llenaba de optimismo y placer, así que para soltar presión en la caldera de su felicidad, siempre exclamaba “¡Ho, ho, ho!” al principio y al final de cada encargo.

            --Bien hecho, Donner, Blitzen, Vixen y Cupid –dijo, dirigiéndose a los renos que ocupaban el lado izquierdo del tiro-. Buena travesía, Comet, Dasher, Dancer y Prancer –añadió, señalando a los del lado derecho.

            El reno situado en primera posición, un vigoroso macho con la nariz roja, giró la cabeza y le miró con aire compungido. Santa Claus rió suavemente.

            --Estaba bromeando, Rudolph –dijo-. ¿Cómo iba a olvidarme de ti? Has guiado a tus hermanos con maestría, como siempre. Pero basta de alabanzas; tenemos mucho trabajo que hacer.

            Sacó del bolsillo su lista mágica y la consultó.

            --Bueno, amiguitos –dijo sin apartar la mirada de la lista-, el siguiente regalo es para una niña. Se llama Sofía, tiene seis años y se ha portado muy bien, así que le traemos lo que ha pedido: una preciosa muñeca de porcelana. –Miró a los renos de soslayo y aclaró-: Antes tenía una de trapo, pero se le rompió; merece una muñeca nueva. –Consultó de nuevo la lista y dijo en voz alta-: Sofía vive en la tercera casa, por la derecha, de la Calle Mayor de Brzezinka, esa aldea de ahí abajo.

            Santa Claus contempló el poblado y frunció el ceño. Veía la casa de Sofía, pero un sexto sentido le revelaba que ella no estaba allí.

            Como resulta lógico, a poco que reflexionemos sobre ello, Santa Claus poseía poderes mágicos. Por ejemplo, su trineo podía volar más rápido que la luz; algo que, de saberlo, le habría levantado un fuerte dolor de cabeza a Albert Einstein. Pero, de no ser así, ¿cómo podría recorrer tan largas distancias en una noche? También poseía el don de la ubicuidad, estaba en cientos de miles de sitios simultáneamente, pues de otro modo no podría atender a millones de niños. Y también tenía una especie de radar interno que le permitía localizar a cualquier persona destinataria de un regalo.

            Y ahora ese radar le decía que Sofía no estaba en su casa, sino... Volvió la mirada hacia atrás y le fijó en un no muy lejano y oscuro edificio. Allí estaba.

            Santa Claus sonrió. Esas cosas pasaban; los niños se mudaban, o estaban de visita, y los elfos del Polo Norte no incluían el cambio en los archivos. Debía echarles una buena reprimenda a esos elfos, pensó; pero luego recordó el enorme trabajo que tenían para que todo estuviera preparado al llegar la Navidad y su sonrisa se tornó aún más bondadosa. Mejor pensado, decidió, bastaría con una mera advertencia. Cogió las riendas, las sacudió y dijo en voz alta:

            --¡Rudolph, Donner, Blitzen, Vixen, Cupid, Comet, Dasher, Dancer y Prancer: media vuelta! ¡Nos hemos equivocado de dirección!

            Ciertamente, Santa Claus no tenía por qué llamar a los renos por su nombre; pero le gustaba que supieran que cada uno de ellos era importante para él. El trineo giró en redondo y voló raudo hacia el edificio.

            Era una casa de piedra, de una altura, con un par de elevadas chimeneas alzándose sobre un tejado a dos aguas. Guiado por su mágico radar, Santa Claus detuvo el trineo junto a la de la izquierda –la que conducía al hogar de Sofía-, cogió su saco mágico y se dispuso a descender por el cañón de la chimenea.

            El hueco era amplio, pero en apariencia no lo suficiente como para permitir el paso de alguien tan rollizo; mas ya hemos convenido que Santa Claus poseía poderes extraordinarios, así que bajó del trineo, se situó encima de la chimenea y, de pronto, su voluminoso cuerpo adquirió una consistencia viscosa y se deslizó por el tiro como si fuera jarabe de arce.

            Al llegar abajo, Santa Claus sintió al instante que algo iba mal. De entrada, el hogar de aquella chimenea era extraño, demasiado alargado. Pero lo que realmente capturó su atención fueron las vibraciones que desprendía aquel lugar. Santa Claus poseía otro radar interno que le permitía detectar la tristeza y la alegría, y ahora ese radar registraba niveles de desconsuelo nunca antes alcanzados.

            Estremecido, Santa Claus salió de la chimenea. La casa estaba a oscuras, como solían estar todas las casas la noche de Navidad, así que recurrió a otro de sus asombrosos poderes: la visión nocturna. Y sintió que el suelo oscilaba bajo sus pies, que el mundo daba vueltas a su alrededor, que su mágico corazón se detenía un instante, para luego acelerarse locamente, como un juguete al que se le salta la cuerda.  Durante un segundo pensó que se había equivocado de fecha, que no era Navidad, sino Halloween...

            Porque allí, frente a él, desparramados sobre el suelo de cemento, había montones de huesos humanos ennegrecidos por el fuego. Fragmentos de costillas, vértebras, tibias reventadas a causa del calor, tarsos y metatarsos, clavículas, calaveras... ¿Qué lugar era ése?, pensó anonadado, mirando en derredor aquel recinto vació de mobiliario y desnudo de adornos. Su radar de emociones vibraba como una sirena de incendios, captando los ríos de dolor, los mares de desesperación, los océanos de angustia que brotaban de los muros, del suelo, del techo, de todas partes. Era como si el edificio rezumase maldad y horror.

            Santa Claus sentía el imperioso deseo –la asfixiante necesidad, más bien- de huir de ese lugar maldito, de salir al exterior y respirar aire fresco, porque si se quedaba ahí tan solo un minuto más temía volverse loco. Incluso dio un paso atrás en dirección a la chimenea, pero un escalofrío recorriéndole la espalda le detuvo en el último momento. Su radar interno de localización había guiado su mirada hasta centrarla en una pequeña calavera ennegrecida que yacía en el suelo, entre el resto de los huesos. Era todo lo que quedaba de Sofía.

            Con el vello erizado y los ojos muy abiertos, Santa Claus contempló desolado aquel diminuto cráneo. No cabía duda: eran los restos de Sofía Kowalski, nacida en 1937 en Brzezinka, hija de Stanisław y de Miriam.

            Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras contemplaba la calavera, incapaz de apartar la mirada, como sumido en un trance. Hasta que los lejanos ladridos de un perro le sacaron de su estupor. Entonces, Santa Claus metió la manos en su mágico saco, extrajo del interior una delicada muñeca de porcelana y la dejó cuidadosamente junto a lo poco que quedaba de Sofía Kowalski. La palidez del rostro de la muñeca contrastaba dramáticamente con la calcinada negrura de la calavera.

            Santa Claus se enjugó las lágrimas con la manga, entró en la chimenea y ascendió por ella como un líquido impulsado por la capilaridad. Al salir al exterior, subió al trineo, cerró los ojos y aspiró profundamente el frío aire nocturno. Incluso los renos se dieron cuenta de que algo malo le sucedía a su amo, y se agitaron nerviosos, pero sin atreverse a emitir el menor sonido.

            De pronto, Santa Claus abrió los ojos. ¿Qué lugar era ése?, pensó, todavía tembloroso, por segunda vez. Miró hacia abajo y advirtió que la casa de las chimeneas no era un edificio aislado, sino que formaba parte de un complejo mucho más grande compuesto por varias construcciones de piedra y decenas de grandes barracones de madera. Luego vio los muros, las alambradas de espino, las garitas, los soldados, los perros.

            Sus ojos buscaron la entrada del recinto. Sobre el portalón, un rótulo metálico mostraba una frase en alemán: Arbeit macht frei. Y debajo: Auschwitz-Birkenau.

            Santa Claus perdió la mirada y recordó la calavera de la pequeña Sofía.  Tuvo que parpadear varias veces para espantar las lágrimas; en su rostro no quedaba nada de su bondadosa sonrisa, sino tan solo una expresión de infinita tristeza. Tras un largo suspiro, cogió las riendas y, sin pronunciar las habituales frases de ánimo a sus renos, las agitó bruscamente para partir hacia su siguiente destino. Al alejarse no dijo, como siempre solía hacer, “¡Ho, ho, ho!”.

            No volvió a decirlo durante toda la noche.